La rosa de zafiro (9 page)

Read La rosa de zafiro Online

Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: La rosa de zafiro
5.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Nadie puede entrar! —vociferó.

—Dejadme paso, compadre —solicitó Sparhawk en su característico tono mortalmente calmado.

—Yo no recibo órdenes de... —comenzó a replicar el oficial.

Después sus ojos se velaron al tiempo que se producía un sonido similar al que haría un melón que chocara en el suelo cuando Kurik lo descabezó limpiamente con su maza erizada de púas. El oficial se vino abajo con el cuerpo crispado.

—Esto es una novedad —comentó sir Tynian a sir Ulath—. Nunca había visto antes que a alguien le saliera el cerebro por la oreja.

—Kurik es muy bueno manejando esa maza —convino Ulath.

—¿Alguna pregunta? —preguntó amenazadoramente Sparhawk a los otros soldados. Estos se quedaron mirándolo fijamente.

—Me parece que os han ordenado que arrojarais las armas —les recordó Kalten. Los interpelados se desprendieron de sus armas.

—Os relevamos en vuestra función aquí, compadres —los informó Sparhawk—. Podéis reuniros con vuestros amigos en el patio. El cuerpo de guardia se apresuró a bajar las escaleras. Los pandion montados avanzaban lentamente hacia los soldados que se encontraban de pie en el patio. Los más fanáticos ofrecieron cierta resistencia, y los caballeros pandion les proporcionaron las «ejecuciones ejemplares» que su preceptor había mencionado. El centro del recinto pronto se cubrió de sangre y de cabezas, brazos y algunas piernas sueltas. A medida que iban viendo el balance de la lucha, los soldados abandonaban las armas y ponían los brazos en alto. Hubo un obstinado grupo que continuaba oponiéndoseles, pero los caballeros los acorralaron contra una pared y allí dieron cuenta de ellos.

—Conducid a los supervivientes a los establos —ordenó Vanion, mirando en derredor —y apostad unos cuantos guardias. —Después desmontó y retrocedió hasta la destartalada puerta—. Ya ha pasado todo, pequeña madre —anunció a Sephrenia, que había aguardado afuera con Talen y Berit—. Podéis pasar sin peligro.

Sephrenia entró en el patio a lomos de su blanco palafrén, tapándose los ojos con una mano. Talen, en cambio, miraba a su alrededor con ojos brillantes y perversos.

—Deshagámonos de esto —propuso Ulath a Kurik, inclinándose para agarrar por los hombros al oficial muerto.

Entre los dos apartaron el cuerpo y Tynian aplastó pensativamente con el pie el charco de sesos que cubría parte del escalón superior.

—¿Siempre partís en pedazos a vuestros enemigos de esta manera? —preguntó Talen a

Sparhawk mientras desmontaba y acudía a ayudar a Sephrenia a bajar del caballo.

—Vanion quería que los soldados vieran lo que les ocurriría si presentaban más resistencia. El desmembramiento suele ser muy convincente.

—¿Debéis hacerlo? —Sephrenia tuvo un escalofrío.

—Será mejor que nos dejéis entrar primero, pequeña madre —aconsejó Sparhawk cuando Vanion se reunió con elfos acompañado de veinte caballeros—. Puede que haya soldados escondidos adentro.

Comprobaron que sí los había, pero los caballeros de Vanion los localizaron con su acostumbrada eficiencia, los llevaron a la puerta principal y les dieron cumplidas instrucciones de sumarse a sus compañeros que se hallaban en los establos.

Sparhawk abrió las puertas de la sala del consejo, que no custodiaba nadie, y dejó con deferencia que entrara primero Vanion. Lycheas estaba, encogido y tembloroso, detrás de la mesa del consejo con un obeso hombre vestido de rojo, y el barón Harparin daba desesperadas sacudidas al tirador de una de las campanas.

—¡No podéis entrar aquí! —espetó excitadamente Harparin a Vanion con su aguda y afeminada voz—. Os ordeno que os marchéis de inmediato con el peso de la autoridad del príncipe Lycheas. Vanion le dirigió una fría mirada, que no extrañó a Sparhawk, el cual conocía el gran desdén que profesaba por el repugnante pederasta.

