—Entiendo. Sea cual sea el caso, es muy amable por vuestra parte llevarme en esta excursión. ¿Necesitaré ropas especiales para bañarme?
—No es necesario. El lugar está lo suficientemente resguardado, y las ropas disminuyen el efecto de las aguas.
—Sí, eso parece razonable.
Cugel ayudó a la señora Soldinck a subir al carruaje, luego trepó al asiento del conductor. Pisó el pedal del acelerador, y el carruaje partió cruzando la plaza.
Cugel siguió el camino que ascendía a la montaña. Pompodouros quedó abajo, luego desapareció entre las rocas. Densas juncias negras a ambos lados proporcionaban un intenso olor aromático, y Cugel tuvo claro de dónde derivaban los habitantes de la isla la materia prima para su cerveza.
Finalmente el camino desembocó en una pequeña y lúgubre pradera. Cugel detuvo el carruaje para dejar descansar al drogger. La señora Soldinck dijo con voz aguda:
—¿Ya hemos llegado a la fuente? ¿Dónde está el templo que protege los baños?
—Todavía queda un corto trecho de camino —dijo Cugel.
—¿De veras? Fuscule, tendríais que haberos agenciado un carruaje más confortable. Este vehículo salta y se balancea como si arrastráramos una plancha por encima de las rocas, y no hay ninguna protección contra el polvo.
Cugel giró en su asiento y dijo severamente:
—Señora Soldinck, por favor dejad a un lado vuestras quejas; irritan mis nervios. De hecho hay algo más que decir, y lo haré utilizando toda la sinceridad de un gusaneador. Pese a todas vuestras estimables cualidades, os habéis estropeado y engordado a causa de un exceso de lujo y de comida. ¡Vivís un sueño decadente! Respecto al carruaje: gozad de las comodidades mientras aún se hallan a vuestra disposición, puesto que, cuando el camino se haga más empinado, os veréis obligada a andar.
La señora Soldinck le miró sin saber qué decir.
—Además, éste es el lugar donde normalmente cobro lo que me corresponde —dijo Cugel—. ¿Cuánto lleváis sobre vuestra persona?
La señora Soldinck consiguió al fin hallar su lengua. Habló con voz gélida:
—Seguro que podéis esperar hasta que regresemos a Pompodouros. El Maestro Soldinck os entregará lo que sea justo a su debido tiempo.
—Prefiero buenos terces ahora que justicia más tarde. Aquí puedo maximizar mis beneficios. En Pompodouros voy a tener que llegar a un compromiso con la avaricia de Soldinck.
—Esta es una forma muy egoísta de ver las cosas.
—Es la voz de la lógica clásica, tal como nos es enseñada en la escuela de gusaneadores. Podéis pagar por encima de al menos cuarenta y cinco terces.
—¡Eso es absurdo! ¡No llevo tal suma sobre mi persona!
—Entonces podéis entregarme ese fino ópalo que lleváis al hombro.
—¡Nunca! ¡Es una gema valiosa! Aquí hay dieciocho terces; es todo lo que llevo conmigo. Ahora conducidme inmediatamente a los baños, y sin más insolencias.
—Estáis enfocando las cosas por el ángulo equivocado, señora Soldinck. Tengo intención de firmar como gusaneador en el
Galante
, no importan los problemas que esto le traiga a Cugel. Por lo que a mi respecta, puede quedarse anclado aquí para siempre. En cualquier caso vais a seguir viéndome a menudo, y la cordialidad será correspondida con más cordialidad, y podréis presentarme incluso a vuestras encantadoras hijas.
De nuevo se halló la señora Soldinck falta de palabras. Finalmente dijo:
—Llevadme a los baños.
—Sí, es tiempo de proseguir —dijo Cugel—. Pero sospecho que el drogger, si fuera consultado, afirmaría que ha gastado ya dieciocho terces de esfuerzo. En Lausicaa no estamos tan gordos como los extranjeros.
—Vuestras observaciones, Fuscule, son extraordinarias —dijo la señora Soldinck, con un intenso control.
