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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (8 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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—En lo que dices respecto de los gitanos tal vez sea así, pero es porque se intenta reeducarlos, en cuanto a los judíos... Que cuatro exaltados cometan alguna tropelía y quemen algún comercio, no lo puedo negar; sin embargo debo decirte que no es nada oficial y si algunos han merecido alguna sanción ha sido por ser elementos antisociales e indeseables. Como tú bien has dicho, gentes de raros pelajes, pero no por ser judíos.

Leonard se encrespó.

—Y ¿qué me dices de los comunistas?

—Que son subversivos y la subversión se ahoga en sangre o te destroza. Es como la espuma de la cerveza cuando empieza a escaparse de la botella, no se puede parar intentando taparla, hay que tirarla y abrir una nueva. El mismísimo cardenal Eugenio Pacelli los teme hasta el punto que cuando era nuncio, si mal no recuerdo, firmó el concordato recomendando a los católicos votar a Hitler.

—¿Puedes negarme que hasta entre ellos se matan en una total impunidad? ¿No fue tu cliente quien montó la Noche de los Cuchillos Largos
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?

—El cuerpo humano crea sus defensas ante una infección, ¿qué de extraño tiene que el cuerpo social expulse de su seno a gentes que eran peligrosas para la grandeza del partido? Las SS acabaron con el mal que representaban algunos elementos de los camisas pardas de Ernest Rhöem, pero esto, ¿qué nos va a nosotros?

—Hablo del fuero no del huevo, Stefan. Si el Estado no respeta el orden, y el ejecutivo invade los espacios del legislativo y del judicial y hay jueces venales que se prestan a ello, dime, ¿adónde vamos a parar?

—No lo quieres entender, Leonard, ya lo dijo Goethe: «Es mejor un orden injusto que un desorden justo.» ¡He aquí el problema!, si una idea debe imponerse, y esta idea está dirigida al bien común, entonces, nos guste o no, tienes que admitir que el fin justifica los medios, amén de que el orden establecido no es injusto, tú sabes que salió de las urnas y que el pueblo eligió.

—¿¡Pero de dónde sales, Stefan!? ¿Qué argumentos falaces arguyes? Lo que está sucediendo es muy grave, te lo repito por si no me has entendido o, mejor, no me has querido entender. Cuando el Estado se constituye en legislador, juez y ejecutor de planes indignos entonces no hay donde recurrir ante cualquier abuso. En nuestras leyes, que tienen más de cuatro mil años, se preconiza que la obligación de un buen judío es levantarse contra el tirano cuando éste gobierna mal, pero te confieso que yo ya no estoy para heroísmos y creo que es una sabia medida la decisión que he tomado y que espero me ayudes a llevarla a cabo. Y perdona si me acalorado pero todo lo que está pasando me desborda y tengo los nervios a flor de piel.

—Leonard, creo que te precipitas, comprendo tus nervios pero no tienes que tomar medida alguna, lo que debes hacer es quedarte quieto en casa. Una revolución es un parto, y un parto es inconcebible sin sangre, pero de la revolución nacionalsocialista nacerá una Alemania renovada y poderosa a la que el mundo libre no tendrá más remedio que respetar, de la que nos podremos sentir orgullosos y de la que nos beneficiaremos todos.

—¡Qué pena me da tu ingenuidad, porque quiero pensar que lo que me dices lo piensas de buena fe! ¡Entérate Stefan, debo cerrar la fábrica porque ya no me dan cupos de oro ni de plata para fabricar lo que yo vendo! He tenido que echar a la calle a la mitad del personal y el resto pasa los días mirándose los unos a los otros, mano sobre mano, porque no hay nada que hacer.

—«Si quieres la paz, prepárate para la guerra», a ti siempre te gustaron los clásicos, Leonard, ¿te has interesado, alguna vez, por las teorías de Karl von Clausewitz
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? Lo que ocurre es que has tenido la desgracia de que el Estado se vea obligado a limitar aquellas industrias cuya materia prima le es necesaria para subsistir y debes reconocer que, si hemos de comprar en el exterior, lo que nos hace falta como nación, por encima de todo, es oro y plata. Nadie quiere fiarnos y nuestra moneda no goza de crédito. Tu mala suerte es que a ti también te hacen falta el oro y la plata, pero no me das ninguna lástima Leonard, sobrevivirás aunque esta situación dure años. Te lo repito si me quieres oír, lo mejor que puedes hacer es quedarte quieto en casa hasta que pase este viento desfavorable para tus negocios, que te reconozco que lo hay, y las aguas vuelvan a su cauce.

—¡¿Viento desfavorable llamas a este huracán que va a arrasar todo lo que pille a su paso?! ¡No querido, no, si crees que me voy a quedar quieto aquí esperando que esto escampe es que además de estúpido me he vuelto loco!

Tras esta perorata ambos recuperaron fuerzas.

—Dejémoslo Leonard. Ahora sí que te aceptaré una copa.

—¿Qué te apetece?

—¿Tienes Petit Caporal?

—Todavía.

—Me va bien.

