»... Henos aquí ahora ante la parte más hermosa del castillo, la escalera de caracol del ala norte con su soberbia bóveda de cañón anular. Una obra maestra del Renacimiento...
»Gracias por no tocar, pues el tiempo también lleva a cabo su gran obra, y el roce repetido de mil dedos es, para la piedra, tan cruel como mil estocadas...
Yo alucinaba...
»Por desgracia, no puedo enseñarles la capilla, pues la están restaurando, pero les ruego que no abandonen este mi modesto castillo sin antes dar una vuelta por el parque, donde no podrán por menos de percibir las extrañas vibraciones que irradian estas piedras, destinadas, les recuerdo, a albergar los amoríos de aquel que casi fue rey, atrapado entre las redes de una perturbadora hechicera...»
Murmullos entre los presentes.
»...Para quien le interese, tarjetas postales, fotografías de recuerdo con armadura y cuarto de baño a la salida del parque...
»Deseándoles que pasen un día agradable, me permito, damas y caballeros, rogarles que no olviden a este pobre guía. ¿Qué digo, guía? ¡Al pobre reo de este lugar! El esclavo privilegiado que no les pide limosna sino lo suficiente para subsistir hasta el regreso del conde de París.
»Gracias.
»Gracias, señoras.
»
Thank you, sir...
Seguimos al grupo mientras Vincent se retiraba por una puerta disimulada.
El populacho estaba encantado.
Nos fumamos un cigarrillo mientras lo esperábamos.
El tipo de la entrada enganchaba a la chiquillería a una armadura abollada y sacaba una foto con una Polaroid. Los niños posaban con el arma que eligieran.
Dos euros la foto.
¡Jonathan! ¡Ten cuidado, hombre, que le vas a sacar un ojo a tu hermana!
El tipo era súper
zen
, o estaba súper ido o era súper alelado. Se movía muy despacio y parecía carente de toda energía. Estaba ahí, con un cigarrillo entre los labios y una gorra de los Chicago Bulls con la visera hacia atrás: un espectáculo de lo más desconcertante. Era un paleto pintoresco, desde luego.
¡Jonathan! ¡Que dejes eso ahora mismo te he dicho!
Cuando se marchó la gente, el alelado cogió un rastrillo y se alejó, masticando su pitillo.
Empezábamos ya a preguntarnos si el baroncito de La Lariotine se dignaría hacer acto de presencia...
Yo no paraba de repetir «O sea, yo alucino... yo alucino, vamos, es que alucino...», sacudiendo la cabeza de lado a lado.
Mientras, Simon se interesaba por el mecanismo del puente levadizo, y Lola enderezaba un rosal trepador.
Por fin llegó Vincent, sonriendo. Ahora vestía un vaquero negro desgastado y una camiseta de Sundyata.
—Eh, pero ¿qué estáis haciendo aquí?
—Nada, que te echábamos de menos...
—¿Sí? Qué majos.
—¿Qué tal estás?
—Genial. Pero ¿no ibais a ir a la boda de Hubert?
—Sí, pero nos equivocamos de carretera.
—Ah, ya... Pues guay, mola.
Típico de Vincent. Tranquilo, simpático. Tampoco es que estuviera emocionadísimo de vernos, pero sí bastante contento.
Nuestro Pierrot Lunaire, nuestro marciano, nuestro hermano pequeño, nuestro Vincent. Guay.
—Y bien —dijo, separando los brazos—, ¿qué os parece mi pequeño campamento?
—Espera, espera, ¿qué son todas esas chorradas? —le pregunté.
—¿A qué te refieres? ¿A las cosas que cuento? Ah, eso... A ver, no todo son chorradas sin más... Al fin y al cabo, la tal Isaura sí que existió, es sólo que... bueno, que no estoy seguro al cien por cien de que se dejara caer por aquí... Según los archivos, era más bien del pueblo de al lado, pero como el castillo de ese pueblo se quemó... Pues había que buscarle una choza a la pobre, ¿no crees?
