Authors: Leopoldo Alas Clarin
La Regenta se inclinó un instante para recoger una servilleta del suelo, y don Víctor hizo a Mesía una seña que quería decir claramente:
—Me estorba esa; si se fuera... hablaríamos.
Mesía encogió los hombros.
Cuando Ana levantó la cabeza sonriendo a don Álvaro, este, sin verlo Quintanar, apuntó a la puerta sin mover más que los ojos.
Ana salió en seguida.—¡Gracias a Dios!—dijo su marido, respirando con fuerza—. Creí que no se marchaba hoy esa muchacha.
Ni siquiera recordaba que otras veces quien se marchaba era él.
—Ahora podremos hablar.—Usted dirá—respondió tranquilamente Álvaro, chupando su habano y tapándose la cara con el humo, según su costumbre de
enturbiar el aire
cuando le convenía.
«¿Qué tripa se le habrá roto a este?», pensó con un vago recelo, que no se explicaba siquiera.
Don Víctor acercó su silla a la del otro, y tomó el tono de las grandes revelaciones.
—Actualmente—dijo—todo me sonríe. Soy feliz en mi hogar, no entro ni salgo en la vida pública; ya no temo la invasión absorbente de la iglesia, cuya influencia deletérea... pero esa Petra me parece que me quiere dar un disgusto.
Movimiento de sobresalto en Mesía.
—Explíquese usted. ¿Ha vuelto usted a las andadas?
—He vuelto y no he vuelto.... Quiero decir... ha habido escarceos... explicaciones... treguas... promesas de respetar... lo que esa grandísima tunanta no quiere que le respeten... en suma: ella está picada porque yo prefiero la tranquilidad de mi hogar, la pureza de mi lecho, de mi tálamo... como si dijéramos, a la satisfacción de efímeros placeres.... ¿Me entiende usted? Finge que se alborota por defender su honor que, en resumidas cuentas, aquí nadie se atreve a amenazar seriamente, y lo que en rigor la irrita, es mi frialdad....
—¿Pero qué hace? vamos a ver....
—Mire usted, Álvaro, por nada de este mundo daría yo un disgusto a mi Anita, que es ahora modelo de esposas; siempre fue buena, pero antes tenía sus caprichos, ya recuerda usted....
—Sí, sí... al grano.—Ahora la pobrecita coincide con mis gustos en todo. Por aquí, digo, y por aquí se va. Hasta le ha pasado aquella exaltación un poco selvática, aquel amor excesivo a los placeres bucólicos, aquella exclusiva preocupación de la salud al aire libre, del ejercicio, de la higiene en suma.... Todos los extremos son malos, y Benítez me tenía dicho que la verdadera curación de Ana vendría cuando se la viese menos atenta a la salud de su cuerpo, sin volver, ni por pienso, al cuidado excesivo y loco de su alma. ¡Aquello era lo peor!
—Pero... no me dice usted...—Allá voy; Ana vive ahora en un equilibrio que es garantía de la salud por la que tanto tiempo hemos suspirado; ya no hay nervios, quiero decir, ya no nos da aquellos sustos; no tiene jamás veleidades de santa, ni me llena la casa de sotanas... en fin, es otra, y la paz que ahora disfruto no quiero perderla a ningún precio. Ahora bien.... Petra... puede y creo que quiere comprometernos.
—Pero vamos a ver, ¿qué hace Petra?
—Comprometer la paz de esta casa; temo que quiere dominarnos prevaliéndose de mi situación falsa, falsísima... lo confieso. ¿No comprende usted que para Ana tendría que ser un golpe terrible cualquier revelación de esa... ramerilla hipócrita?
—¿Pero qué sucede, señor? ¡hable usted claro y pronto!—gritó Mesía impaciente, más interesado en el asunto de lo que su amigo podía suponer.
—Más bajo, Álvaro, más bajo. ¿Qué sucede? Mucho. Petra sabe que yo quiero evitar a toda costa un disgusto a mi mujer, porque temo que cualquier crisis nerviosa lo echase todo a rodar y volviéramos a las andadas. Un desengaño, mi escasa fidelidad descubierta, de fijo la volvería a sus antiguas cavilaciones, a su desprecio del mundo, buscaría consuelo en la religión y ahí teníamos al señor Magistral otra vez.... ¡Antes que eso, cualquiera cosa! Es preciso evitar a toda costa que Ana sepa que yo, en momento de ceguera intelectual y sensual fuí capaz de solicitar los favores de esa
scortum
, como las llama don Saturnino.
