Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
Doscientos años antes, cuando bebí de ella en la cripta, la sangre había sido silenciosa, con un silencio magnífico lleno de misterio. Ahora estaba sobrecargada de imágenes, imágenes que arrebataban el cerebro como la misma sangre arrebataba el cuerpo; estaba comprendiendo todo lo que había ocurrido; yo estaba allí mientras los demás morían uno a uno de aquella terrible forma.
Y luego oía las voces; las voces que se elevaban y decaían, al parecer sin objetivo, como el murmullo de un coro en una cueva.
Parece que hubo un momento lúcido en que lo relacioné todo: el concierto de rock, la casa de Carmel Valley, su cara radiante ante mí. Y el hecho de saber que ahora estaba allí con ella, en aquel sitio oscuro y nevado. La había despertado. O mejor dicho, le había dado la razón para levantarse, según había dicho ella misma. La razón para volverse, mirar al trono en el cual se había sentado y dar aquellos primeros pasos vacilantes que la alejarían de él.
«¿Sabes lo que significa levantar la mano y ver que se mueve en la luz? ¿Sabes lo que significa oír el súbito sonido de la propia voz resonando en aquella cámara de mármol?»
Seguramente habíamos bailado, ella y yo, en el oscuro bosque cubierto de nieve, ¿o era sólo que nos habíamos abrazado una y otra vez?
Cosas terribles habían acaecido. Por otras partes del mundo, cosas terribles. La ejecución de los que nunca debieran haber nacido.
Mala semilla.
La masacre del concierto había sido tan sólo el final.
Sin embargo, yo estaba en sus brazos en medio de aquella glacial oscuridad, en el familiar aroma del invierno, y su sangre volvía a ser mía, y me estaba esclavizando. Cuando ella se retiró, me sentí en una agonía. Tenía que aclarar mis pensamientos, tenía que saber si Marius estaba vivo o no; si Louis, Gabrielle y Armand habían conservado la vida o no. Y en cierto sentido, tenía que encontrarme a mí mismo.
Pero las voces, ¡la creciente avalancha de voces! Mortales cerca y lejos. La distancia no era de ninguna relevancia. La intensidad era la medida. Era un millón de veces superior a mi anterior capacidad de oír, cuando podía pararme en una calle de la ciudad y escuchar a los inquilinos de alguna vivienda oscura, cada uno en su propio cuarto, hablando, pensando, rezando, durante tanto tiempo y de tan cerca como yo gustase.
Silencio repentino cuando ella habló:
—Gabrielle y Louis están a salvo. Ya te lo he dicho. ¿Crees que haría daño a los que amas? Mírame a los ojos y escucha sólo lo que te voy a decir. He perdonado la vida a muchos más de los que era necesario. Y lo hice tanto por ti como por mí misma, para que pueda verme reflejada en ojos inmortales y escuchar las voces de mis hijos cuando me hablen. Pero he elegido a los que tu amas, a los que volverás a ver. No podía quitarte este consuelo. Pero ahora estás conmigo, y tienes que ver y saber lo que se te está revelando. Tienes que tener un coraje que se corresponda al mío.
No podía resistirlo, las visiones que me estaba ofreciendo: aquella hórrida pequeña Baby Jenks en sus últimos momentos; ¿había sido un sueño desesperado en el instante de su muerte, una cadena de imágenes parpadeando en su cerebro moribundo? No podía soportarlo. Y Laurent, mi antiguo compañero Laurent, desecándose por las llamas en el pavimento; y, al otro lado del mundo, Félix, a quien también había conocido en el Teatro de los Vampiros, conducido en llamas por los callejones de Nápoles, hasta caer al mar. Y los demás, tantos, por todo el mundo; lloré por ellos, lloré por todo. Sufrimiento sin significado.
—Una vida así —dije de Baby Jenks, llorando.
—Por eso te lo mostré todo —respondió ella—. Por eso todo ha terminado. Los Hijos de las Tinieblas ya no existen. Ahora sólo tendremos ángeles.
