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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (17 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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—Y ¿quién es este hombre que se atreve a desobedecer a su rey?

—El pecado os puedo decir, no así el pecador, ya sabéis que el secreto de confesión es inviolable. —La añagaza del prelado había surtido efecto.

—Entonces de poco me sirve vuestro aviso si no me decís el pueblo ni el herrero ni el día ni el trayecto; los días del año son muchos, los pueblos y herreros de mi reino incontables y los caminos, las trochas y los senderos a guardar, infinitos.

—Yo únicamente os prevengo, majestad; es evidente que los judíos de Toledo se están armando, ignoro cuáles pueden ser sus intenciones; si fueran honestas y enfocadas a vuestro servicio os habrían solicitado la correspondiente venia, en otras ocasiones puntuales y en defensa del reino se la habéis otorgado. Cuando buscan armas sin vuestra aquiescencia y a escondidas en otro lugar, algo perverso están tramando.

El rey quedó pensativo unos instantes y luego se dirigió a su secretario.

—¿Qué concluís de todo esto, canciller?

—Corren malas nuevas para «vuestros judíos», majestad —López de Ayala subrayó lo de «vuestros»—. Tal vez quieran preparar una defensa por si son atacados; ya sabéis, corren voces. ¿Que no han demandado vuestro permiso? Cierto es, pero de esto a que las quieran emplear contra su rey va un abismo insalvable. Lo que haremos, si os cuadra, majestad, será reforzar la vigilancia de las puertas por si conviniere tener un control más exhaustivo sobre las mercancías que entran en la plaza, no vaya a ser que alguien intente pasar sin pagar los debidos aranceles.

El rey se volvió hacia Tenorio.

—No dudéis que agradecemos vuestro interés por el reino y que se indagará vuestra denuncia, pero tened la certeza que, si estos buenos súbditos son atacados injustamente, el peso de la justicia del rey caerá sobre aquel que cometa tamaño desafuero.

—Tales súbditos no son precisamente dilectos para el pontífice.

—Dejad que el papa se ocupe del Vaticano que yo me ocuparé de Castilla, y si no tenéis nada más que decir, vuestro rey tiene otras muchas audiencias que atender de gentes que la habían pedido con anterioridad.

Al obispo no le agradaron las últimas palabras del monarca.

—Majestad, recordaros únicamente que el papa es el representante de Cristo en la Tierra y...

—Os agradezco vuestro memento, pero no olvidéis sus palabras: «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.» Que tengáis un buen día, obispo.

Alejandro Tenorio, acompañado de su edecán, partió hacia su catedral. Cuando se encontraron en el patio del Alcázar esperando que un palafrenero les portara la blanca acanea del obispo y la más humilde cabalgadura del clérigo, los labios del primero profirieron
soto voce
una amenaza:

—¡No tientes a Dios, Trastámara, que reyes más altos han caído.

La decisión paterna

Esther, a pesar de vivir con la decisión de su padre pendiendo sobre su cabeza y entendiendo que el día menos pensado se podía cerrar el trato sobre su boda con Rubén Ben Amía, vivía confiando que, llegado el momento, Simón sabría adoptar la providencia adecuada. El hecho que su aya le hubiera traído la mensajera de su amado y ella, por el mismo conducto, le hubiera enviado una de las suyas, le daba tranquilidad, ya que sabía que de esta manera un hilo sutil, a través de la distancia, la unía a su idolatrado Simón. Cada mañana lo primero que hacía al levantarse era dirigirse al palomar, donde sus aves zureaban felices y ver si la paloma que había entregado a Sara había regresado portando las ansiadas noticias de su bienquisto enamorado. Después cambiaba el agua de los bebederos de las aves y rellenaba los comederos de guisantes y semillas de mijo. Aquélla era su única distracción, ya que su padre, a pesar de los ruegos de su buena madrastra y tía suya, se había mostrado inflexible. No había cedido y solamente por mor a su salud la dejaba salir al jardín a cuidar de sus aves y a expurgar los rosales que se encontraban junto a la pequeña sinagoga. De esta manera, entre la angustia y la dulce espera de noticias, pasaba sus horas la enamorada muchacha.

—¡Esther!

La voz de su aya la llamaba desde la ventana del primer piso que daba sobre la rosaleda. Alzó la vista y vio la oronda figura de su querida Sara asomada al balconcillo. Dejó en el cesto los aperos de jardinería que estaba usando y se asomó entre los rosales para colocarse a la vista de la dueña.

—¿Qué queréis, ama?, estoy aquí.

—Vuestro señor padre os reclama, venid a arreglaros que parecéis una campesina y acudid a la biblioteca.

—Ya subo, ama, recojo todo esto y en un momento estoy arriba.