Leonard tomó del mueble bar una copa balón y tras escanciar en ella una medida prudente del dorado licor, la colocó tumbada en el calientacopas y encendió el alcohol del artilugio con su mechero a fin de calentarla. Cuando tras darle unas vueltas consideró que estaba en el punto, la tomó por el pie y la entregó a su amigo, no sin antes apagar la llama con el capuchón de plata que estaba sujeto a una cadenilla. Stefan paladeó con deleite el coñac.

—Excelente, éste es uno de los placeres que adornan el otoño de la vida. —El ambiente se había relajado—. Bueno, veamos qué es lo que puedo hacer por ti.

—Quiero salir de Alemania aprovechando la confusión que creará la finalización de los Juegos Olímpicos, Stefan. Ahora, aún con restricciones, estamos a tiempo, luego, y luego va a ser muy pronto, creo que será imposible, para los judíos, salir en condiciones normales como cualquier otro alemán.

Stefan quedó con la copa balón en la mano mirando a su amigo con incredulidad.

—No estarás hablando en serio.

—Jamás en toda mi vida he hablado más en serio.

—Y ¿qué es lo que necesitas que yo pueda hacer?

—Te pediré dos cosas, ambas igualmente importantes.

—¿Qué es ello?

—Me consta, porque ya lo han intentado conocidos industriales amigos míos, que es inútil pretender partir con toda la familia, de hacerlo así debes renunciar a todos los bienes que tengas inventariados y donarlos al Estado, amén que teniendo hijos de la edad de los míos es prácticamente imposible.

—¿Entonces?

—Pretendo partir hacia Viena, allí me reuniré con Frederick, mi cuñado, que según me dice en la última carta que me ha enviado a través de un proveedor, las cosas no están tan mal como aquí, mi deseo es poder salir con Gertrud y con Hanna, de momento Sigfrid y Manfred se quedarán. Una vez tome tierra y me instale daré todos los pasos necesarios para que se puedan reunir con nosotros.

—Y ¿qué piensas hacer con todo esto? —Stefan hizo un gesto señalando alrededor—. Cuando todos os hayáis marchado.

—De momento, como te digo, los chicos van a quedarse, tres lo podemos intentar, todos sería un suicidio.

—¿Y? —Stefan restaba expectante.

—Lo tengo todo preparado, iremos a ver a Peter Spigel, ya sabes, mi notario, y montaremos una venta ficticia para que todo esté a tu nombre. Inútil es decir que todos los gastos correrán de mi cuenta, Anelisse y tú no tenéis hijos, creo que sería magnífico que os trasladarais a vivir aquí, podrías cerrar tu piso de Breguenstrasse e instalaros. Únicamente os tendríais que traer la ropa y los efectos personales, lo demás está todo, excepto el Petit Caporal que se me ha acabado. —Leonard intentó quitar hierro a la situación—. De esta manera la casa permanecería abierta y esto daría una sensación de normalidad, inclusive estarías más cerca de la clínica de lo que lo estás ahora y yo tendría la tranquilidad de saber que mis hijos están bajo la tutela de alguien como tú hasta que puedan salir; eres el tutor de Manfred, no lo olvides, y recuerda que mis hijos aparte de su circuncisión han vivido como alemanes católicos y sé y me consta que es por mí que en esta casa se siguen costumbres de mi pueblo y que así se hace por deferencia de mi mujer, pero la verdad que poco hay de judío en mi familia.

—Y ¿qué pasará cuando vean que no vuelves y que has usado una estratagema para quedarte fuera de Alemania?

—Nada podrán objetar si tú me ayudas. Lo imposible es salir como turistas y no regresar. Lo procedente es montar una excusa para obtener un permiso temporal, por ahora no hay ley alguna que prohíba a un judío vender sus bienes, si es que encuentra quien se los compre, por lo tanto nuestra operación será legal y no tendré, como expatriado definitivo, que ceder todo cuanto tengo al Estado, que es la condición que exigen para poder emigrar de Alemania. Luego, si una vez en el exterior, consigo los medios necesarios para instalarme en otro país, tampoco hay ley alguna que se oponga, siempre y cuando consiga los permisos de residencia necesarios para vivir en el país que me acoja y de eso ya me ocuparé en su momento. Moviendo influencias y dinero, ninguna de ambas cosas me ha de faltar. De momento parece ser que hay un agujero en la ley, según me ha dicho Spigel, y debo aprovecharlo antes de que sea demasiado tarde.

—Y ¿qué harás con tu negocio?

—No me preguntes qué haré, pregúntame, más bien, qué he hecho. Lo mismo que te propongo a ti se lo propuse en su día a un joyero amigo y para más seguridad suizo. Ni la joyería ni la fábrica me pertenecen, oficialmente. Si este vendaval pasa, algún día podré recuperar mis pertenencias.

—Y ¿si alguien os denuncia y hace que se abra una investigación?

—Si esto sucede espero que mis hijos ya estén conmigo y tú habrás comprado esta casa antes que yo haya faltado a mis obligaciones respecto a Alemania.

