Se produjo una agitación en la puerta y dos patriarcas de amedrentada aparición entraron en la sala y se dirigieron corriendo a los bancos de rojos cojines. Kalten permaneció sonriendo en el umbral un minuto y después volvió a marcharse.
—¿Y bien? —susurró Sparhawk a Talen.
—Esos dos suman un total de ciento diecinueve —susurró a su vez Talen—. Nosotros tenemos cuarenta y cinco y Annias sigue teniendo sesenta y cinco. Ahora necesita setenta y dos en lugar de sesenta y uno. Nos estamos acercando, Sparhawk.
El secretario del primado de Cimmura tardó algo más en completar sus cálculos. Annias garabateó una nota de una palabra dirigida a Makova, en la que Sparhawk, mirando por encima de su hombro, leyó: «votad».
El pretexto que Makova dio para la votación era una total absurdidad y todos lo sabían. La votación tenía como único objetivo averiguar hacia qué lado se inclinarían los nueve patriarcas neutrales arracimados en un atemorizado grupo cerca de la puerta. Tras el recuento, Makova anunció con desaliento los resultados. Los nueve habían votado en bloque en contra del primado de Cimmura.
La imponente puerta se abrió de nuevo, dando paso a tres monjes de negras túnicas que llevaban las capuchas levantadas y caminaban con paso lento propio de un ritual. Al llegar al estrado, uno de ellos sacó un paño negro de debajo del hábito y los tres lo extendieron solemnemente sobre el trono para anunciar que el archiprelado Clovunus había fallecido finalmente.
Cuánto tiempo deberá guardar duelo la ciudad? —preguntó Tynian a Dolmant aquella tarde cuando habían vuelto a reunirse en el estudio del patriarca.
—Una semana —repuso Dolmant—. Entonces se celebrará el funeral.
—¿Y no ocurre nada durante ese período? —inquirió el caballero alcione de capa azul—. ¿No hay sesiones de la jerarquía ni nada?
Dolmant sacudió la cabeza.
—No. En principio debemos dedicar ese tiempo a la oración y la meditación.
—Son unos días de respiro —dijo Vanion—, que deberían proporcionar tiempo a Wargun para llegar aquí. —Frunció el entrecejo—. Todavía nos queda un problema, sin embargo. A Annias ya no le queda dinero y de ello se deduce que sus expectativas de retener la mayoría se reducen con cada día que pasa. Debe de estar sucumbiendo a la desesperación, y los hombres desesperados hacen cosas precipitadas.
—Tiene razón —acordó Komier—. Mi previsión es que Annias tome las calles llegado a ese punto. Retendrá sus propios votos por medio del terror e intentará reducir el número de votantes eliminando patriarcas que nos son leales hasta alcanzar el número en el que disponga de mayoría absoluta. Creo que ha llegado el momento de fortificarnos, caballeros. Será mejor que pongamos a nuestros amigos juntos entre buenos y resistentes muros donde podamos protegerlos.
—Yo convengo con vos, cómo no —se mostró de acuerdo Abriel —Nuestra posición es vulnerable ahora mismo.
—¿Cuál de vuestros castillos se halla más próximo a la basílica? —les preguntó el patriarca Emban—. Nuestros partidarios deberán ir y venir entre las calles para participar en las deliberaciones. Es preferible no exponerlos a más peligros de los imprescindibles.
—Nuestra casa es la más cercana —respondió Vanion—, y tiene pozo propio. Después de lo ocurrido esta mañana, no quisiera que Annias tuviera acceso al agua que bebemos.
—¿Suministros? —inquirió Darellon.
—Mantenemos siempre los suficientes para resistir un asedio de seis meses —explicó Vanion—. Son raciones de soldado, me temo, Su Ilustrísima —se disculpó ante el corpulento Emban.
—Oh, bueno —se consoló, suspirando, Emban—. De todas formas tenía intención de perder peso.
