Los gritos eran reales y me devolvieron la conciencia. Marforia me buscaba, pero yo tenía tanto sueño después de la noche en vela que fingí no oírla. No transcurrió mucho tiempo sin que su cabeza asomase por el hueco de la escalerilla. La mujer andaba preocupada por mí.
—¿Dónde has estado? ¿Qué ha ocurrido?
—El padre de Lesso se hirió con un hierro, y la herida estaba infectada, le curé las heridas, y le estuve velando toda la noche —le contesté muy adormilada—. ¡Ay!, Marforia, tengo sueño, estoy cansada, déjame dormir.
Marforia me acarició la mejilla, y me arropó. Quizás en el castro se había enterado de la mejoría del herrero y estaba contenta por ello. Siempre me sorprendía aquella mujer. Me quedé de nuevo dormida y transcurrieron las horas. Los rayos rojizos del atardecer penetraron entre las pajas del techo de la cabaña y me despertaron. Sentía hambre. Junto al hogar quedaban los restos de un potaje de bellotas que, tras bajar saltando desde el ático, comí con mucho apetito.
Tras la cerca Marforia ordeñaba las ovejas. Me acerqué a ella, su rostro de nuevo era duro y muy serio. Para contentarla tomé la rueca y comencé a devanar lana sentada en un poyete a la puerta de la casa. Así, aplicada en aquella labor, me encontró Lesso, que venía corriendo desde el poblado.
—Mi padre está mejor. Ya no delira y nos ha hablado. Lo has hecho muy bien, hija de druida.
Le sonreí, entré en la cabaña y preparé unas hierbas. Después salí y le di una buena cantidad de ellas, explicándole cómo debía dárselas.
Lesso se fue corriendo tal y como había venido, la luz del sol era ya casi un hilo en el cielo, una luna grande y nueva brillaba junto al horizonte. El sol descendió por completo. Hoy tampoco vendría Enol. De pronto pensé en el herido del bosque, no había ido hoy a verle, suspiré. Deseaba hacerlo, pero era ya muy tarde. Acudiría allí al día siguiente, al amanecer.
A lo lejos se oye el aullido de un lobo. Los suevos se miran intranquilos entre sí, no dicen nada. No les gusta aquel ruido que interpretan como un mal presagio. Los aullidos se oyen más cercanos. El jefe detiene la comitiva, y con un destacamento se adentra en el bosque.
Las luces de la tarde descienden en la floresta, y el color del bosque se tiñe de tonos violáceos. Ha dejado de oírse la voz del lobo. Una sombra se introduce en la comitiva y se echa a mis pies. Los hombres se distancian y apuntan con las lanzas hacia el enorme animal, que como un manso cachorro lame mis manos. Le acaricio la pelambre. Es
Lone
, el lobo amansado que vivía con Enol y conmigo en el poblado.
Mi alegría dura poco, los hombres se abalanzan sobre el lobo, le hieren y éste huye. En los días siguientes rastreará los pasos de la comitiva, y oiremos sus aullidos a lo lejos.
Recordé que el día después de haber curado al padre de Lesso me desperté muy de mañana, procurando no hacer ruido para no despertar a Marforia, que aún dormía, y salí de la casa del acebo. En el camino hacia el bosque encontré a
Lone
. Siempre me alegraba ver al lobo. Nadie se atrevería a seguirme estando él porque enseguida gruñía, amenazador, ante la presencia de extraños. Cubrí con un manto oscuro mi vestido de tonos claros y el lobo se situó junto a mí, guardando mi paso.
Emprendimos el camino. Bajo el brazo llevaba provisiones para el herido ocultas en el cántaro de agua. Al doblar un recodo del sendero vi a Fusco, cerca del vallado de piedra junto al camino. A
Lone
se le erizó el pelo y comenzó a gruñir. Fusco se asustó mucho, conocía bien lo peligroso que podía llegar a ser
Lone
.
—Sujétalo.
—Aléjate, Fusco, que hoy tengo mucho que hacer y no estoy para bromas.
Fusco se subió al muro que rodeaba el camino, mientras
Lone
seguía gruñendo.
—¿Adónde vas tan de mañana?
—No te importa.
—Pues ya puedes volver pronto. ¿Conoces las nuevas?
Le miré interrogante.
—Ayer llegaron hombres de Lubbo al poblado y hablaron con Dingor.
—¿Y…?
—No lo sé bien —explicó Fusco—, creo que buscan a un fugitivo. Han convocado a todos los del poblado a mediodía en la fortaleza. No puede faltar nadie. Enol debería ir.
—No sé dónde está —dije preocupada.
—Entonces debes ir tú. Podríais tener problemas con Dingor.
El lobo gruñó torvamente, notaba que algo desconocido me amenazaba. Cogí a
Lone
por el cuello, acariciándole para que se tranquilizase y me alejé de Fusco, que, asustado en lo alto de la tapia, me siguió con la mirada.
