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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (5 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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Simón

Simón esperaba nervioso junto a la Fuente del Sauce. La luz en la ventana, la noche anterior, le había confirmado claramente que, aunque pudiera tener problemas, Esther acudiría al lugar acordado y a la hora anunciada en el billete que guardaba en el bolsillo de su jubón y que ella había deslizado en su mano aprovechando la coyuntura de ir, acompañada de su aya, a comprar cintillos y peines para el pelo a la tienda que su padre junto con su tío regentaba en la calle de la Paja en la aljama de las Tiendas, la tarde del lunes anterior. Simón se resguardó del frío en el soportal de uno de los almacenes de la plazoleta y en tanto esperaba, su pensamiento voló como una alondra en primavera; tenía veintidós años y un mundo de ilusiones se abría dentro de él; jamás hubiera podido imaginar en el más elucubrante de sus sueños que Esther Abranavel, única hija del rabino mayor de la aljama del Tránsito, pudiera haber reparado en un mozo de su condición, hijo de un comerciante menor de la aljama de las Tiendas. Recordaba aquel día como un milagro, estaba subido a una pequeña escalera colocando el género, que había traído aquella tarde un buhonero, en el anaquel superior del almacén cuando la luz de la puerta se oscureció obstruida por el voluminoso bulto de la dueña y el de Esther. Al principio y al contraluz sus ojos no divisaron claramente las facciones de la doncella, pero cuando estaba descendiendo y su pie tanteaba el penúltimo escalón, tropezó y casi da con sus tristes huesos en el suelo, tal fue la impresión que la belleza de la muchacha causó en su ánimo. Trastabillando se colocó al otro lado del mostrador y sus labios apenas supieron balbucear un torpe «¿Qué desean vuesas mercedes?». El ama pidió que les mostrara unas peinetas de ámbar y unos abalorios; al ir a buscarlas y al seguir comportándose como un bobo, un pícaro destello reverberó en el rabillo de los ojos de la muchacha. La visita volvió a repetirse a la semana siguiente y a la otra y al cuarto día y aprovechando la coyuntura que su padre estaba mostrando una mercancía recién llegada al aya, se atrevió a hablarle, mejor dicho a responderle ya que la que inició el diálogo fue ella.

—¿Cómo os llamáis? Que mal puedo dirigirme a vuesa merced cuando necesito alguna cosa de vuestra abacería y estáis de espaldas, como soléis, haciendo que buscáis en los estantes, si no es con un impersonal «vos».

—Me llamo Simón, señora, éste es mi nombre, para serviros.

—Y ¿por qué, Simón, jamás venís en persona a mi casa a traer mis mandados y siempre enviáis un mozo a tal menester cuando vos sois la persona con la que he hecho el trato al hacer mi compra y a la que quiero reclamar si algo no me cuadra o no es exactamente de mi gusto?

El mozo recordaba que respondió confuso algo parecido a:

—Mi padre es el que decide quién es la persona que ha de cumplir cada encargo, yo me limito a obedecerle.

—Pues a partir de ahora vos seréis el recadero de mis mandados, de no ser así me veré obligada a cambiar de tienda y comprar en otra abacería donde se tenga más cuido de mis pedidos.

Simón respondió un torpe «Descuide vuesa merced, para mí vuestros deseos son órdenes». Y al atardecer del siguiente día se encontró frente a la puerta posterior de la casa de los Abranavel con un paquete en la mano y tirando de la cadena de una campanilla que sonaba lejana en el interior de la mansión. Cuando imaginaba que un sirviente le iba a franquear la entrada se encontró con que la que apareció abriéndole la puerta era la quimera de sus fantasías en persona.

—He estado vigilando vuestra llegada desde mi ventana, que es aquélla.

La muchacha, con el gesto de su mano y con el brazo extendido, le indicó un balconcillo de piedra del primer piso rodeado de hiedra que se abría al exterior mostrando una pequeña columna que partía dos arcos de estilo mozárabe y cubiertos ambos vanos con vidrios coloreados cuyo trabajo emplomado dejaba ver en su centro una pieza transparente y rarísima, que permitía ver el exterior con claridad. A Simón no se le ocurrió otra cosa que decir:

—Aquí os traigo vuestro pedido.

—¿A quién le importa eso ahora? ¡Seguidme!

La muchacha tomó del brazo al asombrado mozo y tirando de él lo condujo hacia el cenador del jardín posterior de la casa que se ubicaba junto a una rosaleda, cuya visión la impedía una celosía de madera pintada de verde y por cuyos entresijos se iban atando lianas y florecillas de tal manera que todo el conjunto formaba algo parecido a un muro de enramada que circunvalaba a un pequeño palomar cuyas aves comenzaron un peculiar zureo al percibir la proximidad de su ama.

Nada más llegar al escondrijo, la muchacha retiró de su cabeza la redecilla que le recogía el cabello y dejó resbalar su frondosa y oscura cabellera castaña sobre los hombros.

—Veamos si los prendedores de carey que os encargué cuadran con el color de mi pelo.

