La reina sin nombre (26 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: La reina sin nombre
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—No deben vernos en el castro —dijo Tassio—, nos preguntarán para qué hemos venido. Y por lo que parece hay algo que no debes revelar.

Descendimos hacia la fuente tras los árboles; me di cuenta de que una persona se movía cerca de la casa de Enol. No pude evitar mirar hacia atrás. Era mi vieja ama Marforia. Ella me vio también y al verme salió corriendo hacia nosotros.

—¡Niña! Niña, estás viva. Te creí muerta o cautiva en Albión. ¡A ver! Has crecido, tienes tus formas llenas, eres una mujer. Toda una mujer. Con los rasgos de tu padre. Y la dulzura de tu madre.

Me dejé abrazar por Marforia, nunca pensé que el corazón de aquella vieja gruñona fuera capaz de tanta ternura. Me sorprendieron aquellas palabras sobre mis padres, una cuestión nunca antes mencionada y que desde niña se me había ocultado.

—¿Dónde has estado tan largo tiempo?

—En Albión. Sierva de Lubbo en Albión —murmuré.

—Pero… Albión ha caído, los rebeldes de Aster se hicieron con la ciudadela, y echaron a Lubbo, esa víbora apestosa que dominaba la ciudad.

—Escucha, Marforia, no tenemos mucho tiempo; una fecha de Lubbo hirió a Aster, sólo la copa de los druidas le curará.

—¡Oh! ¡Por el monte Cándamo y el dios Lug! ¿Cómo va una pobre vieja a saber dónde está la copa de los druidas?

Observé en silencio a Marforia, muy seria. Ella comprendió.

—Tú… ¡lo sabes! —afirmó sorprendida—, ¿cómo puedes saberlo?

—Enol me la dio para que la guardase.

—Esa copa es peligrosa. No se debe usar.

—Enol la usó y salvó a Aster.

—Pero Enol tenía muchos más conocimientos que tú.

—¡No quiero que Aster muera!

Ante mi respuesta impulsiva, Marforia cambió su expresión; entendió que para mí era trascendental la vida de Aster, en aquel momento más importante que cualquier otra cosa.

—Marforia, necesito que encuentres las hierbas, raíces y hongos que utilizaba Enol. Sé que tú conoces las plantas y estoy segura de que tienes alguna de ellas.

Marforia me miró en silencio. Escuchó atentamente mientras yo enumeraba las plantas que había visto usar a Enol aquel día en el bosque cuando encontramos un herido junto al río. Entonces se fue.

—Tassio, debes quedarte aquí y montar guardia. Desde aquí se divisa bien si alguien se aproxima al arroyo. Haz sonar tu cuerno de caza si algo ocurriese.

Nos separamos. Como aquella noche, cuando a la luz de la luna esperaba la vuelta de Enol que nunca regresó, volví a descender por la colina. Y en aquel momento tuve la sensación extraña de que él, Enol, estaba vivo y no se encontraba lejos.

Descendí por la pendiente que conducía al arroyo. Lucía un sol radiante tras la lluvia, el sol todopoderoso, guardián del tiempo, me alumbraba.

Orienté mis pasos hacia la cañada del arroyo, caminado cada vez más deprisa hacia donde el agua viva formaba un remanso. A lo lejos, ladró un perro. Me dirigí más deprisa hacia el manantial.

Agachada en el suelo, tras el arbusto, contuve el aliento y me moví hacia la roca plana tras la cascada, allí encontraría la copa. Hice palanca con el saliente en la roca. La losa inferior cedió y abrí la cavidad. Suspiré ante el esfuerzo. Al abrirse la losa, algo brilló en el interior de la oquedad, no era sólo la copa, aquel lugar escondía algo más; pero yo sólo quería el cáliz sagrado con el que salvaría a Aster.

La envolví en un paño de lana sin apenas mirarla y la introduje en mi faltriquera. Después empujé bien la roca hasta lograr que encajase de forma hermética. Miré alrededor, nadie me había visto y allá arriba, en la colina, montaban guardia Tassio y Marforia.

Subí lentamente. Le hice una señal a Tassio indicándole que tenía la copa. Él no me vio pero en ese momento hizo sonar el cuerno de caza, alguien se acercaba, guardé la copa con miedo entre mis ropas.

