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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (105 page)

BOOK: La Regenta
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«¡
Ubi irritatio ibi fluxus
!» iba pensando; es verdad, es verdad... he estado ciego... la mujer siempre es mujer, la más pura... es mujer... y yo fuí un majadero desde el primer día.... Y ahora es tarde... y la perdí por completo. Y ese infame....

Echó a correr monte arriba. «¡Pero ese hombre está loco!», pensaba Quintanar, que le seguía jadeante, con un palmo de lengua colgando y a veinte pasos otra vez.

El Magistral procuraba orientarse, recordar por dónde había bajado pocas horas antes de la casa del leñador. Se perdía, confundía las señales, iba y venía... y don Víctor detrás, librándose de las arañas como de leones, de sus hilos como de cadenas.

«Lo mejor es subir por la máxima pendiente, ello está hacia lo más alto... pero arriba hay meseta, vaya usted a buscar...».

Se detuvo. Como si nada hubiera dicho don Víctor, con cara amable y voz dulce y suplicante advirtió:

—Señor Quintanar, si queremos dar con ellos tenemos que separarnos; hágame usted el favor de subir por ahí, por la derecha....

Don Víctor se negó, pero el Magistral insistiendo, y con alusiones embozadas al miedo positivo de su compañero, logró picar otra vez su amor propio y le obligó a torcer por la derecha.

Entonces, en cuanto se vio solo, De Pas subió corriendo cuanto podía, tropezando con troncos y zarzas, ramas caídas y ramas pendientes.... Iba ciego; le daba el corazón, que reventaba de celos, de cólera, que iba a sorprender a don Álvaro y a la Regenta en coloquio amoroso cuando menos. «¿Por qué? ¿No era lo probable que estuvieran con ellos Paco, Joaquín, Visita, Obdulia y los demás que habían subido al bosque?». No, no, gritaba el presentimiento. Y razonaba diciendo: don Álvaro sabe mucho de estas aventuras, ya habrá él aprovechado la ocasión, ya se habrá dado trazas para quedarse a solas con ella. Paco y Joaquín no habrán puesto obstáculos, habrán procurado lo mismo para quedarse con Obdulia y Edelmira respectivamente. Visitación los habrá ayudado. Bermúdez es un idiota... de fijo están solos. Y vuelta a correr cuanto podía, tropezando sin cesar, arrastrando con dificultad el balandrán empapado que pesaba arrobas, la sotana desgarrada a trechos y cubierta de lodo y telarañas mojadas. También él llevaba la boca y los ojos envueltos en hilos pegajosos, tenues, entremetidos.

Llegó a lo más alto, a lo más espeso. Los truenos, todavía formidables, retumbaban ya más lejos. Se había equivocado, no estaba hacia aquel lado la cabaña. Siguió hacia la derecha, separando con dificultad las espinas de cien plantas ariscas, que le cerraban el paso. Al fin vio entre las ramas la caseta rústica.... Alguien se movía dentro.... Corrió como un loco, sin saber lo que iba a hacer si encontraba allí lo que esperaba..., dispuesto a matar si era preciso... ciego....

—¡Jinojo! que me ha dado usted un susto...—gritó don Víctor, que descansaba allí dentro, sobre un banco rústico, mientras retorcía con fuerza el sombrero flexible que chorreaba una catarata de agua clara.

—¡No están!—dijo el Magistral sin pensar en la sospecha que podían despertar su aspecto, su conducta, su voz trémula, todo lo que delataba a voces su pasión, sus celos, su indignación de marido ultrajado, absurda en él.

Pero don Víctor también estaba preocupado. No le faltaba motivo.

—Mire usted lo que me encontrado aquí—dijo y sacó del bolsillo, entre dos dedos, una liga de seda roja con hebilla de plata.

—¿Qué es eso?—preguntó De Pas, sin poder ocultar su ansiedad.—¡Una liga de mi mujer!—contestó aquel marido tranquilo como tal, pero sorprendido con el hallazgo por lo raro.

—¡Una liga de su mujer! El Magistral abrió la boca estupefacto, admirando la estupidez de aquel hombre que aún no sospechaba nada.

—Es decir—continuó Quintanar—una liga que fue de mi mujer, pero que me consta que ya no es suya.... Sé que no le sirven... desde que ha engordado con los aires de la aldea... con la leche... etc., y que se las ha regalado a su doncella... a Petra. De modo que esta liga... es de Petra. Petra ha estado aquí. Esto es lo que me preocupa.... ¿A qué ha venido Petra aquí... a perder las ligas? Por esto estoy preocupado, y he creído oportuno dar a usted estas explicaciones.... Al fin es de mi casa, está a mi servicio y me importa su honra.... Y estoy seguro, esta liga es de Petra.

Don Fermín estaba rojo de vergüenza, lo sentía él. Todo aquello, que había podido ser trágico, se había convertido en una aventura cómica, ridícula, y el remordimiento de lo grotesco empezó a pincharle el cerebro con botonazos de jaqueca.... Por fortuna don Víctor, según observó también De Pas, no estaba para atender a la vergüenza de los demás, pensaba en la suya; se había puesto también muy colorado. Comprendió el Magistral por qué torcidos senderos conocía el ex-regente las ligas de su mujer.

