Read La rosa de zafiro Online

Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La rosa de zafiro (10 page)

BOOK: La rosa de zafiro
5.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Bien, caballeros —indicó Sephrenia a los caballeros supervivientes—, ocupad vuestros lugares.

Vanion y los otros cinco pandion se situaron en posiciones espaciadas rodeando el trono, cada uno de ellos empuñando su propia espada y la de uno de sus compañeros fallecidos.

Sephrenia permaneció junto a Sparhawk y comenzó a formar el encantamiento en estirio a la vez que ondulaba los dedos. Las velas disminuían e incrementaban su llama casi de manera acompasada al sonoro hechizo. En un momento determinado, la sala fue impregnándose del conocido olor a muerte. Sparhawk apartó los ojos del rostro de Ehlana para aventurar una mirada hacia el círculo de caballeros. Donde antes había habido seis, ahora había doce. Las traslúcidas formas de los que habían perecido uno tras otro en el transcurso de los meses precedentes habían regresado sin ser invocadas para hacerse cargo por última vez de sus espadas.

—Ahora, caballeros —instruyó Sephrenia a los vivos y a los muertos a un tiempo—, apuntad con vuestras espadas al trono.

Entonces dio inicio a un encantamiento distinto. El extremo de cada espada comenzó a brillar, y aquellas incandescentes puntas de luz fueron tornándose más y más resplandecientes hasta rodear el trono con un anillo de pura luz. Sephrenia alzó el brazo, pronunció una palabra, y luego lo bajó con rapidez. El cristal que envolvía el trono se agitó como el agua y desapareció de repente.

Ehlana inclinó la cabeza hacia adelante y su cuerpo comenzó a temblar violentamente. Su respiración se hizo trabajosa y los latidos de su corazón, que todavía resonaban en la habitación, adquirieron un ritmo irregular. Sparhawk subió de un salto al estrado para acudir en su ayuda.

—¡Aún no! —lo atajó Sephrenia.

—Pero...

—¡Haced lo que os digo!

El caballero permaneció inútilmente inclinado sobre su sufriente reina durante un minuto que se le antojó una hora. Poco después Sephrenia se adelantó y levantó la barbilla de Ehlana con ambas manos. Los grises ojos de la reina estaban muy abiertos y desenfocados, y su rostro aparecía grotescamente torcido.

—Ahora, Sparhawk —indicó Sephrenia—, tomad el Bhelliom en las manos y aplicádselo al corazón. Aseguraos de que los anillos toquen la piedra. Ordenadle al mismo tiempo que la cure. Sparhawk cogió la rosa de zafiro con las dos manos y luego tocó suavemente con la gema el pecho de Ehlana.

—¡Sana a mi reina, Bhelliom Rosa Azul! —ordenó en voz alta.

La enorme oleada de poder que brotó de la joya que asía lo obligó a caer de rodillas. Las velas parpadearon y oscurecieron su luz como si alguna tenebrosa sombra hubiera pasado por la habitación. ¿Era algo que huía? ¿O acaso era esa sombra espantosa que lo seguía y lo acechaba en todos sus sueños? Ehlana se quedó rígida y su esbelto cuerpo se pegó violentamente contra el respaldo del trono. De su garganta brotó un ronco jadeo y después su mirada de desorbitados ojos recobró de improviso un aire racional y se fijó con perplejidad en Sparhawk.

—¡Ya está! —exclamó Sephrenia con voz temblorosa antes de dejarse caer débilmente en la tarima.

Ehlana inspiró profundamente, estremeciéndose.

—¡Mi caballero! —gritó con voz apagada, tendiendo los brazos hacia el pandion de negra armadura que permanecía de hinojos ante ella. Pese a su fragilidad, su voz era rica y modulada, la voz de una mujer ahora y no la infantil que Sparhawk recordaba—. Oh, mi Sparhawk, por fin habéis venido a mí. —Puso las temblorosas manos sobre sus acorazados hombros y, acercando la cara por debajo de su visera levantada, lo besó largamente.

