Los soldados godos no esperaban el ataque, se oyeron trompas y tubas por el campamento, aprestando a los hombres para la batalla. La lucha era cuerpo a cuerpo. De la ciudad amurallada salieron los orgenomescos, llenos de furia, deseando cobrar la revancha de los largos días de encierro.
Los godos, atacados por cuatro flancos y sorprendidos, poco a poco iban perdiendo posiciones.
Nicer luchaba con denuedo, su rostro sonreía en la lid al dar golpes a diestro y siniestro. En un momento dado se liberó de sus rivales. Entonces se aproximó a él un grupo de soldados godos. Nicer manejaba con fuerza una gran espada, y su caballo asturcón con grandes patas blancas resistía los embates de los enemigos; los godos se dieron en retirada, ocultándose en un bosque. Descabalgó para perseguirlos, y entonces un combatiente más joven se enfrentó a él a campo abierto, era Hermenegildo. Los dos hermanos luchaban frente a frente, y yo sentí que mi corazón se me partía en dos. Hermenegildo cayó a tierra abatido por Nicer, pero entonces vi a Walamir y a Claudio que se acercaban a caballo y le recogían del suelo, retirándole del alcance de su hermano. Nicer se volvió buscando su caballo, y una vez montado salió en persecución de sus enemigos.
Sonó el cuerno de Leovigildo tocando retirada. Los godos levantaron el cerco de la ciudad, dejando tras de sí el campamento. Un hombre que vestía con aspecto godo pero que se cubría con el sagun del norte se escondió entre los árboles, era Lesso. Voces de alegría se oyeron dentro de Amaia. La retirada de los godos fue confusa, las tropas huían hacia el sur perseguidas por los cántabros.
Dentro de Amaia se celebró la victoria, al tiempo que se rendían las honras fúnebres a Larus. Un hombre joven y achaparrado de rostro vivo que capitaneaba ahora a los de Amaia habló:
—Gloria al principal entre los albiones, gloria al gran Aster. Por su sangre corre la savia de los grandes guerreros célticos. ¡Gloria y honor al hijo de Nicer!
Los demás corearon las palabras del capitán de los orgenomescos.
Entonces Aster tomó la palabra:
—Nadie vencerá a los pueblos del norte si permanecemos unidos, si no hay traiciones, si luchamos convencidos de nuestra libertad.
Todos aclamaron las palabras de Aster. En medio de la euforia por la victoria se oyó una voz discordante, una voz antigua y olvidada. Era un hombre joven, vestido con el sagun, pero que parecía un anciano, un hombre que nadie conocía aunque había formado parte de los albiones:
—La victoria no será completa si no conseguís la copa.
Se adelantó Mehiar.
—¿La copa?
—Los godos vencen porque en sus tierras está la copa sagrada. Albión cayó porque la copa había desaparecido.
—Esa copa es una leyenda —dijo Mehiar.
—¡No… no lo es!
Todos se volvieron, era Aster quien hablaba.
—Yo la he visto, la copa me salvó la vida dos veces, esa copa existe y sé que está con los godos. Pero, ahora, di, ¿quién eres?
El hombre se descubrió.
—¿No me reconoces, mi señor y mi amigo?
—¿Lesso?
Se oyó un rumor entre la muchedumbre. De entre ellos un hombre maduro de pelo fosco y enredado gritó alegre, era Fusco.
Aster descendió de su lugar elevado junto a los ancianos de la tribu y se dirigió hacia Lesso.
—Te buscamos por todas partes, pensamos que habías muerto.
—No, mi señor, fui prisionero de los godos. He servido largos años junto a ellos, al fin he podido escapar.
—¿Vienes del sur?
—Sí. He estado cautivo en el ejército godo.
—Entonces podrás darnos noticias de sus planes, no entiendo el motivo de la saña de los godos.
—¿No lo entendéis? Los luggones y los orgenomescos así como las tribus del este han vivido de la rapiña, han robado y destruido. Se alían a los bagaudas y les dan albergue cobrándoles parte del botín.
—Sí, pero ahora hay algo más que se me escapa.
Lesso miró a Aster con sus ojillos brillantes.
—Sí. Hay algo más. Capitanea a los godos tu viejo amigo Leovigildo, quizás eso te diga algo. Es el esposo de una mujer rubia que vino del norte.
—Ella murió —dijo con amargura Aster.
—No. No ha muerto.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque la he visto y porque es ella quien me envía.
Por aquellos días, la salud del rey Atanagildo empeoró. El rey agonizaba. Aquélla era una situación nueva pues nunca un rey godo había fallecido en su cama. Goswintha me hizo llamar a la corte de Toledo. Ahora que su esposo había enfermado y ella podía dejar de ser la reina, parecía interesarse mucho por mí. Lucrecia se empeñó en acompañarme, no recataba su alegría al ver a la reina y moverse por los reales de palacio. La reina se preocupaba por mis hijos y por la campaña del norte.
—Es duro —decía altaneramente—. Sé que lo es, que una madre tenga que separarse de sus hijos. Yo tuve que hacerlo.
