La reina sin nombre (23 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: La reina sin nombre
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Las mujeres ya habían comido y estaban limpiando el hogar. Me acerqué a Ulge:

—Necesito hablar contigo.

Noté que Romila me observaba con curiosidad. Preferí que no se enterase de nada; a pesar de todo lo ocurrido, yo sabía bien que en ella había una ambivalencia hacia Lubbo, pesaban demasiado los tiempos de juventud en los que había tenido una relación amistosa con el actual dueño de Albión.

—¿Qué ocurre?

—Vamos más lejos —susurré.

Nos retiramos detrás de una de las cabañas, allí nadie nos oía.

—Me han dicho que si quieres que nunca más muera una de tus mujeres tienes que ayudarnos.

Ulge me miró con sorpresa.

—¿A qué te refieres?

—Tienes que ayudar a los hombres de Aster.

Al oír aquel nombre, Ulge suspiró.

—Nunca pensé que iba a ayudar al hijo de Nicer. Nicer prohibió todo tipo de sacrificios y ayudó a los cristianos, yo no podía tolerar eso. ¿Lo entiendes?

—Sí —dije.

—He sido sacerdotisa de la antigua religión desde niña. Lubbo nos engañó a todos, queríamos volver a los sacrificios de animales y al culto al Único Posible, pero él nos impuso un culto demoníaco y bárbaro que importó del norte. Desde que murió Lera supe adonde conduce el camino de Lubbo. Dicen que el hijo de Nicer no es cristiano y que es un hombre íntegro.

—Lo es —afirmé de nuevo y sin quererlo noté que mi cara se volvía grana.

Ulge con decisión preguntó:

—¿Qué tengo que hacer?

—Trasladar las escalas de la caseta norte a aquel almacén.

Ella sonrió.

—Allí es donde acaba el pasadizo que conduce fuera de la muralla. Bien, lo haré… ¿Pero qué excusa pongo?

—Cualquiera. Di que necesitas la caseta norte para los hilados.

Ulge se alejó de mí. Romila escuchaba no muy lejos, pero no podía oírnos porque el ruido de las ruecas era más tuerte que nuestra conversación.

Al cabo de un rato, Ulge comenzó a dar órdenes. Las escalas y cuerdas de la zona norte fueron transportadas al almacén.

Había intranquilidad entre las mujeres, todas estábamos nerviosas pensando que la guerra se aproximaba y eso producía miedo y ansiedad. Nos movíamos de un lado para otro sin un sentido o hacíamos preguntas tontas. El trabajo físico aliviaba mucho esa tensión; sin embargo, trabajamos lentamente a causa de la dureza de la tarea y tardamos casi toda la tarde en hacer el cambio. Las nubes se abrieron cerca del atardecer y el sol descendió lentamente entre nubes rojas sobre el mar. Hacía frío, el ambiente estaba húmedo. Aún no había oscurecido cuando las mujeres nos retiramos a nuestras casas.

No había pasado mucho tiempo cuando se escuchó un ruido de cuernos y trompetas en la zona del acantilado. Convocaron a aquella zona a la guardia de Lubbo, desplazándose allí en su mayoría. La casa de las mujeres quedó desprotegida. Los hombres de Tilego llegaron por el túnel, entraron en el almacén, cargaron con las escalas y se volvieron por donde habían venido sin que nadie percibiese lo que ocurría. En aquel momento, la atmósfera se aclaró en Albión; un tiempo de calma extraña cubrió el cielo. Las nubes se abrieron, arrastradas por un viento que procedía del este, y el sol se reclinó sobre el mar, tornando el agua de un color púrpura.

Presa todavía del nerviosismo, al llegar el anochecer no fui capaz de introducirme en el barracón donde dormía y subí a la parte del gineceo desde donde divisaba el mar al este y una parte de la ciudad de Albión. El sol descendía hacia su ocaso, pero en el otro lado de la ciudad se oían gritos de lucha. Era en el acantilado, en el mismo lugar por donde Tilego y sus hombres habían penetrado el día anterior. Ogila, capitán de los suevos, temeroso de que se hubiese producido una invasión por aquel lugar, desplazó a la guardia de la muralla en dirección sudoeste, dejando el resto desguarnecido. Mientras tanto, bajo la luna llena, Aster se acercaba por mar al pie de la muralla nordeste.

