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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (16 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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Shalom,
amigo mío. ¿Qué ocurre que tan atribulado os veo? —saludó David.


Shalom,
David. ¿Tenéis tiempo ahora de atenderme?

—Para vos siempre tengo tiempo, pero, mejor será que nos apartemos un poco de aquí, no vaya a ser que vuelva mi tío hecho un asmodeo y me arme un sacramental como si hubiera extraviado la
mezuzá
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de la casa, venid, seguidme.

Partió David seguido de Simón y atravesando el barrizal del patio lo condujo hasta una puerta posterior que daba a una calle mal llamada de San Bartolomé, ya que los judíos la conocían comúnmente como la del Patriarca, cerró la puerta tras ellos echando la llave y se dirigió con paso apresurado hacia el figón que llamaban del Esquilador, pues el que lo regentaba había desempeñado en otros tiempos el tal oficio, ubicado en la esquina de la Platería junto a la Fuente Amarga, aunque en su puerta figurara un cochambroso y deteriorado rótulo en el que se podía leer con dificultad «FIGÓN DE LAS TINAJAS». Entraron ambos amigos y observaron que aparte de un par de carreteros que libaban sus duelos apoyados en el mostrador ahogándolos en sendos cuencos de loza llenos hasta el borde de un vino peleón y «matapenas», nadie se veía alrededor. Pasaron ante ellos y se llegaron hasta el fondo, sentándose en un banco de desbastado pino alumbrado apenas por la lánguida luz que un desmayado candil de agostada mecha esparcía, desde la correspondiente mesa, sobre él. Apenas ubicados, el mesonero se llegó solícito ofreciendo sus servicios. Ambos amigos solicitaron una ración de
challá
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y una bebida muy en boga que se hacía con la flor del lúpulo y que habían traído, desde Centroeuropa a Castilla, tiempo ha, las tropas de las Compañías Blancas de Bertrán de Duguesclin. En cuanto el mesonero dejó frente a ellos el pedido, soplaron la espuma de las jarras y brindaron.


Lejaim!,
Simón.


Lejaim!,
David, que Jehová os escuche.

—Contadme, amigo mío, lo que os acongoja, ya que vuestro rostro denuncia que algo grave os ocurre.

—¡Ay, David! Soy el rigor de las desdichas, ¿qué es lo peor que le puede pasar a un enamorado?

—Imagino que no ser correspondido por su amada.

—Si cabe, peor aún, ella me ama pero su padre la quiere desposar con otro hombre y si tal ocurre me mataré.

—¿No habréis venido a mí para que apadrine vuestro duelo?

—Tenéis razón, amigo mío, he venido por indicación de Esther, que algo ha oído, para que me contéis todo lo que sepáis al respecto de lo que está ocurriendo en estos días y que afecta a nuestro pueblo.

—Pero ¿qué relación tiene ello con vuestros males?

—Lo desconozco pero hoy he recibido una misiva y en ella...

Entonces Simón, extrayendo de su escarcela el arrugado billete que la paloma le había portado por la mañana se lo entregó a su amigo. Al acabar de leerlo, el rostro de David estaba tenso y concentrado.

—Entiendo Simón, vuestra amada algo barrunta porque sus indicaciones no van desencaminadas. Os voy a contar lo que yo sé, que si bien es malo para nuestro pueblo, tal vez sirva para que, lo que tanto teméis y a vos respecta, no ocurra o por lo menos no ocurra de inmediato; los mayores estarán tan atareados que creo que durante algún tiempo nadie lo tendrá para ocuparse de una boda y mucho menos de vos ni de vuestra amada.

David habló largo y tendido sobre lo que había averiguado escuchando las catilinarias de Aquilino Felgueroso y de otras nuevas que posteriormente habían llegado a sus oídos.

—Creedme, amigo, se avecinan días amargos y lo vuestro es un grano de mostaza comparado con lo que puede llover.