—Es un buen plan —concedió el preceptor Abriel de capa blanca—, pero tiene un inconveniente. Si estamos todos en un castillo, los soldados eclesiásticos pueden rodearnos. Nos encontraríamos acorralados dentro sin posibilidad de llegar a la basílica.
—Entonces combatiremos para abrirnos paso —declaró Komier, calándose en la cabeza con gesto airado el yelmo rematado con cuernos de ogro.
—Siempre hay gente que muere en los combates, Komier —advirtió Abriel, sacudiendo la cabeza—. La votación se avecina y no podemos permitirnos perder ni un solo patriarca en estos momentos.
—De todas formas no podemos ganar —se lamentó Tynian.
—No estoy tan seguro —disintió Kalten.
—¿Se os ocurre la manera de salir de esta situación?
—Creo que sí. —Kalten miró a Dolmant—. Necesitaré permiso para esto, Su Ilustrísima —declaró.
—Os escucho. ¿Cuál es vuestro plan?
—Si Annias decide recurrir a la fuerza descarnada, eso significa que cualquier simulacro de orden civil queda desbaratado, ¿no es así?
—Más o menos, sí.
—Entonces, si él no va a tomar en consideración las normas, ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros? Si queremos reducir el número de soldados eclesiásticos que cerquen el castillo pandion, todo lo que tenemos que hacer es proporcionarles algo más importante en que ocuparse.
—Volver a provocar un incendio en la ciudad —sugirió Talen.
—Eso sería un poco extremado —opinó Kalten—. Podemos, con todo, reservarnos esa posibilidad. Ahora, no obstante, los votos de que Annias dispone son lo más importante en su vida. Si nosotros comenzamos a despojarle de ellos uno a uno, hará cualquier cosa que este en su mano para conservar los que le quedan, ¿no os parece?
—No voy a permitiros de ningún modo que os pongáis a sacrificar patriarcas, Kalten —se negó Dolmant con voz sorprendida.
—No tenemos que matar a nadie, Su Ilustrísima. Lo único que hemos de hacer es apresar a unos cuantos. Annias es bastante inteligente y no tardará mucho en comprender el quid de la cuestión.
—Necesitaréis algún tipo de acusación, sir Kalten —observó Abriel—. No se puede prender a los patriarcas de la Iglesia sin tener un motivo..., dejando al margen las presentes circunstancias.
—Oh, tenemos acusaciones, mi señor Abriel, toda clase de acusaciones... pero la de «crímenes contra la corona de Elenia» es la que suena mejor, ¿no creéis?
—Me pone enfermo cuando trata de hacerse el listo —murmuró Sparhawk a Tynian.
—Esta vez te gustará, Sparhawk —aseveró Kalten. Se echó atrás la negra capa con una expresión de insufrible arrogancia—. ¿Cuántas de esas órdenes de arresto que os firmó Lenda en Cimmura llevas en el bolsillo?
—Ocho o diez, ¿por qué?
—¿Consta en ellas alguna persona de cuya compañía no podríais prescindir durante las próximas semanas?
—Creo que podría vivir tranquilamente sin la mayoría de ellas. —Sparhawk creyó adivinar adonde se proponía ir a parar su amigo.
—En ese caso lo único que hemos de hacer es sustituir unos cuantos nombres —declaró Kalten—. Como los documentos son oficiales, va a «parecer» legal... hasta cierto punto. Después de que hayamos detenido a cuatro o cinco de sus comprados y pagados patriarcas y los hayamos llevado al castillo alcione..., que por cierto se encuentra en la otra punta de la ciudad, ¿no hará Annias todo cuanto pueda por recuperarlos? Yo diría que el número de soldados congregados alrededor de la fortaleza pandion disminuiría drásticamente llegados a ese punto.
—Sorprendente —se admiró Ulath—. Kalten ha concebido realmente una idea factible.
—El único punto flojo que aprecio es la cuestión de sustituir los nombres —objetó Vanion—. No se puede rascar sin más un nombre y cambiarlo por otro..., no en un documento oficial.