—Este hombre me irrita —declaró categóricamente, señalando a Harparin—. ¿Me hará alguien el favor de quitármelo de delante?

Ulath rodeó la mesa con el hacha de guerra en las manos.

—¡No os atreveréis! —chilló Harparin, echándose atrás y manipulando vanamente todavía el tirador—. Soy un miembro del consejo real. No osaréis hacerme nada.

Ulath, de hecho, se atrevió. La cabeza de Harparin rebotó una vez y luego fue rodando por la alfombra hasta pararse cerca de la ventana. Tenía la boca extremadamente abierta y los ojos aún desorbitados por el horror.

—¿Era más o menos esto lo que proponíais, lord Vanion? —preguntó educadamente el fornido thalesiano.

—Aproximadamente, sí. Gracias, sir Ulath.

—¿Y qué hacemos con los otros dos? —Ulath apuntó con el hacha a Lycheas y al obeso personaje.

—Ah... todavía no, sir Ulath. —El preceptor pandion se acercó a la mesa del consejo cargando con la caja que contenía las espadas de los caballeros caídos—. Ahora, Lycheas, decidme, ¿dónde está el conde de Lenda?

Lycheas se quedó mirándolo boquiabierto.

—Sir Ulath —dijo Vanion con voz gélida como el hielo.

—¡No! —gritó Lycheas—, Lenda está prisionero abajo en las bodegas. No le hemos hecho daño, lord Vanion. Os juro que está...

—Llevad a Lycheas y a este otro abajo a las mazmorras —ordenó Vanion a un par de sus caballeros—. Liberad al conde de Lenda y poned a estos dos en su celda. Después traed al conde.

—¿Me permitís, mi señor? —solicitó Sparhawk.

—Por supuesto.

—Lycheas, el bastardo —dijo ceremoniosamente Sparhawk—: como paladín de la reina, tengo el inconfundible placer de arrestaros con el cargo de alta traición. La pena es de sobra conocida. Nos ocuparemos de ello en el momento apropiado. Las reflexiones que os hagáis al respecto os mantendrán ocupado en las largas y tediosas horas de vuestro confinamiento.

—Podría ahorraros un montón de tiempo y de gastos, Sparhawk —se ofreció servicialmente

Ulath, volviendo a levantar el hacha. Sparhawk fingió tomar en cuenta la oferta.

—No —declinó con aire de lamentarlo—. Lycheas ha pisoteado al pueblo de Cimmura y creo que éste tiene derecho a presenciar el espectáculo de una hermosa y sucia ejecución pública.

Lycheas lloriqueaba aterrorizado cuando sir Perraine y otro caballero se lo llevaron a rastras pasando por delante de la cabeza de desorbitados ojos del barón Harparin.

—Sois un hombre duro y despiadado, Sparhawk —observó Bevier.

—Lo sé. —Sparhawk miró a Vanion—, Tendremos que esperar a Lenda —señaló—. Tiene la llave de la sala del trono. No quiero que Ehlana se despierte y vea que le hemos hecho añicos la puerta.

Vanion asintió con la cabeza.

—De todas formas lo necesito para otra cuestión —explicó. Depositó la caja de las espadas en la mesa del consejo y tomó asiento en una de las sillas—. Oh, por cierto —indicó—, tapad a Harparin antes de que Sephrenia entre aquí. Las cosas de esta naturaleza la afligen.

Aquélla era otra prueba, pensó Sparhawk, de que la consideración con que Vanion trataba a

Sephrenia iba más allá de lo que era habitual en él.

Ulath se encaminó a la ventana, arrancó una de las cortinas y se volvió, deteniéndose tan sólo para colocar con el pie la cabeza de Harparin debajo de su cuerpo, y después cubrió los restos con la tela.

—Toda una generación de muchachitos dormirán más tranquilos ahora que Harparin ya no está entre nosotros —observó con ligereza Kalten—, y seguramente mencionarán a Ulath en sus oraciones cada noche.