Arriba, junto a las altas almenas de la muralla nordeste, otra lucha tenía lugar. Los hombres de Tilego, por sorpresa, atacaron a los vigías de las torres. Silenciosamente, sin hacer ruido, Tilego y Goderico les embistieron por detrás amordazándoles y haciéndoles perder el sentido, después les ataron. El resto de los hombres desde la ciudad subieron a la muralla llevando las escalas. Eran una veintena.

Tilego encendió un ascua e hizo la señal convenida a Aster. Transcurrió muy poco tiempo antes de que éste contestara con el suave sonido de una caracola; entonces Goderico, Tilego, Lesso, Fusco y los demás dejaron caer las escalas desde lo alto de la muralla a las rocas que rodeaban Albión. Los hombres de las montañas aferraron las cuerdas y las fijaron; después, muy lentamente, comenzaron a ascender.

El primero en llegar a la parte más alta de la muralla fue Aster; desde la tronera le ayudaron a introducirse en la ciudad. Tilego sonrió al verle y le abrazó.

—Hemos vuelto a Albión —dijo señalando la ciudad que se aglutinaba a sus pies—. Rodearemos la ciudad y llegaremos a la puerta sudeste, hay que abrir la entrada sobre el río para que penetren los hombres de Mehiar.

Los hombres de Tilego rodeaban a Aster y escucharon atentamente sus indicaciones:

—No debemos hacer ruido. Hay que ayudar a los que suben.

Se asomaron a la muralla en silencio, con Aster en medio de ellos. Se volvió y sonrió al ver a Fusco:

—Me alegro de verte, pequeño guerrero de Arán.

Fusco sólo tenía una idea que le había atormentado desde que supo la procedencia de la espada.

—Mi señor, os entrego la espada que os pertenece.

Aster miró la espada, examinó la hoja y la empuñadura, una honda emoción se dejó entrever en su semblante.

—La espada de mi padre… ¿Dónde la has encontrado?

—En el túnel bajo el mar, junto a un guerrero muerto.

—Era Uxentio, él me salvó. Con esta espada venceremos el mal que habita en Albión. Gracias, eres noble y leal.

Fusco enrojeció de satisfacción.

—No quedarás inerme —dijo el príncipe de Albión—, a cambio te daré la espada con la que he luchado estos últimos años.

Aster desenvainó el arma que llevaba en la cintura y se la dio a Fusco. Éste se sintió orgulloso del saludo del príncipe de Albión, le gustó aquella espada más pequeña y manejable. No había tiempo para decir nada más, los hombres ascendían deprisa por la muralla. Debían ayudar a los que subían, Lesso y Fusco se dedicaron a ello. Lesso pudo ver a Tassio y le abrazó. Sus rasgos eran cada vez más pálidos y cenicientos y su cuerpo estaba extremadamente delgado. Se podían oír las trompetas y el ruido de lucha de la zona sur.

—¡Tibón! Tú y tus hombres, seguidme —dijo Aster—, El resto iréis con Tilego a ayudar a los del sur.

Se dividieron y Aster comenzó a caminar muy deprisa, sin hacer ruido, por lo alto de la muralla hacia la puerta sobre el Eo. Los guardianes de la ciudad no les vieron venir hasta que estuvieron casi encima de ellos. Entonces, el príncipe de Albión y sus hombres desenvainaron sus espadas y lucharon cuerpo a cuerpo por la posesión de la puerta. Aster se enfrentó al capitán de la guardia. Éste se defendía bien, pero la fuerza del hijo de Nicer en cada mandoble era poderosa y de un golpe le desarmó. El guardián de la torre tropezó y cayó hacia el suelo, pero rápidamente se levantó y con un cuchillo intentó atravesarle. Aster le seccionó la yugular de un tajo. Desarmaron al resto de la guardia, y los ataron.