—Pero ¿por qué ha de saber Ana eso? Si, después de todo, no hay nada que saber....
—Sí; lo que hay basta para clavarle un puñal a la pobrecita. La conozco yo.... Y sobre todo, si Petra dice lo que hay, mi esposa pensará lo demás, lo que no hay.—¿Pero Petra?... Acabe usted. ¿Ha dicho algo? ¿Ha amenazado con decir?...
—Esa es la cuestión. Habla gordo, es insolente, trabaja poco, no admite riñas y aspira a ponerse en un pie de igualdad absurdo....
—Absurdo...—Y la infame ¿con quién creerá usted que está más altiva, más soberbia, más insolente? ¿Conmigo? Eso parecería lo natural. ¡Pues no señor, con Ana! ¡Pásmese usted, con Ana!
Desde la nube de humo en que estaba envuelto, don Álvaro contestó:
—¡Ya se comprende... quiere hacerle a usted la forzosa; tal vez celos!
—Eso digo yo.... «Sufre que tu mujer oiga insolencias a la que quisiste hacer tu concubina... o se lo cuento todo». Este es el lenguaje de la conducta de esa meretriz solapada. Ahora bien: un consejo; solución; ¿qué hago? ¿sufrir en silencio? Absurdo. Además, puede acabársele la paciencia a Anita, que si ha aguantado hasta ahora es por lo mucho que le queda de cuando fue casi santa.... Pero si Ana se incomoda, si sospecha... si... ¡triste de mí!
—Calma, hombre, calma.—¿Qué hacemos, Álvaro, qué hacemos?
—Es muy sencillo.—¡Sencillo!—Sí, hay que echar a Petra de esta casa.
Don Víctor saltó en su silla.
—Eso es cortar el nudo...—Pues no hay más solución. Echarla.
Don Víctor expuso las dificultades y los peligros del remedio, pero don Álvaro prometió allanarlo todo. «Él sabía cómo se trataba a esta gente. Daba la casualidad feliz de que en la fonda en que él vivía como niño mimado hacía tantos años, se necesitaba una muchacha para servir a los huéspedes. Petra era que ni pintada para el caso; a ella la halagaría la proposición; se la haría el mismo don Álvaro, y si por caso extraño resistía, él sabría amenazarla de suerte que...» etc., etc. En fin, don Víctor lo dejó en manos de su amigo y se fue al Casino, algo más tranquilo.
—¿Usted se queda a preparar el terreno, eh?
—Sí, hombre, a arreglarlo todo.
En cuanto don Víctor cerró de un golpe la puerta de la escalera, Ana entró asustada en el comedor. Iba a hablar, pero llegó Petra a recoger el servicio del café y calló fingiendo leer
El Lábaro
. Salió la doncella y Ana dijo:
—¿Qué hay, Álvaro?...
—Hay, que ya no te queda pretexto para negarme que venga de noche.
—No te entiendo...—Petra marcha de esta casa. Adiós espías.
—¡Petra! ¿qué marcha Petra?
—Sí, él me ha encargado de despedirla; dice que es insolente, que te trata mal....
—¡Dios mío! ¿ha notado él?...
—Sí, boba, pero no te asustes... él lo toma... por donde no quema....
Mesía explicó a la Regenta el caso. La había enterado de todo y de mucho más. Las tentativas del mísero don Víctor eran para la Regenta, gracias a las calumnias de Álvaro, delitos consumados. Pero ella no atribuía a esto la insolencia de la criada; temía que hubiese descubierto sus amores con Mesía y que aquella soberbia, aquel desafío constante de sus miradas, de sus sonrisas y de sus gestos fuese amenaza de revelar a don Víctor su secreto.
—Ya ves como no era lo que tú temías, aprensiva.... Es muy posible, probable que la pobre chica no sospeche nada, que su atrevimiento no sea más que una amenaza al amo....
Ana se ruborizó. Todo aquello le repugnaba. «¡Aquel marido a quien ella había sacrificado lo mejor de la vida, no sólo era un maníaco, un hombre frío para ella, insustancial, sino que perseguía a las criadas de noche por los pasillos, las sorprendía en su cuarto, les veía las ligas!... ¡Qué asco! No eran celos, ¿cómo habían de ser celos? Era asco; y una especie de remordimiento retrospectivo por haber sacrificado a semejante hombre la vida. Sí, la vida, que era la juventud».