—Ahorrad vuestro aliento, puesto que vais a necesitarlo cuando el drogger empiece a flaquear.
La señora Soldinck guardó de nuevo silencio. La montaña empezaba a hacerse cada vez más empinada, y el camino giraba hacia uno y otro lado hasta que finalmente, coronando un pequeño risco, desembocó en un prado poblado de umbríos árboles de jengibre de un color verde amarillento, con un único y alto lancelade de lustroso tronco rojo oscuro y plumoso follaje negro, irguiéndose en medio de todos los demás como un rey.
Cugel detuvo el carruaje junto a un arroyo que cruzaba rumorosamente el prado.
—Ya hemos llegado, señora Soldinck. Podéis bañaros en el agua, y yo tomaré nota de los resultados.
La señora Soldinck contempló el arroyo sin entusiasmo.
—¿Es posible que éste sea el lugar de los baños? ¿Dónde está el templo? ¿Y la estatua caída? ¿Dónde está el arco de Cosmei?
—Los baños propiamente dichos están más arriba en la montaña —dijo Cugel con voz lánguida—. Esta es la misma agua, que en cualquier caso produce poco efecto sobre todo en casos exagerados.
La señora Soldinck enrojeció violentamente.
—Podéis conducirme ahora mismo de vuelta. El Maestro Soldinck hará otros arreglos para mi.
—Como queráis. De todos modos, aceptaré mi gratificación ahora, si no os importa.
—Podéis dirigiros al Maestro Soldinck para vuestra gratificación. Estoy segura de que él tendrá algo que deciros.
Cugel hizo dar la vuelta al carruaje y emprendió el camino de regreso montaña abajo, diciendo:
—Nunca comprenderé la forma en que piensan las mujeres.
La señora Soldinck permaneció sentada en un helado silencio, y a su debido tiempo el carruaje llegó de vuelta a Pompodouros. Cugel condujo a la señora Soldinck al
Galante
; sin dirigir una mirada atrás, la mujer subió a buen paso la plancha.
Cugel devolvió el carruaje frente al club, luego entró en el local y se sentó en un reservado discreto. Volvió a arreglar su velo, sujetándolo a la parte interior del ala de su sombrero, a fin de no poder ser confundido con Fuscule.
Transcurrió una hora. El capitán Baunt y el Jefe Gusaneador Drofo, tras terminar sus gestiones, cruzaron la plaza y se quedaron conversando frente a la puerta del club, donde poco después se les unió Pulk.
—¿Y dónde está Soldinck? —preguntó el capitán Baunt—. Seguro que a estas horas ya habrá terminado con todos los spralings puestos a su disposición.
—Eso creo yo también —dijo el capitán Baunt—. Espero que no le haya ocurrido nada.
—No estando en manos de Fuscule —dijo Pulk—. Sin duda están en los corrales, cerrando el trato del gusano.
El capitán Baunt señaló colina arriba.
—¡Oh, ahí viene Soldinck! Parece en un estado lamentable, como si le costara poner un pie delante del otro.
Con los hombros caídos y caminando con exagerado cuidado, Soldinck cruzó la plaza por un camino indirecto y finalmente se unió al grupo frente al club. El capitán Baunt avanzó unos pasos a su encuentro.
—¿Os encontráis bien? ¿Hay algo que haya ido mal?
Soldinck habló con voz ronca y apenas audible.
—He tenido una experiencia horrible.
—¿Qué ha ocurrido? ¡Al menos estáis vivo!
—Sólo apenas. Estas últimas horas me atormentarán todo el resto de mi vida. Culpo de ello a Fuscule, en todos sus aspectos. ¡Lo califico como un demonio de perversidad! Compré su gusano; al menos tenemos eso. Drofo, ve a llevarlo al barco; abandonaremos inmediatamente este hediondo agujero.
Pulk hizo una pregunta tentativa:
—¿Sigue siendo Fuscule nuestro gusaneador?
