La reina sin nombre (65 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: La reina sin nombre
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—Puede ser la próxima reina —decían.

Escuché la engolada voz de Lucrecia.

—Sí. Es de un alto linaje, desciende por línea materna de Clodoveo y Teodorico, por línea paterna de los baltos. ¡Ya sabes!

Una dama con la voz de pito, muy aguda, se opuso a Lucrecia.

—Ella tendrá un alto linaje, pero nadie la conoce en la corte y su esposo Leovigildo no lo tiene. Hay otros candidatos al trono.

—En el fondo, querida Hildoara, todo depende de la reina Goswintha —habló una mujer con la voz cascada.

—No lo creáis, mi señora, aún quedan partidarios del difunto rey Agila, en los que ella no influye —dijo la de la voz aguda.

—No mientes a ese tirano.

—Ahora es un tirano porque ha muerto y perdió la guerra. Pero antes bien que le adulaban, ese perro de Leovigildo y su hermano… —habló de nuevo Hildoara.

—Sí. Liuva… domina la Septimania. Cualquier día se proclamará rey.

—Está también Witerico —dijo la anciana—, él es un godo de pura sangre, no creo que le guste un noble de segundo grado como Liuva o Leovigildo.

—Goswintha es capaz de controlar a Witerico. Ella sabe manejar a los hombres. Ya sabéis que el candidato de Goswintha es Leovigildo.

—Pero Leovigildo está casado con la hija de Amalarico.

—Pero eso no es suficiente. No tiene detrás un clan potente como tenía el difunto Atanagildo o como tiene ahora Witerico. Leovigildo es hijo de un modesto tiufado del rey Alarico. No lleva ni una gota de sangre real. Aunque hay que reconocer que es un buen guerrero. Mira las campañas del norte, y venció en la Sabbaria… además dominó la ofensiva contra los bizantinos. Si no hubiera sido por él, las tropas imperiales habrían llegado hasta la corte de Toledo.

—Sí, pero ahora no está en la corte. Cualquiera se le puede adelantar.

La de voz penetrante habló de nuevo.

—Recuerda que tiene la ayuda de Goswintha, que parece estar muy bien predispuesta hacia él.

—A Goswintha no le interesa un hombre casado.

—Quizás un viudo le vendría mejor.

Se oyeron las voces temblar por la risa. Entonces la anciana habló enfadada y seria:

—No digáis eso.

Se hizo un silencio después de aquellas palabras y otra de las voces más joven dijo:

—Como si fuera la primera vez que en esta corte alguien desaparece o muere por algún motivo político.

—Podría repudiarla.

—Entonces perdería su relación con los baltos. No. No la repudiará.

Rieron y huí. Me deslicé tras las colgaduras donde me ocultaba. Temblando. Comencé a sentir la luz que precedía a los trances. Me encontré a Braulio, que me buscaba, y a duras penas me arrastró hacia mis habitaciones. Aún nerviosa me acerqué a la balconada, la luna estaba alta en el horizonte, llena y con puntos oscuros en su interior. Capté en ella un mal presagio. El aire fresco de la noche me reanimó. Después sentí frío y lentamente recorrí las estancias que me habían sido asignadas, iluminadas por la sombría luz de las antorchas; no había nadie. Pensé que Lucrecia estaría intrigando todavía en cualquier lugar de la corte. Me tendí sobre el lecho y por la ventana volví a ver aquella luna oscura que me intranquilizaba. Esa noche tuve un sueño que me condujo a los montes de Vindión.

Los albiones abandonaban Amaia, ya libre; pero tras la liberación no llegó la paz a los habitantes del castro. Se pelearon entre ellos para elegir un nuevo jefe después de la muerte de Larus. Los albiones y el resto de los pueblos no quisieron intervenir en las luchas intestinas de Amaia. Al fin, tras varias muertes, eligieron a un hombre casi anciano que, para congraciarse con Aster y los albiones, permitió que dispusiesen destacamentos en las fortalezas del este de Vindión. Sin embargo, Aster comprendió que había accedido por la precariedad de su situación, porque necesitaba apoyos fuera de su castro y que, antes o después, no iba a mantener sus compromisos.

—A pesar de su aspecto y de su rudeza —dijo Aster a Lesso—, yo me fiaba más de Larus que del nuevo jefe de los orgenomescos. Aprovecharemos esta coyuntura para reforzar las defensas, pero creo que pronto habrá problemas.

—¿Y entonces…?

—Hay que buscar la unión de los pueblos, la copa sagrada podría aunarnos en torno al culto al Único.

En el camino a Ongar, Aster continuó hablando de la copa y aprovechó para interrogar con profundidad a Lesso. Deseaba averiguar todo lo referente a mí, cómo estaba yo, qué hacía y si era feliz. El rostro de Aster oscilaba entre la alegría y la preocupación por las nuevas. Después prosiguieron hablando de la copa, Lesso le transmitió todo lo que sabía.

En Ongar les recibieron alegres por la victoria. Aster se dirigió a la acrópolis del castro. En el umbral de la fortaleza, Uma, muda y con cara perturbada, llevaba de la mano una criatura pequeña de cabellos muy oscuros y ojos negros y vivos. Nicer desmontó y besó a su madre adoptiva y a su hermana.

