La Regenta (107 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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«Más valía maña que fuerza».

Siguieron los ejercicios corporales; el ruido del agua, la luz de los relámpagos, los truenos lejanos, la obscuridad ambiente, los vapores de la comida, la estrechez del corredor, todo los animaba, los arrojaba a la alegría aldeana, a los juegos brutales de la lascivia subrepticia, moderados en ellos por instintos de la educación. Pero volvieron los pellizcos, los gritos, los puñetazos de las mujeres en la cabeza de los varones. Ana jamás había asistido a escenas semejantes; ella y don Álvaro no tomaban parte activa en la broma al principio, pero al fin le tocó a la Regenta algún pellizco, ninguno de Mesía, a este varios de Obdulia y Visita, y, sin pensarlo, Ana en la general contienda más de una vez sintió su espalda oprimida por la de Álvaro, y aunque huía el contacto delicioso, de un sabor especial, en cuanto lo notaba, el contacto volvía, y Ana iba sintiendo emociones extrañas, nuevas del todo, una inquietud alarmante, sofocaciones repentinas y una especie de sed de todo el cuerpo que hasta le quitaba la conciencia de cuanto no fuese aquel rincón obscuro, estrecho, donde cantaban, reían, saltaban.... Como una música lejana, dulcísima en su suavidad, recordaba todos los pormenores de la declaración amorosa de Mesía....

Fatigados con tanto movimiento y alardes de fuerza, choques y excitaciones vanas, Paco y Joaquín, antes que Edelmira, Obdulia y Visita, dejaron de correr y
enredar
; y muy serios, con la melancolía del cansancio, se pusieron a contemplar la luna que apareció en el horizonte como una linterna en el campo de batalla de las nubes, que yacían desgarradas por el cielo.

Paco, con regular voz de barítono, cantó pedazos de
Favorita
y de
Sonámbula
y Joaquín
salió por malagueñas
, como él decía; en su voz había una tristeza que contrastaba con la alegría que le brillaba en los ojos, clavados en los de Obdulia, quien aquella noche se había propuesto dar el premio de sus favores, no el principal, al género flamenco. Por fortuna Joaquín se conformaba con el
accèsit
.

Don Víctor, que se aburría abajo, oyó cantar el
Spirto gentil
y subió. Le daba ahora por la música. Cantar óperas, a su modo, y oír cantar a los que
afinaban
más que él, era su delicia por aquella temporada, y si todo esto se hacía a la luz de la luna, miel sobre hojuelas.

Todos en un grupo, respirando el fresco de la noche, contemplando la luna que salía por la bóveda desgarrando jirones de nubes de forma caprichosa, cantaban a la vez o por turno y hablaban en voz baja, como respetando la majestad de la naturaleza dormida, con languidez del cuerpo y del alma.

Don Víctor era más soñador que ninguno de los presentes. Se acercó a Mesía, consiguió entablar conversación particular con él; y como encontró a su amigo más atento que nunca, más cordial, más afectuoso, no tardó en abrirle el alma de par en par.

Cuando ya los otros se habían cansado de la luna y de las óperas y las malagueñas, don Víctor, que había comido bien y merendado con frecuentes libaciones, seguía abriendo el pecho ante la atención de Mesía, atención muda, intachable.

—Mire usted—decía el viejo—yo no sé cómo soy, pero sin creerme un Tenorio, siempre he sido afortunado en mis tentativas amorosas; pocas veces las mujeres con quien me he atrevido a ser audaz, han tomado a mal mis demasías... pero debo decirlo todo: no sé por qué tibieza o encogimiento de carácter, por frialdad de la sangre o por lo que sea, la mayor parte de mis aventuras se han quedado a medio camino.... No tengo el don de la constancia.

—Pues es indispensable.—Ya lo veo; pero no lo tengo. Mis pasiones son fuegos fatuos; he tenido más de diez mujeres medio rendidas... y muy pocas, tal vez ninguna puedo decir que haya sido mía, lo que se llama mía.... Sin ir más lejos....

Don Víctor, en el seno de la amistad, seguro de que Mesía había de ser un pozo, le refirió las persecuciones de que había sido víctima, las provocaciones lascivas de Petra; y confesó que al fin, después de resistir mucho tiempo, años, como un José... habíase cegado en un momento... y había jugado el todo por el todo. Pero nada, lo de siempre; bastó que la muchacha opusiera la resistencia que el fingido pudor exigía, para que él, seguro de vencer, enfriara, cejase en su descabellado propósito, contentándose con pequeños favores y con el conocimiento exacto de la hermosura que ya no había de poseer.

Y de una en otra vino a declarar el hallazgo de la liga, aunque sin decir que había sido de su mujer. Le parecía una debilidad indigna de un marido «de mundo» regalarle ligas a su señora. Pidió consejo a Mesía respecto de su conducta futura con Petra.

—¿Debo despedirla?—¿Tiene usted celos?—No señor; yo no soy el perro del hortelano... aunque he de confesar que algo me disgustó en el primer momento el descubrir aquella prueba de su liviandad.

—Pero ¿está usted seguro de que la liga es de Petra?