—¡Ja! —declaró Soldinck con voz salvaje—. ¡No cuidará de ningún gusano en mi barco! Cugel sigue en su puesto.
La señora Soldinck había visto a su esposo cruzar la plaza, y no podía seguir reteniendo su rabia. Descendió al muelle y se acercó al club. Tan pronto como llegó a oídos de Soldinck exclamó:
—¡Así que ahí apareces al fin! ¿Dónde estabas mientras yo sufría las insolencias y el ridículo en manos de ese maldito Fuscule? ¡En el momento mismo en que ponga su pie en el barco, yo salgo de él! ¡Comparado con Fuscule, Cugel es un bendito ángel de la luz! ¡Cugel debe seguir siendo el gusaneador!
—Esa, querida, es exactamente mi opinión.
Pulk intentó intercalar unas palabras apaciguadoras.
—No puedo creer que Fuscule haya actuado de otro modo más que correctamente. Seguro que se ha producido algún error o una mala interpretación…
—¿Una mala interpretación, cuando me exigió cuarenta y cinco terces y me sacó dieciocho sólo porque yo no llevaba más, y deseaba mi precioso ópalo como parte del trato, y luego lanzó sobre mí una serie de ignominias en las que no quiero ni pensar? ¡Y alardeó, podéis creerlo, de que pretendía subir a bordo del
Galante
como gusaneador! ¡Eso no va a ocurrir nunca, aunque yo tenga que montar guardia día y noche en la plancha de acceso!
—La decisión es definitiva a este respecto —dijo el Capitán Baunt—. ¡Fuscule tiene que ser un loco!
—¡Un loco o algo peor! ¡Es difícil describir el alcance de su maldad! Y sin embargo, durante todo el rato, percibí en él una cierta familiaridad, ¡como si de algún modo, en una existencia anterior, o en una pesadilla, lo hubiera conocido!
—La mente juega extrañas pasadas —observó el capitán Baunt—. Me siento ansioso por conocer a este sorprendente individuo.
—¡Ahí viene ahora, con Drofo! —exclamó Pulk—. Por fin tendremos una explicación, y quizá una disculpa adecuada.
—¡No deseo ninguna de las dos cosas! —exclamó la señora Soldinck—. ¡ Sólo quiero marcharme de esta deprimente isla! —Giró sobre sus talones y se alejó a largos pasos, cruzando la plaza en dirección al
Galante
.
Fuscule, avanzando a grandes zancadas, se acercó al grupo, con Drofo casi corriendo uno o dos pasos más atrás. Fuscule se detuvo y, alzando su velo, observó al grupo.
—¿Dónde está Soldinck?
Dominando su irritación, Soldinck dijo fríamente:
—¡Sabéis muy bien quién soy! Yo también os conozco bien, avaricioso ladrón. No voy a hacer ningún comentario sobre el extraordinario mal gusto de vuestra hurí, ni de vuestra insufrible conducta con la señora Soldinck. Prefiero terminar nuestro negocio sobre la base de una absoluta formalidad. Drofo, ¿por qué no has llevado nuestro gusano al
Galante
?
—Yo responderé a esta pregunta —dijo Fuscule—. Drofo podrá llevarse el gusano después de que me hayáis pagado mis cinco mil terces, más once terces por el espléndido rascador de doble púa que tan negligentemente arrojasteis al agua, junto con otros veinte terces por el ataque a mi persona. En consecuencia, vuestra cuenta asciende a un total de cinco mil treinta y un terces. Podéis pagarme en este mismo momento.
Cugel, mezclado con un grupo, salió del club y se detuvo a observar el altercado desde una cierta distancia.
Soldinck avanzó dos furiosos pasos hacia Fuscule.
—¿Estáis loco? Compré vuestro gusano por una honesta suma y os pagué en efectivo en aquel mismo momento. ¡Dejémonos de rodeos y alusiones! ¡Entregad ahora mismo el gusano a Drofo, o tomaremos inmediatas y drásticas medidas!
