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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (6 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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—¿Y qué es lo que va a ocurrir Simón?

—No lo sé a ciencia cierta, sólo puedo intuir lo que se comenta en el mercado, lo que sí os puedo asegurar es que si sabemos esperar durante un tiempo, nadie va a tenerlo para ocuparse de nosotros, tened confianza Esther que la providencia de Elohim cuida de sus siervos y sobre todo estad atenta a cuantas noticias lleguen a la casa de vuestro padre pues es evidente que el gran rabino será sin duda el mejor informado.

—Descuidad que tendré los ojos abiertos y los oídos atentos e intentaré transmitiros al punto todo cuanto pueda averiguar, ¡Os amo con todo mi corazón, Simón!

—¡Y yo a vos, lucero de Israel!

—¡Adulón!

—¡No hay en el Cantar de los Cantares adjetivo capaz de describir vuestra belleza!

—¡Bobo! Ahora debo irme, el aya puede descubrir mi ausencia, aunque esto me preocupa mínimamente porque la tengo ganada desde siempre y aunque haga ver que se enfurruña, luego se le pasa. Pero si mi padre me llama, correré un gran peligro. Cuando pueda veros os enviaré una señal a través del pañuelo en el palo del palomar, el lugar será éste y la hora la misma. ¡Adiós amado!, mi corazón sangra al apartarme de vos pero debo irme.

La niña rozó con sus labios la mejilla de Simón y depositó en ella un beso ligero cual vuelo de mariposa.

—¡Idos!, si no lo hacéis ahora no seré capaz de dejaros partir.

La muchacha abrió la portezuela y recogiendo con donaire el borde de su garnacha y de su manto se apeó. Simón la vio descender y alejarse entre un rumor de sayas y de briales en tanto él quedaba en el coche aspirando con deleite el perfume a jazmín que flotaba en el ambiente y que la muchacha había dejado a su paso.

El plan de Tenorio

Fray Martín del Encinar introdujo a la presencia del obispo a un personaje que en verdad no cuadraba en el ambiente de aquel despacho. El bachiller Rodrigo Barroso tenía un algo de furtivo en su ladeada y torva mirada de animal acosado, y un talante hosco y mal encarado que impedía, a quienes llegaban a conocerlo, olvidarse de su catadura; sus padres habían sido
anu sim
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y él había abrazado la fe de Cristo con el fundamentalismo del converso. Era de menguada estatura, más bien bajo pero macizo, tenía la cara alargada, la piel cetrina, un velo casi transparente le cubría el ojo izquierdo, de ahí su mote
el Tuerto,
y para hacerlo más peculiar e inconfundible, una alopecia parcial aparecía en medio de su negra melena.

Entró en la cámara del prelado dando vueltas a la gorra que llevaba en las manos. Azorado, casi tropieza en la gruesa alfombra, y ya en su presencia, le sorprendió gratamente el amable recibimiento del obispo.

—Pasad hijo querido, no os dejéis impresionar por las apariencias de las cosas mundanas. —Luego, señalando en derredor—: Son las gabelas fijas que deben pagar los cargos eclesiásticos, los honores que los hombres necesitan ver para entender que se representa a Dios, pero estos oropeles no son más que paja y humo, vanidad humana. Lo que importa es el alma y ante Dios nuestro Señor todos somos iguales. Pero ¡venid, acercaos! Y vos, fray Martín, podéis retiraros.

Salió el coadjutor de la estancia y quedaron frente a frente el prelado y el bachiller.

El obispo se adelantó hacia el tresillo del despacho y, aposentándose en uno de los dos sillones y luego de componer los pliegues de su loba, indicó al bachiller que hiciera lo propio. Acomodose el otro en el borde mismo del canapé, como si no se atreviera a ocuparlo en su totalidad, y torpemente comenzó a disertar.

—Es un inmenso honor, ilustrísima, que me hayáis llamado a vuestra presencia.

El obispo adoptó un tono cercano y cariñoso.

—La necesidad ha hecho que os llame y no sois vos el honrado sino yo el agradecido de que tan presto hayáis acudido a mi llamada.

—Vuestro humilde servidor, excelencia.

—Aunque encerrado en estas paredes, estoy muy al corriente de cuantos sucesos acaecen en mi circunscripción eclesiástica.

El bachiller se rebulló inquieto ante el inicio del prelado, y tal circunstancia no pasó desapercibida al perspicaz clérigo.

—Nadie debe inquietarse cuando sus actuaciones se dedican a la defensa de la fe y a mayor honra y gloria de la verdadera religión, ¿seguís lo que os digo?

—Desde luego, excelencia.

—Ha llegado a mis oídos un comportamiento de vuesa merced que no solamente justifico sino que aplaudo y que os honra, amén de hablar muy bien de vuestras capacidades.

—No sé a lo que os referís.

El bachiller se mostraba nervioso.

El prelado prosiguió.

