La reina de los condenados (79 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Una joven pasó junto a mí; piel oscura, voluptuosas caderas, boquita de piñón. El deseo de sangre se encrespaba. Continué paseando, obligándolo a meterse de nuevo en su jaula. «No necesitas la sangre. Ahora eres tan fuerte como los viejos.» Pero ya podía saborearla; volví la cabeza y la vi sentada en un banco de piedra, con las rodillas desnudas sobresaliendo de su corta y apretada falda; con sus ojos fijos en mí.

¡Oh, Marius tenía razón! Tenía razón acerca de todo. Yo ardía de insatisfacción, ardía de soledad. Quería arrancar aquella chica del banco: «¿No sabes lo que soy?» No, no te decidas por la otra; no la atraigas fuera de aquí, no lo hagas; no la lleves a las blancas arenas, lejos de las luces de las galerías, donde las rocas son peligrosas y las olas rompen violentamente en la pequeña ensenada.

Pensé en lo que ella había dicho de nosotros, acerca de lo limitados que somos, de nuestra avidez. Sabor de sangre en mi lengua. Alguien va a morir si me quedo más rato por aquí… .

Final del pasillo. Introduzco mi llave en la puerta de acero entre la tienda que vende alfombras chinas hechas por niñas y el estanco, cuyo encargado ahora duerme entre las pipas holandesas, con la cara bajo una revista.

Silencioso corredor en las entrañas de la villa.

Uno de ellos estaba tocando el piano. Escuché durante un largo momento. Pandora. Su música siempre tenía un brillo oscuro, dulce; pero ahora más que nunca era como un interminable empezar, un tema preparando eternamente el clímax que nunca llega.

Subí las escaleras y entré en el salón. Ah, bien se puede decir que es una casa de vampiros; ¿quién más podría vivir a la luz de las estrellas y del resplandor de unas pocas velas esparcidas? Lustro de mármol y de terciopelo. Apéndice de Miami, aquí donde las luces tampoco se apagan nunca.

Armand todavía jugando al ajedrez con Khayman y perdiendo. Daniel bajo los auriculares escuchando Bach, mirando de vez en cuando el tablero blanquinegro para ver si habían movido alguna pieza.

En la terraza, mirando al otro lado de las aguas, con los pulgares metidos en los bolsillos negros, Gabrielle. Sola. Me acerqué a ella, le besé la mejilla, miré en sus ojos; y cuando al fin obtuve la reticente pequeña sonrisa que necesitaba, me volví y me dirigí a paso lento otra vez a la casa.

Marius, en la silla de cuero negro, leyendo el periódico, plegado como lo tendría un caballero en un club privado.

—Louis se ha ido —dijo, sin levantar la vista del periódico.

—¿Qué quieres decir, se ha ido?

—A Nueva Orleans —dijo Armand sin levantar la cabeza del tablero de ajedrez—. A la casa que allí tenías. A la casa donde Jesse vio a Claudia.

—El avión está esperando —dijo Marius, con la vista aún en el diario.

—Mi chofer te puede llevar a la pista de aterrizaje —dijo Armand con la vista aún en el juego.

—¿Qué es esto? ¿Por qué estáis siendo tan solícitos? ¿Por qué debería ir a buscar a Louis?

—Creo que deberías traerlo —dijo Marius—. No es bueno que esté en aquella vieja casa de Nueva Orleans.

—Creo que deberías salir y hacer algo —dijo Armand—. Has estado encerrado aquí demasiado tiempo.

—Ah, ya estoy viendo en lo que se va a convertir esta casa, con consejos por todas partes y con medio mundo vigilando al otro medio mundo con el rabillo del ojo. Además, ¿por qué dejasteis que Louis se fuera a Nueva Orleans? ¿No había nadie para detenerlo?

Aterricé en Nueva Orleans a las dos. Dejé la limusina en Jackson Square.

