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Authors: Chufo Llorens

La Saga de los Malditos (3 page)

BOOK: La Saga de los Malditos
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Esther, tras asegurarse de que el ama no iba a regresar, retiró el cobertor, se levantó del lecho con tiento, calzó las babuchas cordobesas y fuese hacia la palmatoria, prendió la torcida mecha con la piedra y la yesca y alzando el candil se aproximó a la ventana y apartó el cortinón. Abrió el postigo e hizo que la luz recorriera lentamente el marco del mismo esperando que su señal llegase a quien iba dirigida, luego lo cerró todo, dejó nuevamente en su lugar la palmatoria y tras apagarla regresó a su lecho.

Los Pardenvolk

Leonard Pardenvolk condujo el pesado Mercedes por Verterstrasse y circunvalando Leibnitzplatz, pasó frente al Gran Hotel que se alzaba donde antes había estado el café Bauer y, entrando en Unter den Linden, enfiló el camino que conducía a su mansión.

La radio de la inmensa berlina vomitaba himnos patrióticos cuando, súbitamente, la música se interrumpió y la voz metálica de una locutora anunció que el mariscal Hindemburg iba a dirigirse al país, redujo la marcha del vehículo y aumentó el volumen del aparato de radio a la vez que ajustó el dial para mejor oír al viejo soldado y tras un wagneriano introito musical la banda sonora se detuvo y sonó la conocida voz.

Alemanes: la responsabilidad histórica que recae sobre mis hombros me obliga, como jefe del Estado, a trasmitiros la decisión que he adoptado. La patria requiere, en estos momentos, enérgicas medidas y mi obligación es adoptarlas. El paro se apodera de Alemania, la economía se derrumba, y los enemigos exteriores acechan. Las extraordinarias circunstancias que han rodeado a nuestra amada patria, consecuencia del humillante Tratado de Versalles, han hecho que tome una decisión trascendental que quiero comunicaros. Voy a otorgar mi confianza al jefe del partido más votado que no es otro que el nacionalsocialista a cuyo líder, el señor

Adolf Hitler Pozl, nombro nuevo canciller y jefe del Gobierno y que a partir de la toma de posesión, presidirá las sesiones del Reichstag tomando las decisiones que a su cargo competen.

Leonard Pardenvolk cerró la radio.

Al llegar a la verja de hierro que rodeaba el parque de su casa, el portero, saliendo de su garita, abrió la cancela para que el gran automóvil negro pudiera avanzar. Leonard aceleró y el lujoso vehículo, con un potente rugido, venció la cuestecilla en tanto el hombre se llevaba respetuosamente la mano a la gorra en señal de saludo. Luego, cuando ya el coche se hubo alejado, escupió en la gravilla y sus labios dibujaron por lo bajo un despectivo
swain!
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Leonard hizo transitar al pesado Mercedes por el caminal bordeado de hayas y tras tomar la última curva rodeó el gran estanque y se detuvo bajo el ovalado torreón de más de dos siglos de antigüedad que, ubicado en un ángulo de la cuadrada mansión, sobrepasaba su altura notablemente, totalmente cubierto de hiedra perenne y perforado por una bóveda sostenida por tres nervaduras cruzadas de medio punto, además de dar carácter a la casa, hacía las veces de pabellón de entrada a la misma impidiendo que los visitantes estuvieran expuestos a las inclemencias del tiempo al descender de sus vehículos y a la vez permitían que éstos entraran por un lado y salieran por el otro. Allí esperaban otro portero, en esta ocasión uniformado de librea, y su mecánico cubierto con un guardapolvo gris con solapas negras, que se precipitó hasta la portezuela del Mercedes abriéndola. Leonard descendió del coche y al ver el Wanderer de su médico e íntimo amigo, Stefan, aparcado al borde del camino, indagó.

—¿El doctor Hempel está en casa?

Stefan Hempel estaba casado con Anelisse, íntima amiga de su esposa, desde los lejanos tiempos del colegio y era a la vez director de traumatología del Werner-Hospital. El portero que aguardaba al otro lado del vehículo aclaró:

—Creo que el señorito Sigfrid se ha lesionado esta mañana en la universidad, su amigo el señorito Eric lo ha traído en su coche y la señora ha llamado al doctor.

Leonard se dirigió al mecánico en tanto tomaba su cartera.

—Meta el coche en el garaje y esté preparado por si tenemos que salir.

—Como mande el señor.

El chófer se encaramó en el asiento del conductor, puso la primera, soltó el freno y aceleró. Leonard, sin dar tiempo a que partiera el vehículo, se dirigió hacia el interior del palacete. Nada más entrar una camarera con negro uniforme, delantal blanco impoluto y cofia se apresuró a tomar el abrigo y la cartera que portaba en la mano. Leonard, en tanto se desembarazaba de la prenda, indagó:

—¿Dónde está la señora?

—En la habitación del señorito Sigfrid con el doctor Hempel.

