Dejamos el camino, que ancho y hendido por las ruedas de los carros, tras más de dos horas de marcha, conduce al castro vecino. Aquel día, Enol, nunca supe bien por qué, tomó un camino lateral, casi cubierto por la vegetación y se alejó de todo lugar habitado.
Enol cortaba el ramaje con una hoz grande y se abría paso, yo correteaba tras él. A hurtadillas le observé en silencio. Por allí, el bosque se volvía más umbrío y en sus sombras crecían hongos y setas. A veces al recoger las plantas, Enol musitaba unas palabras que parecían una oración. El sonido armónico de su voz se tornaba a menudo ininteligible, y parecía expresar adoración a Algo o a Alguien.
Le pregunté:
—¿A qué Dios rezas, Enol?
En el poblado, algunos adoraban a Lug, y las mujeres invocaban a Navea en sus partos; en plenilunio se daba culto a la diosa luna, y aun había alguno que rezaba a las viejas divinidades de los romanos. Yo conocía a quien adoraba a un solo Dios. Se les llamaba cristianos y no había muchos en nuestra aldea, pero en el poblado más allá de la colina —años atrás— se refugiaron algunos que huían del occidente. A Enol no le gustaban, los consideraba pobres, atrasados e incultos. Sin embargo, yo sabía que Enol no adoraba a los antiguos dioses. Cuando me respondió, sin levantar los ojos de las plantas que arrancaba, dijo:
—Al Único Posible…
No me causó sorpresa su respuesta, tantas veces le había visto rezando en el bosque o en la cámara alta de la casa junto a las pajas. La faz de Enol orante se metamorfoseaba en un rostro más joven, intemporal y eterno; pero yo sabía que en su oración él no encontraba sosiego. Era una oración tensa y triste, llena de pesar, sin paz alguna.
Por eso, el día en que encontramos al hombre en el bosque, después de hablar de su Dios prosiguió, sin apenas mirarme, y musitó para sí:
—… pero Él me ha dejado.
Me daba miedo su actitud y no fui capaz de proseguir la conversación, aunque en aquella época el tema de los dioses me interesaba mucho. A menudo había discutido sobre ello con los otros chicos del poblado. Cuando después de una travesura buscábamos refugio tras la tapia del lado sur del castro, donde no nos podían ver los guardias, hablábamos de los dioses y de los hombres.
Además de Lug y Navea, se adoraba al caballo —señor de fuerza— y al monte Cándamo, pero Enol adoraba al Único Dios Posible. Una vez me explicó que si un dios tenía rival dejaba de serlo, que el Único Posible tenía que ser el Uno, el Verdadero. No le entendí. A mí me gustaban las figuras de los dioses antiguos y adorar al sol y a la luna que, ingenuamente, me parecían más cercanos que el Único Posible, el dios de Enol, que era un Dios lejano y celoso, que no quería a otros.
Los hombres del poblado respetaban a Enol porque les infundía temor, curaba sus enfermedades y adivinaba el futuro. Aunque el druida no compartía sus cultos, los toleraba. Alguna vez le oí decir que cualquier rito sagrado era siempre el culto al Único Posible. Así, Enol no se oponía a sus ritos, más de una vez había presidido con respeto los cultos nocturnos, pero cuando la fiesta se llenaba del olor del hidromiel y el alcohol, discretamente se retiraba.
El calor se volvía espeso entre las ramas de los pinos, caminábamos despacio bajo la calima, ajena a aquellas tierras. Enol, siempre observador, se detenía a menudo y recogía plantas de diversas especies. Me enseñaba sus nombres y propiedades. Algunas eran venenosas y mortales, otras curativas, estaban las que serenaban el espíritu y las que producían el sueño. Me gustaba conocer las virtudes de las plantas y, por aquellos días, ya me adelantaba a la mirada de Enol, que a veces se volvía imprecisa, y ayudaba a recoger las plantas que el druida requería. Enol emitía un sonido polisilábico al recoger ramas y raíces, mientras su larga barba gris rozaba los pétalos de las flores.
Nos hundíamos en el bosque umbrío y espeso, yo recogía las raíces en un saco pequeño. Los tubérculos pasaban de las manos, grandes y huesudas de Enol, a las mías, pequeñas y blancas. El sol fue ascendiendo en lo alto, me encontraba cansada por el trabajo que no había cesado desde el amanecer. Nos habíamos internado demasiado en el bosque cada vez más umbrío.
Enol sonrió al ver mis esfuerzos por mantenerme a su altura. Se detuvo, quizá para que yo le siguiera y me mostró una flor con hojas picudas.
—¿Ves esta flor? —me dijo.
—Es el diente de león.
—¿Sabes para qué sirve?
—Facilita la digestión y calma los cólicos.
Enol sonrió. Le encantaba enseñar, y sobre todo le gustaba comprobar que yo aprendía. Había logrado instruirme en los nombres de todas las plantas en aquel bosque que tenían función medicinal. Evitaba que aprendiese sus enseñanzas como una cantinela, siempre me explicaba los porqués de cada tratamiento. Con pocos años, yo conocía ya muchos remedios y el cuerpo humano. Disfrutaba aprendiendo y Enol me confesó alguna vez que yo poseía el don de la sanación. Decía que quizá se debía a que mi madre me había traído al mundo una luna llena, por eso —afirmaba Enol— yo sabía relacionarme con las plantas y con las enfermedades de los hombres.
