Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
¿Qué impulso podía hacer que un ser así se cubriera, qué tierna modestia humana, qué doloroso residuo de corazón humano, había provocado que aquél cadáver viviente se detuviera y se fabricase aquel simple atavío?
Junto a ella, mirándola, Maharet pareció debilitarse súbitamente en toda su persona, como si su cuerpo esbelto fuese a caer.
—¡Mekare! —exclamó en un susurro.
Pero la mujer ni la vio ni la oyó; la mujer miraba a Akasha, con los ojos refulgentes de temeraria astucia animal, mientras Akasha se retiraba hacia la mesa y la colocaba entre ella y aquella criatura; el rostro de Akasha se endureció, sus ojos se llenaron de odio no disimulado.
— ¡Mekare! —gritó Maharet. Extendió los brazos, cogió a la mujer por los hombros y trató de hacerle dar la vuelta.
La mano derecha de la mujer salió disparada y empujó a Maharet hacia atrás, de tal modo que fue de espaldas varios metros por la sala, hasta que tropezó con la pared.
La gran lámina de cristal vibró, pero no se rompió. Con cautela, Maharet tocó el cristal con los dedos; luego, con la ágil elegancia de un gato, saltó y se lanzó a los brazos de Eric, que se había precipitado en su ayuda.
Al instante, la empujó hacia la puerta. Porque la mujer golpeó la enorme mesa y la envió patinando hacia la pared norte hasta que volcó.
Gabrielle y Louis se fueron rápidamente hacia el rincón noroeste; Santino y Armand hacia el otro lado, hacia Mael, Eric y Maharet.
Los demás que quedábamos al otro lado, nos limitamos a retroceder, excepto Jesse, que se había dirigido también hacia la puerta.
Se quedó junto a Khayman. Entonces lo miré y vi, con absoluto asombro, que sus labios dibujaban una sonrisa delgada, amarga.
—La maldición, mi Reina —dijo, alzando la voz estentoriamente hasta llenar la sala.
La mujer quedó paralizada al oírlo. Pero no se volvió.
Y Akasha, con el rostro reluciente por la luz de la hoguera, temblaba; las lágrimas fluyeron de nuevo de sus ojos.
—Todos contra mí, ¡todos! —dijo—. ¡Ni uno de vosotros va a ponerse de mi lado! —Se quedó mirándome fijamente, aunque la mujer seguía avanzando hacia ella.
Los pies fangosos de la mujer crujieron en la alfombra, su boca se abrió; sus manos se crisparon ligeramente, pero sus brazos aún continuaron en sus costados. Sin embargo, al avanzar lentamente un paso tras otro, iba tomando una perfecta actitud amenazadora.
Y de nuevo Khayman habló, provocando que se detuviera repentinamente.
Gritó en otra lengua y su voz adquirió un volumen que llegó a un rugido estruendoso. Sólo conseguí poner en claro una traducción fragmentada.
—Reina de los Condenados… hora de la mayor amenaza… me levantaré para detenerte… —comprendí. Había sido la profecía, la maldición de Mekare, de la mujer. Y todos los allí presentes la sabían, la comprendían. Tenía que ver con el extraño sueño, con el inexplicable sueño.
—¡Oh, no, hijos míos! —chilló Akasha de repente—. ¡Esto aún no ha terminado!
Advertí que reagrupaba sus poderes; pude verlo, pude ver su cuerpo que se ponía en tensión, que sus pechos se erguían, que sus manos se alzaban como por un acto reflejo, con los dedos en forma de zarpa.
La mujer recibió un golpe que la empujó hacia atrás, pero al instante resistió el ímpetu. Y enseguida también se enderezó, con los ojos desorbitados; luego, con los brazos extendidos arremetió contra la Reina con tanta furia que apenas pude seguir el curso de su movimiento.