Leonard Pardenvolk ya no preguntó nada más y se precipitó hacia la gran escalera cuya barandilla de caoba cubana estaba ornada, en su comienzo, por un efebo de hermosas facciones tocando una flauta pastoril. Subió los peldaños de dos en dos; al fondo del pasillo estaba la habitación de su hijo y hacia ella encaminó sus acelerados pasos, abatió el picaporte y abrió la puerta sigilosamente. En la cama, recostado en dos almohadas con un rictus de amargo sufrimiento en el rostro, vestido, únicamente, con un ligero pantalón de deporte, una camiseta y un aparatoso vendaje en la rodilla derecha que le ocupaba hasta media pantorrilla, yacía su hijo mayor, al lado de la cama, Gertrud conversaba con el doctor Stefan Hempel. Al otro lado, difuminado por el contraluz de la ventana, le pareció vislumbrar a Eric Klingerberg, el inseparable amigo de Sigfrid. Pese a su sigilo el inevitable ruido avisó a su mujer que, al punto, volvió el rostro hacia donde él estaba.

—¿Qué ha ocurrido Gertrud? —preguntó en tanto se acercaba al lecho.

Stefan se adelantó.

—Leonard, tu hijo ha tenido una mala caída en la salida de la barra fija en el gimnasio de la universidad.

Leonard se acercó al lecho del muchacho y le puso, con suavidad, la mano en la frente sentándose al borde.

—¿Cómo ha sido Sigfrid? Cuéntame.

—Como le ha dicho tío Stefan, he intentado una salida nueva en los ejercicios libres de la barra fija y he caído fuera de la colchoneta.

Ahora el que interrumpió fue Eric.

—Habíamos quedado en el gimnasio a la salida de la clase de estructuras. Le he dicho que no lo intentara pero es inútil, es tozudo como un prusiano. La práctica ya había terminado, ya nos íbamos cuando ha querido probar un ejercicio que no le había salido anteriormente, ha intentado una carpa con vuelta y ha caído sobre la pierna derecha en mala postura, se ha oído un «crac» y ha quedado en el suelo sin poderse levantar. Lo demás ya se lo puede imaginar, he pedido ayuda, nos hemos vestido y lo he traído a casa.

Leonard, arqueando las cejas, dirigió una mirada inquisitoria al médico.

Éste se dio por interpelado.

—Nada podemos decir todavía, hay que realizarle una inspección radiológica pero no tiene buena pinta.

—Pero hijo, ¿cuándo vas a aprender a ser prudente? El año pasado el tobillo saltando en el trampolín de Garmisch-Parter kirschen y ahora esto.

—Ha sido mala suerte padre créame, sé que lo puedo hacer, si no lo intento no lo conseguiré nunca y la selección para el equipo olímpico de gimnasia va a ser dentro de seis meses.

—A mí me mataréis a disgustos, no sales de una y ya te has metido en otra, reconoce hijo que te excedes, ahora veremos qué va a pasar con esta rodilla. —La que de esta manera habló fue su madre.

Las miradas de los esposos convergieron en el médico, inquietas.

—Insisto, nada se puede decir hasta que hayamos finalizado la correspondiente exploración. —El doctor Hempel, que conocía a la amiga de su mujer, quería sangrarse en salud—. De momento —añadió—, absoluto reposo, en la cama, ya sabéis lo que dice el proverbio al respecto de las roturas, «la pierna en el lecho y la mano en el pecho» y pocas visitas.

—¡Pero tío Stefan, ¿podré entrenar antes de quince días?!

—Primeramente vamos a ver si puedes caminar, hasta que examinemos tu rodilla nada se puede decir. —Luego dirigiéndose a los padres añadió—: Y ahora si os parece vamos a continuar hablando fuera de la habitación, le he suministrado un fuertísimo calmante que va a empezar a producir su efecto y le he inmovilizado la pierna, lo que más le conviene a Sigfrid es descansar.

Gertrud se acercó al lecho de su hijo y tras besarlo en la frente se volvió hacia Eric:

—Gracias, querido, eres Metatrón
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, no sé cómo te arreglas pero siempre estás, cuando haces falta, en el lugar oportuno.

—No hay por qué darlas señora, Sigfrid es mi mejor amigo, mañana telefonearé para ver cómo va todo.

—Entonces, si os parece, vayamos saliendo. ¿Quieres que te ajuste los postigos, Sigfrid?

—Gracias madre, están bien así.

Partió la comitiva, Gertrud se adelantó para despedir a Eric y los hombres descendieron la escalera lentamente.

—Gracias también a ti querido Stefan, apenas salimos de una nos metemos en otra, si no tienes inconveniente me gustaría que te quedaras a comer.

—No hay problema, déjame hacer un par de llamadas a casa y a la clínica y soy todo tuyo.

Llegaron al final de la gran escalera y ambos hombres se dirigieron a la biblioteca. Nada más llegar, Leonard, en tanto Stefan hablaba por teléfono, se acercó a la imponente mesa de despacho de estilo napoleónico que la presidía y llamó al timbre. Al punto compareció un criado de librea.

—¿Señor? —El criado se detuvo en la entrada esperando órdenes.

—Diga a la señora que avise a la cocina que el doctor Hempel comerá con nosotros.

