Authors: Leopoldo Alas Clarin
Doña Paula había casado a Froilán con una criada de las que ella tomaba en la aldea, una de las que habían precedido a Teresa en sus funciones de doncella cerca del señorito. Había dormido como Teresa ahora, a cuatro pasos del Magistral.
Este matrimonio era una recompensa para Juana, la mujer de Froilán. Zapico oyó la proposición de su ama con aire socarrón. Creía comprender. Pero él era muy filósofo: no se paraba en ciertos requisitos que otros miran mucho. El ama, al proponerle el matrimonio, había pensado: «Esto es algo fuerte; pero ¡ay de él si se subleva!». Froilán no se sublevó. Juana era muy buena moza y sabía cuidar a un hombre. Se casó Zapico, y al día siguiente de la boda, doña Paula, que le miraba de soslayo, con un gesto de desconfianza, tal vez algo arrepentida «de haber estirado mucho la cuerda» observó que el novio estaba muy contento, muy amable con ella, y hecho un almíbar con su mujer.
«Gordas las tragas, Froilán, eres un valiente», pensaba ella admirándole y despreciándole al mismo tiempo.
Y él sonreía con más socarronería que nunca.
«Buen chasco se había llevado la señora; si ella supiera...» pensaba él fumando su pipa. Pero es claro que jamás dijo a doña Paula el secreto de aquella noche en que hubo sorpresas muy diferentes de las que suponía la señora.
Era el único secreto que había entre ama y esclavo; la única mala pasada que ella le había querido jugar.... Y como tampoco había tenido mal resultado, sino muy beneficioso para Zapico, este seguía estimando a doña Paula. Ella, al verle tan contento, nada resentido, rabiaba por atreverse a preguntar; y él, muy satisfecho con el engaño del ama que había sido en su provecho, rabiaba por decir algo; pero los dos callaban. No había más que ciertas miradas mutuas que ambos sorprendían a veces. Se encontraban a menudo cavando cada cual con los ojos en el rostro del otro para encontrar el secreto.... Pero nada de palabras. Doña Paula encogía los hombros y Froilán reía pasando la mano por las barbas de puerco-espín que tenía debajo del mentón afeitado.
Allí lo serio era el dinero. Las cuentas siempre ajustadas, limpias. Froilán era fiel por conveniencia y por miedo. En aquella casa el recuento de la moneda era un culto. Desde niño se había acostumbrado don Fermín a la seriedad religiosa con que se trataban los asuntos de dinero, y al respeto supersticioso con que se manejaba el oro y la plata. Allá abajo, en la trastienda de La Cruz Roja, a la que no se pasaba, desde la casa del Magistral por sótanos, como suponía la maledicencia, sino por ancha puerta abierta en la medianería en el piso terreno, doña Paula, subida a una plataforma, ante un pupitre verde, repasaba los libros del comercio y en serones de esparto y bolsas grasientas contaba y recontaba el oro, la plata y el cobre o el bronce que Froilán iba entregándole, en pie, en una grada de la plataforma, más baja que la mesa en que el ama repasaba los libros. Parecía ella una sacerdotisa y él un acólito de aquel culto platónico. El mismo don Fermín, las veces que presenciaba aquellas ceremonias, sentía un vago respeto supersticioso, sobre todo si contemplaba el rostro de su madre, más pálido entonces, algo parecido a una estatua de marfil, la de una Minerva amarilla, la Palas Atenea de la Crusología.
Aquella noche el Magistral no quiso complacer a su madre bajando a la trastienda, le daba asco; imaginaba que abajo había un gran foco de podredumbre, aguas sucias estancadas. Oía vagos rumores lejanos del chocar de los cuartos viejos, de la plata y del oro, de cristalino timbre. Aquellos ruidos apagados por la distancia subían por el hueco de la escalera, en el silencio profundo de toda la casa. El violín volvió a rasgar el silencio de fuera con notas temblorosas, que parecían titilar como las estrellas. Ya no se trataba de las ansias amorosas de Fausto en la mirada casta y pura de Margarita; ahora el instrumentista arrastraba perezosamente por las cuerdas del violín los quejidos de la Traviata momentos antes de morir.