—Basta ya, criaturas —les dijo Sephrenia—. Sparhawk, llevadla a sus aposentos.

Sparhawk estaba muy perturbado. El beso de Ehlana había distado mucho de ser infantil. Guardó el Bhelliom, se quitó el yelmo y lo lanzó a Kalten y después alzó cuidadosamente a Ehlana en sus brazos. Ésta le rodeó los hombros con sus pálidos brazos y apoyó la mejilla contra la suya.

—Oh, os he encontrado —musitó—, y os amo, y no os dejare marchar.

Sparhawk reconoció el texto que estaba citando y lo encontró escandalosamente inapropiado. Su desazón iba en aumento. Era evidente que en todo aquello había un grave malentendido.

Capítulo 4

Ehlana iba a convertirse en un problema, decidió Sparhawk mientras se quitaba la armadura poco después de haberse presentado ante su reina a la mañana siguiente. Aun cuando ella no había estado ausente de su pensamiento durante su exilio, ahora veía que debía someterse a una serie de difíciles ajustes mentales. Cuando él se había ido, sus posiciones relativas habían estado claramente definidas. El era el adulto y ella la niña. Eso había cambiado y ahora ambos pisaban el desconocido terreno de la relación entre monarca y súbdito. Kurik y otras personas le habían contado que la muchacha que él había educado casi desde que era un bebé había dado muestras de considerable temple durante los pocos meses que habían precedido a su envenenamiento por parte de Annias. Oírlo, sin embargo, era una cosa y experimentarlo, otra muy distinta. Esto no significaba que

Ehlana se comportara de manera brusca o autoritaria con él, pues no era así. Ella sentía —pensaba, y confiaba, el caballero —un genuino afecto por él, y no le daba órdenes directas sino que le daba a entender que esperaba que él accediera a sus deseos. Estaban moviéndose en un área indefinida que ofrecía toda clase de oportunidades para que ambos dieran pasos en falso.

Varios incidentes recientes eran ejemplo de aquello. En primer lugar, su petición de que él durmiera en la habitación contigua a la suya era, a su entender, de lo más inadecuado, incluso ligeramente escandaloso. Cuando él había intentado argüir en ese sentido, no obstante, ella se había reído de sus temores. Su armadura, razonaba él, había proporcionado cierta defensa contra las habladurías. Los tiempos que corrían eran, en fin de cuentas, agitados, y la reina de Elenia precisaba protección. Como su paladín, Sparhawk tenía la obligación, el derecho incluso, de montar guardia a su lado. Pero cuando había vuelto a presentarse ante ella esa mañana con armadura al completo, había arrugado la nariz y sugerido que cambiara de atuendo inmediatamente. Él sabía que ésa sería una grave equivocación. El paladín de la reina en armadura era una cosa, y nadie que tuviera una mínima preocupación por su propia salud iba a presentar el más mínimo reparo por la proximidad de Sparhawk a la persona real. En cambio, si iba vestido con jubón y calzones, la situación cambiaba totalmente. Los criados murmurarían, y las habladurías de éstos siempre encontraban la manera de propagarse por la ciudad.

Ahora Sparhawk se miraba dubitativamente en el espejo. Llevaba un jubón de terciopelo negro con ribetes de plata y unos calzones grises. La vestimenta guardaba un leve parecido con un uniforme, y las botas negras que había elegido presentaban una apariencia más militar que los zapatos de afilada punta que a la sazón estaban de moda en la corte. Descartó el fino estoque que tenía a mano y se ciñó en su lugar su pesada espada de hoja ancha. El efecto era un tanto ridículo, pero la presencia de la contundente arma afirmaba a las claras la ocupación que traía a Sparhawk a los apartamentos de la reina.

—Esto queda absolutamente grotesco —se rió Ehlana cuando regresó a la sala de estar donde ella yacía confortablemente albergada por mullidos cojines en un diván, con las rodillas cubiertas por una colcha de satén azul.