—Ah, sí; estoy absolutamente seguro.

Y siguió Quintanar hablando, hablando, sin trazas de dejarlo.

La alcoba en que dormían Ana y don Víctor tenía una ventana a la galería precisamente del lado en que estaban conversando los dos amigos.

La Regenta abrió de repente las vidrieras y llamó a su marido.

—Pero, Víctor, ¿no te acuestas hoy?

Los dos amigos se volvieron. Quintanar tenía los ojos inflamados y las mejillas encendidas.... Sus confidencias le habían rejuvenecido....

—¿Pero qué hora es, hija mía?

—Muy tarde.... Ya sabes que en la aldea nos recogemos temprano. Los Marqueses ya están recogidos.

Ahora mismo acaba de llamar la Marquesa a Edelmira, que duerme en su cuarto.

—Bobadas de mamá—dijo Paco del mal humor—apareciendo por un extremo de la galería. Edelmira prefería dormir con Obdulia, como es natural... y ahora doña Rufina la hacía acostarse en su misma alcoba.... Bobadas.... Tonterías de mamá...

—Buena está Obdulia para dormir con nadie—dijo Visita que venía del cuarto contiguo al de Ana.

—¿Pues qué tiene?—Yo creo que una
mica
, una borrachera de mil cosas, de ruido, de fatiga y hasta de vino... qué sé yo; ello es que está en la cama dando ayes y dice que allí no se acuesta nadie, que quiere dormir sola... yo me voy junto a ella; voy a poner mi cama al lado de la suya.... Buenas noches....

Y acercándose a la ventana sujetó a la Regenta por los hombros, le habló al oído, le llenó de besos estrepitosos la cara y corrió a su cuarto, haciendo antes una mueca de conmiseración burlesca a Joaquinito Orgaz que, cabizbajo y tristón, rondaba por los pasillos.

—Vamos, vamos, ya ves que todos se retiran. Víctor, a la cama.

Ana sonreía, hermosa y fresca con su traje sencillo de la hora de acostarse.

—¿Y ustedes?—dijo Quintanar.

—Nosotros—respondió Paco—nos hemos quedado sin cama porque a la señora gobernadora le dio el capricho de tener miedo a los truenos y quedarse a dormir....

—¿De modo?...—preguntó Ana risueña.

—Que dormiremos en un sofá.—Vaya, vaya, pues buenas noches.

—Espera un poco, tonta, mira qué buena noche está... hablemos aquí un poco....

—Yo no tengo sueño; tiene razón Paco; hablemos—dijo don Víctor, que había entrado en su cuarto y se había puesto las zapatillas y el gorro de borla de oro.

—¿Cómo hablar? no señor..., a la cama....

Y Ana, coqueta sin querer, amenazó graciosa, provocativa, con cerrar las ventanas y las contraventanas....

Mesía con un mohín le suplicó que esperase....

Y hablando en tono confidencial, comentando los sucesos del día, las bromas, los juegos, estuvieron a la luz de la luna cerca de una hora todavía; Ana y su marido dentro, Paco, Joaquín y Álvaro en la galería....

Don Víctor estaba en sus glorias. Ver a su Anita alegre, expansiva, y allí, cerca del propio lecho, a los amigos jóvenes en cuya compañía se sentía él joven también, ¿qué mayor dicha? Ni la sombra de una sospecha se le asomaba al alma al noble ex-regente. Ya todo era silencio en la casa, todos dormían, y sólo en aquel rincón de la galería, junto a aquella ventana abierta había el ruido suave de un cuchicheo. Hablaban a veces dos o tres a un tiempo, pero todos en voz baja que parecía dar más intimidad e interés a lo que se decían. Ana esquivaba unas veces las miradas de don Álvaro, que fumaba apoyando un codo muy cerca de los de Anita, también reclinada sobre el antepecho. Otras veces, las más, los ojos se clavaban en los ojos y sin que nadie pudiera remediarlo se decían amores, cada vez más elocuentes.

Álvaro, de tarde en tarde, miraba de soslayo y con envidia y codicia al interior de la alcoba.... Ana sorprendió alguna de aquellas miradas rápidas y compadeció al enamorado galán, sin tomar a mal su curiosidad indiscreta. Don Víctor no llevaba traza de poner fin al palique y Ana misma se creyó en el caso de decir:

—Vaya, vaya... hasta mañana; Víctor, adentro, adentro.

Y cerró las vidrieras en las narices de Álvaro y de los pollos. Paco y Joaquín desaparecieron en lo obscuro del corredor. Quintanar ya estaba de espaldas, allá en el fondo de la alcoba, en mangas de camisa. Don Álvaro no se movía; y vio a la Regenta detrás de los cristales, cerrando pausadamente las maderas; y ella en medio, en el hueco de luz, mirándole seria, dulce... y después cuando ya sólo quedaba un intersticio le miró risueña, juguetona. Volvió a abrir otro poco... y volvió a verle todo el rostro.

—Adiós, adiós, dormir bien—dijo Ana, detrás de las vidrieras; y cerró las contraventanas de golpe y corrió el pestillo.