Al subir la cuesta, vi que por el camino se acercaba un labriego; un hombre extraño, no parecía del lugar, quizás alguien que se dirigía hacia otro castro. Era muy alto con barba, y aspecto similar a un oso. Aceleré la marcha, al pasar a mi lado me miró con sorna como si me conociese. Sentí miedo y corrí hacia arriba en la colina. Pronto estuve al lado de Tassio.

—¿Quién es?

—No lo sé —dijo él con cierta preocupación—, te miraba de un modo extraño.

Entramos en la antigua morada de Enol. El techo se hallaba agrietado y parte de las paredes de la casa derruidas. No era el lugar cálido que yo recordaba.

Marforia había dispuesto las hierbas sobre una piedra junto al hogar. Las fui examinando una a una: lavanda, tomillo, hinojo, mandrágora, cola de caballo, diente de león, salvia aromática, lúpulo, adormidera y hojas de ortiga blanca. Después intenté recordar todo lo que Enol me había enseñado de las plantas. «Todo en pequeña cantidad, pero en la proporción adecuada, invoca siempre a la divinidad, cuécelo con calma y paciencia.» Saqué la copa de mi faltriquera y centelleó de un modo especial por la lumbre; el ámbar y el coral relumbraron con una coloración rojo amarilla junto al fuego. Después introduje en ella agua de lluvia del aljibe y le añadí una mínima cantidad de todas aquellas sustancias. Por las asas de la copa, pasé un palo grueso y con él sostuve la copa alta sobre el fuego. La poción hirvió y llenó de un olor aromático toda la casa. En aquel momento, añadí jalea real y propóleos que Marforia había obtenido de un panal cercano. El aroma de todo aquello era suave y, al mismo tiempo, penetrante, poco a poco se fue difundiendo por toda la estancia. Noté a Marforia y a Tassio sonrientes y relajados. Entonces tomé una cuchara de madera y le hice tomar aquello a Tassio.

—No se necesita mucho de este brebaje para alejar los venenos de Lubbo, toma un poco, Tassio.

Tassio bebió con ganas, noté cómo el brebaje le corría por la garganta, haciéndole efecto.

—¿Notas algo? —le dije.

—No noto nada, pero me siento más tranquilo y fuerte.

—No volverás a tener fiebre.

Junto al hogar había un pellejo que en algún tiempo había contenido hidromiel, allí introduje el sobrante del antídoto. Se lo di a Tassio.

—Llevarás esto encima, Tassio. Si desfalleces en el viaje lo tomarás a pequeños sorbos. Hay bastante cantidad. Esta bebida curará cualquier veneno de Lubbo o cualquier tóxico que provenga del maligno.

Él cogió la bota de cuero y la colgó con una cuerda sobre su pecho. Me di cuenta de que su cara tenía mejor color.

—Ahora debemos volver. Tenemos que llegar antes del plenilunio o Aster morirá.

Me abrigué y salí fuera de la cabaña, Marforia me siguió, abajo volví a ver el valle con las huellas del ataque de los hombres de Lubbo, pero el paso del tiempo había curado muchas heridas en la aldea. Hacía frío, mucho frío. Noté a Marforia junto a mí.

—Ven conmigo a Albión. Allí soy sanadora. Soy casi libre y tengo un lugar donde morar.

—No. Ya soy muy vieja, sé que Arán es el lugar donde debo morir. Vivo en el castro con la gente que queda en Arán, aquí estoy bien; pocas veces vengo a esta casa en la colina ahora destrozada y deshecha. Cuando vengo es para acordarme de los viejos tiempos en los que tú eras una niña y Enol curaba a tanta gente.

Marforia se detuvo. Se sentía melancólica y no quería estar allí. El pasado se alejaba de nosotras, debíamos despedirnos. Comprendí de una manera clara que, una vez desaparecido Enol, Marforia constituía la única ligazón con un tiempo ya acabado, pero no podía irme de allí sin preguntar por algo que llenaba mi corazón.

—Marforia, tú sabes quiénes fueron mis padres, quiénes son mis antepasados.

Me interrumpió.

