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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (76 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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Al llegar a la cancela, el fuerte perfume del limonero que ornaba el pequeño jardín pareció vivificar a la muchacha que ya volvía en sí, sin embargo su lividez cadavérica alarmó a Rubén, que ordenó a la comitiva que se detuviera en tanto el ama, Myriam y el doctor acompañaban a la casi desmayada Esther a su dormitorio. Los hombres que habían ayudado en el apurado trance se despidieron rogando dos de ellos al rabí que tuviera la amabilidad de recibirlos al día siguiente ya que, no siendo aquél el momento apropiado para evacuar consultas, querían hacerlo lo antes posible.

En cuanto Rubén se encontró solo, subió rápidamente los tres peldaños que le separaban del porchecillo de su casa y se introdujo en el interior. La vivienda, sin ser modesta, no era ni de mucho comparable a la quinta que por insistencia de su mujer habían abandonado junto al Guadalquivir. En la planta baja se ubicaba, en primer lugar, un recibidor del que arrancaba una escalera que iba al piso superior y dos puertas; la primera se abría a una salita con chimenea en la que hacían la vida de todos los días, y desde la que se accedía al despacho de Rubén y a un cuarto grande donde Benjamín pasaba horas jugando con sus cachivaches; y la segunda, a una cocina que a su vez daba a dos cuartos en los que se alojaban, en el de la derecha, dos criados y en el de la izquierda, Gedeón, que ya muy viejo, no podía subir escaleras; este segundo cuarto se abría a la parte posterior de la casa, dando a un pequeño jardín en cuyo fondo se hallaba un cobertizo que disimulaba un lavadero y una leñera, y así mismo tenía acceso al comedor. Todas las estancias estaban rodeadas por el exterior por una pequeña y estrecha galería cubierta que rodeaba la construcción, y así mismo estaban provistas de una ventana que proporcionaba claridad diurna durante las horas que el astro rey presidía la bóveda celeste. En la parte superior donde desembocaba la escalera que arrancaba desde el recibidor, se hallaba un distribuidor con cinco puertas que correspondían a cuatro dormitorios y a un excusado, que databa del tiempo de los árabes, quienes habían sido los constructores de la vivienda, y que constituía un lujo poco común en el tiempo, ya que una cañería bajando por el exterior adosada a la pared desde arriba abocaba, a través de un albañal, en un pozo negro todas los detritus e inmundicias de sus moradores.

Apenas pudo, se precipitó Rubén escaleras arriba hacia la habitación en la que, en una gran cama, atendida por el físico y por Myriam y acompañada por los sollozos contenidos del ama, reposaba Esther en el dormitorio que ocupaba desde que, de acuerdo con él, habían decidido dormir separados. Apenas entrado en la estancia y viendo su estado, el médico se adelantó a tranquilizarle.

—Ha sido producto del bochorno. El gentío y el humo de las velas producen un calor que sumado al que de por sí es propio de la canícula, al ascender se concentra en la parte superior de la sinagoga y hace que la galería de mujeres esté ardiendo como una marmita al fuego y mucho más caliente que la parte baja donde están los hombres. Y como, por lo que me han contado vuestra ama y la esposa de dom Vidal, parece ser que se ha instalado en ella mucho antes de que abrierais las puertas a la gente, se ha ido sofocando, y todo ello sumado a la angustia que le puede haber producido hoy vuestro sermón, por cierto muy alarmante, y al hecho añadido de que estaba menstruando, todo el conjunto la ha superado y le ha provocado un vahído del que ya se ha recuperado. De momento le he dado una pócima a base de dormidera, en muy escasa medida, para que descanse, y le he recetado unos polvos hechos con ajenjo que le suministraréis cada mañana disueltos en una copa de vino de Málaga y unas cataplasmas de hojas machacadas de perejil con maíz, semilla de lino y tomillo entre dos lienzos finos calientes que se le colocarán en el bajo vientre, ya que algunas mujeres tienen fuertes dolores durante su período. Espero que no sea nada importante, caso de que no mejorara, cosa que estoy seguro que hará, mandadme buscar. De todas formas, muchos síntomas dolorosos de las mujeres cesan cada mes en cuanto se les acaba la menstrua. Resumiendo, no tengáis la menor desazón y alejad cualquier zozobra de vuestro espíritu, la crisis ha pasado y mañana estará como una rosa.

—Gracias, doctor, me habéis devuelto la paz. Si sois tan amable de decirme qué os debo, ahora mismo en mi despacho saldaré mi deuda.

—No tengáis prisa, ya os enviaré la nota de mis honorarios y cuando lo creáis oportuno me enviáis a Gedeón, que por cierto quiere que lo visite.

Ambos hombres se dirigieron hacia la puerta del dormitorio no sin antes dar el galeno una somera mirada a la enferma que descansaba recostada en una montaña de cojines.