Aster convocó al pueblo en la explanada delante de la acrópolis.

—He de partir hacia el sur. Debemos nuestra libertad a una mujer a la que creí muerta pero vive. Los orgenomescos están de nuestra parte pero los luggones y otros pueblos no. Los pueblos cántabros se reunirán si recuperamos la copa sagrada de los celtas. La copa está en el sur en la ciudad de Emérita. Iré hacia el sur.

—Iremos contigo —dijeron varias voces.

—Te acompañaré yo —dijo Nicer.

—Mi decisión está tomada, iré sólo con Lesso, Mehiar y Tilego. No quiero arriesgar a más hombres. Deberemos atravesar casi todo el reino godo y unos pocos hombres pasarán más desapercibidos que una compañía grande. Además, los godos volverán, y no estoy seguro de que los orgenomescos respeten los pasos en las montañas. Se necesita cada hombre para guardar el territorio. ¡Sed fieles, hombres de Ongar, sed leales a la casa de Aster!

Se oyó una aclamación, Aster se emocionaba y finalmente dijo:

—No sé si volveremos. La misión no es fácil. En mi ausencia, respetaréis a Nicer, como príncipe de Ongar, hasta mi vuelta.

Nadie se atrevió a contradecir a Aster; no existían dudas ni vacilaciones en sus palabras. Después, ante la mirada suplicante de Nicer, Aster se dirigió en voz más baja hacia él.

—Debes cuidar a Uma y a tu hermana Baddo.

Se hicieron los preparativos, el grupo partió al amanecer. Antes de salir Aster habló con Mailoc en la Cova de Ongar.

Al salir de allí, vi la cara de Aster, cabalgaba con el rostro transformado, lleno de alegría y seguro de sí mismo. Después se unió a Lesso, Mehiar y Tilego, emprendiendo el camino hacia el sur.

Lesso se despidió una vez más de Fusco, asegurando:

—Volveremos con la copa y con Jana…

Los hombres galopaban deprisa, parecía que el camino se abría ante ellos. Al frente marchaban Tilego y Aster. Pronto los bosques de Vindión quedaron atrás y se abrieron campos de trigo y la luz meridional les deslumbró.

Al llegar a la meseta, galoparon delante de un asentamiento de labradores godos. Los labriegos huyeron escondiéndose de aquellos cuatro jinetes. Temían la amenaza de los cántabros. No diferenciaban a los albiones de aquellos luggones y orgenomescos que quizá no mucho tiempo atrás habían saqueado sus cosechas.

El ejército godo derrotado en Amaia pasó por delante del poblado dirigiéndose hacia el sur. Los labriegos avisaron a los godos de que unos hombres armados se habían refugiado en un bosque cercano. La retaguardia de las milicias germanas retrocedió para proteger a los campesinos. Al frente de aquel gran contingente de tropas iba Hermenegildo; le acompañaban Walamir y Claudio.

Los labriegos señalaron un bosque de robles que se abría en medio de la llanura, allí habían visto por última vez a los montañeses. Les advirtieron que eran varios e iban armados.

Los hombres de Hermenegildo rodearon el robledal. Mi hijo descabalgó; él y los suyos, muy despacio, se dirigieron hacia dentro del bosque que se abría a sus espaldas. Gritaron con voz potente desafiando a aquellos que así se escondían. Aster no deseaba el enfrentamiento, su idea no era la lucha contra los godos sino llegar al sur y recuperar la copa; además sabía que cuatro hombres contra una partida del ejército godo llevarían todas las de perder. Ordenó a Lesso que se escondiese, y a los demás que permaneciesen quietos, en silencio. Los árboles, de alguna manera, les ofrecían una cierta protección frente a los atacantes. Hermenegildo y sus hombres fueron rastreando el bosque, los cántabros se replegaron sin hacer ruido hasta el claro. En aquel lugar, resguardado y cercado por los troncos de los robles se produjo el enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Los albiones no pudieron evitar el combate.

Aster se enfrentó a Hermenegildo, se dio cuenta que era joven pero ágil y comprendió que alguien le había enseñado el modo de luchar de los montañeses. Aster observó detenidamente a aquel guerrero, alto, muy delgado, de cabellos oscuros, que no parecía godo por su aspecto aunque vestía el atuendo enemigo. Hermenegildo atacó a Aster, con el grito de guerra de los cántabros, espada en alto. Aster no pareció darle importancia y aguardó a pie firme su acometida. Entonces, cuando el godo se acercó, Aster giró levemente el cuerpo y la espada de su adversario pasó frente a él, sin herirle. Antes de que pudiera reponerse de la sorpresa, Aster comenzó a embestirle con golpes de la espada, uno tras otro; lentamente, el joven tuvo que retroceder. Por último, Aster lo acorraló contra el tronco de un enorme roble, y apoyó su espada contra el gaznate del joven.

—¡Ríndete! —dijo Aster—. Entrega el arma.

—No lo haré.