Hablaba en el tono de una mujer que quiere hacer confidencias a otra. Aproveché la coyuntura para preguntar lo que realmente quería conocer:
—¿Sabéis algo del norte?
—Las noticias son confusas, esos cántabros paganos y primitivos deben ser dominados, y el rey suevo Miro, aniquilado. Sé que el año pasado, para contentar a los hispanos, Miro se hizo católico. Otro más que abjura de su raza. Nosotras, que somos germanas de pura raza goda, entendemos la importancia de la fe arriana.
Yo callé mis creencias, la reina no daba opción a discutir, imponía su criterio y sus convicciones sin dar ninguna posibilidad al diálogo.
Después prosiguió:
—Han llegado noticias de que vuestro hijo es un gran guerrero, abatió a un gigante cántabro que lideraba a los hombres de Amaia.
Recordé mi sueño. Cada vez estaba más segura de que lo que me llegaba a la mente era el presente en el norte.
—Lo sabía —murmuré.
—Así que… ¿ya os han llegado las noticias? —dijo Goswintha sin hacerme demasiado caso—. Me hubiera gustado ser la primera en daros los parabienes. Sólo yo sé cuánto se sufre con los hijos.
—Creí que no teníais hijos varones.
—Y no los tengo. Mi esposo Atanagildo, de noble cuna, y yo tuvimos dos hermosas hijas. Mi hija Brunequilda fue entregada al franco Sigeberto, vive en las nublosas tierras de Austrasia, Sigeberto la desposó en la ciudad de Metz. Decía que debía casarse con una verdadera princesa, de sangre pura y real.
—Os acordaréis mucho de vuestra hija.
La reina suspiró.
—No es por ella por quien sufro. Mi otra hija, Gailswintha, también fue entregada a los francos. Se desposó con el rey de Neustria, y fue mandada asesinar por su propio marido debido a una concubina.
Me compadecí de la reina. Había conocido aquella antigua historia por los rumores de mis criadas. Goswintha intentaba despertar mis simpatías, pero yo temía a aquella mujer.
—Por eso entiendo muy bien vuestro pesar—dijo Goswintha—, es duro tener a los hijos lejos y poco seguros.
—Yo espero que Hermenegildo vuelva pronto.
—¿Cuántos años tiene?
—Cumplió diecisiete la pasada primavera.
—Los mismos que lleváis aquí desde que llegasteis del norte… ¿no es así, Lucrecia?
—Sí —dijo Lucrecia—, vuestra majestad calcula bien.
—Me llama la atención el aspecto de vuestro hijo Hermenegildo, no se parece en nada a un godo. Y su cabello es muy oscuro.
—Es de ojos claros —dije yo—. Tiene la cara aquilina de Leovigildo.
Goswintha no se quedó conforme.
—No, no tiene nada que ver con Leovigildo. En cambio, vuestro hijo Recaredo, ése sí, ése es de auténtica raza visigoda. Es un buen paje de la corte. Además es un guerrero diestro.
—Sí —dije yo orgullosa, y pensando también en Nicer proseguí—, todos mis hijos lo son.
—Sois muy afortunada en tener hijos varones. El rey siempre me ha echado en cara que no le haya dado más que hijas. Aquí el trono es electivo; no deben ser los hijos los que hereden a los padres; quizá si hubiéramos tenido hijos, no habrían sido los herederos. Para heredar el trono sólo es necesario una sangre auténticamente goda… Y vuestros hijos, al parecer, la tienen.
Percibí la envidia que latía en aquellas palabras; después la reina siguió hablando y yo, educadamente, fingí escucharla. Entendí que sobre todas las cosas a la reina Goswintha le dominaba el afán de poder. En el fondo de su alma, su mayor preocupación era saber qué ocurriría a la muerte de su esposo. Goswintha no soportaría estar lejos de los círculos de influencia política. Después de un rato más de conversación, nos hizo unos presentes, unas joyas labradas que entregó a Lucrecia y a mí.
Mi sirvienta salió deslumbrada de la presencia de Goswintha, por el camino de regreso a la villa, no hacía más que hablar de la reina, de su inteligencia y de su amabilidad.
En el cielo, las aves migraban hacia el sur buscando el sol de las cálidas tierras africanas. Los días se sucedían lentamente, tristes y aburridos en la villa cercana al Tajo. A menudo paseaba abstraída en mí misma. En el campo, la soledad era completa, no había nadie excepto los siervos de la gleba que pertenecían por derecho a mi esposo. Los fui conociendo poco a poco y aplicaba mi arte en ellos. Braulio me acompañaba, siempre que podía. Con los años se fue haciendo más callado, su silencio me agradaba. Él solía observar con atención cómo curaba a las gentes. Entre los labriegos olvidé mis preocupaciones. Los siervos rústicos eran diferentes de las gentes de la ciudad y también de las gentes libres del norte. Se hallaban siempre asustados, se sentían poca cosa y me miraban con admiración, no entendían que una dama de alcurnia se dirigiese a ellos con confianza.