Esther oyó, en la duermevela provocada por la dormidera, las voces que se alejaban hacia el distribuidor de la escalera y oyó cómo su marido, refiriéndose al viejo criado, decía al galeno: «No hagáis caso a este viejo cascarrabias que asume al punto cualquier achaque del que tenga noticia por algún vecino diciendo que es el rigor de las desdichas, que Jehová se ha olvidado de él y que todos los males hacen presa en su castigado pellejo.»

Cuando las voces se perdieron continuó con los ojos cerrados indicando a Sara que se retirara apagando los velones, que la dejara con su amiga, que dijera a su esposo que iba a dormir y que, por favor, la dejara descansar.

Cuando el ama cerró la puerta, se incorporó en la cama y a oscuras se dispuso a relatar a Myriam la auténtica raíz de su desmayo.

Su mente, ofuscada por la droga que le había suministrado el doctor, creía haber tenido alucinaciones.

—¡¡¡Lo he visto!!!

—¿A quién habéis visto?

—¡He visto a Simón! ¡Sin duda era él!

¡Por mucha que fuera la distancia, a pesar de la penumbra y aun tapada por la celosía, no cabía la confusión! Su perfil amado, aquella manera de colocarse el taled, sus profundísimos ojos negros que en tantas ocasiones la habían mirado con arrobo, y los rizos de su negro cabello sedoso y ensortijado que escapaban de su
kippa
no admitían confusión alguna. La providencia de Elohim había hecho el milagro y lo había regresado hasta ella, desde el país de los muertos, en la situación más angustiosa y necesitada de su vida. La droga iba aumentando su efecto y el sueño abatía sus párpados, no estaba cierta de si todo aquello era un desvarío o si había ocurrido en realidad.

—Es mejor que descanséis, mañana os vendré a ver. Hacía mucho calor y en estas circunstancias no sería extraño que hubierais tenido un espejismo.

—¡Lo he visto tan claramente como ahora os estoy viendo a vos!

En aquel instante la puerta de la habitación se abrió y alumbrada por una palmatoria apareció la figura de Rubén, suspendiendo el diálogo de las dos amigas.

Su voz era un susurro.

—¿Estáis bien, esposa mía?, ¿puedo hacer algo por vos?

—Nada, Rubén, estoy mejor, dejadme descansar, mañana hablaremos, acompañad a Myriam, que ya se iba.

—Dejaré la puerta de mi dormitorio abierta, si queréis algo no tenéis que hacer sino llamarme.

—No os molestaré. Gracias de todos modos.

—Adiós, amiga mía, mañana os vendré a ver. Si algo de mí os hace falta sólo tenéis que hacerme avisar. —Myriam, con el dorso de su mano, depositó una leve caricia en la mejilla de Esther.

Esta vio cómo la luz del pabilo de la vela se alejaba, en tanto que las sombras de Rubén y de su amiga crecían en la pared del fondo del descansillo.

La lluvia de octavillas

Hanna llegó a la facultad a las 8.30. El tráfico de estudiantes era el de siempre pero el volumen de las discusiones tal vez era superior a los días normales. La muerte de Reinhard Heydrich había soliviantado a la masa estudiantil y todos los comentarios versaban sobre el mismo tema. La muchacha se dirigió al rincón del estanque de los lotos, que era el lugar acordado para recibir las últimas instrucciones, y al llegar vio que Vortinguer la estaba aguardando. Con un gesto de su mano lo saludó desde lejos y cuando se acercaba vio cómo el otro arrojaba al suelo la colilla del cigarrillo que estaba fumando y tras pisarlo con la punta del pie se dirigía a su encuentro. Ella se detuvo bajo los arcos del claustro y esperó.

A su alrededor iban y venían estudiantes saliendo unos y acudiendo otros a sus clases. Llegando a su lado, Vortinguer bajó la voz.

—Hoy lo que vas a repartir es dinamita y tal vez sea el mensaje más importante que hayas podido trasmitir. Es vital que llegue al mayor número de estudiantes posible. Prepara a tu gente, contra más seáis antes acabaréis. Siento no poder ayudarte, pero debo dar las últimas instrucciones a las demás facultades. Tienes todo en una bolsa de deporte de lona amarilla que está en el cuarto de la limpieza junto a la escalera en el segundo piso. Procura que sea a las diez en punto. ¡Adiós y suerte!

Vortinguer se alejó con el paso elástico de antiguo atleta.

Hanna se dispuso a reunir a su equipo para trasmitirles el mensaje. Bajó la escalera que desembocaba en el bar de Derecho y, antes de embocar el último tramo, salió a su encuentro Emil Cosmodater, que hacía las funciones de enlace entre ella y el grupo.

—Todo se ha complicado, Hanna. La gente está acobardada y solamente he podido reunir a tres.

Hanna se detuvo en el descansillo.

—Pero ¿cómo en el día más importante estos gallinas se esconden? Hay que repartir el material y si faltan cuatro es imposible que lo hagamos como de costumbre.

—Yo estoy aquí, a mí no me chilles.

La muchacha reflexionó un instante.

—Está bien, reúne a la gente en el segundo piso junto a la puerta del cuarto de trastos. Yo voy para allá.