—No he dicho nada de borrar nombres rascándolos, mi señor —señaló con modestia Kalten—. Una vez, cuando éramos novicios, nos disteis permiso a Sparhawk y a mí para pasar unos días en casa. Escribisteis una nota para que nos dejaran salir por la puerta. Resultó que por casualidad guardamos esa nota. Los escribas del escritorio tienen un producto que diluye totalmente la tinta. Lo utilizan cuando cometen errores. La fecha de esa nota vuestra siguió cambiando misteriosamente. Casi podría decirse milagrosamente, ¿no os parece? —Se encogió de hombros—. Pero claro, Dios siempre me ha tenido en gran aprecio.
—¿Funcionaría? —preguntó sin rodeos Komier a Sparhawk.
—Así fue cuando éramos novicios, mi señor—le aseguró Sparhawk.
—¿De veras armasteis caballeros a estos dos, Vanion?—inquirió Abriel.
—Fue una semana en que no tenía gran cosa que hacer. Las sonrisas eran amplias ahora en la estancia.
—Totalmente censurable, Kalten —lo reprendió Dolmant—. Debería prohibirlo de modo terminante... si pensara que estabais hablando seriamente de ello. Sólo hacíais cabalas, ¿verdad, hijo mío?
—Oh, por supuesto, Su Ilustrísima.
—Estaba seguro de que ése era el caso. —Dolmant sonrió con expresión bondadosa, incluso piadosa, y después guiñó el ojo.
—Oh, querido —suspiró Sephrenia—. ¿No existe ni un elenio honrado en el mundo? ¿Vos también, Dolmant?
—Yo no he dado mi consentimiento a nada, pequeña madre —protestó con exagerada inocencia—. Sólo estábamos haciendo conjeturas, ¿no es cierto, Kalten?
—En efecto, Su Ilustrísima. Puras conjeturas. Ninguno de los dos se plantearía seriamente algo tan reprobable.
—Yo pienso exactamente lo mismo —manifestó Dolmant—. Veamos, Sephrenia, ¿aporta esto tranquilidad a vuestro espíritu?
—Erais un chico mucho más bueno cuando erais un novicio pandion, Dolmant —lo regañó. Se produjo un silencio preñado de estupor y todos los presentes fijaron la mirada en el patriarca de Demos.
—Ay —exclamó sin grandes remordimientos Sephrenia, con ojos chispeantes y una tenue sonrisa esbozada en las comisuras de los labios—. Supongo que no debiera haber dicho eso, Dolmant.
—¿De veras teníais que hacerlo, pequeña madre? —preguntó él con tono apesadumbrado.
—Sí, querido, creo que sí. Habéis comenzado a sufrir el ligero mal que ocasiona la impresión ante la propia agudeza. Es mi responsabilidad como profesora y amiga vuestra refrenar dicha tendencia.
Dolmant tabaleó la mesa frente a él.
—Confío en que todos seremos discretos respecto a esto, caballeros...
—No me lo sacarían ni con tenazas, Dolmant —aseveró, sonriente, Emban—. Por lo que a mí concierne, ni siquiera he oído hablar de ello... y probablemente resulte cierto hasta la próxima vez que necesite que me hagáis un favor.
—Erais bueno, Su Ilustrísima? —preguntó con respeto Kalten—. Cómo pandion, me refiero.
—Era el mejor, Kalten —respondió, con cierta dosis de orgullo, Sephrenia—. Incluso equiparable al padre de Sparhawk. A todos nos entristeció mucho que la Iglesia encontrara un nuevo puesto para él. Perdimos un pandion muy bueno cuando él siguió las órdenes divinas.
Dolmant todavía miraba a sus amigos con expresión suspicaz.
—Pensaba que lo había enterrado por completo —suspiró—. Nunca pensé que fuerais a traicionarme, Sephrenia.
—No es exactamente algo vergonzante, Su Ilustrísima —señaló Vanion.