—Y ¿para cuándo intuís que estos acerbos vaticinios pueden llegar a cumplirse?

—Se murmura que para la pascua de los cristianos, no os puedo precisar el día, todo son conjeturas, las gentes están inquietas pero a ciencia cierta nadie sabe lo que va a ocurrir.

—Pero ¿vos qué opináis?

—Que cuando salte la chispa el fuego se extenderá rápidamente, mejor haréis estando preparado.

—¡Gracias, amigo mío!, os debo una, cuando tenga algo pensado os lo comunicaré.

—Ya sabéis, si en algo puedo serviros contad conmigo.

Tras estas palabras los dos jóvenes se separaron y cada cual fue a su avío.

Tres días habían transcurrido desde la entrevista de los dos amigos y a Simón le parecieron tres eternidades. Pasaba las noches en vela y los días espiando si por la tienda asomaba la oronda figura de la dueña. A la mañana del cuarto día la imagen de Sara apareció en la puerta, se la veía inquieta y desconfiada mirando a uno y a otro lado como temiendo que alguien la hubiera seguido intentando controlar sus pasos o sus actitudes. Solamente entrar y ante la extrañeza de su tío que siempre la atendía, se dirigió directamente hacia donde estaba Simón y acercando a través del mostrador su voluminosa humanidad bajó la voz y quedamente recurrió al muchacho.

—Hago esto aunque no debiera, guiada únicamente por el amor que profeso a mi ama que día a día se desmejora y temo por su salud ya muy quebrantada. De otra forma jamás defraudaría la confianza de mi señor.

Simón, cuyo gozo al poder contactar con su amada era infinito, procedió a ganar su simpatía y a tranquilizarla, antes de transmitir el mensaje que había pensado a fin de ganar tiempo para así poder madurar su plan y contando con que la perspicacia de su adorada interpretaría su propósito ante la incertidumbre que la buena mujer fuera descubierta y él no tuviera manera ni ocasión de volver a contactar con Esther.

—Mi buena Sara...

—¿Cómo sabéis mi nombre?

—Vuestra pupila no hace otra cosa que hablarme de vos en los términos más encomiásticos. —Tras esta digresión ditirámbica, procedió—: No debéis angustiaros porque nada malo vais a hacer ni mucho menos que perturbe vuestra conciencia.

La mujer pareció respirar aliviada, de todas formas no bajó la guardia.

—Si estoy aquí quiere esto decir que he tomado una decisión y mis actos los guía el mal menor. Si así no fuera no hubiera venido.

—Pero es que lo que os voy a encomendar no tiene malicia ni consecuencia alguna, de tal manera que si alguien os sorprendiere no os podría tildar de infiel y mucho menos de desafecta a vuestra casa.

Las palabras de Simón tranquilizaron a la mujer y despertaron su curiosidad.

—Y ¿qué es lo que puedo hacer para servir a mi ama sin sentirme desleal a la casa donde he nacido?

Simón respondió a la pregunta del ama con otro interrogante.

—¿Alguien en su sano juicio os puede tildar de infiel si os sorprenden llevando una bolsa en cuyo interior portéis simplemente una inocente paloma?

—No, ciertamente.

—Pues eso es lo único que van a hallar en el caso que alguien os registre, vais a llevar a Esther un palomo que yo os entregaré y si ella lo tiene a bien regresaréis, en cuanto tengáis ocasión, trayéndome el que ella os entregue para mí.

—Si es eso únicamente...

—Esperad un instante si tenéis la bondad.

Desapareció el muchacho en el interior de la trastienda y apareció al punto portando una bolsa en la que, intermitente, un bulto se movía.

—Tomad, entregadle esto a vuestra señora —y al decir esto colocó la bolsa en el mostrador—, y dadle, con mi regalo, el testimonio de mi más rendida admiración; decidle así mismo que pronto recibirá noticias mías y que no se preocupe que todo se arreglará.