Diciendo esto arrebató de las manos del asombrado mozo el paquete del que era portador, lo depositó sobre una piedra y tras deshacer el lazo que lo sujetaba procedió a abrir el estuche y examinar su interior, allí estaban sus compras. La niña tomó un prendedor y entregándoselo a Simón, ordenó dándole la espalda:

—¡Colocádmelo!

El atolondrado mancebo procedió al mandado con los dedos temblorosos y la garganta seca.

Cuando ya el cometido hubo acabado, la muchacha, que percibió divertida el apuro del joven, se insinuó seductora dándose la vuelta.

—¿Me encontráis hermosa?

—No tengo palabras, tenéis el candor de una paloma y la belleza de un nardo.

—¡Sois un adulador! Veo que no os faltan esas lisonjas que tanto halagan a las mujeres.

—¡Creedme señora que os digo lo que pienso!

—¡Zalamero, no os creo! —La muchacha hizo un mohín que a Simón le pareció delicioso—. De cualquier manera me habéis comparado a una paloma y eso me halaga, es uno de los animales que más amo porque evoca paz y armonía.

—¿Os gustan las palomas?

—Son mi pasión, el palomar que veis a mi espalda es regalo de mi padre y todas las aves que veis son mías, yo las cuido, tengo más de veinte torcazas, mis manos son las que se ocupan de ellas y nadie más que yo se acerca al palomar.

—¿Sabéis señora que también son mi pasión?

Los ojos de la muchacha adquirieron un brillo especial.

—No me llaméis «señora», mi nombre es Esther.

Simón no creía lo que estaba viviendo.

—Está bien, seño... Esther. Si me lo permitís, mañana os haré presente de lo que más quiero en este mundo, claro está, luego de mis padres.

La muchacha lo miró entre coqueta y curiosa.

—Y ¿qué es ello?

—Mis dos mejores mensajeras.

—¿Tenéis mensajeras?

—Ni el rey las tiene más rápidas y resistentes —respondió orgulloso.

—¡No puedo aceptaros presente tan valioso!

—¡Me haríais el más feliz de los mortales! ¡Por favor, señora!

—¡Llamadme Esther os digo!

—¡Por favor, Esther!

—¡No, por el momento, no! Pero a veces la mujeres cuando decimos no queremos decir sí; es a vos a quien corresponde dilucidar.

Y de esta manera comenzó la increíble aventura y el deleite absoluto de Simón. Lo de ambos fue un flechazo a primera vista. Cupido extrajo dos flechas de su aljaba y atinó, en el corazón de los muchachos, al mismo tiempo. Al día siguiente se las arregló para llevarle las palomas. Luego, uno y otro inventaron mil excusas para justificar sus encuentros y acordaron ciertas crípticas claves que ellos solos entendían para acordar sus citas y que iban desde una luz recorriendo el marco de la ventana de su dormitorio si era de noche a un pañuelo blanco anudado a media asta en el palo del palomar si era de día. Y en repetidas ocasiones se juraron eterno amor. Desde estos sucesos ya casi habían transcurrido once meses; vivía el mancebo en el séptimo cielo y no terminaba de creer su buena estrella, pero cada vez que intentó tocar el tema e insinuar a la muchacha el hecho cierto de que el gran rabino no consentiría jamás aquellos sus amores, Esther le respondía misteriosa que, llegado el tiempo, sabría convencer a su padre y caso de no conseguirlo ya vería lo que habría que hacer. Su frase predilecta siempre era la misma: «No quiero preocuparme por lo que aún no ha ocurrido, ya lo haré si ocurre.»

Empezaba a lloviznar, la plaza estaba desierta y Simón comenzó a desesperar de ver aparecer a la muchacha. Se le ocurrió que tal vez hubiera surgido, a última hora, algún inconveniente imprevisto y que Esther no hubiera tenido tiempo de avisarle. En estas devanaderas andaba su caletre cuando por los pórticos de la bocacalle del Santo Espíritu apareció, presurosa y sin embargo vigilante, la silueta inconfundible de su amada que, mirando a un lado y a otro, embozada en un negro manto con capucha, avanzaba hacia él con aquel su caminar airoso inconfundible y adorado. Llegado que hubo a su lado se retiró el embozo y comenzó a hablar apresurada y nerviosa como, hasta la fecha, jamás había tenido ocasión de verla.

—Simón, tengo poco tiempo, vayamos a un rincón disimulado donde os pueda contar, sin temor a ser oída, lo que os debo decir.

—Esther, me asustáis, ¡venid!

Cerca de la plaza se ubicaba una cuadra donde alquilaban caballerías y carros para diversos menesteres y que pertenecía al padre y al hermano de un amigo de Simón con el que había compartido las clases de un maestro que les había enseñado en la madrasa las primeras letras y los rudimentos de la Torá
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.

—¡Venid! ¡Seguidme!