Vi sus dedos, recubiertos de barro, precipitarse contra Akasha; vi el rostro de Akasha cuando la otra la tenía atrapada por su largo pelo negro. Oí sus gritos. Y vi su perfil cuando su cabeza chocaba contra la pared de cristal de poniente; el cristal se rompió y se desmoronó en grandes fragmentos en forma de daga.
Recibí un violento impacto interior; no podía respirar, no podía moverme. Iba a caer al suelo. No podía controlar mis extremidades. El cuerpo decapitado de Akasha resbalaba por el cristal fracturado y más fragmentos caían con ella. Después de ella, la sangre se escurrió cristal abajo. ¡Y la mujer sostenía por el pelo la cabeza degollada de Akasha!
Los ojos negros de Akasha parpadearon, se abrieron desorbitados. Su boca se agrandó como si quisiese volver a gritar.
Entonces la luz a mi entorno empezó a apagarse; fue como si el fuego se extinguiera, pero no era así; y, mientras me revolvía por la alfombra, gritando, arañando su tejido espasmódicamente, vi las distantes llamas a través de la oscura neblina rosada.
Intenté levantar el peso de mi cuerpo. No pude. No pude oír a Marius que me llamaba, a Marius que decía mi nombre en silencio.
Conseguí levantarme, sólo un poquito, apoyando todo el cuerpo en mis manos con mis brazos doloridos.
Los ojos de Akasha estaban clavados en mí. Su cabeza se hallaba casi al alcance de mi mano y el cuerpo yacía de espaldas, y la sangre salía a borbotones del muñón que ahora era su cuello. De súbito su brazo derecho tembló, se levanto y de nuevo se desplomó en el suelo. Luego se volvió a levantar, balanceando la mano. ¡Estaba buscando su cabeza!
¡Yo podía ayudar a la mano! Podía usar los poderes que me había dado Akasha para intentar moverla, para ayudarle a coger la cabeza. Mientras me esforzaba por ver en la luz difusa, el cuerpo se desplazó con una sacudida, se estremeció, y se desplomó desfallecido junto a la cabeza.
¡Pero las gemelas! Estaban junto a la cabeza y el cuerpo. Mekare, mirando la cabeza como estupidizada, con aquellos ojos vacíos rodeados de rojo. Y Maharet, como si le quedara sólo el último aliento, arrodillada junto a su hermana, ante el cuerpo de la Madre. Mientras, la sala se oscurecía y se enfriaba cada vez más, y el rostro de Akasha empezaba a palidecer, a volverse de un blanco fantasmal, como si la luz de su interior se apagase.
Yo debería haber tenido miedo; debería haber estado aterrorizado; el frío se arrastraba hacia mí y podía oír mis propios sollozos asfixiantes. Pero el júbilo más desconcertante me sobrecogió. De súbito, me di cuenta de lo que estaba viendo.
—Es el sueño —dije. Oía mi voz muy a lo lejos—. Las gemelas y el cuerpo de la Madre, ¿lo ves? ¡La imagen del sueño!
La sangre se derramaba de la cabeza de Akasha al tejido de la alfombra; Maharet se derrumbaba, con las manos abiertas; también Mekare se había debilitado y se había inclinado hacia el cuerpo. Pero aún era la misma imagen; entonces supe por qué la veía en aquellos momentos. ¡Supe lo que significaba!
—¡El banquete funerario! —exclamó Marius—. El corazón y el cerebro, una de vosotras, ¡que una de vosotras se lo trague! Es la única oportunidad.
Sí, así era. ¡Y ellas lo sabían! Nadie tenía que decírselo. ¡Lo sabían!
¡Aquél era el significado! Todos lo habían visto, todos lo sabían. Y aunque mis ojos se estaban cerrando, lo comprendí; y aquella encantadora sensación se hizo más intensa, aquella sensación de plenitud, de algo que por fin se ha terminado. ¡De algo que por fin se sabe!