—Pero, ¿los demás…? —pregunté—. ¿Qué le ha ocurrido a Armand? —Y las voces comenzaron de nuevo, el indicio de zumbido que podía elevarse hasta un clamor ensordecedor.
—Vamos, príncipe —susurró ella. De nuevo silencio. Alargó los brazos y tomó mi cara entre las manos. Sus ojos negros se engrandecieron, su rostro blanco se tornó súbitamente blando y casi suave—. Si tienes que verlo, te mostraré a los que aún viven, a aquellos cuyos nombres se convertirán en una leyenda, junto con el tuyo y el mío.
«¿Leyenda?»
Giró un poco la cabeza; pareció un milagro cuando cerró los ojos; porque entonces la vida visible se apagó por completo en ella. Algo muerto, perfecto, delicadas pestañas negrísimas, arqueadas exquisitamente. Miré hacia su garganta; el azul pálido de la arteria bajo la piel, bien visible, como si ella quisiera que yo la contemplase. El deseo que sentí fue imparable. ¡La diosa, mía! La tomé violentamente, con una fuerza que habría malherido a una mujer mortal. La piel helada tenía un aspecto impenetrable; mis dientes la horadaron y de nuevo la ardiente fuente se desbordó en mi interior con gran estruendo.
Las voces volvieron, pero se desvanecieron a una orden mía. Y no hubo nada excepto el torrente de sonido grave de la sangre y los lentos latidos de su corazón cerca del mío.
Oscuridad. Un sótano de ladrillos. Un ataúd de madera de roble, madera pulida hasta tomar un fino brillo. Cerraduras de oro. El momento mágico; las cerraduras se abrieron como accionadas por una llave invisible. La tapa se levantó, revelando el forro de satén. Se olía un ligero aroma de perfume oriental. Vi a Armand reposando en la almohada de satén blanco, un serafín de cabello castaño y tupido; la cabeza hacia un lado, los ojos vacíos, como si despertar fuera sobresaltarse de una manera infalible. Observé cómo se levantaba del ataúd, con gestos lentos y elegantes; nuestros gestos, porque somos los únicos seres que se levantan del ataúd por rutina. Vi cómo cerraba la tapa. Cruzó el húmedo suelo de ladrillos en dirección a otro ataúd. Y éste, lo abrió con gran reverencia, como si fuera un cofre que contuviera un raro tesoro. En el interior, un joven yacía dormido; sin vida, pero soñando. Soñando con una jungla en donde una mujer pelirroja andaba, una mujer que yo no podía ver con demasiada claridad. Y luego una escena extrañísima, algo que ya había vislumbrado anteriormente, pero ¿dónde? Dos mujeres arrodilladas ante un altar. Es decir, creía que era un altar…
Una tensión en ella, un endurecimiento. Se movió contra mí como una estatua de la Virgen a punto de aplastarme. Me desvanecí; creo que la oí pronunciar un nombre. Pero la sangre entró en otro borbotón y mi cuerpo palpitó otra vez de placer; no había Tierra, no había gravedad.
El sótano de ladrillos una vez más. Una sombra había caído en el cuerpo del joven. Otra había entrado en el sótano y había colocado una mano en el hombro de Armand. Armand lo conocía. Mael era su nombre. «Ven.»
«Pero ¿adonde los llevaba?»
Anochecer púrpura en el bosque de secoyas. Gabrielle se paseaba con aquel estilo suyo tan propio, despreocupada, con la espalda erguida, imparable, sus ojos como dos diminutos fragmentos de cristal, pero sin reflejar nada de lo que veían a su alrededor; y junto a ella estaba Louis, esforzándose con elegancia en mantenerse a su altura. Louis tenía un aspecto tan conmovedoramente civilizado en medio de lo salvaje, tan fuera de lugar… El disfraz de vampiro de la noche anterior había sido desechado; pero así, con sus viejas ropas raídas, parecía aún más un caballero con su suerte un poco en decadencia. Por su asociación con ella, ¿y ella lo sabía? ¿Se cuidaría ella de él? «Pero ambos temen, ¡temen por mí!»