El Magistral vio aparecer por una esquina de la calle un bulto que se acercaba con paso vacilante, y que caminaba ya por la acera, ya por el arroyo. Era don Santos Barinaga, que volvía a su casa,—tres puertas más arriba de la del Magistral, en la acera de enfrente—. De Pas no le conoció hasta que le vio debajo de su balcón. Pero antes, al pasar junto a la casa donde sonaba el violín, Barinaga, que venía hablando solo, se detuvo y calló. Se quitó el sombrero, que era verde, de figura de cono truncado, y alzando la cabeza escuchó con aire de inteligente. De vez en cuando hacía signos de aprobación.... «Conocía aquello; era la
Traviata
o el
Miserere del Trovador
, pero en fin cosa buena».
«Perfecta... mente», dijo en voz alta; que sea muy enhorabuena, Agustinito... eso... eso... el cultivo de las artes... nada de comercio... en esta tierra de ladrones. ¿Eh...?
«Es el hijo del cerero», añadió mirando a un lado, hacia el suelo; como contándoselo a otro que estuviese junto a él y más bajo. El violín calló y don Santos dio media vuelta, como buscando las notas que se habían extinguido. Entonces vio frente por frente, iluminado por un farol, un rótulo de letras doradas que decía: «La Cruz Roja».
Barinaga se cubrió, dio una palmada en la copa del sombrero verde y extendiendo un brazo, mientras se tambaleaba en mitad del arroyo, gritó:—¡Ladrones! Sí, señor—dijo en voz más baja—, no retiro una sola palabra... ladrones; usted y su madre señor Provisor... ¡ladrones!
Barinaga hablaba con el letrero de la tienda, pero el Magistral sintió brasas en las mejillas, y antes que pudiera notar su presencia el vecino, se retiró del balcón y sin el menor ruido, poco a poco, entornó las vidrieras hasta no dejar más que un intersticio por donde ver y oír sin ser visto. Para mayor seguridad bajó la luz del quinqué y lo metió en la alcoba. Volvió al balcón, a espiar las palabras y los movimientos de aquel borracho a quien despreciaba todo el año y que aquella noche, sin que él supiera por qué, le asustaba y le irritaba. Otras veces, a la misma hora, le había sentido en la calle murmurar imprecaciones, mientras él velaba trabajando; pero nunca había querido levantarse para oír las necedades de aquel perdido. Bien sabía que les atribuía a él y a su madre la ruina del comercio de quincalla de que vivía; pero ¿quién hacía caso de un miserable, víctima del aguardiente?
Barinaga seguía diciendo:—Sí, señor Provisor, es usted un ladrón, y un simoniaco, como le llama a usted el señor Foja... que es un liberal... eso es, un liberal probado....
Y como «La Cruz Roja» no respondía, don Santos dirigiéndose a su propia sombra que se le iba subiendo a las barbas, según se acercaba a la puerta cerrada del comercio, tomándola por el mismísimo señor De Pas, le dijo:
—¡Señor obscurantista! ¡apaga luces!... usted ha arruinado a mi familia... usted me ha hecho a mí hereje... masón, sí, señor, ahora soy masón... por vengarme... por... ¡abajo la clerigalla!
Esto lo dijo bastante alto para que lo oyese el sereno, que daba vuelta a la esquina. El borracho sintió en los ojos la claridad viva y desvergonzada de un ángulo de luz que brotaba de la linterna de Pepe, su buen amigo.
El sereno, aquel Pepe, conoció a don Santos y se acercó sin acelerar el paso.
—Buenas noches, amigo; tú eres un hombre honrado... y te aprecio... pero este carcunda, este comehostias, este
rapa-velas
, este maldito tirano de la Iglesia, este Provisor... es un ladrón, y lo sostengo.... Toma un pitillo.