Y tomando de la mano a la muchacha la condujo, a través de un estrecho callejón que transcurría bajo unos soportales, hasta un gran portalón de vieja madera que permanecía abierto y que daba a un gran patio donde se arreaban las cabalgaduras y se preparaban las galeras y carretas de alquiler. Traspasaron el arco de la entrada y, evitando las huellas que las roderas de los carros habían marcado en el lodo y los grandes charcos que la lluvia había ido formando aquella tarde, llegaron hasta un gran cobertizo y diciendo un breve «Esperadme aquí un instante, vuelvo al punto» partió Simón hacia una garita de madera pintada de verde, levemente iluminada que se veía al fondo del recinto. Esther retiró la capucha de su rostro y, tras sacudir el borde de su capa a fin de que escurriera el agua, se dispuso a esperar. Simón llegose hasta el ventanuco del cuartucho y a través de él, y a la luz de un candil pudo ver el pecoso rostro de su amigo inclinado sobre un mugriento libro mayor en el que con un cálamo que mojaba en un tintero, no menos deteriorado, iba anotando ristras de números.

—¡David! —llamó.

El otro levantó la cabeza de la escritura y al punto reconoció a su amigo.

—¿Qué os trae por estos lares, Simón?

—Ahora no tengo tiempo de explicaros, me hace falta que me hagáis un favor.

David se había aproximado al ventanuco dejando sobre la mesa la caña todavía húmeda de tinta.

—Vos me mandáis, soy todo oídos.

—Necesito de un lugar discreto para mantener una conversación con una dama de calidad que es para mí muy importante.

—Y ¿se puede saber quién es esta dama? —interrogó el pecoso con curiosidad.

—iQue Asmodeo
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os lleve!, ahora no es el momento ni os incumbe, ¿¡podéis satisfacer mi demanda o no podéis hacerlo!?

—Ya veo que el asunto es importante para vos. Al fondo de la cuadra podréis ver una carroza que mi padre alquila para viajes a los principales de la ciudad cuando quieren partir discretamente sin llamar la atención llevando sus propios coches; dentro estaréis confortablemente calientes y a salvo de cualquier indiscreción.

—¡Gracias amigo, no olvidaré jamás vuestro favor!

—No hay por qué darlas, Simón, hoy por vos mañana por mí, los de nuestra raza siempre se ayudan.

Partió Simón a la busca de su amada y la encontró sentada en la estribera de una de las galeras.

—Venid, seguidme, Esther, ya tengo el lugar donde estaremos cómodos y donde podréis explicarme vuestras congojas.

Lo siguió la muchacha procurando evitar los charcos porque sus
sankas
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no se embarraran y luego su aya adivinara que había salido.

El lujoso carruaje estaba aparcado al fondo del cobertizo, aparte de los demás carros que constituían el grueso del negocio. Era éste una gran carroza de cuatro ruedas, dos pequeñas delante y dos más grandes y ballesteadas atrás, de color azul cobalto con el tejadillo negro acharolado y el pescante del auriga mucho más elevado y exterior; abrió la portezuela el muchacho para que Esther subiera y ésta al hacerlo y al apoyar el pie en la estribera dejó al descubierto un fino tobillo cuya visión produjo en Simón un leve mareo, gimieron las ballestas y ascendió la muchacha acomodándose al fondo sobre el lujoso asiento del coche tapizado de rico terciopelo de Béjar. A continuación y a su lado se colocó Simón cerrando tras él la portezuela.

—Decidme pues, amada mía, cuál es la aflicción que turba vuestro pecho.

—¡ Ay de mí, Simón amado! Mi padre me quiere desposar con Rubén Ben Amía y yo me moriré antes de consentir.

Simón quedó un instante perplejo y mudo ante el impacto de la revelación, luego tomó la mano de la muchacha entre las suyas y habló.

—Calmaos Esther, en primer lugar, ¿quién es el tal Rubén?

—El hijo de un buen amigo de mi padre al que yo aprecio desde niña pero no estoy enamorada de él, ¡yo os quiero a vos, Simón!

Simón meditó un momento su respuesta.

—Siempre os dije, amada mía, que vuestro padre jamás consentiría que os casarais con un muchacho de mi condición. Vuestra fe y vuestro amor han hecho que durante un tiempo olvidara el asunto y mi mente obviara el problema, pero en el fondo siempre esperé algo así y en vez de ignorarlo lo que debo hacer es enfrentarme a él.

—¡Si no es con vos no me casaré con nadie, antes prefiero que me encierren de por vida!

—No os encerrarán, tened calma, se avecinan malos tiempos e intuyo que nuestro problema pasará a segundo plano.

—¿Qué queréis decir?

—Vos vivís en un nido de oro y hasta vos no llega lo que acontece día a día en la calle.

—No os entiendo, Simón, ¿qué es lo que insinuáis?

—No insinúo, querida niña, afirmo. Las aguas bajan turbias bajo los puentes para los de nuestra raza, la gente está revuelta y alguien está calentando los ánimos y encrespando las voluntades de los cristianos contra nosotros y cuando esta oleada comienza, crece imparable y se lleva, durante un tiempo, todo aquello que pilla por delante. Las aguas luego se remansan y vuelven a su cauce, pero en tanto nuestro pueblo sufre y el mal ya está hecho.

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