Regresó la muchacha junto al cestillo y tomándolo en sus manos lo llevó hasta el cobertizo depositándolo en la mesa dispuesta para ello. Luego se deshizo del delantal con grandes bolsillos que usaba para sus tareas de jardinería y tras colgarlo de un gancho que estaba en la pared donde apoyaba los rastrillos y la pequeña pala, se dispuso a partir para acicalarse a fin de estar debidamente arreglada para la entrevista con su padre al que respetaba y amaba pero al que sus jóvenes años no comprendían en aquella su decisión de casarla contra su voluntad. Atravesó el jardín y entrando en la casa se dirigió a la escalera que conducía al piso superior donde se hallaba su dormitorio: el ama había ya colocado sobre la cama las ropas y los sobrios oropeles que debía vestir y la mujer se dispuso a ayudarla a fin de que pudiera presentarse ante el rabino de la morigerada manera que a éste placía.

Isaac Abranavel estaba harto preocupado por los acontecimientos que estaban sucediendo y las noticias que llegaban a sus oídos, un día sí y otro también, desde los pueblos de alrededor. Particularmente los días de mercado, los destrozos en los puestos de sus hermanos eran continuos y el perjuicio de pérdida de mercancías y de daños eran cuantiosos, los puestos de venta de lana eran quemados, la alfarería rota y desparramada por los suelos, los toldos destrozados y las casas de cambio asaltadas y descalabrados sus cambistas. Esto, si además no había que lamentar daños más graves a las personas, como apaleamientos e intentos de colgar a alguno, caso que hubiera intentado defender sus intereses. Las armas que él y los otros rabinos de las aljamas habían comprado al herrero de Cuévanos a través de discretos emisarios, todavía no habían sido entregadas y pese a que el hombre se había comprometido, ya había aplazado la fecha de la entrega en dos ocasiones no obstante habérsele pagado puntualmente la mitad convenida del dinero. El buen rabino conocía perfectamente la prohibición real de poseer armas que pesaba sobre los suyos, pero tras evacuar largas consultas con sus compañeros decidieron intentar hacerse con una colección de ellas ante el peligro latente que se avecinaba y ante el riesgo de que un gran desastre se abatiera sobre aquel su pueblo tantas veces probado. El caso era que sin dilación, aquella semana, David, el sobrino de Ismael Caballería, y otro muchacho, debían partir con una galera grande hacia Cuévanos a recoger la mercancía y entrarla en Toledo por la puerta de La Bisagra, guardada, aquella noche y antes de su cierre, por un capitán sobre el que el largo brazo del rabino había prodigado su munificencia.

Estaba Isaac en su bien dotada biblioteca leyendo, precisamente,
La crónica troyana
de Guido de la Colonna cuya traducción se debía al canciller del rey don Pedro López de Ayala, mientras esperaba la llegada de su hija, cuya boda pactada con Rubén, el hijo mayor de su buen amigo Samuel Ben Amía, había demorado a causa de los acontecimientos que su comunidad estaba viviendo pero que, sin embargo, había decidido no volver a postergar. Unos pasos breves y ligeros sonaron en el maderamen de la escalera que descendía del segundo piso y él reconoció, al punto, el alado caminar de los menudos pies de Esther que, siguiendo la moda de las muchachas mudéjares, tenía por costumbre calzar sandalias de fino cuero cordobés. Por un momento pensó preterir su decisión atendiendo a su extrema juventud y a aquella su negativa de contraer matrimonio, tal era el amor que profesaba a aquella criatura, pero al punto se rehízo y se reafirmó en su primera decisión. Isaac Abranavel rabino mayor de la comunidad de la sinagoga del Tránsito jamás había faltado a la palabra empeñada. Unos tímidos nudillos golpearon a la puerta de la biblioteca.

—Adelante, Esther, puedes pasar.

A veces, en alas del amor que profesaba a su hija, la tuteaba y esta vez lo hizo para destensar la situación.

El picaporte se abatió lentamente y al abrirse la hoja apareció en el vano de la puerta la figura de su amada niña, vestida como una mujer con un brial de damasco verde adornados los bordes y el cuadrado escote con una franja de pasamanería dorada, cubriendo una camisola cuyas mangas asomaban por las aberturas laterales de la túnica, pálida la faz, los enormes ojos, oscurecidos con alheña, hondos como pozos de Samaria, la piel blanquísima y su pelo castaño recogido por un broche de caparazón de tortuga. Entonces el rabino entendió que tal vez era todavía muy tierna para contraer el sagrado vínculo que la ataría a un hombre de por vida. La muchacha se quedó a escasa distancia de su padre esperando respetuosa que éste le tendiera la mano para que ella se la besara, pero el rabino, haciendo de tripas corazón, no hizo el gesto, para evidenciar su disgusto aunque aquella circunstancia le apenaba, si cabe, todavía más que a su hija. La situación se hizo tensa y en tanto el rabino dejaba en una mesa auxiliar el volumen que estaba leyendo, la voz de la muchacha llegó a sus oídos nítida y cristalina.

—¿Me habéis hecho llamar, padre mío?

Isaac decidió intentar razonar con Esther.

—Sí, hija, quiero que hablemos como lo hacíamos cuando eras la niña que obedecía ciegamente cuanto decía su padre.