Qué limpio estaba todo; con los nuevos adoquines, las cadenas en las puertas, imaginad, para que los vagabundos no pudieran dormir en la plaza como habían venido haciendo durante doscientos años. Y los turistas atestando el Café du Monde, donde habían estado las tabernas que daban al río: aquellos encantadores y hórridos lugares donde cazar era irresistible y las mujeres eran tan duras como los hombres.

Pero ahora lo adoraba igual; siempre lo adoraría. Los colores eran, de algún modo, los mismos. E incluso en aquel enero condenadamente frío, tenía el viento sabor tropical; algo relacionado con las calles tan llanas, los edificios bajos, el cielo siempre en movimiento y los tejados inclinados que ahora relucían con una capa de lluvia helada.

Me alejé del río, paseando despacio, dejando que los recuerdos despertaran como si se levantara el pavimento; oyendo la música áspera, estridente, de Rué Bourbon y girando hacia la silenciosa y húmeda oscuridad de Rué Royale.

¿Cuántas veces había tomado aquella ruta en los viejos tiempos, al regresar de la margen del río, de la ópera o del teatro, y me había detenido en este mismo lugar para meter la llave en la puerta cochera?

Ah, la casa donde había vivido el tiempo de una vida humana, la casa donde casi había muerto dos veces.

Hay alguien en la primera planta. Alguien que anda suavemente pero que hace crujir las tablas.

La pequeña tienda a ras de calle estaba limpia y oscura tras sus escaparates enrejados; chucherías de porcelana, muñecas, abanicos de encaje. Miré hacia el balcón con su baranda de hierro forjado; podía imaginarme a Claudia allí, de puntillas mirándome, con sus deditos cogidos en la baranda y el pelo dorado derramándose en sus hombros, y un largo lazo de cinta violeta. Mi pequeña inmortal belleza de seis años; «¿Lestat, dónde has estado?»

Eso era lo que él estaba haciendo, ¿no? Imaginando cosas así.

Todo estaba en absoluto silencio; es decir, dejando aparte el charloteo de las televisiones tras los verdes postigos y las viejas paredes recubiertas de enredaderas, el rauco ruido de Rué Bourbon, y un hombre y una mujer peleándose al fondo de su casa al otro lado de la calle.

Pero nadie por allí cerca; sólo el pavimento reluciente; y las tiendas cerradas, los grandes coches destartalados aparcados encima de la acera, la lluvia cayendo en sus techos curvos.

Nadie que me viera alejarme algunos pasos, dar la vuelta y pegar el rápido salto felino, al viejo estilo, hacia el balcón, y sin hacer ruidos posarme en su piso. Escudriñé por los sucios cristales de las puertas vidrieras.

Vacío; paredes rascadas, como las había dejado Jesse. Aquí, una tabla clavada, como si alguien hubiese intentado reventar las puerta y hubiese sido descubierto; olor a vigas quemadas, después de tantos años.

Arranqué con cuidado la tabla; pero ahora había la cerradura al otro lado: ¿Sabría usar el nuevo poder? ¿Podría abrirlas? ¿Por qué dolía tanto hacerlo, pensar en ella, pensar que, en el último momento fugaz, pude haberla ayudado; pude haber ayudado a que la cabeza y el cuerpo se volvieran a unir; aunque ella hubiera tenido la intención de destruirme, aunque no hubiera pronunciado mi nombre.

Miré la pequeña cerradura. «Gira y ábrete.» Y, con lágrimas en los ojos, oí el metal que crujía, y vi el pestillo que se movía. Un pequeño espasmo en el cerebro mientras lo miraba fijamente, y la vieja puerta saltó de su marco alabeado y las bisagras gimieron, como si una ráfaga de viento la hubiera empujado.

Él estaba en el pasillo, mirando por la puerta de Claudia.

