Los hombres penetraron en el interior de una cueva. Al principio Lesso no sabía qué tipo de lugar era aquél: una enorme cueva labrada bajo el mar, en el suelo una arena blanca finísima lo tapizaba todo, y frente a ellos se erigía un altar de piedra. En las paredes vieron tumbas de tiempos antiguos decoradas con distintos signos grabados: un pez, ánforas, un cordero, y a menudo el signo de la cruz.
—Esto es un lugar de reunión cristiano —susurró Lesso a Fusco con un cierto temor. Fusco calló y miró alrededor de él con admiración. Como todos los túneles subterráneos que cruzaban la región de los albiones, aquel lugar era un pasadizo horadado por el mar. La cueva, irregular, mostraba distintas alturas. Sobre el altar de piedra el techo era más alto que en ninguna otra parte.
Lesso miró a Tilego con la esperanza de saber si todo iba bien, Tilego estaba tranquilo pero vigilaba estrechamente a los prisioneros, después se dirigió a Abato y comenzó a hablar con él en voz baja. Lesso alcanzó a oír parte de la conversación.
—En estos días se decidirá la suerte de Albión.
—Ablón y Éburro habrán ido a convocar a la gente. Habéis llegado en buen momento. Lubbo no esta y su poder decrece en la ciudad. En la última primavera, tras el sacrificio de una muchacha de la casa de las mujeres, muchos más se unieron a nosotros.
—Lo sabemos, se llamaba Lera y procedía de Ongar. Aster tiene sus informadores.
—¿Dónde está él?
—Camino hacia aquí, en la costa este. Llegara cuando la luna alcance su plenitud.
—Es decir, mañana por la noche. No tenemos mucho tiempo. ¿Con cuántos hombres cuenta?
—Está el ejército de Ongar, que son unos quinientos hombres bien entrenados y fieles, también se han unido a él los clavos de Montefurado. Uno de ellos es Goderico —Tilego señaló al godo—, son hombres debilitados por las minas pero dispuestos a morir. Serán unos doscientos. En los últimos tiempos, pésicos, límicos, vacceos han jurado fidelidad y se han unido a las huestes de Aster, serán en torno a unos trescientos hombres.
—¿Y Aster?
—Es el mejor capitán que han tenido nunca los montañeses. Sigue lleno de odio y de afán de venganza.
—Sí —dijo Abato—, es difícil olvidar, el odio no es buen consejero y le puede conducir a grandes errores; lo ocurrido le marcó en el pasado y le daña en el presente.
—¿Y vosotros?
—En Albión, a pesar de Lubbo y sus hechicerías aún quedan hombres fieles. Las orgías en la playa y los sacrificios cruentos han seducido a muchos pero aún quedan hombres leales. La familia de Éburro, la de Ambato, la de Arausa, la de Turao y la de Blecan.
Al oír aquel nombre, Tilego interrumpió a Abato.
—¿Blecan y Lierka?
La expresión de Tilego se volvió dubitativa al nombrar a Blecan pero Abato no quiso discutir y le cortó.
—Han visto dañados muchos de sus privilegios y no gustan de los sacrificios humanos.
—No me fiaría yo de Blecan.
Abato cambió de tema y prosiguió enumerando a los aliados en la ciudad.
—Hay muchos más, y a ellos se suman los cristianos.
—No son hombres de lucha.
—Ahora sí, se han dado cuenta de que no oponerse al mal es consentirlo. Se arrepienten de no haber apoyado a Nicer en su momento pero les duele que Aster no tenga las creencias de su padre. Los cristianos odian a Lubbo, quieren que se acabe la nigromancia y las prácticas inicuas en Albión.
—Bien. Mañana, Aster desembarcará. Llegará por la zona oeste que da al mar; por eso hay que limpiar de guardia esa zona de la muralla, ayudarles a ascender y abrir el portillo del nordeste.