—Recibiré todas las bendiciones que se me dediquen —repuso Ulath con tono indiferente. Sephrenia entró seguida de Talen y Berit, y miró en derredor.

—Qué agradable sorpresa —apreció—. Estaba esperando encontrarme con los restos de alguna nueva carnicería. —Entonces entornó los ojos y apuntó al cuerpo tapado que yacía junto a la pared—. ¿Qué es esto? —preguntó.

—El difunto barón Harparin —respondió Kalten—. Nos ha dejado de una manera un tanto repentina.

—¿Lo habéis hecho vos, Sparhawk? —inquirió con tono acusador.

—¿Yo?

—Os conozco demasiado bien, Sparhawk.

—En realidad he sido yo, Sephrenia —dijo con voz cansina Ulath—. Siento mucho que os incomode, pero, ya se sabe, soy thalesiano. Tenemos fama de ser unos bárbaros. —Se encogió de hombros—. Uno se ve más o menos obligado a mantener la reputación de su país, ¿no os parece? Negándose a responder, la mujer fue recorriendo con la mirada la habitación, fijándola en los rostros de los otros pandion presentes.

—Bien —constató—. Estamos todos aquí. Abrid la caja, lord Vanion. Vanion hizo lo que le pedía.

—Caballeros —se dirigió Sephrenia a los pandion presentes en la sala al tiempo que depositaba la espada de sir Gared en la mesa junto a la caja—. Hace unos meses, doce de vosotros colaborasteis conmigo en la invocación del hechizo que ha mantenido con vida a la reina Ehlana. Desde entonces, seis de vuestros valientes compañeros se han marchado a la Morada de los Muertos. Sus espadas, no obstante, deben estar con nosotros cuando revoquemos el encantamiento para poder curar a la reina. Por eso, cada uno de los que estuvisteis allí debe llevar el arma de uno de vuestros compañeros fallecidos así como la suya propia. Voy a liberar el hechizo que hará posible que toméis dichas espadas. Después iremos a la sala del trono, donde seréis relevados en la tarea de cargar las espadas de los muertos.

—¿Relevados? —se extrañó Vanion—. ¿Por quién?

—Por sus propietarios.

—¿Vais a invocar fantasmas en la sala del trono? —preguntó, perplejo.

—Vendrán sin ser llamados. Sus juramentos son garantía de ello. Como en la anterior ocasión, rodearéis el trono con las espadas extendidas. Yo revocaré el encantamiento, y el cristal desaparecerá. El resto depende de Sparhawk... y del Bhelliom.

—¿Qué es lo que debo hacer exactamente? —inquirió Sparhawk.

—Os lo diré en el momento oportuno —respondió la estiria—. No quiero que hagáis nada prematuro.

Sir Perraine entró en la sala del consejo acompañando al anciano conde de Lenda.

—¿Cómo era la mazmorra, mi señor de Lenda? —preguntó alegremente Vanion.

—Húmeda, lord Vanion —repuso Lenda—. También oscura y bastante apestosa. Ya sabéis cómo son las mazmorras.

—No. —Vanion emitió una carcajada—. De veras que no. Es una experiencia a la que preferiría renunciar. —Observó la arrugada cara del viejo cortesano—. ¿Os encontráis bien, Lenda? —inquirió—. Parecéis cansado.

—Los viejos siempre parecen cansados, Vanion. —Lenda sonrió—. Y yo soy más viejo que la mayoría de ellos. —Irguió sus delgados hombros—. Ser arrojado a las mazmorras es un azar que va con la profesión de quienes ostentan cargos públicos. Uno acaba por acostumbrarse. He pasado peores penalidades.

—Estoy convencido de que Lycheas y ese individuo disfrutarán de la mazmorra, mi señor —le aseguró Kalten de buen humor.

—Lo dudo mucho, sir Kalten.

—Les hemos inculcado la idea de que el final de su encarcelamiento marcará su entrada en otro mundo. Estoy seguro de que preferirán la mazmorra. Las ratas no son tan desagradables.

—Veo que el barón Harparin está ausente—observó Lenda—. ¿Ha escapado?