Su abrigo era quizá un poco corto, un poco menos completo que aquellas viejas levitas; pero su aspecto era tan parecido al que había tenido en el siglo anterior, que hizo que mi dolor interior se agudizara insosteniblemente. Durante unos instantes no me pude mover. Podía haber sido un auténtico fantasma; su pelo negro tupido y despeinado, como siempre en los viejos tiempos, sus verdes ojos llenos de admiración melancólica, y sus brazos más bien fláccidos colgando a los lados.

Seguro que no había sido idea suya adecuarse con tanta perfección al viejo contexto. Sin embargo, era un fantasma en aquella casa, la casa donde Jesse había sufrido tanto miedo, donde había captado tantas visiones escalofriantes de la antigua atmósfera que yo nunca había olvidado.

Sesenta años aquí, la familia impía. Sesenta años Louis, Claudia, Lestat.

¿Podría oír el clavicordio si escuchaba atentamente? ¿A Claudia tocando su Haydn, a los pájaros cantando porque el sonido siempre los excitaba, la música sosegada vibrando en las baratijas de cristal que colgaban de las pantallas de vidrio pintado de los quinqués, vibrando en las campanillas que colgaban en la puerta trasera, antes de las escaleras de caracol de hierro?

Claudia. Un rostro para un relicario; o para un pequeño retrato realizado en porcelana y guardado junto con un rizo de su pelo dorado en un cajón. Pero ¡cuánto habría odiado ella una imagen así, una imagen tan cruel!

Claudia, que hundió su cuchillo en mi corazón, lo retorció en él y contempló cómo la sangre se derramaba en mi camisa. «Muere, padre. Te pondré para siempre en el ataúd.»

«Te mataré a ti primero, príncipe.»

Vi a la pequeña niña mortal, tendida en las mantas sucias; olor de enfermedad. Vi a la Reina de ojos negros, inmóvil en su trono. ¡Y las había besado a ambas, las Bellas Durmientes! «Claudia, Claudia, vuelve en ti, Claudia… Eso es, querida, debes beber para ponerte bien.»

«¡Akasha!»

Alguien me sacudía.

—Lestat —dijo.

Confusión.

—¡Ah, Louis! Perdóname. —El oscuro pasillo descuidado. Sentí un escalofrío—. Vine porque estaba muy preocupado… por ti.

—No era necesario —dijo con consideración—. Simplemente era un pequeño peregrinaje que debía llevar a cabo.

Toqué su rostro con los dedos; tan cálido por la matanza.

—Ella no está aquí, Louis —dije yo—. Era algo que Jesse se imaginó.

—Sí, así parece —respondió.

—Nosotros vivimos para siempre, pero ellos no regresan.

Me estudió durante un largo momento; luego asintió.

—Vamos —indicó.

Recorrimos el largo pasillo juntos; no, no me gustaba; no quería estar allí. El lugar estaba encantado; pero, en definitiva, los encantamientos reales no tienen nada que ver con los fantasmas; tienen que ver con la amenaza del recuerdo; allí, aquella había sido mi habitación; mi habitación.

Louis estaba bregando con la puerta trasera, intentando hacer que el deteriorado marco cediese. Le hice un gesto para que saliéramos al porche; desde allí le di el empujón que necesitaba. Fuertemente atascada.

Era tan triste ver el jardín invadido de plantas silvestres; la fuente en ruinas, la vieja cocina de ladrillos desmoronándose, los ladrillos convirtiéndose en tierra de nuevo.

—Lo arreglaré para ti, si quieres —le dije—. Ya sabes, dejarlo un poco como antes.

—Ahora no importa —contestó—. ¿Me acompañas, a pasear un poco?

Bajamos por la calzada porticada; el agua corría por el canalón.

Miré hacia atrás por encima del hombro, una sola vez. La vi allí, en pie, con su vestido blanco y su lazo azul. Sólo que no me miraba a mí. Yo estaba muerto, pensaba ella, envuelto en la sábana que Louis había echado en el carruaje; ella se llevaba mis restos para enterrarme; sin embargo allí estaba ella, y nuestros ojos se encontraron.