—Tenemos a nuestro favor que los hombres de Lubbo pensarán que el ataque viene del sudeste, del acantilado.
—No lo sabemos —dijo Abato—, puede ser que refuercen toda la muralla.
—Cuando Aster entre en Albión, su propósito será abrir la gran puerta que da al río y bajar el puente levadizo para que por allí penetre la caballería que está comandada por Mehiar.
—¿Cuántos son los hombres de Lubbo?
—No es fácil calcularlo, pero aunque se ha llevado algunos, la mayoría sigue en Albión al mando de Ogila, y todo está reforzado por los soldados que abandonaron las minas de Montefurado. En la fortaleza de Lubbo puede haber unos doscientos, después repartidos en la barriada norte casi mil más. Están mandados por un Ogila que se ha vuelto loco y por Miro, que es un hombre sanguinario. Es importante la sorpresa, que no sepan lo que ocurre. Es posible que muchos hombres que ahora están vacilantes se decidan por Aster.
Mientras Tilego y Abato hablaban, la cueva se fue llenando de gente. Los hombres que entraban se fueron saludando unos a otros. Los de las montañas con los del castro en el mar. Aster había dispuesto que la veintena de hombres que entrasen en Albión con Tilego fueran antiguos habitantes de la ciudad que habían huido por miedo a Lubbo o para evitar una muerte cierta. En la cueva ahora se oían abrazos y saludos.
—¡Pentilo, viejo amigo! Pensé que nunca volvería a verte.
—¡Arausa! Veinte años en Albión no te han cambiado apenas. Veo que vienes con toda tu familia.
—Mis ocho hijos son pocos para luchar otra vez por la vuelta del príncipe de Albión.
Tilego se dirigió a ellos:
—¡Albiones! Estamos aquí los que buscamos que cese la tiranía del terror. Los que queremos que los pájaros de la muerte de Lubbo no coman más la carne de nuestros hijos, los que no consentimos que Lubbo beba su sangre. Los que anhelamos la vida digna que tuvimos en tiempos de Nicer. ¡Albiones! Los aquí presentes sois de las familias más antiguas y más distinguidas. Hay que luchar contra el caos. Yo os convoco en nombre de Nicer y Aster a recuperar vuestra dignidad.
Se corrió un murmullo de asentimiento, interrumpido por una voz dura, crítica y áspera. Un hombre alto y con mal semblante se adelantó.
—Queremos nuestras costumbres de antaño. Pero no queremos a los cristianos y éste es un lugar de reunión cristiana.
Lesso notó que Abato se contenía, callando un momento, advirtió que en la respuesta había una cierta ira reprimida, ajena al carácter afable de Abato. Sin embargo, Abato logró serenarse y habló con respeto.
—Sí, Blecan, lo sé, muchos de vosotros os oponéis a los cristianos porque pensáis que vienen a confundir al pueblo y porque creéis que sólo se puede adorar al Único cuando ellos adoran a Cristo; pero ellos odian los sacrificios tanto o más que vosotros. Y Nicer fue cristiano.
El llamado Blecan contestó duramente a las suaves y conciliadoras palabras de Abato.
—Ésa fue su perdición. Ahora dices que vuelve su hijo. Sabemos que es un buen luchador. Que ha sido el guerrero capaz de acometer la hazaña de la liberación de Montefurado. Pero… ¿nos devolverá a las antiguas costumbres o nos conducirá a esa religión de siervos que no miran a la luna en plenilunio? Esa religión que no adora al Único Posible sino a un Hombre que han convertido en Dios. Esa secta a la que tú, no lo niegues, perteneces.
A estas palabras respondió Abato.
—Nosotros los cristianos adoramos, como en la antigua religión de nuestros padres, al Único Posible. Vosotros lo confundís con la naturaleza y lo transformáis en multitud de dioses que son de barro, y al final, a esos dioses de barro les sacrificáis animales e incluso hombres, como ha llegado a hacer Lubbo. Nosotros creemos que el Único Posible se muestra en la naturaleza pero no es la naturaleza. Y sí, creemos que se hizo hombre.