Flotaba, flotaba en la oscuridad glacial otra vez, como si estuviera en brazos de Akasha, como si nos estuviéramos elevando hacia las estrellas.
Un sonido agudo, crepitante, me devolvió los sentidos. Aún no estaba muerto, sólo moribundo. ¿Dónde están los que amo?
Aún bregando por la vida, intenté abrir los ojos; parecía imposible. Pero enseguida las vi en la penumbra que se hacía cada vez más densa, las vi a ambas, con su pelo rojo reflejando el fulgor brumoso de las llamas; una sosteniendo el sanguinolento cerebro en sus dedos cubiertos de barro, y la otra el corazón goteante. Estaban muertas, con los ojos vidriosos, los miembros moviéndose como a través del agua. Y Akasha continuaba mirando al frente, con la boca abierta; y de su cráneo hecho pedazos manaba sangre. Mekare se llevó el cerebro a la boca; Maharet le puso el corazón en la otra mano; y Mekare se tragó los órganos.
Oscuridad otra vez; sin claridad del fuego; sin punto de referencia; sin otra sensación que la del dolor; dolor a través de la cosa que yo era, que no tenía miembros, no tenía ojos, no tenía boca para hablar. Dolor, palpitante, eléctrico; y no había manera de moverse o de disminuirlo, de apartarlo hacia este lado o hacia el otro, de resistirse a él, de diluirse en él. Sólo dolor.
Sin embargo me movía. Me agitaba por el suelo. A través del dolor pude sentir de repente la alfombra; pude sentir que mis pies cavaban en ella como si estuviera intentando escalar una pendiente inclinada. Luego oí el inconfundible sonido del fuego junto a mí, percibí el viento arreciando a través del cristal roto y pude oler aquellas suaves fragancias del bosque que inundaban la sala. Un impacto violentísimo me sacudió desde el interior, desde cada músculo, desde cada poro; mis brazos y mis piernas se agitaron espasmódicamente. Luego inmovilidad.
El dolor había desaparecido.
Estaba allí tendido, jadeando, contemplando el vivo reflejo del fuego en el techo de cristal y sintiendo el aire en mis pulmones; me di cuenta de que estaba llorando de nuevo, desgarradoramente, como un niño.
Las gemelas se hallaban arrodilladas de espaldas a nosotros; estaban fuertemente abrazadas, sus cabezas inclinadas una contra la otra, el pelo mezclándose, y se acariciaban con afecto, con ternura, como si se comunicaran sólo por el tacto.
No podía ahogar mis sollozos. Me volví, oculté el rostro en mi brazo y lloré desconsoladamente.
Marius estaba junto a mí. También Gabrielle. Quise tomar a Gabrielle en mis brazos. Quise decirle todas las cosas que sabía que debía decirle (que todo había pasado, que habíamos sobrevivido y que todo había acabado), pero no pude.
Luego, muy despacio, volví la cabeza y miré de nuevo el rostro de Akasha, su rostro aún intacto, aunque toda su densa y brillante blancura había desaparecido; ¡y ella estaba tan transparente como un cristal! Incluso sus ojos, sus bellísimos ojos negros como la tinta, estaban perdiendo su opacidad, como si ya no tuvieran pigmento; todo había sido sangre.
Su pelo yacía suave y sedoso bajo la mejilla y su sangre seca aparecía lustrosa como un rubí.
No podía parar de llorar. No quería parar. Intenté decir su nombre pero se estranguló en mi garganta. Era como si no debiera hacerlo. Como si nunca debiera haberlo hecho. Nunca debiera haber subido aquellos escalones de mármol, nunca debiera haber besado su rostro en la cripta.
Los demás estaban volviendo todos a la vida. Armand sostenía a Daniel y a Louis, que aún estaban débiles y no podían ponerse en pie; y Khayman se había acercado con Jesse a su lado; el resto estaban todos bien. Pandora, temblando, con la boca retorcida por sus lloros, se mantenía apartada, abrazándose como si tuviera frío.
