La reina de los condenados (80 page)

BOOK: La reina de los condenados
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—Sólo quería volver a verla— dijo. Extendió la mano y con un dedo tocó las letras.

El azote del tiempo en la superficie de la piedra las había desdibujado muy poco. El polvo y la suciedad las hacían, no obstante, más visibles, oscureciendo cada letra y cada número. ¿Estaba pensando en qué había sido del mundo en aquellos años?

Yo pensé en los sueños de ella, su jardín de paz en la tierra, y las flores naciendo del sueño empapado de sangre.

—Ahora vámonos a casa —dijo.

A casa. Sonreí. Alargué el brazo y toqué las tumbas que me quedaban a cada lado; levanté la vista de nuevo, hacia el leve resplandor que producía la iluminación de la ciudad contra las agitadas nubes.

—No nos vas a dejar, ¿verdad? —preguntó, con la voz agudizada por la aflicción.

—No —dije. Deseaba poder hablar de ello, de todas las cosas que aparecían en el libro—. Ya sabes, éramos amantes, ella y yo, amantes tan auténticos como pueden serlo un hombre y una mujer mortales.

—Claro que lo sé —dijo él.

Sonreí. Lo besé súbitamente, cautivado por su calidez, por el suave contacto de su piel casi humana. Dios, cuánto odiaba la blancura de mis dedos que lo tocaban, dedos que ahora lo podrían aplastar sin esfuerzo. Me pregunté si él lo habría advertido.

Había tanto que quería decirle, preguntarle. Pero no podía encontrar las palabras, o el modo de empezar. El siempre había tenido tantas preguntas; y ahora tenía ya las respuestas, más respuestas quizá de las que nunca hubiera deseado; ¿y qué efecto habían causado en su alma? Como estupidizado, lo miraba fijamente. Qué perfecto me parecía mientras estaba allí, esperando con tanta amabilidad y tanta paciencia. Entonces, como un tonto, le solté:

—¿Me quieres aún? —pregunté.

Sonrió; oh, era intolerable ver que su rostro, al sonreír, se suavizaba y resplandecía simultáneamente.

—Sí —respondió.

—¿Quieres un poco de aventura? —Mi corazón palpitaba con violencia. Sería tan grandioso si…— ¿Quebrantar las nuevas normas?

—¿Qué diablos quieres decir? —susurró.

Eché a reír, de un modo grave y enfebrecido; me sentía tan bien. Riendo y observando los sutiles cambios en su rostro. Realmente ahora lo había preocupado. Y la verdad era que no sabía si podría hacerlo. Sin ella. ¿Y si caía como Ícaro…?

—Oh, vamos, Louis —insistí—. Sólo un poco de aventura. Te lo prometo, esta vez no tengo propósitos para con la civilización occidental, ni siquiera para con las atenciones de dos millones
de fans
de mi música rock. Estaba pensando en algo pequeño, de veras. Algo…, bien, algo travieso. Y muy elegante. ¿No crees que he sido terriblemente bueno durante los dos últimos meses?

—¿De qué diablos estás hablando?

—¿Estás conmigo o no?

Sacudió otra vez la cabeza. Pero no era un
no.
Lo estaba considerando. Pasó los dedos por su pelo, hacia atrás. Un pelo negro tan hermoso. Lo primero de él en que me había fijado (bien, es decir, después de sus ojos verdes) fue su pelo negro. No, es mentira. Fue su expresión; la pasión, la inocencia y la delicadeza de conciencia. ¡Simplemente, lo adoré!

—¿Cuándo empieza esta pequeña aventura?

—Ahora —dije—. Tienes cinco segundos para decidirte.

—Lestat, casi está amaneciendo.

—Casi está amaneciendo aquí —respondí.

—¿Qué quieres decir?

—Louis, ponte en mis manos. Mira, aunque no lo consiga, no vas a sufrir daño, realmente. Bien, ni siquiera eso. ¿Te animas? Decídete. Quiero partir ahora mismo.