Blecan pareció no escuchar las palabras suaves pero enérgicas de Abato defendiendo sus creencias. No le dejó terminar.
—Obedeceremos a Aster mientras siga las antiguas costumbres, debe convocar al Senado de principales, también debe unirse a la casa de Ilbete como corresponde.
—Mira, Blecan, odiamos a Lubbo, queremos liberarnos del terror y Aster es la única esperanza. Si llega a ser príncipe de Albión, obedecerá las antiguas costumbres. Pero, aunque no fuese así, di la verdad: ¿qué prefieres, los horrores de Lubbo o el gobierno justo de Nicer?
—Lejos de mí apartarme de la casa de Nicer, o apoyar el gobierno tiránico de Lubbo.
Los hombres asintieron a las palabras de Blecan. Lesso pensó que, igual que en su aldea de Arán, aquel lugar no era un pueblo unido; cada uno buscaba los propios intereses. Los de las antiguas familias estaban anclados en el pasado y sólo apoyarían a la familia de Nicer si se les restituían sus privilegios perdidos en tiempos de Lubbo.
Finalmente, Tilego y Blecan comenzaron a trazar el plan de la batalla, olvidando sus rencillas. Repartieron entre los albiones las armas que habían bajado por el acantilado. Tiempo atrás, Lubbo había retirado todo lo que pudiera suponer una merma a su poder y había requisado las armas de la ciudad.
La noche había transcurrido larga y agitada, Ablón y Éburro habían traído algunos alimentos y los repartieron: pan de bellotas, queso de oveja y una bebida fermentada. Cuando finalizaron la escasa cena, Abato habló:
—Debemos irnos, muy posiblemente habrá un registro en la ciudad buscando a los soldados de la guardia, cualquiera que falte de su casa será sospechoso. Hay que dar sensación de normalidad.
Por distintos túneles se fueron retirando; los hombres de Tilego, Goderico y los muchachos se acostaron sobre la blanca arena de la cueva. Lesso durmió soñando en sus batallas, Fusco tuvo un sueño muy inquieto: en él, un ser extraño, mitad hombre, mitad pez, le quitaba la espada que había encontrado en los túneles del mar.
Uma y Vereca atravesaron los túneles, logrando salvar la vigilancia de los guardias. Aparecieron en la casa de las mujeres muy agitadas contándome las nuevas. Verecunda no cabía en sí de gozo al haber visto a su esposo Goderico.
—He oído a Tilego que Aster entrará esta noche.
Al oír su nombre, el corazón me latió más deprisa. ¡Cuánto tiempo transcurrido desde que curé sus heridas en el bosque! Quizá ya no se acordase de mí, quizá me había ya olvidado. Pensé también en Enol, ¿habría muerto? Presentía que no era así, que mi historia y su historia seguían paralelas e inconclusas; que en algún lugar nos volveríamos a encontrar. Después me fijé en el rostro de Vereca, siempre rojizo, que ahora mostraba un color grana, y sus ojos eran brillantes.
—He visto a Goderico —dijo—, está vivo. Ha sobrevivido a Montefurado.
Me alegré por ella, y la abracé cogiéndole los hombros y besando sus mejillas.
—¿Dónde está ahora?
—Está con los hombres que planean atacar Albión; Uma llamó a los cristianos, ya sabes, a Abato, Éburro y Ablón. Preparan el ataque para la próxima noche.
Siguieron contándome noticias y las horas transcurrieron casi sin sentir. En la ciudad se oía el toque de queda de la guardia y soldados corriendo por las calles y revisando las casas. Después el sueño nos venció y descansamos unas horas.
