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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (74 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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—No le he dicho nada. Aunque cada día me pregunta si ya te has ido. Tiene bastante con lo suyo. La muerte de Helga también la afectó mucho. Anda metida en algo muy serio pero con gente que me parece muy cualificada. No son unos aficionados a terroristas. A uno lo conozco desde que me preparaba para la Olimpiada, tú lo conoces también, es Vortinguer. ¿Lo recuerdas?

—Perfectamente.

—Y el otro es un ayudante de cátedra al que conocí y me pareció un buen jefe. Es prudente, no se pone nervioso y cuida mucho de Hanna. Su nombre es August Newman.

—¿Sabes algo de Eric?

—En el último permiso contactó con Hanna pero no la pudo ver. Lo tuvieron recluido en un hotel francés de la región de Saint Nazaire.

—¿Qué sabes de los padres?

—Siguen en Hungría desde que se fueron de Viena. Padre está buscando antecedentes españoles para refugiarse en la embajada. El gobierno de España ha dado órdenes a su embajador, Sanz Briz, para que documente a todas aquellas familias judías que puedan demostrar haber tenido un ancestro sefardí
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.

—Los padres no me preocupan, padre siempre sabe cómo salir de las situaciones comprometidas, está hecho, como él dice, de «pasta de superviviente». La que me preocupa y mucho es Hanna. Cuida de ella, Sigfrid, y cuídate tú.

—De momento ocupémonos de ti. A los demás no nos buscan.

—De momento —añadió Karl Knut.

La galería de mujeres

El viaje de Córdoba a Sevilla lo realizaron a revientacaballos, así que bastó jornada y media para que ambos entraran en la ciudad, y prefirió Simón hacerlo dando un rodeo, por la puerta de Jerez. Dos eran los centinelas del fielato que cautelaban la entrada, el resto del cuerpo de guardia, a aquella hora del mediodía, estaba comiendo y apenas les demandaron información sobre las mercancías que pudieran trasegar, pues viendo a dos hombres con dos caballos y un mulo que portaban únicamente dos pares de alforjas sospecharon que poco sería lo que mercaran y que debieran pagar de portazgo
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. Un somero registro les convenció que lo que llevaban en ellas era de su uso personal. Cumplido el trámite se dirigieron, al igual que la última vez, a un figón ubicado en los aledaños de la plaza de la Contratación próximo a la parte posterior del alcázar, uno de cuyos lienzos daba directamente a la aljama. Allí quedó Simón con las alforjas y la bolsa que siempre llevaba sujeta al arzón de su silla y fuese Domingo a buscar acomodo para las cabalgaduras a una dirección que le suministró el posadero y que se hallaba en los límites de la plaza del Pozo Seco, en la periferia de la judería. Partió el mozo montado en su garañón y llevando en su diestra las riendas del alazán de Simón y un ronzal sujeto al bocado del mulo que, liberado de su carga, lo seguía dócil y alegre. En tanto, Simón, llevando en sus hombros parte de los pertrechos, se adentraba en la posada ayudado por el mesonero que llevaba el resto. El hombre le condujo a una habitación situada en el entresuelo cuya ventana daba directamente a una callejuela que desembocaba en la plaza de Doña Elvira y, temiendo el mesonero que a su inquilino no le agradara la ubicación, abrió el postigo y le encomió la animación y bullicio de la plaza que se veía de refilón.

—Mejor y más distraído que éste no hallaréis lugar alguno de Sevilla, esta ventana es talmente un ojo abierto al mundo.

Simón sonrió y luego de pagar por adelantado una semana de estancia y de dar una generosa propina al hombre, que se retiró entre mil reverencias, cerró la puerta y se estiró feliz en uno de los dos camastros, radiante y esperanzado, intuyendo que tal vez hubiera llegado al final de su viaje.

Llegóse Domingo a la dirección indicada y se halló frente a una construcción de una sola alzada con cubierta a dos aguas hecha de teja árabe y de barro cocido, con una gran puerta en su fachada central y un rótulo sobre ella en el que en grandes caracteres se podía leer: «ALQUILER Y PERNOCTA DE CABALGADURAS. EL ESTRIBO DE PLATA.» Desmontó el mozo y, acercando su inmensa humanidad a la entrada, tiró del aldabón, obligando a que el recio puño de hierro golpeara la puerta con estruendo. Al poco se oyó desde el interior un arrastrar de pies acercándose y una voz somnolienta emitiendo un cansino:

—Ya voy...

El portón se abrió dificultosamente, chirriando sobre sus goznes mal aceitados y rozando su parte inferior con la arenilla que ensuciaba el enlosado del suelo. Apareció en la abertura un individuo mal encarado vestido al uso de los mozos que trajinaban ganado, sujetos sus calzones con una guita y cubriendo su camisa un viejo jubón al que el tiempo había arrancado los adornos de galoncillos y alamares de madroños y bellotas, sujetas las greñas de su larga e hirsuta cabellera con un redecilla negra de burdo cordón y calzando sus pies unos zuecos de madera y cuero llenos de barro que cubrían unas vastas medias que en tiempos debieron de ser bermejas.