—Sí, sí, pero ¿y eso de tus antepasados, y esa pinta como de aristócrata que llevas y todos esos disparates que les acabas de contar?
—Ah, ¿eso...? Bueno, a ver, ¡poneos en mi lugar! Llegué aquí a principios de mayo, cuando empezaba la temporada. La vieja me dijo que se iba a un balneario y que me pagaría el primer mes cuando volviera. Desde entonces, no he vuelto a saber de ella. La abuelita ha desaparecido. Estamos en agosto, y este menda no ha visto ni a la dueña del castillo, ni nómina que valga, ni giro postal, ni nada de nada. ¡Y hay que comer! Por eso me he tenido que inventar todo ese cuento. No tengo más que las propinas para vivir, y la gente no te creas que da propina así como así. La gente quiere pagar por algo que merezca la pena, y, como puedes ver, esto no es Disneylandia exactamente... ¡Así que don Sebastián se pone el blazer y el anillo de sello, y enseña su propiedad a los curiosos!
—Es un disparate.
—Pero hija, a ver, no hay más remedio...
—¿Y ese de ahí quién es?
—Ése es Nono. Es un empleado del municipio.
—Y... esto... ¿no es un poco rarito...?
Vincent estaba terminando de liarse un cigarrillo:
—Ni idea. Sólo sé que es Nono. Si entiendes a Nono, bien, si no, lo llevas chungo.
—Pero ¿y qué haces aquí todo el día?
—Por las mañanas, duermo; por las tardes, enseño el castillo a los visitantes, y por las noches, me dedico a mi música.
—¿Aquí?
—En la capilla. Ya os la enseñaré... ¿Y vosotros? ¿Qué hacéis vosotros?
—Pues nosotros... nada. Queríamos invitarte a cenar...
—¿Cuándo? ¿Esta noche?
—¡Pues claro, tonto! ¿Cuándo si no? ¡No va a ser después del juicio final!
—Es que esta noche no puede ser... Es que es justamente la boda de la sobrina de Nono, y me han invitado...
—Nada, nada, si te molestamos nos lo dices, ¿eh?
—¡Que no, hombre, que no! Si es genial que hayáis venido. Espera, ahora mismo lo arreglamos... ¡Nono!
El tipo se volvió despacio.
—¿Crees que sería mucha molestia si a la boda también vinieran mis hermanos?
Nono nos miró fijamente un buen rato y luego preguntó:
—¿Es tu hermano?
—Sí.
—¿Y ellas? ¿Son tus hermanas?
—Sí.
—¿Son vírgenes todavía?
—Oye, Nono, ¡que no es ésa la cuestión! Joder, Nono... ¿Te parece que pueden venir esta noche sí o no?
—¿Quiénes?
—Jodeeeeer, no puedo con este tío, ¡pues ellos, quién va a ser!
—Venir ¿adónde?
—¡A la boda de Sandy!
—Pues claro. ¿Por qué me lo preguntas?
Me señaló con la barbilla y añadió:
—¿Y ella también viene?
Glups.
Ay de mí, mi hermano acaba de encasquetarme al horroroso Gollum...
Vincent estaba agobiadísimo.
—No puedo con este tío. La última vez no sé qué coño hizo que un chaval se quedó atascado dentro de la armadura, y hubo que llamar a los bomberos... No os descojonéis, cómo se ve que vosotros no lo tenéis que aguantar todos los días...
—¿Entonces por qué vas a la boda de su sobrina?
—No tengo más remedio. Es muy sensible... Sí, venga, vosotras seguid descojonándoos, vírgenes mías... Jo, tío, Simon, estas dos siguen igual, ¿no? Bueno, y es que además su madre me da un montón de cosas ricas. Que si patés, que si verduras de su huerto, que si salchichones... Si no llega a ser por ella no habría podido apañarme aquí.