Nos detuvimos frente a un enorme fresno de hoja ancha y alargada, con el tronco de corteza gris y resquebrajada.
—Al fresno le gusta el sur, necesita sol y aquí, exceptuando en el verano, no hace mucho. Es un árbol agradable, sus hojas hervidas calman el dolor de mis huesos.
El druida, con una rama en quilla, tiró de las ramas del fresno e hizo que descendiesen, después cortó unas hojas. Inmediatamente, prosiguió andando y se dirigió a un claro en lo más escondido del bosque por donde corría un arroyuelo. Solía acudir a aquel lugar porque allí crecían multitud de setas por la humedad y la penumbra. Tras llenar un talego de hongos, nos sentamos sobre un tapiz de hierba y flores pequeñas; de una faltriquera Enol sacó pan moreno y queso. Con una escudilla tomó del arroyo agua transparente, muy fría. Después me acercó la vasija, y noté su mirada alegre al ver mis rizos dorados que se introducían en la escudilla sin dejarme beber.
Fue entonces cuando le oímos. Primero muy suave, después más profundo, más alto, más agudo: un quejido proveniente de lo más recóndito del bosque, no muy lejos de donde corría el arroyo.
Comenzó como un gemido que se transformó en lamento, en un sonido doloroso y amargo. Enol se levantó, tomó la escudilla de mis manos y la guardó. A zancadas bruscas, atravesó el claro seguido por mis pasos cortos de niña. Corrí tras él. Las aguas del arroyo se originan en la montaña, y son frías. Nos mojamos los pies en el arroyo, chapoteando entre las rocas. Aún recuerdo su frescor después del calor de aquel día. Más adelante, en el cauce del río, pudimos ver que las aguas cristalinas del arroyo se encontraban teñidas de un color sanguinolento. Enol aceleró el paso, y a lo lejos vimos una figura de un hombre. Un viejo roble hundía sus raíces hacia el regato; sobre ellas yacía el cuerpo de un joven que en medio del río, sumido en la inconsciencia, gemía con aquel grito lento y doloroso que rebotaba en la profundidad del bosque. Un hombre alto y fornido de cabello oscuro, entrado ya en la veintena, emitía aquel sonido del que el viento hacía eco. De repente, el sonido cesó pero Enol ya se encontraba junto a él, examinándole de un modo detenido, tal y como suele hacer con los enfermos.
—Está grave, niña, acércate y ayúdame.
Le ayudé, y retiramos el cuerpo del herido de la corriente. En su espalda había clavada una flecha, una flecha con penacho negro. Enol tiró con cuidado de ella. El desconocido vestía una túnica larga marrón y una capa negra, con botas y calzas de cuero; la túnica estaba desgarrada y llena de sangre.
Pude ver la cara del forastero, de rasgos rectos, sin apenas barba; los ojos se entreabrían, dejando ver su color muy oscuro, las pestañas espesas y las cejas negras, densas y casi juntas. El druida escudriñó atentamente su cara, y pude observar una arruga en su frente, la misma que se producía en él cuando se encontraba preocupado e indeciso. Adiviné una lucha en su interior. Si aquel hombre era un enemigo de la aldea, Enol tendría problemas con Dingor. Y muy probablemente, no sería un amigo, dado que huía hacia la profundidad del bosque, lejos de los lugares poblados. Sin embargo, Enol nunca hubiera dejado abandonado a un herido.
Además de la herida de flecha en su espalda, en su vientre se adivinaba un corte producido por una espada, no muy profundo pero que sangraba abundantemente y al caer se había roto una pierna que se veía torcida.
—Ha recibido un buen tajo en el vientre, tiene la pierna rota, pero lo que le ha abatido ha sido la herida de flecha, está emponzoñada, ¿lo ves? —habló el druida y mostró el veneno en la punta—. Ha ejercido su efecto mucho más tarde de cuando fue clavada. Habrá sido lanzada a traición por la espalda.
Después me pidió la bolsa con las hierbas, las bayas y raíces. Con desasosiego buscó una determinada raíz.
—El antídoto. Ve a buscar agua del arroyo.
Cuando encontró la hierba, me pidió el agua, y después de lavar la herida de la espalda, mascó la hierba y la introdujo en la estrecha herida de la flecha.
—Nunca introduzcas nada mascado en una herida. Siempre ha de hervir antes, pero ahora hay veneno y lo primero ha de ser neutralizar los efectos nocivos de la ponzoña.
Giró una vez más al herido, y pude ver su rostro contraído por el dolor.
—Debemos hacer fuego, para calentarle.