—Lo sabéis perfectamente y no olvidéis que la humildad es la virtud de los que no tienen otra. Si mis fuentes no me engañan y si mis noticias son fidedignas, que lo son, hará unas tres semanas promovisteis un altercado en el mercado del grano del que salieron descalabrados algunos hombres cuyos ancestros crucificaron a Nuestro Señor.

—No lo niego ilustrísima, son malas gentes y siempre actúan en perjuicio de los cristianos viejos
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. Ellos son los provocadores.

—No tenéis por qué justificaros. Tenéis razón, me reafirmo en ello; que no abracen la verdadera religión y continúen con sus supercherías en cuanto a guardar el
shabbat,
circuncidar sus prepucios, no comer cerdo y comer únicamente pescado con escamas o animales desangrados... En fin, tantas y tan raras costumbres que desorientan a los buenos cristianos mala cosa es, y si por el contrario se convierten, falsamente, en cristianos nuevos, y por ello los nobles e inclusive el mismo rey los colman de honores, todavía peor, ya que entonces acumulan ingentes fortunas a costa de la sangre de los cristianos viejos y vengan su encono cobrando con usura las alcabalas que la corona les encarga para no ejercerla el rey a quien le está prohibida, parece un dilema irresoluble.

El bachiller, al verse apoyado, se envalentonó.

—Son malas gentes, excelencia, amén de crucificarnos con los impuestos, se hacen con los mejores puestos en el mercado, se protegen entre ellos y usan de sus influencias para cobrar ventaja, de modo que el pueblo cada vez es más pobre en tanto que ellos, día que pasa, acumulan más poder y riqueza.

—Veo que estamos muy de acuerdo en el meollo de la cuestión. —El obispo se mesó la barbilla con parsimonia y prosiguió—: Ha llegado a mis oídos que el sábado pasado tuvisteis un rifirrafe con un grupo de infieles y que, tomando la iniciativa, os encaramasteis a un banco de la plaza del mercado y enardecisteis a las buenas gentes de modo que éstas no aguardaron la llegada de los alguaciles y la emprendieron a golpes con los culpables, tomándose la justicia por su mano. Creo que hubo alboroto, que alguno de los puestos del mercado vino a parar al suelo perdiéndose la mercancía y que alguna cabeza quedó descalabraba.

—Así fue, excelencia. Vuestra información es correcta.

—Bien, bien, mi querido amigo, voy a ser franco con vos.

El bachiller no perdía comba.

—Me gustaría y me haríais un favor si, por el momento, cada sábado acaeciera lo mismo, pero si cabe en mayor medida. Claro es que los pequeños gastos que tuviereis, como reunir gentes y preparar lo que fuere menester, correrían de mi cuenta personal y mi bolsa sabría, como es de justicia, abrirse para agradeceros generosamente vuestros servicios.

Los oídos de Rodrigo Barroso no daban crédito a lo que estaban oyendo.

—¿Me estáis insinuando que organice acciones punitivas contra estos perros?

—Lo dejo a vuestra comprensión y, desde luego, a vuestro libre albedrío pero creo que cualquier acción que coadyuve a que los cristianos estén con los cristianos y los «marranos»
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con los de su raza, será sin duda una acción meritoria que Nuestro Señor vería con buenos ojos.

—¡Habéis encontrado a vuestro hombre, excelencia! ¡Nada me puede complacer más que hacer la vida imposible a estos herejes a los que Dios confunda!

—Veo que habéis captado mi idea a la perfección.

El prelado se levantó del sillón donde se ubicaba y se llegó a una consola de oscura madera rematada con marquetería de nácar y palo de rosa, extrajo de un cajón una bolsa de cuero y regresó junto al bachiller.

—Tomad, creo que será suficiente para vuestros primeros gastos.

El bachiller sopesó codiciosamente la escarcela que le alargaba el prelado y demandó instrucciones.

—Decidme excelencia qué es lo que deseáis que haga en primer lugar.

Ambos hombres se habían sentado de nuevo.

—Creo que primeramente debéis encender el fuego algo alejado de la capital para que la noticia circule por toda la provincia y posteriormente, dado a que las llamas corren empujadas por el viento, debéis llegar hasta aquí. No me gustaría que pensaran que mi primera intención es egoísta, sino una mera consecuencia de lo que pasa en otros lugares.

—Y esa consecuencia a la que aludís, ¿cuál es?

—Mi buen amigo, me gustaría que todos los negocios y los puestos de venta que se apoyan en el muro de mi basílica fueran desalojados. Al Señor, que echó a los mercaderes del templo, no le agrada que se comercie en el pórtico de su casa y menos aún que lo hagan quienes lo crucificaron; esas casas de cambio, esas abacerías, son una ignominia, ¿me vais comprendiendo?

—Desde luego excelencia, pero ¿hasta dónde debe llegar el desagravio?

—Por el momento con que derribéis los tenderetes y les impidáis mercar, será suficiente. Luego, cuando actuéis en Toledo, si en el ínterin se cuela fuego en alguna casa, son percances fatales que ocurren con relativa frecuencia, ya sabéis que la madera y el adobe son como yesca, arden fácilmente.