—¿Mi reina? —contestó él con frialdad.

—La espada de hoja ancha, Sparhawk. Está completamente fuera de lugar con esa ropa. Quitárosla, por favor, ahora mismo y ceñiros el estoque que ordené que se os entregara.

—Si mi apariencia os ofende, Majestad, me retiraré. La espada, sin embargo, se queda donde está. No puedo protegeros con una aguja de hacer calceta.

Los grises ojos de la reina centellearon.

—Sois un... —comenzó a decir airadamente.

—Es mi decisión, Ehlana —la atajó—. Vuestra seguridad es una responsabilidad mía, y las medidas que yo adopte para facilitárosla no están sujetas a discusión.

Intercambiaron una larga y dura mirada. Aquélla no sería la primera vez que sus voluntades entrarían en conflicto, auguró Sparhawk.

—Tan rígido e inflexible, mi paladín —dijo Ehlana, con la mirada ya más cálida.

—En lo que concierne a Su Majestad, sí lo soy —admitió sin ambages, en la creencia de que era mejor dejar aquello bien sentado desde un principio.

—¿Pero por qué estamos discutiendo, mi caballero? —La joven sonrió caprichosamente, haciendo aletear las pestañas.

—No hagáis eso, Ehlana —la reprendió, sin advertir que adoptaba el tono que había utilizado cuando ella era una niña—. Sois la reina, y no una remilgada camarera que trata de salirse con la suya. No pidáis ni intentéis ser encantadora. Ordenad.

—¿Os quitaríais la espada si os lo ordenara, Sparhawk?

—No, pero yo no estoy sometido a las normas generales.

—¿Quién lo ha decidido?

—Yo. Podemos mandar a buscar al conde de Lenda si lo deseáis. Está muy versado en la ley y puede darnos su opinión sobre este asunto.

—Pero si él se decide contra vos, no vais a hacerle caso, ¿verdad?

—No.

—Eso no es justo, Sparhawk.

—No estoy tratando de ser justo, mi reina.

—Sparhawk, cuando estamos solos como ahora, ¿creéis que podríais dispensarme de los tratamientos de «Su Majestad» y «mi reina»? Después de todo, yo tengo un nombre, y no temíais utilizarlo cuando yo era niña.

—Como queráis —acordó con un encogimiento de hombros.

—Decidlo, Sparhawk. Decid Ehlana. No es un nombre desagradable y estoy convencida de que no os vais a atragantar al pronunciarlo.

—De acuerdo, Ehlana —capituló, sonriendo.

Después de la derrota sufrida en la cuestión de la espada, ella necesitaba una victoria de alguna clase para recomponer su dignidad.

—Estáis mucho más atractivo cuando sonreís, mi paladín. Deberíais intentar sonreír más a menudo. —Se arrellanó en los cojines con aire pensativo. Su pálido pelo rubio había sido cuidadosamente peinado esa mañana y llevaba unas cuantas joyas, modestas aunque caras.

Tenía las mejillas encantadoramente sonrosadas, lo cual contrastaba con la extrema blancura de su piel—. ¿Qué hicisteis en Rendor después de que el idiota de Aldreas os enviara al exilio?

—Ésa no es manera apropiada de hablar de vuestro padre, Ehlana.

—Apenas si se comportó como un padre, Sparhawk, y su inteligencia no era precisamente sobresaliente. Los esfuerzos que hizo manteniendo relaciones con su hermana debieron de ablandarle el cerebro.

—¡Ehlana!

—No seáis tan mojigato, Sparhawk. Todo el palacio estaba al corriente de ello... y toda la ciudad, probablemente.

Sparhawk resolvió que era hora de buscar un marido para su reina.

—¿Cómo averiguasteis tantos detalles sobre la princesa Arissa? —le preguntó—. La enviaron a ese convento cercano a Demos antes de que vos nacierais.

—Las habladurías duran mucho tiempo, Sparhawk, y Arissa distaba mucho de ser una mujer discreta.