Aster le miró sorprendido por su respuesta. El joven abrió los ojos con horror, esperando la muerte. Entonces, Aster se detuvo al fijarse en aquellos ojos claros y transparentes.

Se oyó una voz detrás:

—No le matéis, mi señor, ese joven es… es hijo del duque Leovigildo. Hacedlo por su madre.

La voz era la de Lesso.

Aster bajó la espada; al instante por detrás varios guerreros godos lo cercaron y lo tiraron al suelo.

Aster gritó:

—No queremos combate. Venimos en son de paz, dejad partir a mis hombres.

—No matéis a mi capitán, es Aster, principal entre los albiones, quizá consigáis un rescate —dijo Mehiar.

Walamir se adelantó y dio una patada a Aster caído.

—Así que… ¿tú eres el glorioso Aster? ¿El que ha puesto en jaque al ejército godo? A nuestro duque Leovigildo le gustará mucho conocerte.

—Déjalo, Walamir —habló Hermenegildo—, que sea un cautivo no te da derecho a golpearle.

—Se hará como quieras, Hermenegildo, tú lo has apresado, tu padre estará muy contento de esta captura.

Hermenegildo se mostró de acuerdo, sabía que desde tiempo atrás su padre Leovigildo guardaba un gran odio hacia aquel caudillo cántabro. Hermenegildo deseaba complacer a Leovigildo.

Entonces, se fijó en Lesso:

—¿Qué haces con esta partida de montañeses? Hace mucho tiempo que no sabemos nada de ti, te dábamos por fugado.

Lesso mintió:

—Me atraparon poco antes del ataque a Amaia.

—Está bien —concedió Hermenegildo, aunque percibió que Lesso mentía o por lo menos ocultaba algo—, soltadle.

Ataron a los cántabros y los condujeron al campamento godo, allí pude ver cómo zaherían a Aster y a los otros. Él lo tomaba con resignación.

Acongojada me desperté. Intuía que aquello que había visto era verdad, temblaba por Aster y por mi hijo Hermenegildo.

En la corte seguían las insidias y maledicencias. Recaredo me visitaba en mis habitaciones a menudo, era muy alegre y divertido. Contaba los comadreos con gracejo de adolescente, sin que nada pareciese afectarle.

—Dicen que la señora Hildoara ha sido nombrada la lengua más afilada del reino; tu amiga Lucrecia, la mejor conspiradora. Cada día se inventa una conjura diferente.

La presencia de Recaredo me reconfortaba. Siempre traía cuentos de peleas entre los cortesanos, o rumores políticos. Los pajes y espatarios solían estar al corriente de los sucesos de la corte. Un día Recaredo llegó con cara seria, pensé que fingía, que traía de nuevo cuentos de la corte, pero aquel día traía una noticia importante y así fue él quien me dio la gran nueva.

—Liuva se ha autoproclamado rey de las Hispanias en Barcino.

—¿Cómo es posible?

—Hace ya seis meses que el rey Atanagildo ha fallecido. Nunca ha estado el trono vacante tanto tiempo. Dicen que es Goswintha la que detiene la elección del nuevo rey. No quiere que se proclame un rey al que ella no pueda controlar; así que finalmente Liuva ha decidido tomar la sartén por el mango y dar el golpe de estado.

—¿Cómo nos afecta eso?

—A ti y a mí, bastante. Dicen que Liuva quiere asociar al trono a mi padre, Leovigildo. De esa manera, vos, madre mía, seréis la reina y yo, con mi hermano Hermenegildo, un peligroso aspirante al trono. Cuidaos, madre, cuidaos, el país está a punto de una guerra civil otra vez. Witerico y Goswintha se oponen a nuestra familia. Corréis un grave peligro. Ahora debo irme, no deben vernos juntos. La reina puede acusarnos de conspiración.

Recaredo se fue de mi lado y me prometió que acudiría a verme en cuanto le fuese posible, también me dijo que si notaba algo extraño se lo comunicase.

Pocos días más tarde, corrieron rumores de que Leovigildo había sido hecho prisionero, después dijeron que se hallaba herido, por último que volvía victorioso con gran parte del ejército y con muchos cautivos. En realidad, nada se sabía de lo ocurrido en el norte pero conforme pasaban los días se conoció que Amaia, el objetivo más importante de los godos, permanecía en pie y que las bajas del ejército godo eran múltiples.

Leovigildo, por un emisario, anunció su llegada; en cambio, el ejército se retrasaría un tiempo aunque también volvía hacia el sur. Circulaban rumores de que Leovigildo se aproximaba a la corte de Toledo para apoyar la candidatura al trono de su hermano Liuva. Percibí que el grupo en torno a Witerico se hacía más compacto. La reina Goswintha oscilaba entre una afectuosidad extraña hacia mí y el abierto rechazo. Lucrecia se comportaba de modo todavía más curioso, algunos días desaparecía de mi presencia, mientras que otros no se separaba de mi lado.

La corte se congregó a la llegada de Leovigildo, que con el caballo exhausto regresaba rodeado de una pequeña hueste. En torno al palacio de los reyes godos, se reunió una gran muchedumbre, que aclamaba ya a Leovigildo como rey.

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