El ama, desconfiada, deslió las guitas de cuero que cerraban la embocadura de la bolsa y registró, con la mirada, su interior, en el que se hallaba cómodamente instalado el palomo. Luego, ajustó de nuevo los cabos y ante la inocencia del cometido, se vio en la obligación de ser amable con la persona que tan gentilmente había aliviado su conciencia.

—A través del sufrimiento de mi ama me había formado una opinión desfavorable de vos. Me alivia ver que sois un joven prudente y dotado de buenas intenciones. Os agradezco en suma que hayáis disipado mis dudas, y si todo ello redunda en bien de mi niña y en darle una pequeña alegría que alivie su pena, os estaré eternamente agradecida.

Simón entregó a la dueña, ante la desconfiada mirada de su tío, la bolsa con
Volandero
que se rebullía inquieto deseando salir de aquella estrecha mazmorra de cuero. El ama la tomó en sus manos y salió de la tienda circunspecta y orgullosa, casi deseando que alguien la detuviera y preguntara qué era lo que llevaba en el morral.

Simón la vio partir aliviado, al haber dado con la manera de contactar con su amada y contento al haber podido exonerar al ama de cualquier culpa que alguien quisiera cargar sobre ella caso de sorprenderla, entrando o saliendo en su casa, llevando una bolsa en cuyo interior se alojara una paloma. Y sobre todo feliz al tener unos días de margen para rematar el plan que lentamente se iba perfilando en su cabeza.

Audiencia Real

—Me parece una imperdonable desconsideración que el rey haga esperar a su ilustrísima tanto tiempo.

El que en estos términos se dirigía a su obispo era fray Martín del Encinar que apoplético y nervioso medía, junto al prelado, con sus pasos la estancia antesala de su majestad Juan I, atestada, por otra parte, a aquella hora de cortesanos que pretendían, así mismo, ser recibidos por el monarca.

—La paciencia no es una de vuestras principales virtudes, paternidad, no olvidéis que nosotros somos en esta ocasión los pedigüeños, que venimos sin audiencia concertada y que él es rey, veamos pues si somos lo suficientemente hábiles para lograr que entienda nuestras necesidades y nos conceda lo que en justicia se le pide.

—¡Pero no me negaréis que sabiendo vuestro rango y jerarquía, la espera es excesiva!

Apenas había pronunciado, el coadjutor, la última palabra cuando las puertas del salón del trono del Alcázar se abrieron de par en par y el chambelán anunció la audiencia real golpeando con su vara el entarimado del suelo, como era preceptivo, y voceando el nombre y título del obispo.

—¡Audiencia real para su ilustrísima don Alejandro Tenorio, obispo de la archidiócesis de Toledo y presidente del cabildo de la catedral!

El obispo y su acompañante se dirigieron hacia la puerta, guardada por dos alabarderos que portaban dos adargas protectoras y lucían sobre sus cotas de malla unas casacas ajedrezadas con los colores de los Trastámara y en cada recuadro alternativo, el león rampante y la torre, y lo hicieron con paso contenido y sin mostrar signo alguno de apresuramiento, atravesando, entre los grupos de personas que pretendían ver al rey, la alfombra roja que se extendía desde la misma entrada hasta el escalón inferior de la tarima donde se alzaba el trono en el que, indolente, se recostaba Juan I de Castilla.

Llegaron ambos clérigos y, en tanto el coadjutor ensayaba una poco airosa reverencia, el prelado inclinaba la cabeza brevemente, lo que no pasó desapercibido al monarca.

—Y ¿cuál es el motivo que os trae por estos lares y os hace salir a tan desusada hora de vuestra catedral, querido obispo?

Alejandro Tenorio, curtido en mil avatares y conociendo las normas de protocolo de la Corte, hizo como que ignoraba la descortesía del monarca y simuló no haber reparado en que el rey se había dirigido a él sin el correspondiente saludo.