Sparhawk se devanó los sesos buscando la manera de cambiar de tema. Aun cuando Ehlana parecía ser consciente de lo que implicaban sus palabras, él no podía dar crédito a la idea de que ella pudiera ser tan desenvuelta en aquellas cuestiones. Una parte de sí mismo se aferraba con obstinación a la noción de que, bajo su evidente madurez, aún subsistía la misma niña inocente que había dejado diez años antes.

—Tendedme la mano izquierda —le indicó él—. Tengo algo para vos.

El tono que marcaba sus relaciones era todavía impreciso. Ambos lo sentían vivamente y padecían una extrema incomodidad por ello.

Sparhawk fluctuaba entre una rígida y correcta formalidad y un trato rudo, de autoridad casi militar. Ehlana también parecía oscilar de un momento a otro entre la juguetona y flaca muchachita que él había instruido y moldeado, y la reina plenamente desarrollada. En un nivel bastante más profundo, ambos eran extremadamente conscientes de los cambios que el paso de una corta década había provocado en Ehlana. El proceso de maduración había aportado significativas transformaciones en el cuerpo de Ehlana. Dado que Sparhawk no había estado presente para acostumbrarse gradualmente a ellas, ahora se le aparecían de improviso en todo su esplendor. Trataba tan bien como sabía de evitar mirarla sin ofenderla. Ehlana, por su parte, parecía bastante satisfecha con sus recientemente adquiridos atributos y daba la impresión de vacilar entre el deseo de exhibirlos, de hacer alarde de ellos incluso, y una vergonzosa compulsión a ocultarlos detrás de cualquier cosa que se le presentara a mano. Eran momentos difíciles para los dos.

A estas alturas se debería dejar bien claro algo en defensa de Sparhawk. La casi apabullante femineidad de Ehlana, unida a su majestuoso semblante y desconcertante candor, lo habían confundido, y los anillos ofrecían un aspecto tan similar que es comprensible que sacara el suyo propio por equivocación. Deslizó la sortija en el dedo de la joven sin darse cuenta de lo que ello implicaba.

A pesar de la semejanza de los dos anillos, existían minúsculas diferencias entre ellos, y es de todos sabido que las mujeres son infalibles para reconocer tan pequeñas variaciones. Ehlana dedicó a la sortija de rubí que acababa de colocar en su mano lo que apenas pasó de ser una ojeada y después, con un chillido de regocijo, se arrojó a sus brazos, casi haciéndole perder el equilibrio, y pegó los labios a los suyos.

Fue una desafortunada casualidad, tal vez, que Vanion y el conde de Lenda eligieran ese momento para entrar en la habitación. El anciano conde carraspeó educadamente y Sparhawk, ruborizado hasta la raíz del pelo, se zafó delicada pero firmemente de los brazos con que la reina le había rodeado el cuello.

El conde de Lenda sonreía sagazmente y Vanion tenía una ceja enarcada.

—Perdonad la interrupción —se disculpó diplomáticamente Lenda—, pero, dado que vuestra recuperación parece seguir un halagüeño curso, lord Vanion y yo habíamos pensado que sería momento adecuado de poneros al corriente de ciertos asuntos de estado.

—Desde luego, Lenda —respondió la reina, desoyendo la pregunta implícita acerca de qué estaban haciendo exactamente ella y Sparhawk cuando la pareja había entrado en la habitación.

—Hay unos amigos aguardando afuera, Su Alteza —informó Vanion—. Ellos se hallan en condiciones de referiros algunos acontecimientos de manera más detallada de lo que haríamos el conde y yo.

BOOK: La rosa de zafiro
5.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Box Man by Abe, Kobo
La Brava (1983) by Leonard, Elmore
About That Fling by Tawna Fenske
Back to the Heart by Sky Corgan
Ascending by James Alan Gardner
Yellow Birds by Kevin Powers
Safe Harbor by Luanne Rice
Left Out by Tim Green