—Es innecesario decir que has perdido tu puesto como gusaneador a bordo del
Galante
—señaló el capitán Baunt—. De modo que entrega el gusano y permite que terminemos de una vez este desagradable asunto.
—¡Bah! —exclamó Fuscule apasionadamente—. No tendréis mi gusano, ¡ni por cinco mil terces, ni siquiera por diez mil! Y en cuanto a las otras partidas de la cuenta… —avanzó unos pasos y golpeó fuertemente a Soldinck a un lado de la cabeza— esto pagará por la herramienta, y esto… —dio a Soldinck otro golpe— arregla lo demás.
Soldinck se lanzó hecho una furia para arreglar sus propias cuentas; el capitán Baunt intentó intervenir, pero su intento fue mal interpretado por Pulk, que lo arrojó al suelo de un tremendo empellón.
La confusión fue controlada finalmente por Drofo, que se situó entre las partes contendientes y alzó los brazos para calmar las cosas.
—¡Paz, paz todo el mundo! Hay algunos aspectos peculiares en esta situación que habría que analizar. Fuscule, ¿afirmas que Soldinck te ofreció cinco mil terces por tu gusano, y que arrojó tu rascador al agua?
—¡Por supuesto que lo hizo! —exclamó furioso Fuscule.
—¿Crees que ésta es una forma lógica de actuar? ¡Soldinck es famoso por su parsimonia! ¡Nunca ofrecería cinco mil terces por un gusano que a lo sumo vale dos mil! ¿Cómo explicas esa paradoja?
—Soy gusaneador, no estudioso de extraños misterios psicológicos —gruñó Fuscule—. De todos modos, ahora que pienso en ello, el hombre que se identificó como Soldinck era un poco más alto que este achaparrado renacuajo. También llevaba un extraño sombrero con varios dobleces, y caminaba con las piernas arqueadas.
—¡La descripción encaja perfectamente con el villano que me recomendó la choza de Terlulia! —exclamó excitado Soldinck—. Caminaba con un paso elástico, y dijo que era Fuscule.
—¡Ajá! —dijo Pulk—. El asunto empieza a aclararse. ¡Busquemos un reservado en el club y llevemos adecuadamente esta investigación, ante una jarra de buena cerveza negra!
—La idea me parece excelente, pero en este caso es innecesaria —dijo Drofo—. Ya le he puesto nombre al individuo en cuestión.
—Yo también tengo una cierta intuición al respecto —admitió el capitán Baunt.
Soldinck miró resentidamente a los dos hombres.
—¿Me estáis llamando denso? ¿Quién es esa persona?
—¿Puede haber alguna duda? —murmuró Drofo—. Su nombre es Cugel.
Soldinck parpadeó, luego dio una palmada.
—¡Esa es una deducción razonable!
—Ahora que el culpable ha sido identificado —recriminó suavemente Pulk—, creo que le debéis a Fuscule una disculpa.
El recuerdo de los golpes de Fuscule resonaba todavía en la cabeza de Soldinck.
—Me sentiré más generoso cuando me devuelva los seiscientos terces que pagué por su gusano. Y no hay que olvidar que fue él quien me acusó de haber arrojado al agua su rascador. Las disculpas deben ir en la otra dirección.
—Seguís confundido —dijo Pulk—. Los seiscientos terces fueron pagados a Cugel.
—Es posible. De todos modos, opino que hay que ahondar más en el asunto.
El capitán Baunt se volvió para mirar a su alrededor.
—Juraría que lo vi hace unos minutos… Parece haberse esfumado.
Efectivamente, tan pronto como vio de qué lado soplaban los vientos, Cugel se había apresurado a regresar al
Galante
. La señora Soldinck estaba en la cabina, haciendo partícipes a sus hijas de los acontecimientos del día. No había nadie a mano para interferir cuando Cugel fue de un lado a otro del barco. Bajó a las plataformas, soltó las amarras, quitó los inmovilizadores de los gusanos y colocó triple cebo en los cestos, luego corrió a popa y destrabó el timón.