El pequeño cielo que los cubría se estaba convirtiendo en porcelana fina; los árboles parecían atraer la luz hasta sus macizos troncos y hasta casi sus raíces. Oí un riachuelo corriendo en las sombras. Después lo vi. Gabrielle entraba andando en el agua con sus botas pardas. «Pero ¿adonde van?» Y ¿quién era el tercero que los acompañaba, el que apareció a la vista sólo cuando Gabrielle se volvió para mirarlo? Dios mío, qué rostro tan plácido. Antiguo, poderoso, pero dejando que los dos más jóvenes pasaran delante de él. A través de los árboles pude ver un claro, una casa. En una encumbrada terraza de roca esperaba una mujer pelirroja; ¿la mujer que había visto en la jungla? Un rostro antiguo, con la inexpresividad de una máscara, como el rostro del hombre del bosque que la miraba; un rostro como el rostro de mi Reina.
«Dejemos que se reúnan.» Suspiré mientras la sangre entraba en mí. «Así será todo más fácil.» Pero ¿quienes eran, esos antiguos, esas criaturas cuyas expresiones eran tan límpidas como la de ella?
La visión cambió. Aquella vez las voces despedían una leve ira a nuestro alrededor, susurrando, llorando. Y durante un momento quise escuchar, quise seleccionar una fugaz canción mortal del monstruoso coro. Imaginadlo, voces de todo el mundo, de las montañas de la India, de las calles de Alejandría, de las pequeñas aldeas, cercanas y remotas.
Pero se acercaba otra visión.
Marius. Marius trepaba para salir de una ensangrentada grieta en el hielo, con la ayuda de Pandora y de Santino. Acababan de conseguir llegar a la plataforma mellada del suelo de un sótano. La sangre seca era una costra que cubría la mitad del rostro de Marius; parecía furioso, amargado, con los ojos sombríos, con su largo pelo amarillo, apelmazado por la sangre. Cojeando, logró subir una escalera de caracol, de hierro, con Pandora y Santino tras suyo. Ascendían como por una cañería. Cuando Pandora intentó ayudarlo, él la apartó con rudeza.
Viento. Frío penetrante. La casa de Marius estaba abierta ante la intemperie como si un terremoto la hubiera hecho pedazos. Cristales enormes rotos en peligrosos fragmentos; raros y bellísimos peces tropicales helados en el suelo arenoso de un gran depósito quebrado. La nieve recubría el mobiliario y se amontonaba contra la biblioteca, contra las estatuas, contra los estantes de discos y de cintas magnetofónicas. Los pájaros estaban muertos en sus jaulas. Las verdes plantas goteaban produciendo carámbanos. Marius contempló los peces muertos en la lóbrega capa de hielo al fondo del depósito. Contempló las grandes algas muertas que yacían entre los fragmentos del cristal que brillaba.
Mientras miraba a Marius vi como se curaba; las magulladuras de su rostro parecieron disolverse; vi que el rostro recuperaba su forma natural. Su pierna sanaba. Casi se podía tener en pie. Encolerizado, miraba fijamente los pececitos azules y plateados. Levantó la vista al cielo, al blanco viento que borraba las estrellas por completo. Con la mano se limpió los coágulos de sangre seca de su cara y de su pelo.
