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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (71 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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—Éste es el
modus operandi
pero, ¿y las consignas?

—Por el momento las he memorizado. No conviene llevar y traer en el tren papeles comprometedores. Tiempo habrá de hacerlos en ciclostil cuando haya que repartirlos. Acercaos.

Las cabezas de los tres confabulados se aproximaron y Vortinguer, bajando la voz, enunció los postulados.

—«¡Alemanes!: ¿queréis vosotros y vuestros hijos padecer la suerte de los judíos?, ¿queréis que os juzguen con la misma medida que vuestros líderes?, ¿queréis que seamos para siempre el pueblo más odiado y excomulgado del mundo entero? ¡NO y mil veces NO!

»Nuestro pueblo está mirando conmovido la pérdida de más de un millón de alemanes en el frente ruso. Estos hombres han sido arrastrados irrazonable e irresponsablemente a la muerte merced a la genial estrategia del ex cabo de la guerra mundial. ¡Führer, te damos las gracias en nombre de todas las madres y esposas que han perdido a sus hijos y sus maridos!»
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—¡Hay que reconocer que son unos patriotas y tienen redaños para dar y repartir! —expuso Hanna—. Todo lo que esté en mi mano, desde luego que voy a hacerlo.

—Hay hombres valientes y hombres temerarios, Hanna, y hay hombres vivos y hombres muertos. Lo que escasean son los temerarios vivos. —La voz prudente de August templó el exaltado ánimo de la muchacha—. A la larga el exceso de valor se torna imprudencia, y al final los que obran movidos por la irreflexión a impulsos alocados, acaban haciendo un flaco servicio a sus compañeros.

La influencia y el ascendiente de August se hizo notar.

—Entonces, ¿qué es lo que debemos hacer? —El que interrogó fue Vortinguer.

—Vamos a seguir las directrices que nos han impartido desde Múnich pero sin bajar la guardia.

—Y ¿eso cómo se come? —indagó Hanna, a quien el carácter de Newman cada día agradaba más.

—No poniendo el carro delante de los bueyes y andando con pies de plomo. Tú, Hanna, comprueba en particular los datos y antecedentes de toda persona que se acerque al círculo y desde luego no hables sino lo justo y necesario y sigue a rajatabla la consigna de las claves para ponerse en contacto unos y otros. Nadie debe saber dónde vive nadie. En una palabra, no te entusiasmes ni des nombres ni consignas hasta que yo no apruebe el ingreso del candidato. Si en vez de tres días empleas una semana da igual; y tú, Klaus, no delegues las funciones del manejo de la multicopista en nadie. Pide a tu contacto de la imprenta el tiempo que necesites y haz el trabajo en persona.

Vortinguer intervino de nuevo.

—Os he de contar algo que ocurrió el último día de mi estancia en Múnich y que puede ser el punto de inflexión en la lucha que estamos llevando a cabo.

—¿Qué es ello? —indagó Newman.

—El
gauleiter
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de Baviera, Paul Giesler, visitó la universidad de Múnich, entre otras cosas para comunicar a los estudiantes que los varones inhábiles para la guerra debían colaborar con otros trabajos en el frente. En medio del discurso se refirió burdamente al rol de las estudiantes mujeres y afirmó que lo mejor que podían hacer por Alemania era tener hijos, y añadió: «Si algunas de estas señoritas carecen del encanto suficiente para atraer a un compañero, asignaré a cada una de ellas a uno de mis hombres y puedo prometerles una experiencia de lo más agradable.»
{240}

»No os puedo ni explicar la que se armó en el paraninfo. Los estudiantes echaron a patadas a Geisler y a sus SS y el hecho se transformó en una catarsis para todos los presentes, que recorrieron la ciudad, tras ocho años de opresión, gritando consignas, lanzando panfletos y escribiendo en las paredes la palabra "LIBERTAD".

—Pues nada de todo esto ha trascendido a la prensa oficial —argumentó August.

—No te preocupes, ni trascenderá. La censura es absoluta.

—Se sabrá, hay cosas que no se pueden ocultar —añadió Hanna.

Un silencio tácito se instaló entre los tres. Todos eran conscientes de que se estaban jugando la vida. Para aliviar la tensión, Klaus preguntó.

—¿Qué se sabe de tu hermano, Hanna?

—De él os quería hablar.

Ambos hombres esperaron que la muchacha prosiguiera.

—Se pone periódicamente en contacto conmigo, él es el que me provee económicamente de lo necesario y, tomando todas las precauciones del mundo, de tarde en tarde nos vemos. Anda metido en lo suyo y de otra manera desarrolla una labor tanto o más arriesgada que la nuestra. Desde que mi gemelo está escondido o se ha ido, cosa que ignoro, se ha obsesionado con la idea de que es un cobarde y que Manfred es el que tenía valor. Ayer hablamos de ti. —Se dirigió a Klaus—. Sabe que te veo y que andamos en lo mismo. Me ha ordenado que te dé un número y una clave. Si algo me ocurriera tenlo al corriente, y por si algo necesita de ti y yo no estoy por en medio, me ha pedido que le explique la manera de contactar contigo y le he dado la que yo uso. Mi hermano es como si fuera yo misma.