Yo flipaba.
—Bueno, yo aquí de charleta con la de cosas que tengo que hacer... Tengo que hacer caja, limpiar el retrete, ayudar al tarado ese a rastrillar el parque y cerrar todas las puertas.
—¿Cuántas hay?
—Ochenta y cuatro.
—Pues te echamos una mano...
—Guay, qué majos. Mirad, ahí hay otro rastrillo, y para el retrete se coge la manguera...
Nos remangamos todos, a pesar de nuestras galas, y nos pusimos manos a la obra.
—Bueno, así está bien. ¿Queréis que vayamos a bañarnos? —¿Dónde?
—Aquí abajo hay un río...
—¿Está limpio? —quiso saber Lola.
—¿No mearán ahí los zorros, no? —añadí yo.
—¿Qué?
No nos entusiasmaba mucho la idea.
—¿Tú sueles ir?
—Todas las tardes.
—Entonces vamos contigo...
Simon y Vincent caminaban delante.
—Tengo un single de los MC5 para ti.
—¿En serio?
—Pues sí...
—¿Primer prensaje?
—Pues sí...
—Qué guay. ¿Cómo lo has conseguido?
—¡Cáspita, si es que a Monseñor Sebastián no se le puede negar nada!
—¿Te das un chapuzón conmigo?
—Claro.
—¿Y vosotras, chicas? ¿Os apetece un bañito?
—Yo si el obseso ese anda por aquí, paso —le dije a Lola al oído.
—¡No, no, bañaos vosotros! Nosotras miramos.
—Está aquí —dije entre dientes—. Lo presiento... Nos espía detrás de las ramas... Mi hermana se reía.
—O sea, yo es que alucino, te lo juro...
—Que sí, que vale, que ya nos hemos enterado de que alucinas. Anda, siéntate.
Lola había sacado la revista de cotilleos de mi bolso y pasaba las hojas buscando nuestro horóscopo.
—Tú eres Libra, ¿no?
—¿Eh? ¿Qué dices? —dije, volviéndome muy deprisa para ahuyentar al onanista Nono.
—A ver... ¿Me estás escuchando?
—Sí.
—Esté alerta. En este periodo dominado por Venus en Leo, todo puede ocurrir. Puede conocer a alguien; el gran Amor, el que estaba usted esperando, está muy cerca. Asuma su encanto y su
sex-appeal
y, sobre todo, esté abierta a cualquier oportunidad. Su carácter expansivo le habrá jugado más de una mala pasada. Va siendo hora de que asuma su lado romántico.
La tonta de Lola estaba muerta de risa.
—¡Nono! ¡Vuelve! ¡Aquí la tienes! ¡Va a asumir su lado ro...!
Le tapé la boca con la mano.
—Qué chorrada. Estoy segura de que te lo has inventado todo...
—¡Qué va, para nada! ¡Léelo tú misma!
Le arranqué esa basura de las manos.
—A ver, trae...
—Aquí, mira... dominado por Venus en Leo, no me invento nada...
—Qué chorrada...
—Bueno, yo de ti estaría alerta por si acaso...
—Pfff... Esto de los horóscopos no son más que tonterías...
—Tienes razón. Vamos a ver mejor qué se cuece en Cannes y en Saint-Tropez...
—A ver... ¡No me digas que esas tetas son de verdad!
—Sí, hombre, qué van a ser de verdad...
—¿Y has visto el...? ¡¡¡Ayyyyyy!!! ¡Simon, vete ahora mismo o llamo a tu mujer!
Los chicos habían venido a salpicarnos.
Nos lo tendríamos que haber imaginado... O más bien recordado... Vincent, con los carrillos llenos de agua, se puso a perseguir campo a través a Lola, que gritaba mientras se le iban cayendo todos los botones del vestido.
Yo recogí en un santiamén nuestras cosas y los seguí corriendo, no sin gritar «¡fuera!, ¡fuera!» a todos los arbustos del lugar, blandiendo los dedos índice y meñique, a guisa de cuernos.