Tomó el pitillo Pepe, escondió la linterna, arrimó a la pared el chuzo y dijo con voz grave:
—Don Santos, ya es hora de acostarse; ¿quiere que abra la puerta?
—¿Qué puerta?—La de su casa...—Yo no tengo ya casa... yo soy un pordiosero... ¿no lo ves? ¿no ves qué pantalones, qué levita?... Y mi hija... es una mala pécora... también me la han robado los curas, pero no ha sido este.... Este me ha robado la parroquia... me ha arruinado... y don Custodio me roba el amor de mi hija.... Yo no tengo familia.... Yo no tengo hogar... ni tengo puchero a la lumbre.... ¡Y dicen que bebo!... ¿qué he de hacer, Pepe?... Si no fuera por ti... por ti y por el aguardiente... ¿qué sería de este anciano?...
—Vamos, don Santos, vamos a casa...—Te digo que no tengo casa... déjame... hoy tengo que hacer aquí... Vete, vete tú... Es un secreto... ellos creen... que no se sabe... pero yo lo sé... yo les espío... yo les oigo.... Vete... no me preguntes... vete....
—Pero no hay que alborotar, don Santos; porque ya se han quejado de usted los vecinos... y yo... qué quiere usted....
—Sí, tú... es claro, como soy un pobre.... Vete, déjame con esta ralea de bandidos... o te rompo el chuzo en la cabeza.
El sereno cantó la hora y siguió adelante.
Don Santos le convidaba a veces a
echar
una copa... ¿qué había de hacer? Además, no solía alborotar demasiado.
Quedó solo Barinaga en la calle, y el Magistral arriba, detrás de las vidrieras entreabiertas, sin perder de vista al que ya llamaba para sus adentros su víctima....
Don Santos volvió a su monólogo, interrumpido por entorpecimientos del estómago y por las dificultades de la lengua.
—¡Miserables!—decía con voz patética, de bajo profundo—¡miserables!... ¡Ministro de Dios!... ¡ministro de un cuerno!... El ministro soy yo, yo, Santos Barinaga, honrado comerciante... que no hago la forzosa a nadie... que no robo el pan a nadie... que no obligo a los curas de toda la diócesis... eso, eso, a comprar en mi tienda cálices, patenas, vinajeras, casullas, lámparas (iba contando por los dedos, que encontraba con dificultad), y demás, con otros artículos... como aras; sí señor ¡que nos oigan los sordos, señor Magistral! usted ha hecho renovar las aras de todas las iglesias del obispado... y yo que lo supe... adquirí una gran partida de ellas..., porque creí que era usted... una persona decente... un cristiano.... ¡Buen cristiano te dé Dios! ¡Jesús... que era un gran liberal, como el señor Foja... eso es... un republicano... no vendía aras... y arrojaba a los mercaderes del templo!... Total, que estoy empeñado, embargado, desvalijado... y usted ha vendido cientos de aras al precio que ha querido... ¡se sabe todo, todo, señor apaga-luces...
don
Simón el Mago.... Torquemada.... Calomarde!... ¿Ven ustedes este santurrón? pues hasta vende hostias... y cera... ha arruinado también al cerero.... Y papel pintado... Él mismo ha hecho empapelar el Santuario de Palomares... que lo diga la sociedad de Mareantes de aquel puerto... si es un ladrón... si lo tengo dicho... un ladrón, un Felipe segundo... Óigalo usted, ¡so pillo! yo no tengo esta noche qué cenar... no habrá lumbre en mi cocina... pediré una taza de té... y mi hija me dará un rosario.... ¡Sois unos miserables!... (Pausa.) ¡Vaya un siglo de las luces! (señalando al farol) me río yo... de las luces... ¿para qué quiero yo faroles si no cuelgan de ellos a los ladrones?... ¡Rayos y truenos! ¿y esa revolución?... ¡el petróleo!... ¡venga petróleo!...