Sentí que Louis tiraba de mí.

—No es bueno que nos quedemos más —dijo.

Observé que cerraba la verja bien cerrada; después sus ojos se movieron lentamente hacia las ventanas otra vez, los balcones y las altas buhardillas situadas encima. ¿Se estaba despidiendo para siempre, por fin? Quizá no.

Juntos nos dirigimos a Rué St. Anne, y nos alejamos del río, sin hablar, sólo caminando, como habíamos hecho tantas veces en otros tiempos. El frío lo atacaba un poco, le cortaba las manos. Pero no le gustaba metérselas en los bolsillos como hacían los hombres de hoy. Opinaba que no era elegante.

La lluvia había disminuido hasta convertirse en niebla.

Finalmente dijo:

—Me asustaste un poco; no pensé que fueses real cuando te vi en el pasillo; no respondiste cuando dije tu nombre.

—¿Y adonde vamos ahora? —pregunté. Me abroché la chaqueta tejana. No porque sintiese aún el frío; sino porque sentirse cálido era agradable.

—Sólo a un último hogar, y luego adonde quieras tú. Regresaremos a la casa de reunión, creo. No tenemos mucho tiempo. O quizá prefieras dejarme a mis vagabundeos; volveré dentro de un par de noches.

—¿No podemos vagabundear juntos?

—Sí —dijo deseoso.

En nombre de Dios, ¿qué necesitaba yo? Paseamos bajo los viejos porches, dejamos atrás los viejos y sólidos postigos verdes, dejamos atrás las paredes de cemento que se despegaba y ladrillos desnudos y cruzamos la llamativa luz de Rué Bourbon; entonces, a lo lejos, vi el cementerio de St. Louis, con sus espesos muros encalados.

¿Qué me faltaba a mí? ¿Por qué mi alma continuaba doliéndome cuando los demás habían conseguido algún equilibrio? Incluso Louis había conseguido un equilibrio, y nos teníamos el uno al otro, como había dicho Marius.

Me sentía feliz de estar con él, feliz de caminar por aquellas viejas calles; pero, ¿por qué no me bastaba?

Otra verja que había de ser abierta; miré cómo rompía la cerradura con los dedos. Y entramos en la pequeña ciudad de blancas tumbas con sus tejados puntiagudos, urnas y puertas de mármol y la hierba alta que crujía bajo nuestras botas. La lluvia hacía que todas las superficies resplandecieran; las luces de la ciudad daban un brillo nacarado a las nubes que planeaban silenciosamente por encima de nuestras cabezas.

Traté de encontrar las estrellas. Pero no pude. Cuando bajé la vista de nuevo, vi a Claudia; sentí que su mano tocaba la mía.

Me volví hacia Louis y vi que sus ojos recogían la difusa y distante luz y me retraje súbitamente. Toqué su rostro, los pómulos, el arco bajo sus cejas negras. ¡Qué cosa más delicada era!

—¡Santa oscuridad! —exclamé—. La santa oscuridad ha regresado.

—Sí —respondió tristemente—, y reinamos en ella como siempre hemos reinado.

¿No bastaba?

Tomó mi mano (¿qué sensación producía ahora mi mano en los demás?) y me dejé conducir por el estrecho pasillo que corría entre las tumbas más viejas y venerables; tumbas que se remontaban a los tiempos más antiguos de la colonia, cuando él y yo merodeábamos juntos por los pantanos, los pantanos que amenazaban con tragárselo todo, y yo me alimentaba con sangre de ladrones asesinos y salteadores de caminos.

Su tumba. Me percaté de que estaba contemplando su nombre, grabado en el mármol con gran caligrafía inclinada a la antigua.

Louis de Ponte du Lac 1766-1794

Se apoyó en la tumba que tenía tras él, otro de aquellos pequeños templos, como el suyo, con tejado y peristilo.

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