Como la romería de San Pedro hubo muchas durante el mes de julio por los alrededores del Vivero. A casi todas asistieron los Marqueses y sus amigos. Quintanar y señora esperaban a los de Vetusta en la quinta; y unas veces a pie, otras en coche, se emprendía la marcha, se recorría aquellas aldeas pintorescas, se oían aquellos cánticos, monótonos, pero siempre agradables, dulces y melancólicos de la danza indígena, y se volvía al obscurecer, comiendo avellanas y cantando, entre labriegos y campesinas retozonas, confundidos señores y colonos en una mezcla que enternecía a don Víctor, el cual decía: «Vea usted, si se pudieran realizar la igualdad y la fraternidad... no había cosa mejor ni más poética».

Mesía y Paco no faltaban ni a una de estas excursiones; pero, además, solían visitar a la Regenta cada tres o cuatro días. A veces Ana y Quintanar, después de comer, a eso de las cuatro de la tarde, salían a la carretera de Santianes a esperar a sus amigos. La soledad le iba pesando un poco a don Víctor y aquellas visitas las agradecía en el alma. Ana al divisar allá lejos, en el extremo de la cinta larga y estrecha de carretera las siluetas de los dos poderosos caballos blancos de Mesía y Vegallana, sentía un placer que se le antojaba infantil... y se ponía nerviosa de ansiedad, que crecía según se acercaban los bultos y se aclaraban las figuras de caballos y jinetes.

Ni Visitación ni Paco se atrevían ya nunca a decir nada a don Álvaro alusivo a sus pretensiones amorosas: le dejaban hacer; conocían en
la cara de gloria
del Tenorio que esperaba el triunfo, que tal vez lo estaba tocando, y comprendían que el pudor, la vergüenza, mejor dicho, exigía un silencio absoluto respecto del caso. Don Álvaro agradecía «la delicadeza» de sus cómplices y callaba también, tranquilo y satisfecho.

A fines del mes comenzó la dispersión general; todos los que tenían cuatro cuartos, y muchos que no los tenían, dejaron la capital y buscaron la frescura de la playa.

Don Víctor, loco de contento, salió del Vivero con su mujer y con Petra y se instaló en el puerto mejor de la provincia,
La Costa
, villa floreciente más rica que Vetusta, emporio del cabotaje y vestida muy a la moda. Otros años Quintanar pasaba el mes de Agosto en Palomares, a donde iban también Visita, Obdulia y alguna vez los Marqueses y Mesía.

—¡Dos años hace que no he veraneado!—decía Quintanar alegre como un chiquillo.

La Regenta prefirió La Costa a Palomares porque el Magistral había suplicado que no se fuera a baños, y que si el médico lo exigía que por lo menos no se fuera a Palomares. No quiso Ana contradecir este deseo del confesor y transigió.

«Iremos a La Costa» dijo en la carta en que contestó a don Fermín. Tenía éste pésima idea de los efectos morales de los baños de todo el Cantábrico, y especialmente de los baños de Palomares. La mayor parte de los penitentes volvían de aquel pueblo de pesca con la conciencia llena de pecadillos que, si tratándose de otros casi le hacían sonreír, en la Regenta le hubieran hecho muy poca gracia.

Comprendía don Fermín que su influencia iba disminuyendo, que la fe de Ana se entibiaba y en cambio crecía la desconfianza en ella; y como perder del todo a su Regenta era idea que le asustaba, dando tormento al orgullo, a los celos, hacía de tripas corazón, fingía no ver, y mantenía su poder espiritual claudicante «con puntales de tolerancia y estribos de paciencia». La ira la desahogaba sobre el Obispo y con la curia eclesiástica. Cada vez era su poder mayor y más cruel su tiranía. Las ventajas de don Álvaro en el ánimo de Ana las pagaba el clero parroquial, aquel clero que Foja decía respetar tanto.

También Ana prefería aquel
modus vivendi
; no quería volver a las andadas, temía que viniesen la compasión y los remordimientos y las aprensiones a molestarla y al fin hacerla caer enferma, si por completo rompía con el Provisor.

«Me conozco, pensaba; sé que, después de todo, le tengo cierto cariño, y si abandonase su amistad, una voz insufrible me había de estar gritando siempre en favor suyo. Mejor es esto; ya que él disimula, y finge no ver este cambio, y ya no se queja como al principio, dejémoslo todo así; quiero paz, paz, no más batallas aquí dentro».

Don Álvaro, en el tono confidencial que había adoptado después de su declaración, había venido a indicar vagamente que no convenía irritar a don Fermín, que él le creía capaz de hacer daño siempre de un modo o de otro. Ana, aunque Álvaro no se atrevía a ser muy explícito en este particular, comprendía lo que su amigo,
nuevo hermano
, quería decir y aprobaba su prudencia.

Por todo lo cual pudo el Provisor atreverse a insinuar aquel deseo que en otro tiempo hubiera sido impuesto en un decreto sin exposición de motivos.

Ana fue a La Costa. Mesía, por disimular, pasó cinco días en Palomares, después se corrió a San Sebastián, y el día de Nuestra Señora de Agosto se presentó en La Costa, en un vapor de Bilbao, nuevo y reluciente.

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