Calló un momento el borracho, y a tropezones llegó a la puerta de La Cruz Roja. Aplicó el oído al agujero de una cerradura, y después de escuchar con atención, rió con lo que llaman en las comedias risa sardónica.
—¡Ja, ja, ja!—venía a decir, con la garganta y las narices—... ¡Ya están dándole vueltas!... Allá dentro, bien os oigo, miserables, no os ocultéis... bien os oigo repartiros mi dinero, ladrones; ese oro es mío; esa plata es del cerero.... ¡Venga mi dinero, señora doña Paula... venga mi dinero, caballero De Pas, o somos caballeros o no... mi dinero es mío! ¿Digo, me parece? ¡Pues venga!
Volvió a callar y a aplicar el oído a la cerradura.
El Magistral abrió el balcón sin ruido y se inclinó sobre la barandilla para ver a don Santos.
—¿Oirá algo? Parece imposible....
Y volviendo la cabeza hacia el interior obscuro y silencioso de la casa escuchó también con atención profunda.... Sí, él oía algo... era el choque de las monedas, pero el ruido era confuso, podía conocerse sabiendo antes que estaban contando dinero... pero desde la calle no debía de oírse nada... era imposible.... Mas la idea de que la alucinación del borracho coincidiese con la realidad le disgustaba más todavía, le asustaba, con un miedo supersticioso....
—¡Esos miserables tienen ahí toda la moneda de la diócesis!... Y todo eso es mío y del cerero.... ¡Ladrones!... Caballero Magistral, entendámonos; usted predica una religión de paz... pues bien, ese dinero es mío....
Se irguió don Santos; volvió a descargar una palmada sobre el sombrero verde, y extendiendo una mano y dando un paso atrás, exclamó:
—Nada de violencias... ¡Ábrase a la justicia! ¡En nombre de la ley, abajo esa puerta!
—¡Señor don Santos, a la cama!—dijo el sereno, ya de vuelta—. No puedo consentir que usted siga escandalizando....
—Abra usted esa puerta, derríbela usted, señor Pepe. Usted representa la ley... pues bien... ahí están contando mi dinero.
—Ea, ea, don Santos basta de desatinos.
Y le cogió por un brazo, para llevárselo por fuerza.
—Porque soy pobre... ¡ingrato!—dijo Barinaga cayendo en profundo desaliento.
Se dejó arrastrar. El Magistral, desde su balcón, escondido en la obscuridad, los siguió con la mirada, sin alentar, olvidado del mundo entero menos de aquel don Santos Barinaga que le había estado arrojando lodo al rostro, desde el charco de su embriaguez lastimosa.
Don Fermín estaba como aterrado, pendiente el alma de los vaivenes de aquel borracho, de las palabras que más eructaba que decía: «¿Podía una copa de cognac, una comida algo fuerte, un poco de Burdeos, producir aquella irritación en la conciencia, en el cerebro o donde fuera?». No lo sabía, pero jamás la presencia de una de sus víctimas le había causado aquellos escalofríos trágicos que se le paseaban ahora por el cuerpo. Se figuraba la tienda vacía, los anaqueles desiertos, mostrando su fondo de color de chocolate, como nichos preparados para sus muertos.... Y veía el hogar frío, sin una chispa entre la ceniza.... ¡Quién pudiera enviarle a aquel pobre viejo la taza de té por que suspiraba en su extravío; o caldo caliente... algo de lo que sirve a los enfermos y a los ancianos en sus desfallecimientos!
Don Santos y el sereno llegaron, después de buen rato, a la puerta de la tienda de Barinaga, que era también entrada de la casa. El Magistral oyó retumbar los golpes del chuzo contra la madera. No abrían. Al Provisor le consumía la impaciencia. «¿Se habrá dormido esa beatuela?», pensó.
A sus oídos llegaban confusas y con resonancia metálica las palabras del sereno y de Barinaga; parecía que hablaban un idioma extraño.