«Álvaro—seguía pensando Ana—había hecho mal en revelarle aquellas miserias, en hacer traición a Quintanar, por indigno que este fuera, y sobre todo en avergonzarla a ella con las aventuras ridículas y repugnantes del viejo». Pero como tenía empeño en limpiar de toda culpa a su Mesía, a su señor, al hombre a quien se había entregado en cuerpo y en alma
por toda la vida
, según ella, pronto le disculpaba, reflexionando que «el pobre Álvaro hacía aquello por amor, por arrojar del pensamiento de su Ana todo escrúpulo, todo miramiento que pudiera atarla al viejo que había hecho de lo mejor de su vida un desierto de tristeza».
«Tampoco le agradaba a Anita ver a su Álvaro metido en aquellos cuidados domésticos de despedir criadas; y menos encontrarle tan experto en el asunto; todo aquello, de puro prosaico y bajo, era repugnante, pero ¿qué remedio? Álvaro lo hacía por ella, por gozar tranquilamente de aquella felicidad que tantos años de martirio le había costado...».
Estos y todos los demás lunares que en Mesía le obligaba a descubrir de poco acá el endiablado espíritu de análisis, camino de la locura según ella, procuraba Ana convertirlos en otras tantas estrellas luminosas de pura hermosura. Si alguna vez le sobrecogía la ida de perder a don Álvaro, temblaba horrorizada, como en otro tiempo cuando temía perder a Jesús.
Las primeras palabras de amor que Ana, ya vencida, se atrevió a murmurar con voz apasionada y tierna al oído de su vencedor, no el día de la rendición, mucho después, fueron para pedirle el juramento de la constancia...
«Para siempre, Álvaro, para siempre, júramelo; si no es para siempre, esto es un bochorno, es un crimen infame, villano...».
Mesía había jurado, y seguía jurando todos los días, una eternidad de amores.
La idea de la soledad
después de aquello
, le parecía a la Regenta más horrorosa que en un tiempo se le antojara la imagen del Infierno.
Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensar más que en el amor mismo...; pero sin él... volverían los fantasmas negros que ella a veces sentía rebullir allá en el fondo de su cabeza, como si asomaran en un horizonte muy lejano, cual primeras sombras de una noche eterna, vacía, espantosa. Ana sentía que acabarse el amor, aquella pasión absorbente, fuerte, nueva, que gozaba por la primera vez en la vida, sería para ella comenzar la locura.
«Sí, Álvaro; si tú me dejaras me volvería loca de fijo; tengo miedo a mi cerebro cuando estoy sin ti, cuando no pienso en ti. Contigo no pienso más que en quererte».
Esto solía decir ella en brazos de su amante, gozando sin hipocresía, sin la timidez, que fue al principio real, grande, molesta para Mesía, pero que al desaparecer no dejó en su lugar fingimiento. Ana se entregaba al amor para sentir con toda la vehemencia de su temperamento, y con una especie de furor que groseramente llamaba Mesía, para sí, hambre atrasada.
Él estuvo el primer mes asustado. Si los primeros días renegaba del miedo, de la ignorancia y de los escrúpulos (
absurdos en una mujer casada de treinta años
, según la filosofía del Presidente del Casino), pronto vio tan colmada la medida de sus deseos, que llegó a inquietarle «otro aspecto» de sus amores. Nunca había sido más feliz. ¿Quería satisfacer el amor propio a quien la edad empezaba a dar algunos disgustos? Pues Ana, la mujer más hermosa de Vetusta, le adoraba; y le adoraba por él, por su persona, por su cuerpo, por
el físico
. Muchas veces, si a él le daba por hablar largo, y tendido, ella le tapaba la boca con la mano y le decía en éxtasis de amor: «No hables». Mesía no echaba esto a mala parte; también él reconocía que lo mejor era callar, dejarse adorar por buen mozo. ¿Quería satisfacer caprichos de la carne ahíta, gozar delicias delicadas de los sentidos? Pues la misma ignorancia de Ana y la fuerza de su pasión y las circunstancias de su vida anterior y las condiciones de su temperamento y la de su hermosura facilitaban estos alambicados goces del gallo, corrido y gastado, pero capaz de morir de placer sin miedo. Y a pesar de tanta felicidad, Mesía estaba intranquilo.
—Está usted desmejorado—le decía Somoza.
—Cuidado—repetía Visitación.