También Quintanar tenía, además de vergüenza, celos.

No podía saber De Pas hasta qué punto había llegado la debilidad de don Víctor, que se decía a sí mismo: «Probablemente este clérigo, malicioso como todos, estará sospechando... lo que no ha habido».

Lo cierto era que don Víctor, al cabo, había cedido hasta cierto punto a las insinuaciones de Petra.

Pero acordándose de lo que debía a su esposa, de lo que se debía a sí mismo, de lo que debía a sus años, y de otra porción de deudas, y sobre todo, por fatalidad de su destino que nunca le había permitido llevar a término natural cierta clase de empresas, era lo cierto que había retrocedido en
aquel camino de perdición
desde el día en que una tentativa de seducción se le frustó, por fingido pudor de la criada. «No había, en suma, llegado a ser dueño de los encantos de su doncella, pero en aquellos primeros y últimos escarceos amorosos había podido adquirir la convicción de que la Regenta le había regalado a Petra unas ligas que el amante esposo le había regalado a ella».

«¿Por qué se le había ido la lengua delante del Magistral?».

«No podía explicárselo, los celos, si así podían llamarse, le habían hecho hablar alto. Por lo demás, él despreciaba a la rubia lúbrica en el fondo del alma... y sólo en un momento de exaltación... de la mente, había podido...».

La tempestad ya estaba lejos... los árboles continuaban chorreando el agua de las nubes, pero el cielo empezaba a llenarse de azul.

Por decir algo, don Víctor dijo:

—Verá usted como esto repite a la noche.... Por allá abajo viene otro mal semblante... mire usted por entre aquellas ramas....

Vamos a bajar antes que vuelva el agua—advirtió De Pas, que hubiera querido estar cinco estados bajo tierra.

Los dos se tenían miedo.

Los dos bajaron silenciosos, pensando en la liga de Petra.

Antes de llegar a la huerta se encontraron con Pepe el casero que los llamó de lejos, entre los árboles.

—Don Víctor, don Víctor... eh, don Víctor... por aquí.

—¿Qué pasa? ¿Han parecido? ¿Alguna desgracia?

—¿Qué desgracia? no señor, que los señoritos y las señoritas ya estaban en casa muy tranquilos cuando ustedes estarían llegando a mitad del monte... apenas se han mojado.... Yo salí, por orden de la señora Marquesa, en su busca apenas comenzó a llover.... Fui con el carro y el toldo encerado a la calleja de Arreo donde sabía yo que el señorito Paco había de parecer, porque aquel es el camino más corto y la casa de Chinto está allí, a los cuatro pasos.... En casa de Chinto estaban todas las señoritas, que no se habían mojado apenas... porque en el monte cuando empieza el chaparrón se está como a techo.... De modo que todos están en casa muertos de risa, menos la señora doña Anita que teme por usted y... por este señor cura....

—¿Pero y la señora Marquesa cómo no nos advirtió?...

—Pues si dice que le llamaba a usted a voces y que usted no hacía caso, y que ella le decía que ya había salido el carro....

Y Pepe se reía a carcajadas.—No ha sido mala broma, je, je.... Probecicos y da lástima verles... sobre todo este señor cura está hecho un
eciomo
, perdonando la comparanza, es una sopa.... Anda, anda, y cómo se le ha ponío too el melindrán este... y la sotana parece un charco....

Tenía razón Pepe. De Pas y don Víctor se miraban y se encontraban aspecto de náufragos.

—Anden, anden, ángeles de Dios, que la mojadura puede llegar a los huesos y darles un romantismo....

—Ya ha llegado, Pepe, ya ha llegado.

—La señorita Ana ya tié preparada ropa caliente pa usté y creo que no falta pa este señor cura: y si no, yo tengo una camisa fina que podría ponérsela una princesa....

El Magistral en vez de entrar en la huerta por el postigo por donde habían salido, dio vuelta a la muralla y entró en las cocheras, de donde hizo sacar su miserable berlina de alquiler.

Don Víctor no le vio siquiera separarse de él. Tan absorto iba.

Encontró el Magistral al Marqués que no quería dejarle marchar en aquel estado....

—Pero si va usted a coger una pulmonía.... Múdese usted.... Ahí habrá ropa....

No hubo modo de convencerle.—Despídame usted de la Marquesa. En una carrera estoy en mi casa....

Y dejó el Vivero, no tan a escape como él hubiera querido, sino a un trote falso que poco a poco se fue convirtiendo en un paso menos que regular.

—Pero, hombre, castigue usted a ese animal—gritaba don Fermín al cochero—. Mire usted que voy calado hasta los huesos... y quiero llegar pronto a mi casa.

El cochero, ante la perspectiva de una propina, descargó dos tremendos latigazos sobre los lomos del rocín, que vino a pagar así la ira concentrada por tantas horas en el pecho del Provisor. Aquellos latigazos los hubiera descargado el canónigo de buen grado sobre el rostro de Mesía.