No dijo nada. Me miraba, y tan afectuosamente que apenas podía soportarlo.

—¿Sí o no?

—Casi seguro que me arrepentiré, pero…

—De acuerdo, pues. —Extendí los brazos, coloqué firmemente mis manos en sus brazos y lo levanté a peso. Quedó estupefacto, mirándome desde arriba. Fue como si no pesara nada. Lo deposité en el suelo nuevamente.


Mon Dieu
—musitó.

Bien, ¿a qué estaba esperando? Si no lo intentaba ahora, nunca lo sabría. Hubo un nuevo momento de dolor, oscuro, apagado; al recordarla, al recordar cómo ascendíamos. Dejé que el recuerdo se desvaneciera poco a poco.

Rodeé su cintura con el brazo. «Arriba ahora.» Levanté mi mano derecha, pero ni siquiera aquello era necesario. Subíamos tan deprisa como el viento.

El cementerio se empequeñecía abajo, una diminuta representación en juguete de sí mismo, con pequeños pedazos de blanco esparcidos por todas partes, bajo los oscuros árboles.

Pude oír su jadeo atónito en mi oído.

—¡Lestat!

—Pon el brazo alrededor de mi cuello —dije—. Agárrate fuerte. Nos dirigimos hacia el oeste, evidentemente, y luego hacia el norte; vamos a recorrer una distancia muy larga y quizá tengamos que deambular haciendo tiempo. Para cuando lleguemos a nuestro destino el sol tardará aún algo en ponerse.

El viento era frío, helado. Debía haber pensado en ello, debía haber pensado en que él sufriría a causa del frío; pero no dio ninguna muestra de que fuera así. Miraba hacia arriba mientras atravesábamos la gran masa nívea de nubes.

Cuando vio las estrellas, sentí que se ponía en tensión; su rostro quedó perfectamente liso y sereno; y si lloraba, el viento se llevaba sus lágrimas. Si había sentido miedo, ahora había desaparecido, por completo. Al mirar él hacia arriba, al descender la bóveda del cielo y envolvernos, y al brillar la luna con plenitud en la inacabable y densa llanura de blancura bajo nuestros pies, se sintió perdido.

No era necesario decirle lo que tenía que observar, o recordar. Siempre había sabido este tipo de cosas. Años atrás, cuando le hice la magia, no tuve que decirle nada; había saboreado los más pequeños detalles de la transformación por cuenta propia. Más tarde había dicho que yo había fallado en ser su guía. ¿No sabía lo innecesario que siempre había sido?

Pero ahora era yo quien erraba, mental y físicamente; sentía a Louis como algo cálido, aunque sin peso alguno, contra mí; simplemente la pura presencia de Louis, del Louis que me pertenecía, que estaba conmigo. No era ninguna carga.

Yo trazaba el curso con firmeza usando sólo una minúscula parte de mi mente, del modo en que ella me lo había enseñado; y al mismo tiempo recordaba muchas cosas; la primera vez, por ejemplo, que había visto a Louis en una taberna de Nueva Orleans. Estaba borracho, peleándose; al salir lo había seguido a través de la noche. Y, en el último momento, antes de dejar que resbalase de mis manos, él había dicho, con los ojos entrecerrados:

—Pero ¿quién eres tú?

Yo sabía que volvería por él a la puesta de sol, que lo encontraría aunque hubiese de buscar por la ciudad entera, a pesar de que entonces lo esta dejando medio muerto en la calle adoquinada. Tenía que poseerlo, tenía que poseerlo. Del mismo modo que tenía que poseer todo lo que quería poseer, o que tenía que hacer todo lo que quería hacer.

Aquél era el problema; y nada de lo que ella me había dado (el no tener sufrimiento, el poder, o el terror, en definitiva) lo había cambiado en lo más mínimo.

A seis kilómetros de Londres.