Stefan quedó unos instantes pensativo, luego habló:

—Y, ¿qué más pretendes que haga?

—Que me ayudes. He conseguido ya todos los papeles, únicamente me falta un visado de las SS que debo presentar a la policía junto con el pasaporte, conforme tengo autorización para salir de Alemania con mi mujer y con Hanna que además de mi hija figurará como mi secretaria. ¿El motivo?, asistir a un congreso de gemología que se celebrará en Viena por motivos de mi negocio. Una vez esté fuera pienso que obtener una prórroga será relativamente fácil. Desde Viena seguiré atentamente el devenir de los acontecimientos. Si tu opinión prevalece, que no es otro mi deseo, volveré, pero si las cosas se tuercen y suceden como sospecho, entonces, Stefan, no regresaré a mi patria y me convertiré en otro judío errante.

—¿Qué les dirás a los chicos?, ninguno tiene siete años.

—Hanna creerá que la invito a un viaje, de otra forma se negaría a venir con nosotros, ya sabes cómo es la juventud, no ve el peligro y no querría alejarse de sus amigos, sobre todo de uno de ellos. El equipaje será el que convenga. En cuanto a los muchachos, el único que lo va a saber es Manfred, creo que Sigfrid, en su estado actual, no está en condiciones de preocuparse.

—¿Gertrud?

—Mi mujer, Stefan, no debe, por el momento, saber nada. Y aunque no tiene un pelo de tonta jamás imaginará que mi plan es salir para no regresar, caso de que las circunstancias así lo requirieran.

Stefan se crujió los nudillos de las manos en un gesto reflejo y tardó unos instantes en responder:

—Cuenta con mi gestión ante las autoridades para que consigas tus papeles. En cuanto a lo otro, como comprenderás, debo consultarlo con Anelisse, y aunque nada le diga de lo del notario, a una mujer no se la puede cambiar de domicilio así como así, pero cuenta con su silencio si yo le hablo seriamente, pero ¿puedo sugerirte algo?

—Desde luego.

—Habla con Gertrud, no la lleves engañada, a fin de cuentas hará todo lo que tú le digas, más si sabe que es por el bien de la familia.

—Tal vez tengas razón, déjame que lo piense.

—Hazlo, pero conste que creo que te precipitas y que estás haciendo una tempestad en un vaso de agua.

El bachiller Rodrigo Barroso

Subido a un tablero de recia madera colocado sobre unas patas en V invertidas, el bachiller Rodrigo Barroso enardecía, animado por unos acólitos estratégicamente repartidos, a una muchedumbre que había ido a mercar a la aljama de las Tiendas y que escuchaba embobado sus diatribas en contra de los judíos.

El bachiller, obedeciendo la consigna de su protector, se había reunido anteriormente con tres de sus secuaces en el figón del Peine, en la calle del Santo Apóstol. Habían acudido a la cita Rufo el Colorado, Crescencio Padilla y Aquilino Felgueroso, este último alquilador de mulas para carruajes. Se sentaron al fondo del establecimiento, donde no les pudieran escuchar oídos inconvenientes, y pusiéronse a secretear, como cuatro conspiradores, ante cuatro vasos de tinto peleón que les arrimó la mesonera, moza garrida, todavía de buen ver, aunque algo entrada en carnes que mostraba generosa, por el hueco de su escote, unos pechos voluminosos e incitadores y a la que su pariente, que era consentidor
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, promocionaba entre la parroquia para mejor industriar su negocio. Cuando ya la mujer se alejó, el bachiller abrió el fuego.

—He convocado a vuesas mercedes para proponerles un negocio que nos puede rendir pingües beneficios y que además nos acarreará, sin duda, gratitudes de personas influyentes.

—Ya dirá vuesa merced de qué se trata el avío —dijo el Colorado.

Barroso bajó la voz, cosa que hizo que los otros tres arrimaran sus cabezas.

—Hete aquí que personas de calidad, y más capacitadas para juzgar que lo estamos nosotros, piensan que es hora ya, que alguien ponga en su sitio a esa piara de «marranos» que perturban la vida y emponzoñan el comercio de esta ciudad y principalmente, para desdoro y oprobio de los cristianos viejos, lo hacen en el lugar que más se debiera cuidar a causa de la proximidad de la catedral.

Crescencio Padilla, que era muy proclive a dejar muy claras las cuestiones que atañían a los dineros, indagó:

—Y ¿qué beneficio nos va a reportar bailar esta pipironda
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con tan incómoda pareja de danza? Tened en cuenta que son gentes influyentes y que se mueven en los aledaños de la nobleza y de la Corte.

—En primer lugar, unas buenas doblas castellanas que alegrarán nuestras bolsas; en segundo, que vuesas mercedes si no lo desean, no tendrán que descalabrar cabeza alguna y finalmente que nuestro protector tiene, frente al rey, la más alta influencia.

—Y ¿en qué va a consistir este trabajo tan fácil y, por lo que dice vuesa merced, tan bien remunerado? —El que ahora interrogaba era Aquilino Felgueroso, el mulero.

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