August levantó las cejas desconfiado.

Vortinguer intervino.

—Lo conozco desde mis tiempos de atleta. El hermano de Hanna es un fuera de serie y, por lo que a mí concierne, no tengo inconveniente de que me pueda localizar. No tengas cuidado, August, es de los que no se van de la lengua.

—La Gestapo tiene maneras muy convincentes de interrogar.

—Hay hombres y hombres. Yo sé lo que me digo. —Volviéndose a Hanna indagó—: Y ¿cuál es la clave?

—Memorízala.

—Dime.

—377237. Dejar que suene cinco veces, colgar. Llamar de nuevo y dejar que suene tres veces, colgar y marcar otra vez. Si está en casa, descolgará el teléfono pero no responderá hasta que hables.

Quedaron los tres en silencio unos instantes en tanto Vortinguer, con los ojos cerrados, memorizaba la clave. Cuando ya lo hubo hecho y en tanto tomaba el mechero y encendía un cigarrillo, dijo:

—Me tengo que ir a la imprenta. —Dirigiéndose a August demandó instrucciones—: Cuando tenga impresos los folletos, ¿qué quieres que haga?

—Llévalos a la dirección de siempre. Mañana por la tarde deben estar listos; hay que repartirlos el miércoles.

—De acuerdo. Hanna, si ves a tu hermano dile que le llamaré. Adiós.

Calándose la gorra, y dando un ligero toque en la visera con el índice de su diestra a modo de saludo, abrió la portezuela del compartimiento y cerrándolo tras de sí, partió hacia la calle. Había anochecido y continuaba lloviendo.

Newman y Hanna quedaron solos frente a frente. A ella la presencia del joven profesor, sin saber por qué, la cohibía. Sus facciones angulosas, su hablar reposado, el gesto que siempre acompañaba a sus palabras y aquel olor especial a tabaco de pipa que impregnaba su presencia, le producía una sensación de seguridad que en el agitado Berlín de aquellos días la confortaba. Siempre que se encontraban, procuraba alargar los encuentros y demorar el momento de regresar a su casa, pues últimamente lo que más le pesaba eran sus soledades. Súbitamente la voz grave de August interrumpió sus pensamientos.

—¿Qué sabes de tu novio?

—Hace más de tres meses que nada de nada. La última vez pasó lo mismo y un buen día me llamó desde un hotelito francés junto a la base de Saint Nazaire, diciéndome que tenía un permiso de una semana, pero no me dejaron verlo. Eso sí, hablamos cada día, pero aunque hizo lo imposible no le dejaron salir.

—¿Siempre es así?

—Lo que pasa con los submarinos es muy peculiar. Desde la acción de Prienn en Scapa Flow, los han elevado a la categoría de héroes de Alemania
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. La publicidad y el secretismo es absoluto y muchas veces premian sus acciones alojando, cuando tocan puerto, a los oficiales que puedan saber algo en lugares lujosos y bien acompañados pero de los que no los dejan salir
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.

—Si fuera mujer, no me gustaría que a mi novio lo encerraran acompañado de bellezas.

—A mí me fastidia infinitamente no poder verlo. Por lo demás, tengo absoluta confianza en Eric.

—Si yo tuviera esperándome a una chica como tú, preferiría ser marinero sin rango a que me encerraran durante un permiso.

Hanna calló ante el comentario gentil de su acompañante y éste cambió el tercio.

—¿Qué tal es Eric?, ¿es alemán o nazi?

—No te he de negar que al principio creyó en Hitler y en el resurgir de Alemania, pero luego se desengañó. Su familia sí es afecta al Régimen.

—¿Te casarás con él?

—Cuando esto termine, seguro.

—Si te dejan, claro.

—Si no nos dejan nos iremos de Alemania. Eric me ama sobre todas las cosas y yo lo amo a él.

—¡Qué suerte tienen algunos!

—¿Siempre eres tan amable con tus alumnas?

—Solamente con algunas.

La luz

Cinco días habían transcurrido desde la jornada en la que Simón había acudido en ayuda de aquel muchacho que sin su oportuno auxilio tal vez ya no estuviera en el mundo de los vivos. Domingo, al que no placían las gratitudes, le había pedido permiso para desligarse de la obligación de asistir a la comida en casa de su beneficiado alegando que no se encontraba a gusto en situaciones donde el saber estar y las conveniencias sociales fueran imprescindibles, más aún si éstas eran costumbres hebraicas; eso sí, acompañándole hasta la puerta y disponiéndose a esperarlo a la salida a la hora que le fuere indicada; así que, esta vez en solitario, había acudido Simón a la casa de su patrocinado, a fin de informarse de su estado y cumplir con la colación a la que tan gentilmente había sido invitado.