Cuando la casa de las mujeres se hubo levantado, oímos una campana sonando en el patio del impluvio. Ulge nos convocó a todas. Nos reunieron en torno al lugar donde solíamos lavar la ropa. Ulge habló.
—Ocurren sucesos muy graves en la ciudad —dijo.
En su expresión brillaba, más que la preocupación, la esperanza. Yo pensé en Lera; después de su muerte Ulge se mostró hundida, se sabía culpable por su colaboración con Lubbo. Ulge, de alguna manera, quería a las mujeres del gineceo; nos consideraba como algo propio. La bondad de Lera le había hecho apreciarla, había sentido en su muerte la crueldad y la injusticia. Ulge siguió hablando:
—Los rebeldes intentan atacarnos. No saldréis al mar, las que tienen trabajo en palacio iréis allí; pero el resto hilaréis la lana y permaneceréis en la casa de las mujeres. Temo que si empieza la lucha pueda haber problemas por las calles. No quiero que salgáis de aquí.
Durante la mañana, nos sentamos a hilar en unos asientos bajos de enea en el patio central. Uma, Vereca y yo temblábamos por dentro. Sobre todo Vereca, estaba tensa, se concentraba mal en su trabajo de hiladora y miraba el hilo como si le fuera la vida en ello, pero las hebras se le escapaban y sus mejillas estaban sonrosadas; unas veces sonreía y otras las lágrimas asomaban a sus ojos.
Pronto vinieron unos hombres a buscar a Romila para que viese a un enfermo; Ulge dispuso que acudiese sola, no me dejaron salir.
Romila se demoró mucho en aquel recado. Antes de mediodía, otro hombre vino a buscar ayuda, según él su esposa estaba a punto de dar a luz y necesitaba la curandera. Dado que Romila no se encontraba allí, sólo yo podía atender a la parturienta, Ulge se fiaba de mí y permitió que saliese pero, temerosa de los disturbios de la ciudad, no dejó que fuese sola con el hombre. Uno de la guardia del gineceo me escoltó. Recorrimos el castro hacia la zona norte y entramos en una pequeña casa de adobe donde sólo había un camastro en el que se recostaba alguien. En las calles se percibía una tensión llena de inquietud, se esperaba un ataque que no se sabía desde dónde iba a llegar. Los soldados de Lubbo patrullaban la ciudad en pequeños grupos de tres o cuatro hombres. Al llegar a casa de la parturienta, el marido no permitió que el guardia entrase.
Entré en la casucha, oscura y pobre, y al acercarme al lecho de la enferma ésta retiró la manta que la cubría. Me encontré con el pelo desordenado y revuelto de mi viejo amigo Fusco.
—Fusco, ¿qué…?
—A punto de dar a luz —rió él—, necesitamos tu ayuda.
—Dime qué se necesita.
—Sabemos que en la casa de las mujeres se guardan las escalas. Nos han dicho que en un cubículo contiguo al palacio. ¿Sabes cuál es?
—Creo que sí. Hay un almacén pequeño donde no vive ninguna mujer.
—Queremos que trasladéis esas escalas al almacén norte por donde entramos nosotros la pasada noche.
—¿Y cómo voy a hacer eso?
—Ponte de acuerdo con Ulge. Nos han informado de que aunque no lo parece, ahora está en contra de Lubbo.
—Sí. Eso es así.
Oí al guardia enfadado fuera.
—Vete ya. Como éste sospeche algo estamos perdidos.
Regresé a la casa de las mujeres acompañada por el guardia, un tipo seco que no habló por el camino. Las calles estaban casi vacías. La gente se había metido en sus casas pues era la hora de la comida y después, muchos descansaban. El día era lluvioso y el ambiente opresivo, la niebla que cubría con frecuencia la ciudad había descendido de nuevo. El pelo se me rizaba por la humedad, y estaba acalorada por la forma tan rápida de caminar del guardia. Me fijé que en las callejas corrían riachuelos de agua.