Entonces las gemelas se volvieron y se levantaron. Maharet rodeaba a Mekare con el brazo. Y Mekare miraba fijamente, sin expresión, sin comprender, la estatua viviente; y Maharet dijo:
—Contempla. La Reina de los Condenados.
Algunas cosas iluminan la caída de la noche
y de una pena hacen un Rembrand.
Pero mayormente la velocidad del tiempo
es una broma; para nosotros. La luciérnaga
es incapaz de reír. Qué suerte.
Los mitos están muertos.
STAN RICE
Poema al meterse en la cama: Amargura
Cuerpo de trabajo
(1983)
Miami. Una ciudad vampírica, tórrida, superpoblada, seductora en su belleza. Crisol, mercado, patio de juegos. Donde los desesperados y los ávidos quedan atrapados en el comercio subversivo y el cielo es de todos y la playa sigue y sigue eternamente; y las luces brillan más que el cielo y el mar es cálido como la sangre.
Miami. Estupendo coto de caza para el diablo.
Por eso estamos aquí, en la grandiosa, elegante, villa blanca de Armand de la Isla de la Noche, rodeados por todo lujo imaginable y por la serena noche sureña.
Afuera, al otro lado de las aguas, Miami es un faro; las víctimas esperaban: los proxenetas, los ladrones, los traficantes de droga, los asesinos. Los innombrables; tantos que son casi tan malvados como yo, pero no más.
Armand había transbordado a la puesta de sol, con Marius; ahora estaban de vuelta; Armand jugaba al ajedrez con Santino en el salón, Marius leía (Marius leía constantemente) en la silla de cuero de la ventana que daba a la playa.
Gabrielle aún no había aparecido aquella noche; desde que Jesse se fue, a menudo se la encontraba sola.
Khayman estaba en su estudio de la planta baja, sentado y hablando ahora con Daniel; Daniel, a quien le gustaba dejar que el hambre se formara en su interior, Daniel, que quería saberlo todo respecto a cómo había sido la antigua Mileto, Atenas, Troya. Oh, no olvidemos Troya. Yo mismo estaba vagamente intrigado con la idea de Troya.
Me gustaba Daniel. Daniel, que más tarde podría acompañarme, si se lo pedía, si conseguía deshacerme de la pereza suficiente para salir de aquella isla, cosa que desde que llegué sólo hice una vez. Daniel, que aún reía por el sendero que la luna dibujaba en la superficie del agua, o por la cálida espuma que salpicaba su rostro. Para Daniel, toda la historia (incluida la muerte de ella), había sido un espectáculo. Pero no se lo puede criticar por esto.
Pandora casi nunca se movía de la pantalla de televisión. Marius le había traído las ropas de estilo más actual que vestía ahora; blusa de satén, botas hasta la rodilla, falda de terciopelo abierta. Le había puesto pulseras en los brazos y sortijas en los dedos, y cada anochecer le cepillaba su largo pelo castaño. A veces le regalaba diminutos frascos de perfume. Si él no los abría para ella, quedaban abandonados en la mesa, intactos. Pandora miraba ávidamente, como Armand, la inacabable colección de películas de vídeo; sólo de tanto en tanto interrumpía la sesión para ir al piano de la sala de música y tocar con suavidad un ratito.
Me gustaba cómo tocaba; sus variaciones sin solución de continuidad eran muy parecidas al arte de la fuga. Pero me preocupaba; los demás no. Los demás se habían recuperado por completo de lo ocurrido, más rápido de lo que imaginaba que serían capaces. Ella había recibido una herida en algún punto vital, ya antes de que todo empezase.
Pero le gustaba estarse allí; sabía que le gustaba. ¿Cómo podía no gustarle? Incluso aunque nunca escuchase ni una palabra de lo que Marius decía.
A todos nos gustaba. Incluso a Gabrielle.