—Podría resultar a la larga un inconveniente a nivel político —contestó Dolmant—. Al menos vos habéis sido capaz de controlar vuestra lengua.
—No hay de qué preocuparse, Dolmant —afirmó expansivamente Emban—. Vigilaré a estos amigos vuestros y, en cuanto sospeche que uno de ellos tiene dificultad en controlar la lengua, lo ordenaré recluirse en ese monasterio de Zemba, en Cammoria, donde todos los hermanos juran votos de silencio.
—De acuerdo pues —zanjó Vanion—, pongámonos manos a la obra, caballeros. Debemos reunir a muchos patriarcas leales y, Kalten, quiero que empecéis a practicar la falsificación. Los nombres que sustituiréis en esas órdenes de arresto habrán de estar en el estilo de escritura del conde de Lenda. —Se detuvo pensativamente, mirando a su rubio subordinado—. Será mejor que os llevéis a Sparhawk con vos —añadió.
—Puedo arreglármelas solo, mi señor.
—No, Kalten —disintió Vanion—. Me parece que no. Ya he sido testigo de vuestros intentos de escribir sin cometer faltas.
—¿Era malo?—inquirió Darellon.
—Terrible, amigo mío. Una vez escribió una palabra de seis letras y no consiguió poner ni una bien.
—Algunas palabras son de difícil ortografía, Vanion.
—¿Vuestro propio nombre?.
—¡Pero no podéis hacer esto! —protestó con voz aguda el patriarca de Cardos cuando Sparhawk y Kalten lo sacaron de su casa unos días mas tarde—. No podéis arrestar a un patriarca de la Iglesia bajo ningún concepto mientras la jerarquía celebra sesión.
—Pero la jerarquía no mantiene sesión en estos momentos, Su Ilustrísima —le hizo ver Sparhawk—. Las reuniones quedan suspendidas durante el período de duelo oficial.
—De todas formas no pueden juzgarme en un tribunal civil. Exijo que presentéis estas especiosas acusaciones ante un tribunal eclesiástico.
—Llevadlo afuera —ordenó concisamente Sparhawk a sir Perraine. Sacaron a rastras al patriarca de Cardos de la habitación.
—¿Por qué nos demoramos? —preguntó Kalten.
—Por dos cosas. A nuestro prisionero no han parecido sorprenderlo mucho los cargos, ¿no es cierto?
—Ahora que lo dices, no.
—Creo que quizás el conde de Lenda se dejó algunos nombres al elaborar esa lista.
—Es posible. ¿Cuál es el otro motivo?
—Enviemos un mensaje a Annias. El sabe que no podemos hacerle nada mientras no salga de la basílica, ¿no es así?
—Sí.
—Bien, encarcelémoslo allí dentro y restrinjamos su libertad de movimientos..., por irritarlo cuando menos. Todavía le hemos de hacer pagar por ese cocinero envenenado.
—¿Cómo te propones hacerlo?
—Observa... y sigue mi ejemplo.
—¿No lo hago siempre?
Se dirigieron al patio de la lujosa casa del patriarca, una mansión construida —a Sparhawk no le cabía duda de ello —a costa de los sudores de los contribuyentes elenios.
—Mi colega y yo hemos tomado en consideración vuestra petición de una audiencia eclesiástica, Su Ilustrísima —comunicó el alto pandion al prisionero—. Reconocemos cierto mérito a vuestros argumentos. —Comenzó a pasar las hojas de sus órdenes de captura.
—¿Me llevaréis pues a la basílica para realizar una vista? —preguntó el patriarca.
—¿Hmmm? —dijo con aire ausente Sparhawk, todavía leyendo.
—He dicho que si vais a llevarme a la basílica y presentar esas absurdas acusaciones allí.
—Ah, me parece que no, Su Ilustrísima. Eso sería realmente inconveniente. —Sparhawk sacó la orden de arresto del primado Annias y la enseñó a Kalten.