Desde que el obispo de Toledo impartiera su munificencia sobre el Tuerto, nada había faltado, ni a él ni a su socio, en cuanto a cubrir sus necesidades, pero siendo como era que los tiempos eran duros y las perspectivas de ganar dinero, si no escasas, sí por lo general intermitentes, ambos decidieron montar un negocio de lo único que conocía Felgueroso y fue semejante al que ya había regentado en Toledo: tratante de caballos y alquilador de cabalgaduras tanto de monta como de tiro. Y, teniendo en la cuadra que les alquiló un socio espacio suficiente, construyeron en la parte posterior de la edificación un altillo soportado por unas vigas de madera que se empotraban en unos huecos de la pared del fondo y dos pilotes de ladrillo en la parte anterior, al que se accedía por una escalera de gato y que les servía para guardar el forraje de los animales a fin de que la humedad del suelo no lo corrompiera.

Al fondo de este desván habían abierto una ladronera a la que se accedía por una portilla que se abría a media pared y que quedaba disimulada e insonorizada por las balas de paja que se amontonaban frente a ella. Cuando estaban construyendo el escondrijo, Felgueroso inquirió de su socio una explicación que le aclarara la utilidad de tal chiribitil.

—Nunca se sabe —respondió el Tuerto—. Lo mismo vale para esconderse uno que para amagar cosa valiosa que se intente hurtar a miradas indiscretas, y no olvidéis que en los tiempos que corremos ambas posibilidades son dignas de tenerse en cuenta.

—Y ¿de quién nos hemos de amagar, si se puede saber, o qué es lo que queréis guardar aquí?

—A lo primero os responderé que de momento de nadie, pero estando nuestro negocio tocando a la judería bueno es tomar precauciones, no sería la primera vez ni la única ciudad donde los marranos hubieran pretendido atacar a los buenos cristianos. En cuanto a lo segundo os voy a aclarar algo: ya os he comentado la entrevista habida con don Servando Núñez Batoca y las propuestas que me ha hecho a fin de resolver el embarazoso negocio referido a ese testarudo rabino que se niega a partir de Sevilla...

—Perdonad que os interrumpa, también me dijisteis que el obispo consideraba una opción apetecible que se convirtiera a la verdadera Fe.

—Puede que a su ilustrísima le pluguiere la tal solución, no a mí, ¡por Belcebú! No quisiera contribuir a instalar cerca de los aledaños del poder a otro más que colabore a cagar el estofado de los cristianos viejos, añadiendo a su condición de recaudadores de alcábalas, alhaqueques o rastreros otras más ventajosas. Por tal os puedo decir que jamás colaboraré en hacer de este individuo otro influyente converso, de manera que la única solución que nos queda para ganar honradamente la otra mitad de los dineros prometidos es sin duda lograr que se largue con viento fresco a tierra de moros y deje el campo libre a las intenciones del obispo, que es el que paga, aunque éstas son mucho más tibias y soportables que las que auspicia el arcediano y con las que particularmente estoy mucho más de acuerdo.

—Y ¿acaso no sería más rentable presionar al gran rabino dom Mair Alquadex que de médico real ha pasado a dirigir las finanzas reales?

—El cazador que con una daga intenta matar un oso de los montes astures, si no un imbécil, es por lo menos un insensato. Ese personaje es intocable, no es bueno desperdiciar pólvora en fuegos de artificio ni prudente medir malamente las propias fuerzas. Si queremos cobrar la pieza, que es lo mismo que lograr nuestros propósitos, debemos ser sensatos y medidos.

—Y decidme, ¿qué tiene este agujero que ver con lo que me estáis diciendo?

—Se me ocurre que es buen sitio para amagar algo.

—Amagar, ¿el qué?

—Todavía no lo he decidido, todo a su debido tiempo.

—Y ¿cuánto cobráis por el alquiler de un espacio para tres cabalgaduras?

—Seis maravedíes diarios y el forraje aparte, otra cosa es que tenga yo que proveer de mozo que cepille y cuide de los caballos, en ese caso cuatro piezas más.

—Entonces únicamente os pagaré el alquiler de la cuadra, yo acudiré todos los días a forrajear y atender a los animales.

—El pago es por adelantado y por semana, si no os importa, o sea que me debéis la modesta suma de cuarenta y dos maravedíes; el sábado cuando vengáis me pagaréis el forraje que hayáis consumido.

Este amable e inusual trato se lo inspiró a Felgueroso el aspecto imponente del otro.

Domingo extrajo de su escarcela los dineros que le había dado Simón y saldó la deuda, y al hacerlo no pudo evitar que la mirada curiosa del socio del bachiller se posara inquisidora en la anomalía de su mano.

Luego condujo a los animales al lugar donde le indicó Felgueroso y, tras acomodarlos, partió hacia el figón donde le aguardaba su amo.

Cuando llegó a la posada, por la cara de su amo supo que su viaje había terminado.

—Ya sé dónde encontrar a la persona que vengo buscando desde que salimos de Toledo.

—No hace falta que me aclaréis nada, vuestro rostro habla por vos.