Cientos de páginas habían sido esparcidas por el viento, páginas de pergamino, de viejo papel que se desmenuzaba. La nieve atorbellinada caía ahora con calma en el salón en ruinas. Aquí Marius tomó el atizador de color latón para usarlo como bastón de andar y, a través del muro hendido, miró al exterior, a los famélicos lobos que aullaban en su redil. No tenían alimento desde que él, su amo, había sido enterrado en el hielo. Ah, el sonido de los lobos aullando. Oí a Santino hablar a Marius; trataba de decirle que tenían que irse, que los esperaban, que una mujer los aguardaba en el bosque de secoyas, una mujer tan vieja como la Madre, y la reunión no podía empezar hasta que ellos hubieran llegado. Una sacudida de alarma me recorrió el cuerpo. ¿Qué era aquella reunión? Marius comprendió pero no respondió. Escuchaba a los lobos. A los lobos…
La nieve y los lobos. Soñé con los lobos. Me sentí arrastrado hacia las profundidades de mi propia mente, hacia mis sueños y mis recuerdos. Vi una manada de lobos veloces corriendo por la nieve recién caída.
Me vi a mí mismo como un joven combatiendo contra ellos, contra una manada de lobos que, en invierno cerrado, fueron a buscar sus presas al pueblo de mi padre, hacía doscientos años. Me vi, vi al mortal, tan cerca de la muerte que casi podía olería. Pero abatí a los lobos uno tras otro. ¡Ah, qué vigor, tan rudo y juvenil, el puro placer de una vida irreflexiva e irresistible! O así lo parecía. En aquel tiempo lo había sentido como una miseria, ¿no? El valle helado, mi caballo y mis perros muertos. Pero ahora lo único que podía hacer era recordar y, ¡ah!, ver la nieve cubriendo las montañas, mis montañas, la tierra de mi padre.
Abrí los ojos. Ella me había soltado y me había obligado a retirarme un paso. Por primera vez comprendí dónde estábamos en realidad. No en alguna noche abstracta, sino en un lugar concreto, en un lugar que una vez había sido, para todo, mío.
—Sí —murmuró ella—. Mira a tu alrededor.
Lo conocía por el aire, por el olor a invierno y, al aclararse de nuevo mi visión, vi las elevadas almenas derrumbadas y la torre.
—¡Es la casa de mi padre! —susurré—. Es el castillo donde nací.
Quietud. La nieve brillaba blanca en el viejo suelo. La estancia donde ahora nos encontrábamos había sido el gran salón. Dios, verlo en ruinas; saber que había estado desolado durante tanto tiempo. Las piedras parecían blandas como la tierra; y allí había habido una mesa, la gran y larga mesa construida en el tiempo de las cruzadas; y allí había habido la chimenea de boca enorme, y allí la puerta principal.
Ahora no nevaba. Levanté la vista y vi las estrellas. La torre aún conservaba su forma circular, elevándose decenas y decenas de metros por encima del techo caído, aunque el resto parecía una concha hecha pedazos. La casa de mi padre…
Con ligereza ella se apartó de mí, y se deslizó por la deslumbradora blancura del suelo, girando lentamente en círculos, con la cabeza echada hacia atrás, como si estuviera danzando.
Moverse, tocar cosas sólidas, pasar del reino de los sueños, pasar de todas las satisfacciones de las que ella le había hablado, al mundo real. Mirarla me cortaba la respiración. Sus vestidos eran intemporales, una capa de seda negra, un vestido de pliegues sedosos que giraba suavemente alrededor de su estrecha silueta. Desde los albores de la historia, la mujeres han llevado aquellos vestidos, y ahora los llevan en las salas de baile del mundo real. Quería abrazarla de nuevo, pero me lo prohibió con un delicado gesto repentino. ¿Qué había dicho? «¿Puedes imaginarlo? ¿Puedes imaginar cuando comprendí que él ya no me podía mantener allí? ¡Qué yo estaba en pie ante el trono y que él no se había movido! ¡Que no había salido de él ni la más débil de las respuestas!»
Ella se volvió; sonrió; la pálida luz del cielo hirió los encantadores ángulos de su rostro, los altos pómulos, la suave curva de su mentón. Aparentaba estar viva, totalmente viva.
¡Entonces desapareció!
—¡Akasha!
—Ven a mí —dijo ella.