—Sí, señor.

Ya se iba a retirar el doméstico cuando Leonard añadió:

—Herman, cuando salga cierre la puerta, por favor.

—Sí, señor.

Salió el sirviente cerrando la gruesa puerta con cautela y Leonard se dirigió al médico que en aquel momento colocaba el auricular en la orquilla del negro aparato.

—Me intranquiliza la rodilla de Sigfrid.

—A mí también pero no nos preocupemos antes de hora, lo que le he recetado le bajará la inflamación y luego, con calma, podremos hacer cuantas pruebas radiológicas sean necesarias para poder calibrar el alcance de la lesión. En principio parece el ligamento posterior derecho y el menisco externo del mismo lado lo que ha recibido el daño.

—Pero ¿tendrá consecuencias?

—No me obligues a adelantar un diagnóstico pero creo que la gimnasia de alta competición se puede haber acabado para él.

—¿Estás seguro?

—Te repito que no me obligues a adelantar pronósticos, pero cabe en lo posible.

—El muchacho va a tener un disgusto tremendo.

—Lo importante es que pueda caminar y, buscando beneficio de esta desgracia, lo que sí puedo adelantarte es que se ahorrará que lo enrolen en el ejército, que en los tiempos que corremos no es poco.

—¡Elohim sobre todas las cosas!

—Que tu dios o el mío lo ayuden es lo que hace falta.

Los dos hombres se habían acomodado en el tresillo estilo chester que estaba ubicado junto al gran ventanal. Leonard sacó de su bolsillo una elegante pitillera de oro y ofreció un cigarrillo a su amigo.

—No, gracias, prefiero los míos.

El médico sacó un paquete de Navicut y extrajo de él un cigarrillo llevándoselo a los labios; y al momento, la llama del encendedor de Leonard que iba acoplado a su carísima pitillera, estaba frente a él, el medico aspiró con fruición hasta que el extremo prendió, entonces, tras dar una fuerte y golosa calada y expulsar el humo, se dispuso a escuchar a su amigo que había hecho lo propio.

—¿Has oído la radio hace una hora, Stefan?

—¿A qué te refieres?

—A la proclama que ha hecho el mariscal.

—No he oído nada porque estaba examinando la rodilla de tu hijo.

—Ha nombrado a Hitler canciller.

—No me extraña, si te he de ser franco casi lo esperaba y me atrevo a decirte que las cosas mejorarán sin duda.

—Estás loco, Stefan, igual que lo está este cabo bastardo que intentó hacerse con el poder hace diez años y al no conseguirlo se ha dedicado con su verbo a idiotizar al pueblo alemán. ¡Que engañe al pueblo lo entiendo, ¿pero a ti?!

—De cualquier manera no debes preocuparte, muchos lo han votado por ver si cambian las cosas pero auténticos partidarios tiene pocos, no olvides que en las primeras elecciones sacó únicamente doce diputados, además sus verdaderos enemigos son los comunistas, cosa que no me parece mal, y en segundo lugar los socialistas y los liberales. Le gusta demasiado el poder y sin dinero es muy difícil hacerse con él, por eso se ha arrimado a los Krupp, los Meinz, los Thyssen y a otras familias que están con él y que se ocuparán, sin duda, de embridarlo fuertemente para que no se pase de la raya, le dictarán sus normas, ya sabes que cuando el capital apoya a alguien es por algo, además la Iglesia católica, a través de su nuncio, el cardenal Pacelli, también lo apoyó en su día recomendando a sus fieles que lo votaran. No debes preocuparte en demasía, Leonard, ya verás cómo las aguas vuelven a su cauce, estoy absolutamente seguro.

—¿¡Pero no sabes cómo funcionaban sus camisas pardas antes de ser canciller!? Ni imaginarme quiero lo que puede ser ahora con el respaldo de la legalidad. Corre la voz que ya se han llevado a algunos judíos de barrios periféricos, y cuando estas cosas comienzan nunca se sabe cómo terminan.

—Hace poco más de un mes traté en el hospital, de una conmoción cerebral, muy grave por cierto, al hijo de un gerifalte de las NSDAP
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al que habían descalabrado en una reyerta de estudiantes y a propósito del problema judío me aclaró que los detenidos, que no voy a negarte los ha habido, lo han sido por ser elementos antisociales, no por su condición de judíos, tú mismo has reconocido que las detenciones se han producido en barrios periféricos.

—Yo de momento voy a contactar con mis socios en Viena y en Praga y voy a sacar del país las principales piezas de la fábrica y de las dos joyerías.

—Tiempo habrá para todo si las cosas se pusieran feas pero no temas; eres tan alemán como puedo serlo yo y si me apuras, más; yo no estoy condecorado por méritos de guerra y tú sí. No te preocupes Leonard, nada ocurrirá a los de tu clase.

Unos discretos nudillos golpearon la puerta y la voz de Herman demandó venia para entrar.

—Pase, Herman.

—Perdón, señor, dice la señora que le comunique que la comida está servida.

—Dígale que vamos al instante.

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