—Dios guarde a vuestra majestad muchos años y colme a este reino de bendiciones.

—Que así sea, pero imagino que no habréis venido, únicamente, a bendecir el reino, ¿no es cierto?

—No, ciertamente, he venido a poner en conocimiento de vuestra majestad ciertas noticias que son malas para este obispo, para el buen pueblo de Toledo y, por tanto, siendo malas para sus súbditos, también lo serán para su rey.

El rey dirigió una sesgada mirada a su intendente que unos pasos retirado asistía impávido a la entrevista.

—¿Creéis don Pedro, por un casual, que el rey no está al corriente de lo que pasa en su reino?

El intendente, al ser interrogado directamente se adelantó un par de pasos y colocándose a la altura del trono y al costado del monarca respondió adulador:

—No solamente lo creo improbable sino prácticamente imposible. —Y dirigiéndose al obispo apostilló—: Los oídos del rey están en todas partes, ilustrísima, ya sabéis que el mejor informado es el más poderoso y tenemos buen cuidado que nuestras fuentes sean inmejorables. Me atrevo a deciros que os asombraríais si supierais cuán permeables pueden llegar a ser hasta las mismísimas paredes de la catedral.

A Tenorio le gustaban los duelos dialécticos y no rehuyó el envite. Tuvo buen cuidado, no obstante, de dirigirse al secretario.

—Vuestro obispo tiene una fuente que, aun siendo el rey, sin duda, el más poderoso, carece de ella.

El monarca se incorporó un tanto y tras aderezarse la corona sobre sus augustas sienes, preguntó entre socarrón y curioso:

—Y ¿cuál es ella, obispo?

—La confesión, majestad.

Al rey se le ensombreció el rostro.

—Y ¿qué es lo que habéis averiguado?

—Veréis majestad, la otra tarde estando, a eso de las ocho, en uno de los confesionarios de la catedral cual si fuera un monje ordinario, cosa que procuro hacer siempre que mis ocupaciones me lo permiten, pues ello me acerca al pueblo llano, amén de hacerme sentir como un humilde fraile de cenobio, vino un pecador arrepentido buscando consuelo tras descargar el saco de sus culpas. —Tenorio hizo una ostentosa pausa—. Lo escuché atentamente y lo que me contó me pareció harto peligroso.

—¿Pretendéis jugar a los acertijos, obispo?

—Nada más alejado de mi intención, majestad.

—Pues proseguid, ¡vive Dios!

El coadjutor permanecía inmóvil, presenciando la esgrima verbal de ambos personajes.

—Resulta ser que el individuo en cuestión es herrero en una población de estos reinos y hace un tiempo llegaron a su casa unos emisarios de Toledo que apestaban a judío y sin darse a conocer pero argumentando buenos dineros, le encargaron ciertos hierros que, de sobras es sabido, el pueblo hebreo tiene prohibidos desde que, en tiempos, se decantaron por el rey Pedro en contra de vuestro padre.

—¡Pedro jamás mereció el nombre de rey!

El obispo recogió velas.

—Cierto, majestad, perdón por el error; quise decir el usurpador.

—Proseguid, obispo.

Evidentemente el talante del monarca había variado.

—El hombre receló sabiendo que los judíos tienen prohibidas las armas, máxime cuando lo natural sería que las buscaran en su ciudad si hubieren licencia para ello. En principio se negó pero al ser el encargo suculento y mucho el beneficio comentó el suceso con su mujer y ésta, ya sabe vuestra majestad cuán flaca es la condición femenina, le instó para que aceptara el negocio ya que entre espadas, lanzas, mazas, rodelas y puñales eran más de ciento y pese a que ningún cristiano puede mercar estos productos con seguidores de la ley mosaica bajo pena de pecado mortal, cayó, cual Adán nuestro padre, en la culpa. Luego el arrepentimiento invadió su alma y vino hasta su obispo a confesar su pecado.

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