Con yesca y pedernal encendió la hojarasca; le traje ramitas secas y después algún tronco más grueso. Después Enol sacó la copa, su preciosa copa. La copa ritual de medio palmo de altura, exquisitamente repujada con base curva y amplias asas unidas con remaches con arandelas en forma de rombo. Me atraía su visión; cada vez que Enol la sacaba a la luz, yo no podía apartar mis ojos de ella, de sus incrustaciones de coral y ámbar, de su base repujada en oro. Enol extrajo de su faltriquera los ingredientes de la pócima, me envió a buscar alguna hierba en el bosque y fue juntando los componentes, revolviendo todo con cuidado. Me explicaba despacio lo que estaba haciendo; sentí que algún día lo volvería a necesitar.
—Los venenos de Lubbo sólo curan con este brebaje, que debe ser preparado en la copa. Lubbo tiene muchos venenos.
Mientras al fuego en la copa hervía la poción, colocamos al herido en un lecho improvisado de hojarasca; Enol colocó mi capa de niña bajo el hombre, y le cubrió con su manto, más grueso. El guerrero temblaba de fiebre, de vez en cuando penetraba en la inconsciencia; otras veces parecía despertar de su letargo y gritaba de dolor. Abrió los ojos y pude ver sus ojos de color oscuro, unos ojos brillando como carbones negros sobre la piel pálida y blanca.
Cuando la pócima hubo hervido, el sanador limpió de nuevo las llagas con el líquido humeante. El herido protestó de dolor al sentir el escozor de la quemadura. Después Enol vendó la herida, y le hizo beber la infusión que actuó como un narcótico, y por fin entró en un sueño que reparaba heridas y padecimientos ya pasados.
Nos quedamos junto al herido todo el día sin movernos del bosque. Enol estaba extrañamente silencioso, hosco y callado; en esas condiciones, sabía bien que era mejor no hablarle.
El día de verano se hace largo. El sol va descendiendo entre los árboles iluminando la penumbra de la fraga, al mirarlo me deslumbro. Percibo que Enol se levanta.
—¿Qué vas a hacer?
Enol responde bruscamente a mi pregunta.
—No lo sé.
—¿Le llevaremos al poblado?
—Sería su fin, Dingor le entregaría a sus perseguidores.
—¿Quién es?
Enol dudó en la contestación. Creo que desde el primer momento supo quién era él.
—Debe de ser un hombre de Ongar, quizá perseguido por los de Albión, posiblemente un rebelde a Lubbo.
Al oírle, pensé en Ongar, donde los insumisos a Lubbo se habían refugiado, en las altas montañas de nieves perpetuas, junto a los lagos, y pensé también en Albión, en las extrañas historias que circulaban por el poblado. La antigua capital del país de los castros, ocupada ahora por invasores a los que el poblado pagaba un tributo anual. Albión, la ciudad junto al Eo, el más grande de los castros de la montaña, protegido por el mar y el río.
Llegó la noche y con ella una brisa fresca; el hombre bajo la gruesa capa de Enol dormitaba. La luna menguaba entre los árboles. En la fogata, lumbreaban los rescoldos de las brasas.
Sentados sobre el suelo apoyando la espalda sobre los troncos de los árboles velamos el sueño del herido. Cuando la luna menguante estaba ya muy alta sobre el horizonte, el hombre abrió los ojos, y al verse entre sombras intentó revolverse y coger su espada. Se oyó la risa de Enol, me pareció fría y dura, yo nunca le había oído reírse así. El hombre intentó levantarse y no pudo, un dolor en el abdomen se lo impidió. La voz de Enol se volvió suave mientras decía:
—No te haremos ningún daño.
El herido miró al frente y no vio sino a un hombre casi anciano y una adolescente casi una niña, se tranquilizó.
—¿Quiénes sois? —preguntó con voz débil el herido.
—No, no. Las preguntas las haremos nosotros. —Enol habló con aspereza, y después continuó en un tono más amable—. Vivimos en el castro de Arán.
Al oír el nombre del castro, inmediatamente el joven preguntó:
—¿Servís a Lubbo?
—Se le paga un tributo. No, no te llevaremos al poblado, no es seguro para ti. Tras el río hay una cueva, allí estarás bien.
Antes de levantarle, Enol examinó de nuevo la pierna, torcida y posiblemente rota a mitad de pantorrilla. Con el cuchillo taló una rama de fresno y, mediante un vendaje, inmovilizó la articulación de la rodilla y el pie. Con cuidado, Enol le ayudó a levantarse, todo su peso se reclinaba en nosotros. Entonces me di cuenta de la fortaleza de Enol; pasó uno de los brazos bajo el hombro del herido y con el otro le sostuvo por la espalda. Yo, débilmente, le así por la cintura y percibí su peso. El apoyó un brazo sobre Enol y el otro sobre mi hombro. Noté que al rozar mi cabello extendido por los hombros, lo hacía con suavidad, delicadamente.
Recorrimos con lentitud el espacio que nos separaba hasta la cueva, un lugar fresco y recogido, rodeado por el río, oculto por sauces y álamos que formaban una cortina de verdor y lo aislaban de miradas extrañas.
De nuevo, con mi capa Enol formó una almohada, y con hojas secas un lecho, le cubrió con su manto, revisó la herida y sonrió.