El herido se había recuperado de sus lesiones y, aparte del brazo entablillado que le impedía desenvolverse con normalidad, su aspecto era inmejorable y las raspaduras y moretones de su rostro estaban en franca retirada. La comida fue excelente y la mujer puso todo su empeño en que los guisos que se ofrecieran al benefactor de su hijo tuvieran la calificación de excelentes. Ni que decir tiene que todos los platos fueron cocinados según las directrices rabínicas de la cocina
kosber
y desde el caldo de verduras, pasando por unas truchas al ajo y un hojaldre de carne guisada sin sangre, y terminando por un postre de miel, almendras y grosella, todo tuvo el marchamo del mejor estilo judío.

—Cuánto he sentido que vuestro criado no haya podido acudir, realmente sin él no sé qué hubiera sido de mí.

—Más que criado es un amigo, pero tenía una diligencia que hacer y me ha rogado que os presente sus excusas porque tenía que ver a alguien —justificó Simón.

—No hacen falta, siempre tendréis en esta casa una familia amiga, os debo la vida de mi hijo —apostilló la mujer—. Y ahora permitidme que me retire, los jóvenes han de estar con los jóvenes.

La madre del herido se levantó de la mesa y tras ordenar a la joven doméstica que atendiera el menor de los deseos de su huésped, desapareció del comedor dejando a ambos muchachos frente a sendas copas de un licor de cerezas de elaboración casera.

Al principio, hablaron del incidente acaecido y de hechos intrascendentes, luego se adentraron en un tema que dado el ambiente que había en el sur era inobviable, las prédicas del arcediano tenían más que alarmada a la comunidad judía y entonces, casi sin darse cuenta, Simón aludió a los hechos acaecidos en Toledo referidos a la destrucción de la aljama de las Tiendas y se encontró, casi sin sentir, explicando el motivo de sus afanes, que no era otro que dar con el paradero de los Ben Amía sin explicar, claro es, el cómo y el porqué de sus trajines.

—¿Y decís que desconocéis el paradero de esta familia desde hace más de seis años?

—Así es, y estoy casi a punto de rendirme. He recorrido la vega andaluza de cabo a rabo, durante este último año, y nadie me ha sabido dar noticia de ellos.

El muchacho se quedó pensativo y algo hizo que el corazón de Simón comenzara a acelerarse.

—¿Qué estáis cavilando?

—El caso es... que no sé de dónde, este apellido me rueda por la cabeza.

—¡Por el Arca de la Alianza, haced memoria!

Un silencio se alzó en la estancia. Solamente se oía la respiración agitada de Simón, el tamborilear de los dedos de Matías en el tablero de la mesa y las risas de Constanza, la joven mucama, en la cocina. Súbitamente el rostro de Matías se iluminó.

—Ya lo tengo.

—¿Qué es lo que tenéis?

—Veréis, hace ya no recuerdo si cinco o seis años, acudió a la banca de Sólomon Levi un joven que demandó por el banquero, es éste un hombre circunspecto y poco dado a efusiones en público, a mí me sorprendió el trato que dispensó a aquella persona y más aún cuando me encomendó la tarea de cambiar los nominativos de unos pagarés demasiado importantes en cuanto a su importe y ponerlos a nombre de otras personas sin aportar documentación alguna.

Simón bebía las palabras del otro.

—Proseguid, por favor.

—El caso es que además se hizo una compraventa poco común, si no es condicionada a viajes por mar, para un trayecto relativamente corto, ya que se trataba de ir desde Córdoba a Sevilla. Yo en persona despaché este negocio y daos cuenta de que a no ser por la peculiaridad del mismo, se me hubiera ya olvidado, tal es la cantidad de asuntos que se despachan en la banca de dom Sólomon.

La voz de Simón era un hilo.

—Y ¿decís que todo este trajín se industrió para trasladarse a Sevilla?

—Ciertamente, recuerdo que oí que se despacharían los criados y que partiría el hombre únicamente con un par de servidores de toda confianza, una ama y su esposa, lo que ignoro es si Sevilla iba a ser final de trayecto o tenía intención de ir más lejos.

La cabeza de Simón bullía como una marmita al fuego.

—Por lo que más queráis, ¿podéis recordar el nombre al que fueron inscritos los pagarés?

—Recuerdo el del cedente, Ben Amía era el apellido y el nombre Rubén, pero el del librado, la verdad no lo recuerdo.

—Haced un esfuerzo, si en algo valoráis el hecho de salvar vuestra vida, dándome este nombre, me habréis devuelto la mía.

El otro parecía sorprendido.

—¿A tal punto llega vuestro interés?

—No podéis imaginarlo.

De nuevo quedó meditando Matías. Intento vano.

—Es inútil, es imposible, pero hay una solución, acudid mañana a la banca de Sólomon Levi que está en la calle del Santo Espíritu e intentaré encontrar en los archivos de hace cuatro o cinco años la referencia, pero creed que no es empeño baladí pues debe de haber más de mil asientos contables.

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