Y él mismo notaba que su rostro perdía la lozana apariencia que había recobrado en aquellos meses de buena vida, de ejercicio y abstinencia que él, prudentemente, había observado antes de dar el ataque decisivo a la fortaleza de la Regenta.
«Sí, sentía que dentro de su cuerpo había algo que hacía
crac
de cuando en cuando. Había polilla por allá dentro. Y lo que él temía no era la enfermedad por la enfermedad, la vejez por la vejez; no; era buen soldado del amor, héroe del placer, sabría morir en el campo de batalla. Su inquietud era por otro motivo. Morir, bueno; pero decaer y decaer en presencia de Ana era horroroso; era ridículo y era infame. Sí; él faltaba a su juramento envejeciendo, perdiendo fuerzas. Recordaba con escalofríos épocas pasadas en que decadencias pasajeras, producidas por excesos de placer, le habían obligado a recurrir a expedientes bochornosos, buenos para referirlos entre carcajadas en el Casino, a última hora, a Paco, a Joaquín y demás trasnochadores, para referirlos después de pasados, cuando el vigor volvía y ya las trazas cómicas no eran necesarias; pero expedientes odiosos como la miseria y sus engaños. Aquel fingir juventud, virilidad, constancia en el amor corporal, parecíale a don Álvaro semejante a los recursos de la pobreza ostentosa que describe Quevedo en el
Gran Tacaño
. Él también había sido más de una vez, después de pródigo, el Gran Tacaño del amor.... Pero las trazas antiguas serían imposibles ahora, si llegara el caso de necesitarlas.... «No, antes huir o pegarse un tiro. Ana, la pobre Ana, tenía derecho a una juventud eterna e inagotable». Pero estas ideas tristes, aprensiones de la edad, venían de tarde en tarde; lo más del tiempo semejante inquietud dejaba libre al Tenorio vetustense gozando de aquellos amores que reputaba la gloria más alta de su vida. Por su parte se confesaba todo lo enamorado que él podía estarlo de quien no fuese don Álvaro Mesía. Después del Presidente del Casino ningún ser de la tierra le parecía más digno de adoración que su dócil Ana, su Ana frenética de amor, como él había esperado siempre aun en los días de mayor apartamiento. Don Álvaro no se confesaba a sí mismo, que había habido un tiempo en que perdiera la esperanza de vencer a la Regenta. ¡La tenía ahora tan vencida!
Mejor que nunca lo conoció cuando hubo que dar la gran batalla para trasladar al caserón de los Ozores el nido del amor adúltero. Ana se opuso, lloró, suplicó... «no, no; eso no, Álvaro, por Dios no, eso nunca». Y resistió muchos días a las súplicas del amante que se quejaba de lo poco y deprisa y sin comodidad que gozaba de su amor. Casi siempre se veían en casa de Vegallana; allí eran sus cariños furtivos, precipitados; pero el reposado dominio de horas y horas de voluptuosa intimidad no era posible conseguirlo, si no se buscaba lugar menos expuesto a sobresaltos, intermitencias y disimulos. Ana se negaba a acudir a un rincón de amores que Álvaro prometía buscar; el mismo Álvaro confesaba que era difícil encontrar semejante rincón seguro en un pueblo
tan atrasado
como Vetusta. Además, el lugar que él pudiera encontrar, al cabo tenía que parecerle repugnante a ella; y como en Ana la imaginación influía tanto, el desprecio del albergue podía llevarla a la repugnancia del adulterio.... No había más remedio que tomar por asilo el caserón de los Ozores. Era lo más seguro, lo más tranquilo, lo más cómodo. Comprendía Álvaro los escrúpulos de Ana, pero se propuso vencerlos y los venció. Sin embargo, si los obstáculos del orden puramente moral, los
escrúpulos místicos
, como se decía Álvaro con frase tan impropia como horriblemente grosera, se dejaron a un lado, a fuerza de pasión, los
inconvenientes materiales
, las precauciones del miedo opusieron dificultades de más importancia. A don Álvaro se le ocurría que sin tener de su parte a una criada, a la doncella mejor, era todo sino imposible muy difícil; pero ni siquiera se atrevió a proponer a Anita su idea; la vio siempre desconfiada, mostrando antipatía mal oculta hacia Petra, y comprendió además que era muy nueva la Regenta en esta clase de aventuras, para llegar al cinismo de ampararse de domésticas, y menos sabiendo de ellas que eran solicitadas por su marido.