—Sólo en cierto modo, mi señor—respondió Kalten—. Estaba comportándose de manera muy ofensiva. Ya sabéis cómo era Harparin. Sir Ulath le dio una lección de cortesía... con el hacha.

—Veo que este día está lleno de placenteras sorpresas —constató riéndose Lenda.

—Mi señor de Lenda —anunció un tanto ceremoniosamente Vanion—, ahora vamos a ir a la sala del trono a curar a la reina. Me gustaría que vos fuerais testigo de dicha curación para que podáis confirmar su identidad en caso de que más adelante se suscitaran dudas al respecto. El vulgo es supersticioso, y existen individuos que tal vez quisieran hacer circular rumores que propagaran que Ehlana es una impostora.

—Muy bien, mi señor Vanion —aceptó Lenda—, pero ¿cómo os proponéis curarla?

—Ya lo veréis. —Sephrenia sonrió y, tendiendo las manos sobre las espadas, habló unos momentos en estirio. Las armas brillaron un instante cuando invocó el hechizo, y los caballeros que habían estado presentes durante el ritual que encerró a la reina en una urna de cristal se acercaron a la mesa. La mujer les habló brevemente en voz baja y luego cada uno de ellos tomó una de las espadas—. Muy bien —dijo—, vayamos a la sala del trono.

—Esto es muy misterioso —comentó Lenda a Sparhawk mientras caminaban por el corredor en dirección a la sala del trono.

—¿Habéis visto alguna vez una demostración real de la magia? —le preguntó Sparhawk.

—Yo no creo en la magia, Sparhawk.

—Es posible que modifiquéis muy pronto vuestro punto de vista. —Sparhawk esbozó una sonrisa.

El anciano cortesano sacó la llave de un bolsillo interior y abrió la puerta de la sala del trono. Después todos entraron detrás de Sephrenia. La estancia estaba oscura pues, durante el confinamiento de Lenda, nadie se había molestado en cambiar las velas. Sparhawk, no obstante, todavía oía el mesurado palpitar del corazón de su reina resonando en las tinieblas. Kurik salió afuera y trajo una antorcha.

—¿Ponemos velas nuevas?—preguntó a Sephrenia.

—Sin duda —respondió la estiria—. No vamos a despertar a la reina en una habitación a oscuras.

Kurik y Berit cambiaron los cirios consumidos por otros enteros y después Berit miró con curiosidad a la joven reina a la que había servido tan fielmente sin siquiera haberla visto nunca. Los ojos se le desorbitaron súbitamente y pareció contener el aliento. Su mirada reflejaba una veneración insuperable, pero Sparhawk creyó percibir en ella algo más que mero respeto. Berit tenía aproximadamente la misma edad que Ehlana y, después de todo, ella era muy hermosa.

—Eso está mucho mejor —alabó Sephrenia, paseando la mirada por la estancia iluminada—. Sparhawk, venid conmigo —indicó, conduciéndolo al estrado sobre el que se asentaba el trono. Ehlana permanecía sentada de forma idéntica a como lo había hecho durante todos aquellos meses. Lucía la corona de Elenia encima de sus pálidos y rubios cabellos y vestía su atuendo de ceremonia. Tenía los ojos cerrados y el semblante sereno.

—Sólo unos minutos más, mi reina —murmuró Sparhawk que, extrañamente, tenía los ojos anegados de lágrimas y el corazón en un puño.

—Quitaos los guanteletes, Sparhawk —dijo Sephrenia—. Los anillos deberán estar en contacto con el Bhelliom para liberar su poder.

El pandion se desprendió de los guanteletes de malla metálica e, introduciendo la mano debajo de la sobreveste, sacó la bolsa de lona y aflojó la cuerda que la cerraba.

Other books

A Hint of Rapture by Miriam Minger
Miss Westlake's Windfall by Barbara Metzger
A Barcelona Heiress by Sergio Vila-Sanjuán
Gojiro by Mark Jacobson
When Harriet Came Home by Coleen Kwan
Siren by John Everson
HighlandHeat by Tilly Greene