Cuando el miserable y desvencijado vehículo llegaba a las primeras casas de los arrabales de Vetusta, obscurecía. La noche, según había anunciado don Víctor, amenazaba con nueva tormenta. Todo el cielo se cubría de nubes pardas que se ennegrecían poco a poco. Ya se veían relámpagos extensos en el horizonte por Norte y Oeste, y de tarde en tarde zumbaba rodando un trueno allá muy lejos.

Don Fermín llevaba el alma sofocada de hastío, de desprecio de sí mismo. ¡Qué jornada! pensaba, ¡qué jornada! No le quedaba ni el consuelo de compadecerse; merecido tenía todo aquello; el mundo era como el confesonario lo mostraba, un montón de basura; las pasiones nobles, grandes, sueños, aprensiones, hipocresía del vicio.... Buena prueba era él mismo, que a pesar de sentirse enamorado por modo angélico, caía una y otra vez en groseras aventuras, y satisfacía como un miserable los apetitos más bajos. Y al fin Teresina... era de su casa, pero Petra era de la otra, de Ana. Ya no se disculpaba con los sofismas del maquiavelismo, de la conveniencia de tener de su parte a la criada. «Con unas cuantas monedas de oro hubiera conseguido lo mismo». «¿Y don Víctor? Otro miserable y además un estúpido que merecía cuanto mal le viniera encima, como él, como Ana lo merecían también, como lo merecía el mundo entero que era un lodazal.... ¡Oh, aquellos relámpagos debían quemar el mundo entero si se quería hacer justicia de una vez!».

Lo que más le irritaba era que su conciencia le envolvía a él también en el general desprecio.... «Todo era pequeño, asqueroso, bajo... y él como todo».

«¿Y lo que había dicho el médico?
Ubi irritatio
... es decir que Ana caería en brazos de don Álvaro... ¡que era fatal aquella caída!... Y tanto misticismo, y tanto hermano mayor del alma... ¿para qué había servido? Farsa, hipocresía, hipocresía inconsciente, como la propia, como la del universo entero...».

El Magistral daba diente con diente. El frío le hizo pensar en la ropa, la ropa en su madre.

«Esta es otra. ¿Qué va a decir al verme entrar así? Tendré que inventar una mentira. ¡Bah! una más, ¿qué importa?... Y los otros allá... a sus anchas.... Podrán, si quieren, cometer sus torpezas delante del mismo idiota del marido.... Oh, ¿quién es aquí el marido? ¿Quién es aquí el ofendido? ¡Yo, yo! que siento la ofensa, que la preveo, que la huelo en el aire... no él que no la ve aun puesta delante de los ojos...».

Idea tuvo de arrojarse del coche, y a pie, a todo correr, volver furioso al Vivero a sorprender «lo que el presentimiento le daba por seguro, lo que no había pasado tal vez en el bosque, pero lo que estaría pasando en la casa... entre aquellos borrachos disimulados y aquellas damas lascivas, locas y encubridoras...».

Un trueno que retumbó sobre Vetusta sirvió de acompañamiento a la cólera del canónigo.

—«¡Eso! ¡eso!—rugió mientras abría la portezuela y se apeaba frente a su casa—. ¡Esto sólo se arregla con rayos!».

Y entró en su casa después de pagar al cochero.

Los rayos que quería le esperaban arriba dispuestos a estallar sobre su cabeza.

Cuando se acostó aquella noche, pensaba que en su vida había tenido tan formidable reyerta con su señora madre, ni había visto jamás a doña Paula ostentar mayores parches de sebo en las sienes.

Y al dormirse, la última idea que le perseguía, la que más le atormentaba con sus punzadas, era la del ridículo.

«¡Qué aventuras tan grotescas... qué horrorosa ironía de lo cómico durante todo el día! Y... la culpa de todo la tenía la odiosa, la repugnante sotana...».

Los últimos pensamientos del Magistral fueron maldiciones. Pero a pesar de todo durmió, rendido por tanta fatiga.

Allá en el Vivero los convidados habían puesto a mal tiempo buena cara, y mientras en el palacio viejo los curas rurales, el Marqués, y algunos otros señores de Vetusta jugaban al tresillo a primera hora y más tarde al monte, que llamaba el clero del campo
la santina
, en la casa nueva todas las damas y los caballeros que habían querido correr por los prados en la romería, procuraban divertirse como podían y se bailaba, se tocaba el piano, se cantaba y se jugaba al escondite por toda la casa. Ya se sabía que al Vivero no se iba a otra cosa. Visitación, Obdulia y Edelmira también, eran las que conocían mejor los lugares más escondidos, dónde había puertas de escape, y todo lo que exigían aquellos juegos infantiles a que se entregaban, sin pensar en los muchos años que tenían varias de aquellas personas tan alegres.

A don Víctor se le recibió en triunfo; triunfo burlesco. Algunos, Visita y Paco entre ellos, querían coronarlo, pero él prefirió correr a su cuarto para mudarse de pies a cabeza.

Entró con él la Regenta para ayudarle.

—¿Y don Fermín?—preguntó.

—Tu don Fermín es un botarate, hija mía, y perdona—contestó Quintanar de mal humor, mientras se mudaba los calcetines.

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