Vade retro, Satanás.
Vincent nos mostró los aposentos privados de su mansión.
Espartanos.
Se había bajado una cama de la primera planta —donde hacía demasiado calor— y se había instalado en la cuadra. Casualmente, había elegido el box de Cara Bonita.
Entre Polka y Huracán...
Iba vestido como un milord. Botas impecablemente lustradas, traje blanco en el más puro estilo años setenta; pantalón de talle bajo y camisa de seda rosa pálido de cuellos tan puntiagudos que le hacían cosquillas en los hombros. Cualquier otro hubiera parecido ridículo con ese atuendo, pero Vincent estaba elegante.
Fue a buscar su guitarra. Simon sacó el regalo de la boda de Hubert del maletero de su coche y bajamos hasta el pueblo.
La luz del atardecer era muy hermosa. La campiña entera, con sus tonos ocres, bronce y oro viejo descansaba tras la larga jornada.
Vincent nos pidió que nos volviéramos un momento para admirar su castillo.
Era esplendoroso.
—Lo decís de coña...
—Qué va, qué va, para nada... —protestó Lola, siempre preocupada por la Armonía Universal.
Simon se puso a cantar:
—Qué bonitooooo es mi castillooooooo...
Simon cantaba, Vincent reía, y Lola sonreía. Caminábamos los cuatro por el medio de una carretera de asfalto caliente a la entrada de un pueblecito de la región de Indre.
Flotaba en el aire un olorcillo a alquitrán, a menta y a heno recién segado. Las vacas nos miraban pasar, y los pájaros se llamaban unos a otros porque era la hora de cenar.
Qué bien se estaba.
Lola y yo nos volvimos a poner disfraz y sombrero.
Porque una boda es una boda.
O por lo menos eso nos decíamos hasta que llegamos a nuestro destino...
Entramos en un salón de fiestas que olía a sudor y a calcetines sucios y donde hacía un calor horroroso. Había un montón de tatamis apilados en un rincón, y la novia estaba sentada bajo una canasta de baloncesto. Parecía algo superada por la situación.
Mesas corridas en plan banquete de Astérix, vino de la región en abundancia y música a todo volumen.
Una mujer gorda muy emperifollada se precipitó hacia nuestro hermano pequeño:
—¡Ah, aquí está! ¡Ven, hijo, ven! Nono me ha dicho que estabas con la familia... ¡Venid, venid por aquí! ¡Huy, pero qué guapos son todos! ¡Qué sombrero más bonito! ¡Y ésta qué delgada! ¿Qué pasa, que no os dan de comer en París? Sentaos. Comed, chicos, comed. Comida no falta hoy aquí. Decidle a Gérard que os ponga de beber. ¡Gérard! ¡Ven, anda!
Vincent no conseguía zafarse de los besos de la buena señora, y yo, mientras, comparaba. Pensaba en el contraste entre la amabilidad de esa señora desconocida y el desprecio cortés de mis tías abuelas hacía un rato. Vamos, que alucinaba...
—Bueno, digo yo que habría que saludar a la novia, ¿no?
—Eso, hala, muy bien, ir a saludarla y de paso a ver si veis a Gérard por ahí... Espero que no esté ya tirado debajo de una mesa, borracho perdido, no quiero que nos haga quedar mal.
—¿Qué regalo traes? —le pregunté a Simon. No lo sabía.
Besamos por turnos a la novia.
El novio estaba coloradote y miraba con cara rara la fantástica fuente para quesos, elegida por Carine, que su mujer acababa de desembalar. Era un artilugio ovalado con asas en forma de vid y hojas de parra de Plexiglas.
No parecía muy convencido.
Nos sentamos en el extremo de una mesa, donde nos recibieron con los brazos abiertos los dos tíos de la novia, que estaban ya bastante achispados.