—Es que, aunque mi amor de hija sigue siendo un caudal incesante como el Tajo que rodea Toledo, ya no soy una niña.

El judío, con un ligero gesto de su mano, indicó un escabel de tijera que estaba a un lado.

—Siéntate, Esther.

La muchacha se dirigió hacia la pequeña banqueta y, plegando graciosamente el vuelo de su brial, se sentó en ella. Entrambos se produjo un denso e incómodo silencio que rompió la muchacha.

—Aquí me tenéis, padre.

El judío se mesó la barba con un gesto rutinario que en las situaciones tensas era característico y espontáneo. Su tono, cuando comenzó a hablar, fue paternal y conciliador.

—Querida hija, sabes de sobra el motivo de mi llamada, quisiera creer que este tiempo de meditación y aislamiento te ha hecho reflexionar y que habrás decidido deponer tu actitud, por otra parte para mí, incomprensible.

—¿Os referís al hecho de contraer matrimonio con Rubén?

—¿A qué otra cosa si no?

—Con todo el respeto, padre mío, y con el ardiente deseo de ser comprendida, yo no amo a Rubén y no estoy dispuesta a pasar a su lado el tiempo que Jehová me otorgue de vida en este mundo. —Las manos de la muchacha temblaban visiblemente—. Además él no debería casarse.

—Y ¿a qué se debe esta última y peregrina afirmación?

—Es evidente que es un
ba'al-shem
{65}
.

—Tu aseveración, a fuer de gratuita, es injusta. Rubén será un excelente esposo para ti y un padre amante que te llenará de hijos y a mí de nietos que serán la alegría de mi vejez y la prolongación de mi estirpe.

—Daría la vida por no disgustaros, pero no puedo desposarme con un hombre que no amo.

La actitud del judío cambió y también el tratamiento.

—¡De cuándo acá una joven de vuestra condición desobedece a su padre! —Luego bajó la voz que no por ello fue menos amenazante.— ¡Os casaréis con quien yo diga y cuando yo lo disponga, jamás he faltado a la palabra dada y no va a ser ésta la primera vez, amén que no hago sino seguir las costumbres de nuestro pueblo. ¿Cuándo, una mujer aún menor de edad, ha sido consultada por su padre para concertar su boda? Creo que habéis perdido el juicio. La semana que viene pagaré vuestra dote y la víspera del tercer
shabbat
del próximo mes se celebrará la ceremonia de la entrega de la esposa, y ahora podéis retiraros.

Esther se puso en pie mirando a su padre con los negros ojos arrasados en lágrimas y tras una breve reverencia se dirigió a la puerta de la biblioteca. Cuando estaba a la mitad del trayecto la voz de su progenitor la detuvo, sonando en otra tesitura mucho más conforme con lo que era su costumbre.

—Cuando pasen los años me lo agradeceréis y entenderéis lo que ahora no alcanzáis a comprender, las muchachas a vuestra edad os enamoráis del amor. La vida es otra cosa hija mía, el amor conyugal viene más tarde.

Esther, tras cerrar silenciosamente a su espalda la puerta de la biblioteca, salió de la estancia y reemprendió su camino.

La misiva era corta pero terminante. Aquella tarde despertó Simón de su siesta alarmado por el barullo que formaban sus palomas en la azotea y, temiendo que una rapaz se hubiera acercado al palomar, se desperezó y tras ponerse la camisa y ajustarse la guita que le sujetaba las calzas se encaramó por la desvencijada escalerilla y se asomó por la lucerna que desembocaba en el tejadillo. Nada más asomar la cabeza el corazón le dio un alegre brinco: zureando, caminando de un lado a otro y balanceando su pequeña cabeza,
Esquibel,
uno de los dos palomos que había enviado a Esther, pugnaba por introducirse en el palomar. Simón se aupó de un ágil brinco a la cubierta y echando mano al bolsillo en el que invariablemente llevaba unos granos de mijo se los ofreció a la avecilla en tanto le hablaba de un modo acariciante y conocido.

—¡Hola, pequeño, has vuelto a casa, ven, hermoso, ven!

Y acompañando la palabra tendía su diestra abierta con la pitanza bien a la vista. La mensajera, sesgando el metálico cuello y mirando de soslayo con sus vivísimos ojos, parecía reconocer la voz y, dudando, iba y venía, para acercarse, finalmente, a comer en la mano de Simón. Éste apenas tuvo cerca a la paloma, la tomó firmemente por debajo de las alas sintiendo la redondez de su quilla y la poderosa musculatura que la recubría; luego, inmovilizándola con tiento buscó en su pata la anilla que sujetaba el mensaje y, dando con ella, retiró la misiva para, a continuación, abrir la trampilla del palomar y deslizar en su interior a la avecilla que fue festivamente recibida por sus compañeras. Luego, descendió con sumo cuidado por las húmedas tejas y cuando llegó al tragaluz de su buhardilla se deslizó por él hacia el interior. Apenas instalado en su jergón, procedió a leer el mensaje.

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