—No me extraña, han sido muchos años de esperanzas vanas hasta el día de hoy. ¿Has encontrado acomodo para las cabalgaduras?

—Ya están a resguardo, el lugar está cercano y el precio se ajusta al que siempre habéis pagado por tal servicio, pero decidme, ¿adónde debemos dirigir nuestros pasos?

—El rabino Rubén Labrat Ben Batalla conducirá la oración de la tarde en su sinagoga. Tú si quieres puedes quedarte, yo voy a acudir allí a las seis en punto, sería estúpido, tras tantos trajines y viajes, demorar un instante la posibilidad de ver a Esther.

—Mi abuela me dijo que no os dejara nunca, si hemos llegado hasta aquí después de tantos inconvenientes, como comprenderéis, no voy a abandonaros ahora.

Simón, pese a que hacía muchos años que conocía a Domingo, nunca dejaba de admirar el cambio prodigioso que se había operado en aquel muchacho que al principio apenas hablaba y que con el paso del tiempo se había convertido en el más fiel de los servidores, aunque él lo tratara siempre como un amigo.

—Te he dicho mil veces que me sé cuidar solo y fue a mí a quien encargó tu abuela que cuidara de ti.

Seis ni se dignó contestar el argumento de su amo, que por manido y reiterado le resultaba ya caduco.

—¿Cuándo queréis que partamos?

—Ve y come algo, en cuanto lo hayas hecho nos dirigiremos a la aljama, quiero moverme por sus calles y ver cómo viven mis hermanos en Sevilla.

Al cabo de media hora, partieron Simón y su criado hacia la puerta de Minjoar y por ella se introdujeron en la judería. Las calles estaban animadas y concurridas por gentes que iban a sus negocios diligentes y con un talante mucho más vivaz que sus coetáneos de Toledo. Vestían ambos ropas que no desentonaban en absoluto de las que portaban los que pasaban a su lado, e inclusive Simón, al entrar en el barrio, se colocó a la altura del hombro y sobre su capote, como era preceptivo, el infamante círculo amarillo. El corazón le batía dentro de la caja de su pecho al punto que el joven pensaba que alguien que pasara junto a él se iba a dar cuenta de su estado de ánimo. Como siempre, miraba a uno y a otro lado buscando una silueta femenina; esta vez más esperanzado que nunca, de que en cualquier momento apareciera ante sus ojos la figura de Esther. Recorrieron calles y plazas y no hubo rincón de la aljama que no inspeccionaran. Fueron siguiendo la muralla hasta la puerta de Carmona, recorrieron Borceguinería, Clérigos Menores, hasta llegar a San Nicolás. Luego pasaron por Toqueros hasta las Mercedarias para finalmente recorrer la calle del Vidrio hasta la de la Armenta.

Empeño inútil; Simón presentía que estaba muy cerca de su amada pero por el momento parecía que el instante mágico no llegaba. Se acercaron a un mesón para hacer tiempo tomando un refresco y a las ocho se dirigieron a la sinagoga de las Perlas, donde se iba a celebrar la oración de la tarde. Las gentes caminaban apresuradas para ocupar su lugar en el templo y ambos hombres se apostaron junto a la puerta que daba acceso a la galería de mujeres, ocultando Simón el rostro en el embozo de su capa a fin de disimularse, ya que de acudir Esther al templo indefectiblemente debía pasar por allí y no quería que la visión de su persona, absolutamente inesperada, le causara un desvanecimiento o algo peor. Fueron entrando las mujeres y el amado rostro no asomaba.

Cuando ya el celador cerraba la cancela rogó a Seis que le aguardara junto a la puerta de los hombres y colocándose sobre los hombros el taled que guardaba doblado en su bolsa y, destocándose de su picudo turbante y cubriendo su cabeza con la
kip pa,
entró en el sagrado recinto. Los murmullos de los presentes resonaban en sus oídos como un rumor lejano. Los hombres se saludaban esperando que el rabino ocupara la
bemá.
Simón dirigió instintivamente su mirada a la celosía del piso superior donde el habla más aguda de las mujeres se dejaba sentir e intentó adivinar, a través de la cuadriculada rejilla de madera, el perfil del amado rostro.

Componían el templo tres pequeñas naves; la central rectangular separada de dos laterales, más bajas, por cuatro columnas cuyos capiteles, adornados por relieves de simbología semita, estaban unidos entre sí por arcos lobulados de estilo mudéjar y sobre las que se ubicaba la galería de mujeres; del techo pendían sujetas por sendas cadenas ocho lámparas visigóticas de siete brazos cada una, con las correspondientes bujías encendidas, que proporcionaban una luz caliente y uniforme por todo el tabernáculo; al fondo se alzaba una plataforma y sobre ella se hallaban colocadas, a un costado la
genizá,
donde se guardaban los libros sagrados, y al otro la
bemá,
desde donde el rabí se dirigiría a los fieles, y en ella, para mejor poder seguir las lecturas, un atril de tres patas para colocar el gran libro y a su costado la
menorá,
con los siete cirios encendidos.

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