Finalmente el camino hacia el portón y el puente quedó libre. Aster hizo sonar el cuerno con fuerza. De entre los marjales en el río surgió un cuerpo de caballería comandado por Mehiar. Aster cortó la cuerda que sostenía el puente y éste cayó con estruendo sobre el río. Los soldados de Mehiar penetraron por aquella pasarela y fue en aquel momento cuando la guardia del palacio, con Ogila al frente, percibió la gravedad de la situación.

Ahora se luchaba en varios frentes: al sudoeste, junto al paso en la muralla, en la puerta sobre el río… Se combatía en las calles y en las casas. Muchos de los habitantes de Albión ayudaron a los hombres de Aster. El hijo de Nicer montó en uno de los caballos de la compañía de Mehiar y empezó a avanzar por las calles. Se dirigía a palacio. Los hombres de Mehiar y los guerreros de Ongar le seguían; los fieles a Aster se iban añadiendo en cada calle y en cada recodo de la ciudadela:

—¡Fuera Lubbo! ¡Aster!¡Por Nicer!

Nosotras, las moradoras de la casa de las mujeres, pudimos salir al fin. La guardia se había ido, sentíamos que la libertad se aproximaba, todas ansiábamos que cambiase nuestra suerte y que cayese el poder de Lubbo.

Nos encaminamos en dirección al ruido y avanzamos por la gran calle principal que comunicaba el templo con el palacio. Allí vi pasar a Aster, montado a pelo en un caballo tordo, con la espada desenvainada y manchada de sangre. Su cara expresaba la pasión de la venganza y el ardor por la lucha: me asustó verlo con aquel aspecto; le recordaba herido y frágil junto al río y ahora estaba lleno de ansia por combatir, colmado de odio. Los hombres de Albión llegaron a la gran explanada delante del palacio de los príncipes de la ciudad. Allí les esperaba Ogila con la guardia desplegada y cerca de doscientos hombres.

—¡Arqueros! ¡Disparen a los rebeldes! —gritó Ogila.

Aster y sus hombres se cubrieron con los escudos y avanzaron sin detenerse. Las flechas volaban sobre ellos. De la fortaleza salió una compañía de lanceros. El príncipe de Albión con sus tropas desmontaron y se enfrentaron a pie contra el enemigo. Aster ardía en cólera, sólo tenía ojos para Ogila; el esbirro de Lubbo le vio avanzar hacia él y rió.

—¡Has crecido, hijo de Nicer! La víbora se parece a su padre. ¿Vienes a por mí? Aquí me tienes.

Aster descargó con toda su fuerza su espada sobre él, el afán de venganza le abrasaba.

—¡Esto por mi padre! —gritó.

Ogila dio un salto para esquivar la espada del cántabro, quien de un golpe cortó parte de la manga del suevo. Antes de que Ogila pudiera reponerse Aster le embistió de nuevo y dijo:

—¡Esto por mi madre, a quien tú mataste! —La furia le llenaba y volvió a descargar un mandoble—. ¡Esto por mis hermanos y hermanas… por los caídos en la emboscada de Ongar!

Ogila rió.

—La furia te pierde, hijo de Nicer, no aciertas en tus golpes.

Y era así, Aster estaba tan lleno de ira que perdía destreza; entonces Ogila se lanzó hacia delante intentando clavar su espada en el pecho de Aster pero el golpe rebotó contra el escudo de éste. La luna se cubrió de nubes, comenzó a caer una fina llovizna y el suelo se volvió resbaladizo. Aster atacó de nuevo, el golpe dio de lleno en el antebrazo de Ogila, pero en ese momento el hijo de Nicer resbaló y cayó al suelo. Se oyó un grito de júbilo de Ogila. Aster intentó incorporarse del suelo enfurecido, pero Ogila comenzó a atacarle dándole mandobles en una y otra dirección intentando alcanzarle. Aster, desde el suelo, rechazaba los golpes y trataba de levantarse para volver a atacar. Por fin una de sus patadas hizo retroceder a Ogila, que cayó al suelo, y luego pudo alzarse. Viendo la batalla perdida y cómo los hombres de Albión dominaban el terreno, Ogila pidió ayuda, retirándose hacia los muros de la fortaleza.