Hanna subió los ocho tramos de escalera que la separaban de su objetivo. Miró a ambos lados y abriendo la puerta del cuartucho se introdujo en él. El olor a desinfectante y a humedad lo invadía todo. Buscó a tientas el interruptor de la luz y lo activó. Una bombilla de pocos vatios se prendió en la tulipa invertida del techo, esparciendo una tenue luz por la estancia. La bolsa amarilla estaba en el suelo bajo un estante. Hanna abrió la cremallera a fin de comprobar el contenido. Ocho paquetes convenientemente encintados se hallaban en su interior. ¡Había que repartirlos! Su grupo no iba a ser menos que ninguno y aquello era nada al lado del hecho protagonizado por su gemelo. Su corazón trabajaba a ciento cincuenta pulsaciones. ¡No había tiempo que perder! Tomó la bolsa y se asomó al exterior. Los tres componentes del grupo de Emil ya estaban allí. Entregó un paquete a cada uno de ellos.

—Repartidlos entre la gente que conocéis, no cometáis errores, la mercancía es muy importante, y no os ha de quedar ni una octavilla pero ¡ojo! ¿De acuerdo?

Todos asintieron y cada uno se fue a su avío.

—¿Qué vas a hacer tú?, te quedan cuatro paquetes —interrogó Emil.

—No te preocupes, me arreglaré.

El muchacho puso cara de «no sé cómo» y se fue con su paquete a cubrir su zona.

Hanna tomó la bolsa de deporte con el resto de la mercancía y se bajó al bar. Allí el alboroto era si cabe más notable que en el resto del recinto. Los estudiantes iban y venían pugnando por un lugar junto a la barra. Hanna se abrió paso a codazos arrastrando la bolsa en un brazo y sus libros en el otro. Tras del mostrador servía un camarero que la conocía y que siempre la trataba con especial deferencia. Ante ella quedaba el último reducto de carne humana que acodada en la barra le impedía el acceso a la misma. El barman la vio.

—¿Quiere algo, Frau Shenke?

Hanna respondió improvisando una voz nasal como si estuviera constipada.

—¿Me puede dar cuatro huevos crudos, que me los beberé entre las clases a ver si se me quita esto?

El otro la miró con extrañeza.

—Si quiere le hago un ponche, no he oído jamás que un catarro se cure con huevos crudos.

—Es una vieja receta de mi abuela, que es de la región de Maguncia.

—Cada día se aprende algo nuevo. Voy a por ellos.

El hombre desapareció en la trastienda apartando una cortina de ganchos metálicos que quedaron danzando tras él y al poco apareció de nuevo portando en sus manos cuatro huevos.

—Ahí tiene, Fraulen, y que no sea nada.

—¿Qué le debo?

El hombre pareció indeciso.

—Voy a preguntar, nunca he vendido huevos crudos.

Se acercó a su compañero que estaba al otro extremo de la barra y tras una breve consulta regresó.

—Medio marco. ¿Le parece bien?

—Lo que me diga, y muchas gracias.

Abonó el precio indicado y guardando con cuidado los huevos en la bolsa salió de la cafetería. En el reloj de la torre daban los tres cuartos. Le quedaban quince minutos para poner a punto su plan.

La escalera del bar ascendía desde el sótano a la planta de la calle; desde allí arrancaba la que iba a los cinco pisos superiores. En cada uno de ellos la balaustrada circunvalaba la planta, y las puertas de las aulas y dependencias se abrían a ella, de modo que asomándose a la barandilla desde cualquier punto se dominaba toda la perspectiva de la entrada. Las clases se desarrollaban en los tres primeros pisos. En el cuarto se ubicaban la biblioteca del claustro de profesores y su sala de juntas. Y en el último, los despachos del rector, decano, vicerrector y jefes de estudio de cada una de las facultades. Hanna se había paseado por allí en compañía de Helga en infinidad de ocasiones. Desde el lado del despacho del rector arrancaba una galería cubierta que se unía con otra, ésta al aire libre, desde allí una escalerilla interior descendía a los pisos inferiores, desembocando en un ángulo del patio central permitiendo a los altos cargos abandonar sus despachos, si convenía, sin tener que transitar por en medio de los estudiantes.

Hanna, que de ninguna manera pensaba desengañar a los que habían confiado en ella, había trazado su plan.

Subiría hasta el último piso, que en horario de clases estaba poco frecuentado. Simularía, si alguien le preguntaba, que iba a ver a su jefe de estudios. Aguardaría hasta que dieran las diez en el reloj de la torre. Entonces, cuidando que nadie apareciera por el pasillo, lanzaría los huevos al
hall
central por encima de la balaustrada. Por lógica, la masa estudiantil que estuviera transitando por allí, dirigiría la mirada hacia el lugar donde hubiera sonado el impacto; entonces, aprovechando el alboroto y la confusión, volcaría el contenido de la bolsa por el hueco de la escalera, sin asomarse por la baranda. Después, aprovechando el pandemónium que sin duda se formaría, ganaría la galería cubierta para descender al patio del otro lado por la escalera secundaria y desde allí se dirigiría a la calle.

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