—Algún día Enol volverá, él te lo contará todo. Yo no debo hablar.

Al ver la decepción pintada en mi cara, ella dijo:

—En tu pasado hay cosas oscuras que Enol te debe explicar, yo no soy quién para hablar de ello.

—¿Y… si Enol no vuelve?

—Serás la sanadora del pueblo de Albión, tu vida transcurrirá feliz, y todo el lejano pasado se borrará de tu memoria.

Yo insistí:

—Necesito saber si hay algo malo o deshonroso en mi pasado, algo de lo que debiera avergonzarme.

—Te lo he dicho muchas veces: no hay nada deshonroso, hija mía, y tu linaje es muy alto. No te puedo decir nada más.

Ante estas oscuras palabras no supe qué responder y sentí la humedad en mis ojos. Tassio me llamaba. El caballo estaba ya ensillado, debíamos irnos. Le indiqué que él debía ser el que montase a caballo; sin embargo, me dijo que se encontraba mejor. Efectivamente su cara irradiaba energía. Sonreí viéndole contento.

Antes de irnos le dije a Marforia:

—Nadie debe saber que yo estuve aquí y que me dirigí a la fuente. Estoy incumpliendo, bien lo sabes, el juramento que le hice a Enol. Por otro lado, si Lubbo llega a conocer algo de este lugar o de la copa podrían ocurrir grandes desgracias. ¡Júrame que olvidarás que he estado aquí!

Ella me tomó la mano, acercándosela a la mejilla, supe que nunca diría a nadie que habíamos estado allí y que habíamos usado la copa. Después nos fuimos, en la lejanía me despedí de Marforia con la mano.

Parecíamos un joven matrimonio que se aleja de su hogar: él, a pie, arrastrando el caballo, y yo sentada a mujeriegas, ocultando la copa en mi regazo, cubierta por el manto. Miré hacia atrás mientras nos alejábamos, la vieja Marforia nos despidió con la mano.

El sol de invierno se introdujo rápidamente tras las montañas como queriéndose alejar del frío. El camino era oscuro y la luna creciente a menudo se ocultaba entre nubes, Tassio caminaba muy rápido, estaba contento y silbaba una tonadilla suave. Nunca le había visto así en los últimos tiempos; con la enfermedad, su ánimo siempre había sido melancólico. El camino horadado por las lluvias era irregular y, en la oscuridad, noté que Tassio a veces tropezaba, pero se incorporaba alegremente. No hablábamos; sin embargo, en un momento dado, susurró:

—Hija de druida… ¡Me encuentro bien! Como nunca me he encontrado desde que fui herido. Ahora sé que curaremos a Aster y que la paz volverá a los albiones, tu copa es la copa salvadora.

Yo no le contesté pero en mi ánimo se albergó la duda. Sí. La copa poseía poderes de curación, pero yo sabía que no debía ser utilizada. Enol me lo había dicho muchas veces. Decía que sólo debía usarse para el bien y que usada para el mal podía ser peligrosa. En los años que viví en la casa de la rama de acebo, Enol la guardaba con reverencia. Muchas noches le vi adorándola, de rodillas ante ella; pero no solía utilizarla, sólo para curar… y aun aquello lo hacía con precaución.

El cielo se despejó de nubes, vimos que la luna había avanzado sobre el horizonte y brillaba muy alta. Entre los matojos y arbustos se oían ruidos anormales, silbidos y pasos que no eran de animales conocidos. Sentí miedo.

Poco después, el firmamento se cerró del todo, la oscuridad se hizo casi absoluta, caminamos lentamente y la alegría por el hallazgo de la copa cedió paso a un miedo opresivo, las sombras de los árboles se tornaron más y más amenazadoras. Una intuición, como un presentimiento de que algo no iba bien, se me hizo presente. Oímos el ulular del búho y la lechuza. Tassio tropezó contra las piedras del camino y aquel mal paso resonó en la oscuridad. Todo era pardo, pardo y gris. Ambos conocíamos que aquel camino se dirigía a Albión y que la distancia de marcha no era mayor de un día, pero nuestros pasos parecían sucederse cada vez más torpemente, cada vez más despacio. Nunca llegaríamos hasta Albión, porque sentíamos que el camino se cerraba ante nosotros. Quizá deseábamos tanto regresar a Albión que el propio deseo se convertía en una barrera y nos obstaculizaba el camino. De esta manera, llenos de aprensión y desconfianza, seguimos caminando hasta el amanecer y la claridad se abrió paso entre las nubes grises del invierno. El ambiente se fue transformando a través de la luz tibia y gris, pero seguíamos teniendo miedo y no hablamos. Lloviznó, el agua nos fue calando lentamente hasta los huesos.