Una hora después del ocaso. Yacíamos juntos en la hierba, en la fría oscuridad, bajo el roble. Había un poco de luz, que provenía de la enorme casa solariega en mitad del parque, pero no mucha. Sus pequeñas y profundas ventanas emplomadas daban la sensación de que todo se quería mantener hacia dentro. Dentro era acogedor, invitaba a pasar, con todas las paredes forradas de libros y el parpadeo de las llamas de tantos hogares; y el humo que las chimeneas escupían a bocanadas y que penetraban en la oscuridad brumosa.

De tanto en tanto, un coche circulaba por la serpenteante carretera al otro lado de la puerta de la verja; y la iluminación de los faros barría la recia fachada del antiguo edificio, revelando las gárgolas, los pesados arcos de las ventanas y los relucientes picaportes en las macizas puertas principales.

Siempre me habían gustado aquellas moradas inglesas, grandes como paisajes; no era extraño que invitaran a regresar a los espíritus de los muertos.

Louis se sentó de repente, comprobando su aspecto, y con gran rapidez limpió su abrigo de hierba. Había dormido durante horas, inevitablemente, en el regazo del viento podría decirse, y en los lugares donde yo había parado a descansar un poco, esperando a que el mundo diera la vuelta.

—¿Dónde estamos? —susurró con cierto tono de alarma.

—En la Casa Madre de la Talamasca, en las afueras de Londres —respondí. Yo estaba tumbado de espaldas, con la cabeza apoyada en las manos entrelazadas. Luces en el desván. Luces en las salas principales de la planta baja. Estaba pensando: ¿de qué modo sería más divertido?

—¿Qué estamos haciendo aquí?

—Aventuras, te lo dije.

—Pero espera un momento. ¿No tendrás la intención de entrar ahí?

—¿No? Ahí dentro, en el sótano, junto con el cuadro de Marius, tienen el diario de Claudia. ¿Lo sabes, no? Jesse te lo contó.

—Y bien, ¿qué tienes pensado hacer? ¿Entrar furtivamente y registrar de pies a cabeza el sótano hasta encontrar lo que buscas?

Reí.

—Vamos, eso no sería muy divertido, ¿verdad? Más bien me suena a un trabajo algo aburrido. Además, no es el diario lo que quiero. Pueden quedárselo, el diario. Era de Claudia. Quiero hablar con uno de ellos, con David Talbot, el jefe. Son los únicos mortales en el mundo que creen realmente en nosotros, ¿sabes?

Punzada de dolor interior. Olvídalo. Empieza la función.

De momento él se hallaba demasiado sorprendido para responder. El asunto era pues todavía más delicioso de lo que había soñado.

—¡Pero no lo dirás en serio! —exclamó él. Se estaba poniendo furiosamente indignado—. Lestat, deja a esta gente en paz. Creen que Jesse está muerta. Recibieron una carta de alguien de su familia.

—Sí, desde luego. No voy a desengañarlos de esta malsana creencia. ¿Por qué habría de hacerlo? Pero el que vino al concierto (David Talbot, el viejo) me fascina. Supongo que quiero saber… Pero ¿por qué lo digo? Es hora de entrar y averiguarlo.

—¡Lestat!

— ¡Louis! —repliqué, haciendo burla de su tono. Me levanté y lo ayudé a levantarse, no porque lo necesitara, sino porque se quedaba sentado, mirándome enfurecido, resistiéndose a mí, intentando hallar algún modo de controlarme, todo lo cual era una absoluta pérdida de tiempo.

—Lestat, ¡Marius se pondrá colérico si lo haces! —dijo seriamente, endureciendo los rasgos de su rostro, endureciendo por completo la composición formada por los pómulos salientes y los ojos penetrantes, verdes, oscuros, que relampagueaban bellísimamente—. La norma principal es…

—Louis, ¡me lo estás poniendo irresistible! —dije yo.

Me cogió del brazo.

—¿Y Maharet? ¡Esos son los amigos de Jesse!