Procuré dar un rodeo amplio y no fui por el camino acostumbrado. No sabía si me estaban acechando. Dejé a
Lone
detrás de mí. De alguna manera, el lobo entendía que no podía dejar que nos siguiesen. Caminé deprisa y me introduje por el estrecho sendero que conducía al arroyo del bosque. A veces debía detenerme porque me golpeaban ramas de espino, zarzas y tojos. El bosque, a pesar del verano, era espeso y umbrío por aquella zona. Mi ánimo se oscureció: lo que Fusco me había comunicado era un gran problema; la presencia de los hombres de Lubbo en el valle de Arán era lo peor que podía ocurrir.
Temía por el herido, desde la marcha de Enol yo me encontraba sola y me sentía responsable de él. Enol se había ido hacía ya tres noches. El herido debía marcharse: si los hombres de Lubbo le descubrían, si sabían que alguien en el poblado le había ayudado… destruirían el castro; pero sus heridas no habían curado aún del todo. Necesitaba ayuda y yo no sabía a quién pedírsela.
A pesar de la frondosidad del bosque, yo era capaz de moverme rápidamente en él, sin apenas hacer ruido; conocía cada rama, cada arbusto y lograba moverme hacia donde la marcha se volvía más fácil. Jadeante llegué al riachuelo que rodeaba la cueva. Cuando estuve segura de que nadie me había seguido, abandoné toda precaución, y crucé el río chapoteando contra el agua.
Él me oyó.
Le encontré fuera de su refugio, incorporado y apoyado en la pared rocosa, en la salida de la cueva. Al verme, se irguió, sujetándose a una roca y se acercó a mí, caminando con mucha dificultad; la pierna seguía rígida debido a la férula que Enol le había puesto, y se apoyaba en su espada. Era un hombre muy alto. Años más tarde, la diferencia entre él y yo misma se iría acortando, pero en aquel momento me sentí pequeña a su lado. El herido era más fuerte que cualquiera de los hombres del poblado y en su porte dejaba ver una cierta nobleza. Aprecié que estaba deseoso de verme. Me habló con brusquedad.
—Ayer no viniste.
Le interrumpí, disculpándome. De nuevo —y no sabía por qué— me sentí avergonzada en su presencia. Algo en él la causaba.
—Estuve atendiendo a un hombre enfermo en el poblado, el herrero. Tenías comida más que suficiente, y yo no puedo estar siempre aquí. Enol no quiere que esté y en el poblado me echarían de menos.
El joven me miró escrutándome. Ante aquella mirada interrogadora muy oscura e intensa, sentí que mis mejillas se tornaban de color grana; sin embargo, proseguí.
—Te buscan. Me han dicho que han llegado al poblado hombres de Lubbo que buscan a un fugitivo. Si saben en el castro que te hemos ayudado, Enol y yo tendremos problemas.
Di un paso hacia atrás, su mirada se volvía iracunda al mencionar a Lubbo y al llamarle fugitivo. Asustada, retrocedí aún más. Torpemente, cojeando, él me siguió y apoyándose en su espada consiguió sujetarse en mi hombro, advertí la palidez en su semblante.
—No estás bien —dije.
—Estoy indudablemente mejor que hace unas semanas cuando me encontrasteis y no quiero causaros problemas a ti y a tu gente. Pero aún no puedo andar bien, necesitaría un caballo y que avises a Tassio. Él es de Arán. Es hijo del metalúrgico de Arán.
—¿Cómo conoces a Tassio?
—Es de los míos y me debe un favor.
—Tassio no está en el poblado, desapareció hace muchas lunas. Sospechábamos que andaba con los rebeldes.
De una faltriquera en su ropaje, el herido sacó una tésera.
—Necesito que le hagas llegar esto. —Y me entregó la pieza de piedra, rajada, complementaria quizá de otra partida por el mismo lugar—. Dile que el que te da esto tiene problemas y necesita un caballo. Es a caballo como podré llegar a los míos.
Miré la tésera, pocas veces había visto una; en aquel lugar no había visitantes. El establecimiento de una relación de hospitalidad suponía una gran deuda moral, posiblemente mi herido habría salvado la vida a Tassio.
—Hace tiempo le salvé —explicó brevemente— y él se obligó mediante un juramento. Necesito un fuerte caballo asturcón.
Mientras él hablaba se oyó un ruido detrás, y de un salto
Lone
se situó amenazador entre el guerrero y yo. El hombre levantó la espada para defenderme; pero yo me acerqué al lobo por detrás y le acaricié el lomo arqueado.
Lone
dejó de amenazar al herido y se dejó acariciar por mí, después se acurrucó a mis pies.
—Es
Lone
, está domesticado.
El guerrero dejó caer la espada, mientras nos observaba confuso. El lobo, de torvo y avieso, se transformó en un perrillo, lamió mis manos y yo reí.
—Eres extraña —dijo él—, sanas, dominas animales salvajes, creo cada vez más que eres una de las antiguas diosas de los bosques.
Yo reí con fuerza, tímidamente halagada. La luz de la mañana se filtraba entre los árboles. Le miré a los ojos y me avergoncé de mi descaro. Con pretendida seguridad hablé:
—
Lone
se quedará contigo, te advertirá si algún extraño se acerca. No te dé reparos, acaríciale y él conocerá que eres mi amigo y que debe protegerte.