—¿Y si alguien se opusiera?

—Bueno, a veces es inevitable que haya alguna desgracia; si vuestras gentes fueran atacadas, entonces, no habrá más remedio que repeler la agresión.

—Os he comprendido a la perfección, excelencia, pero ¿y si acude la ronda?

—No os preocupéis, si acude el alguacil, lo hará tarde y con pocas ganas de intervenir, y si la globalidad del suceso sobrepasa a cualquier acción puntual, de sobras sabemos que lo mayor engloba a lo menor, lo que ocurra a unos cuantos judíos al lado de un posible incendio en la catedral, como comprenderéis, carecerá de importancia. Quiero que entiendan esas gentes que es peligroso trapichear cerca del templo y que convengan que la explanada debe quedar franca al paso y limpia de mercaderes. En un par de meses necesito, ¿me entendéis?, necesito repito, que todo el recuadro que abarca la parte izquierda quede expedito y cuanto antes lo entiendan, mejor les irá.

—¿Y si son tan cerriles que no lo comprenden?

—Para entonces ya habremos pensado en otras soluciones.

—Entonces, monseñor, si no mandáis nada más...

El bachiller se había alzado para hincar, a continuación, la rodilla en el suelo al tiempo que el obispo alargaba su mano y le daba su bendición trazando sobre su frente la señal de la cruz.

—Id hermano, la cizaña es mucha y debéis contratar a los segadores.

Rodrigo se retiró de la presencia del obispo reculando hasta la puerta de la cámara y con la gorra en la mano, sin acabar de creer en su buena estrella; iba a hacer lo que más le placía en el mundo: apalear herejes y dar rienda suelta a su brutalidad. Y además iba a ganar con ello un buen dinero

Posturas encontradas

La personalidad de Sigfrid Pardenvolk había cambiado por completo, del muchacho alegre y deportista que se preparaba concienzudamente para la Olimpiada del treinta y seis, nada quedaba. La lesión crónica de su rodilla derecha que le había ocasionado aquella cojera le había agriado el carácter hasta el punto que, a excepción de Eric, su gran amigo, ya nadie le iba a ver a su casa. Aunque era evidente que él no era el único motivo por el que su amigo todavía visitara asiduamente la residencia de los Pardenvolk.

El dictamen de Stefan fue determinante, tras prolijos análisis y los correspondientes estudios de su rodilla a través de los rayos Roentgen
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, emitió su veredicto que para el muchacho fue como una sentencia de muerte.

—Lo siento Sigfrid, como no sea el billar se acabó cualquier deporte de alta competición para el que hagan falta las piernas.

El silencio en la sala de rayos X junto al aparato Siemens, uno de los más modernos de Alemania, fue total. Al cabo de un minuto, que se hizo eterno, su madre se atrevió, con el ánimo encogido, a hablar.

—¿Qué estás insinuando, Stefan?

—Tristemente no insinúo, Gertrud, afirmo. Si tu hijo puede volver a doblar la rodilla, será un milagro y desde luego sin poder forzarla para nada y a base de mucho tiempo. Mirad.

Se dirigió, al añadir esto último, a su amigo, que desencajado asistía al diálogo, y tomando las radiografías las colocó en un cristal traslúcido que había en la pared; luego apretó un pequeño interruptor que hizo que una luz atravesara la placa, mostrando al trasluz todos los detalles que, pese a la explicación del galeno, a ambos cónyuges les parecieron un montón de sombras blancas y grises, de tonos más o menos subidos, totalmente incomprensibles.

Stefan tomó una regla de la mesa y señaló:

—Sigfrid, además de haberse fisurado la meseta tibial, se ha roto la tríada, es decir, los ligamentos cruzados anterior y posterior y el menisco interno. Bastante haremos si conseguimos que no quede inválido total y pueda hacer una vida decente. Hay que esperar que ceda la inflamación y en cuanto sea posible entraremos en quirófano.

Desde aquel infausto día ya habían transcurrido dos años. Sigfrid volvió a caminar, pero ya nunca más pudo hacer deporte alguno y durante muchos días, tras moverse en una silla de ruedas, tuvo que usar muletas y posteriormente un bastón.

Eric lo visitaba asiduamente.

—No te derrotes de esta manera, en la vida hay muchas cosas que puedes hacer. No todo consiste en pegar brincos y dar patadas a un balón.

—Para ti es muy fácil, puedes correr, saltar y hacer deporte. Yo en cambio no puedo ni coger un autobús en marcha.

Eric lo quiso animar.

—Sí, pero en cambio, te has puesto como una mula de cintura para arriba y no hay quien te lleve un pulso en toda la universidad.

—Qué más da, preferiría haberme roto la crisma que sentirme inválido. El día menos pensado me temo que voy a hacer un disparate.

—No digas barbaridades, no te pases la vida mirándote el ombligo y no te lamentes más, cosas muy importantes están ocurriendo que afectan al resurgir de Alemania para que tú estés instalado en un lamento continuo.

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