—¿Y qué va a hacer? ¿Enviarme a Mekare para que me aplaste la cabeza como un huevo?

—¡Realmente acabas la paciencia a cualquiera! —contestó—. ¡No has aprendido nada de nada!

—¿Vas a venir conmigo o no?

—No vas a entrar en esa casa.

—¿Ves aquella ventana, allí arriba? —Rodeé su cintura con mi brazo. Ahora no podía huir de mí—. David Talbot está en ese cuarto. Ha estado escribiendo en su diario durante una hora. Está profundamente conmovido. No sabe lo que ha ocurrido con nosotros. Sabe que ha ocurrido algo; pero, en realidad nunca se podría llegar a imaginar qué. Ahora vamos a entrar en la habitación contigua a la suya, a través de la pequeña ventana de la izquierda.

Manifestó una última débil protesta, pero yo ya me estaba concentrando en la ventana, intentando visualizar el cerrojo. ¿A cuántos metros se encontraba? Sentí el espasmo y luego vi, muy arriba el pequeño rectángulo de cristal emplomado abrirse hacia fuera. Él también lo vio, y mientras continuaba allí sin habla, estreché mi abrazo y nos elevamos.

En un segundo nos hallamos en el interior de la habitación. Una pequeña alcoba de estilo elisabetiano, con las paredes revestidas de madera oscura y vistosos muebles de época, y un pequeño fuego llameante.

Louis estaba rabioso. Mientras alisaba sus ropas con gestos rápidos y violentos no dejaba de mirarme airado. Me gustó la habitación. Los libros de David Talbot; su cama.

Y David Talbot nos miraba fijamente por la puerta entreabierta de su estudio, donde estaba sentado bajo la luz de una lámpara de pantalla verde encima de su escritorio. Vestía una elegante bata de seda gris, atada a la cintura. Tenía la pluma en la mano. Estaba tan inmóvil como un animal del bosque, sintiendo el depredador, antes del inevitable intento de huida.

¡Ah, la escena era encantadora!

Lo observé con atención unos momentos; pelo canoso oscuro, ojos de un negro puro, rostro de facciones hermosas; muy expresivo, inmediatamente afectuoso. Un hombre de inteligencia obvia. Todo concordaba con lo que Jesse y Khayman habían contado.

Entré en su estudio.

—Le ruego me disculpe —dije—. Debería haber llamado a la puerta principal. Pero deseaba que nuestro encuentro fuese privado. Sabrá quien soy, naturalmente.

Sin habla.

Miré su escritorio. Nuestros archivos, pulcras carpetas de color manila con varios nombres familiares: «Théàtre des Vampires», «Armand» y «Benjamín, el Diablo». Y «Jesse».

Jesse. Había una carta de la tía de Jesse, Maharet, junto a la carpeta. La carta que notificaba el fallecimiento de Jesse.

Esperé, preguntándome si debía obligarlo a hablar primero. Pero nunca ha sido mi juego favorito. Me estaba observando con mucha intensidad, mucho más intensamente de como yo lo había observado a él. Me estaba memorizando, y lo hacía utilizando pequeños mecanismos aprendidos para memorizar detalles que después quería recordar, por más grande que fuera el impacto de la experiencia en curso.

Alto, sin ser pesado, ni esbelto. Una buena complexión. Manos bien formadas, largas. Aspecto exterior muy bien cuidado. Un auténtico caballero inglés, un amante del
tweed,
del cuero y de la madera oscura, del té, de la humedad y del parque oscuro al exterior de la casa, y de la encantadora y sana sensación que producía aquella casa.

Y su edad, sesenta y cinco años o así. Una buena edad. Sabía cosas que hombres más jóvenes no podían saber. Era el equivalente moderno a la edad de Marius en épocas antiguas. No era en realidad viejo, en absoluto, para el siglo veinte.

Louis continuaba en la otra habitación, pero él sabía que Louis estaba allí. Miró hacia la puerta y luego otra vez a mí.

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