Él dobló la rodilla sana, y se inclinó con dificultad, tocó a
Lone
, que en un principio arqueó el lomo con desconfianza pero después se dejó querer. Así estábamos los dos, inclinados sobre
Lone
acariciando su pelaje, cuando nuestras manos se rozaron y sentí un calambre interior.
A pesar de mi timidez y de que conociese muy pocas cosas acerca de su persona, junto a él yo me sentía segura. Al rato, él cambió las tornas y comenzó a preguntar algo que debía de haber meditado en el largo tiempo que había pasado a solas en la cueva del bosque.
—Ahora contesta tú, y lo que te pregunto es muy importante —me dijo—. Entre los albiones, cabarcos y límicos no hay druidas, sólo los bretones del norte, los hombres de las islas, los antepasados de nuestros padres tuvieron druidas. Hace muchas estaciones que los druidas desaparecieron de entre nosotros. Sólo quedan algunos en las islas del norte. Lubbo conoce las artes druídicas, y tu padre, real o adoptivo, también. Lubbo tenía un hermano llamado Alvio… Hay algo extraño en tu Enol, ese hombre que te acompaña y que aparece y desaparece sin dar explicaciones de sus idas y venidas.
Le miré con pena, yo —en esa época— quería mucho a Enol, y no podía dudar de su persona. Le contesté:
—Sí. —Y en mi mente cruzaron tantas escenas de mi vida con el druida—. Sé que hay algo oculto en él. Es algo que le hace sufrir. Alguna noche le he oído gritar entre sueños por las pesadillas. A menudo siento que quiere protegerme continuamente, como si tuviese una deuda conmigo.
Ante el herido me podía expresar con confianza, él actuaba como un catalizador de mis preocupaciones. A nadie antes había podido confiar mis miedos. Claro está que yo sabía que en Enol había algo encubierto. Durante todos los años de mi vida yo percibía un sufrimiento oculto, sordo, continuo, en las acciones y palabras de Enol.
El joven guerrero había comprendido lo que ocurría en mi mente. Proseguí:
—No hay nada deshonroso en Enol —las palabras me salían con vehemencia, casi a gritos—, él es bueno, cuida de los demás y te ha salvado. No debes juzgarle mal.
—Me atengo a lo que es evidente.
De nuevo, se quedó pensativo. Yo callé.
Lone
se acercó al río a beber, y se alejó de nosotros. Noté la luz del sol acariciando mi pelo. Él alargó su mano y lo rozó.
—Tú… ¿quién eres? Tu raza no es de aquí, pareces germana, podrías ser una mujer de los cuados, o tal vez de raza goda.
—No lo sé, sólo sé que vinimos de lejos. Enol y yo, cuando aún era una niña. No tengo nombre, Enol me llama niña, y en la aldea soy la hija del druida, o la hija de Enol. Él tampoco se llama así. Aquí le pusieron ese nombre porque pensaron que era el antiguo Enol de la leyenda. ¿Recuerdas? El viejo hechicero que ayudó a los montañeses y después se convirtió en lago. Sé que no soy de aquí, que soy extranjera, y que las mujeres del poblado me desprecian. Pero desde niña he vivido entre los albiones y son mi pueblo.
—Pero no son tu raza. Eres demasiado rubia, demasiado rosada para ser de aquí.
—Vinimos años atrás desde algún lugar en el norte. De las Galias. Creo que Enol servía a mi madre, pero él nunca ha querido contar la historia.
Me avergoncé. Enol me había prohibido contar aquello, y yo revelaba el secreto a un desconocido. Me incorporé huyendo del herido. Él no pudo seguirme.
—Debo irme. Te dejo la comida y a
Lone
. Él se quedará contigo, te protegerá avisándote si llega algún extraño. Escóndete en el fondo de la cueva, y él gruñirá. Nadie se atreverá a entrar dentro.
Retrocedí en el bosque, y mientras me alejaba oí:
—Busca a Tassio.
Aferré con fuerza la tésera y corrí introduciéndome en la espesura. Caminando deprisa por el sendero entre los árboles, noté mi corazón latiendo descompasadamente. Veía sus ojos oscuros, interrogadores diciéndome: «¿Quién eres?» Y me preguntaba a mí misma: «¿Quién soy?» Y sobre todo: «¿Quién es Enol?» Y dudaba de todo.
Los árboles se abrían en el camino, gradualmente en la senda entraba más luz, pero mis pensamientos eran oscuros. En los últimos meses, Enol había estado muy extraño, no me hablaba como antes, ni me enseñaba con sus pergaminos. Viajaba al sur la mayoría del tiempo. ¿Adónde se dirigía Enol cuando me dejaba con Marforia? A todas mis dudas sobre mi persona, en los últimos tiempos se sumaban las dudas sobre el herido. Algo en él me era familiar. Quizá tiempo atrás le había visto en uno de mis sueños. O quizás algo en él me recordaba mi infancia, el tiempo perdido de toda noción. Desde que él estaba en la cueva del bosque me sentía feliz, aunque un tanto asustada. En el fondo, casi prefería que Enol no estuviese cerca. No hubiera podido estar tanto tiempo con él.