Entonces, los oímos.

Como una jauría salvaje, lanzándose por la colina, un grupo de hombres, quizás unos veinte, desgreñados y pintarrajeados, cubiertos por sucios harapos y pieles, en sus manos portaban lanzas, cuchillos y hachas de piedra y avanzaban hacia donde Tassio y yo, paralizados, nos mirábamos indefensos. Los atacantes hacían sonar sus armas contra los escudos de metal, formando un gran estruendo. Tassio gritó algo similar a:

—Los bagaudas… —Pero no pudo seguir.

Nos rodearon. Vi a Tassio defenderse, la última imagen que guardé de él fue verle caer al suelo, golpeado por un hacha de piedra, con la cabeza sangrante, ya sin sentido.

Intenté salir huyendo, lanzando hacia delante el caballo, pero ya había sido cercada y ellos cogieron al bruto por las riendas, que se levantó sobre sus cuartos traseros. Caí al suelo, sobre la tierra embarrada. La faltriquera donde guardaba la copa desde el lomo del animal resbaló hacia atrás, al chocar contra el suelo emitió un sonido metálico. Enseguida, aquellos seres casi inhumanos se abalanzaron hacia la bolsa y sacaron la copa.

—¡No! —grité—. ¡No la toquéis!

Ellos rieron encantados, de sus bocas desdentadas salió un grito que me pareció horrendo. Como animales cuadrúpedos comenzaron a danzar en torno a la copa y gritaban y reían. Yo no podía comprender lo que decían, algún idioma del sur mezclado con la lengua latina. Después, se acercaron al caballo, intentando localizar algo más en la silla. Al no encontrar nada, se enfadaron y con gritos e imprecaciones me amenazaron. Me ataron las manos con cuerdas, hasta que mis muñecas sangraron.

Entre toda aquella jauría humana, reconocí a dos o tres mujeres greñudas, que prácticamente no se distinguían de los hombres. Ellas parecían saber qué hacer, y aunque la cuadrilla no debía de tener un jefe, ellas mandaban y los otros obedecían, aunque peleaban uno contra otro constantemente; pronto comenzaron a pugnar por la copa. La mujer mayor, una hembra huesuda, indicó a uno de ellos con aspecto de oso que se la trajese. Reconocí en aquel hombre al paisano que me había seguido en Arán, cuando bajaba hacia la fuente. El hombre examinó la copa entre admiraciones, entendí que quería quedársela; los otros se negaron, apelaban a alguien más importante. Al fin la mujer mayor se impuso y metió la copa en una alforja de mi montura.

Decidieron emprender la marcha. La hembra greñuda montó en el caballo; detrás, a pie, caminaba el hombre con aspecto de oso, después iba yo, atada, y por último, los demás hombres de la comitiva. Nos desviamos del camino principal, el que conducía a Albión, y nos introdujimos por una senda en el monte. Cesó la llovizna, pero las hojas de los árboles llenas de agua vertían su contenido sobre nosotros. Nos internábamos en los bosques por senderos desconocidos. Yo estaba tan fatigada, después de la noche sin dormir y de todo lo ocurrido, que casi no podía andar, pero ellos me arrastraban hacia delante sin parar. Notaba una opresión en el pecho, por debajo de las costillas, que casi no me dejaba respirar, era una angustia que me atenazaba el pecho. Tassio muerto en el borde del camino y Aster, que también moriría; ¿qué pasaría en Albión si el hijo de Nicer moría? Los montañeses sólo le obedecían a él: las familias de la ciudad comenzarían a guerrear de nuevo entre sí, hasta que fuesen otra vez conquistados por Lubbo o por alguien aún peor.

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