Mi vida transcurría plácidamente en aquella rutina que de joven me aburría pero ahora calmaba mis penas. Las vides se volvieron doradas con el otoño y los cielos en el atardecer mostraban las gamas del violeta. La campaña del norte finalizaría al llegar el invierno, entonces mi hijo volvería, y los cántabros estarían libres.
Doblaron las campanas en la ciudad de Toledo, su toque monótono e igual anunciaba un difunto, un difunto de alta alcurnia. En la finca había hombres libres, arrendatarios de algunas tierras, que bajaban a la ciudad a vender sus productos y eran los que traían las novedades, fueron ellos los que difundieron la noticia: el rey Atanagildo había muerto. Sentí inquietud, ahora comenzaría un tiempo de intrigas. Decían que el duque Leovigildo volvería de la campaña contra los cántabros y que la corte se había convertido en un nido de víboras disputándose la corona.
El aire frío se colaba por debajo de las puertas de la villa de Leovigildo. Entonces, Goswintha me llamó de nuevo a la corte. Esta vez imperiosamente, con una orden; debía quedarme en el palacio real hasta el regreso de Leovigildo. De una parte, me alegré; iba a estar cerca de Recaredo; pero también presentí que la esposa de Atanagildo maquinaba algo y yo estaba en medio de esa trama. Lucrecia se congratuló mucho con el cambio. Desde el momento en que supo que nos trasladábamos a la corte de Toledo, no cesó de hablar ni de realizar preparativos.
—Señora, debemos llevar las joyas y los trajes más suntuosos. La corte es un lugar digno. Quizás en Toledo haya algún mercader que pueda mejorar vuestro vestuario.
Los preparativos me eran indiferentes, cargamos el equipaje en unas mulas, nos acompañaron algunas damas y mi fiel sirviente Braulio. Dejamos atrás los cipreses que coronaban la entrada a la villa, descendimos por una cuesta que bajaba hacia el Tajo y cruzamos el puente. Toledo estaba lleno de mercaderías. La zona que rodeaba al palacio de los godos tenía casas de gran altura,
insulae
, las gentes sencillas y los comercios estaban en la parte más baja. El alcázar de los reyes godos dominaba la ciudad, se entraba en él por una gran puerta de bronce, vigilada por los hombres de la guardia real. Me alojaron con Lucrecia y alguno de mis sirvientes en el ala sur del palacio de los reyes godos.
El palacio mostraba la riqueza del usurpador godo, de las paredes pendían colgaduras y lámparas de bronce con múltiples velas iluminaban los techos. Al cruzar un corredor descubrí una ventana amplia cerrada por alabastro translúcido que permitía dejar pasar la luz. El edificio era un laberinto en el que un corredor se cruzaba con otro. Varios siervos de la corte nos acompañaron hasta el lugar que nos estaba reservado, unos aposentos comunicados entre sí y con entrada individual separada del resto del palacio. En el dormitorio principal un mirador se asomaba al Tajo. A lo lejos vi matorrales y olivos. Más allá se podía divisar las tierras donde se situaba la villa de Leovigildo, mi prisión durante los últimos meses.
Lucrecia y las criadas colocaron nuestras pertenencias. Después Lucrecia me obligó a vestirme con mis mejores galas, un traje de brocado entretejido en oro, la falda partía de un cinturón bajo el pecho. No había acabado aún el aderezo cuando se escucharon unos pasos fuertes y alguien llamó a la puerta.
Entró mi hijo Recaredo.
—¡Madre! ¡Qué guapa estáis! ¡Sois la dama más hermosa de la corte!
—¡Qué alto estás! Sí que has cambiado.
Él siguió diciendo tonterías y exageraciones. Sonreí halagada, me fijé en él y me costó reconocer en aquel adolescente corpulento al muchacho que unos meses atrás había salido hacia la corte. Su estatura era ya superior a la mía, en la cara comenzaba a dibujarse la sombra de una barba, su voz era diferente y, a menudo, dejaba escapar algún gallo. Me reí de él. Después se empeñó en mostrarme la corte con sus patios de armas, los aposentos de los criados y de los nobles, el salón del trono, ahora vacío. En un corredor donde no había nadie, el muchacho se explayó:
—Esto es un nido de intrigantes. Se rumorea que la reina Goswintha os ha traído porque quiere controlar al futuro rey. Se tendría que haber elegido ya a alguien, al morir Atanagildo, pero ella quiere seguir siendo reina. ¿Sabéis quiénes son los candidatos?
—No —respondí.
—Uno de los candidatos es mi tío Liuva, otro es mi padre. Vos y yo seremos importantes, pero hay que andar con cuidado.
Nos cruzamos con un escribano que se dirigía hacia las habitaciones de Goswintha. Recaredo calló. Después se despidió de mí porque tenía guardia en otro punto del palacio.
Me perdí en los largos pasillos de la corte. Oía los comadreos de las criadas y los cortesanos, que me eran ajenos. Nadie me conoció. Yo me movía por el palacio con la suavidad de un espíritu del bosque. Tras unos largos cortinajes escuché una conversación que entendí se refería a mi persona.