—A mí… ¡guerreros suevos!

Varios soldados suevos se acercaron y rodearon a Aster. Ogila, comprobando la derrota y la ciudad perdida, huyó, saltó sobre un caballo oscuro y se dirigió lejos de la explanada, hacia la salida de la ciudad. Muchos suevos le siguieron. Aster, al verse cercado y comprobar que su enemigo huía, sopló su cuerno de caza y varios albiones se acercaron, pero Ogila ya estaba lejos.

Los hombres de Ogila, sin su capitán, se rindieron poco a poco. Sólo en una esquina de la plaza dos hombres continuaban luchando. Uno era Tilego. Propinaba un golpe tras otro a su rival. Su cara era cenicienta, concentrada, henchida de odio. Tilego no miraba más que a aquel hombre que años atrás había ayudado a Lubbo en el asesinato de su esposa. Su nombre era Miro.

La batalla en la explanada había sido ganada prácticamente por los hombres de Aster. Sólo en aquella esquina continuaban luchando Tilego y Miro. Los hombres de Aster quisieron ayudar a Tilego.

Tilego gritó:

—Dejadme solo. Tengo una vieja deuda con este hombre.

Los hombres les rodearon. Aster, que se había deshecho de los soldados que luchaban contra él, se dirigió hacia donde Tilego combatía. La lid se prolongaba, una estocada y otra y otra; Miro y Tilego eran buenos guerreros pero la ira y el odio cegaban al hombre de Albión. Finalmente Tilego se tiró a fondo y atravesó a su enemigo muy cerca del corazón.

El cuerno de caza de Aster, con su tono profundo, llenó la ciudad. Sonaron las trompetas de los hombres de Albión, ocultas durante los años de tiranía de Lubbo. El pueblo congregado en la plaza aclamó a su príncipe, y yo me hallaba entre ellos.

XVI.
El príncipe de Albión

La batalla había acabado. Mientras el sol se elevaba en el horizonte los hombres de Lubbo eran apresados y conducidos a la fortaleza. En el atrio del templo, Aster tiró al suelo el altar donde tantos habían muerto. Después todos prorrumpieron en un canto de alabanza y de victoria.

Le contemplé, noble y poderoso, lleno de luz y de fuerza, rodeado por el pueblo que le aclamaba. Con la espada en alto señalando el cielo. La cabeza ornada por un casco del que escapaba el cabello largo, oscuro y ondulado. La faz pálida, llena de dignidad y grandeza, que miraba al sol con sus ojos oscuros y penetrantes. Aster gritó. El grito de alabanza y de guerra dirigido al dios solar fue coreado por cientos de gargantas.

Aquel día fue un día de alborozo; de los profundos calabozos de la fortaleza salieron hombres cautivos años atrás por Lubbo que parecían la sombra de sí mismos, sus familiares los abrazaban en la plaza frente al gran palacio. En los sótanos y fosos de aquel lugar se encontró el horror de una multitud de animales repulsivos que Lubbo conservaba allí para sus hechizos: víboras, hienas, búhos de diferentes especies, escorpiones… Los soldados de Aster entraban allí con miedo hasta que se canalizó agua desde el río y todo fue limpiado. Por doquier cruzaba un hálito de esperanza.

Aster recorría incansable las calles de la fortaleza, acercándose a la gente que, al verle, le reverenciaba.

—Señor, yo conocí
a Nicer
, vuestro padre.

Los mayores le recordaban los tiempos de su padre y hablaban de cómo se parecía a él, y de la paz que el castro gozaba cuando Nicer gobernaba.

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