—¡Gé-rard! ¡Gé-rard! ¡Gé-rard! ¡Eh, chavales, traed de comer a estos amigos! ¡Gérard! Pero ¿dónde se habrá metido éste, me cagüendiez?
Entonces llegó Gérard con su tonel de vino, y empezó la fiesta.
Después de la macedonia a la mayonesa con vieiras, la ensalada de brotes con patatas fritas y mayonesa, el queso de cabra y la tarta nupcial, todo el mundo se hizo a un lado para dejar sitio a Guy Macroux y su orquesta.
Estábamos como reyes. No perdíamos ripio, con los ojos y los oídos bien abiertos. A la derecha, la novia abría el baile con su padre al son de un vals interpretado al acordeón, a la izquierda los dos tíos de la novia se enzarzaban en una discusión sobre la nueva señal de prohibido que habían colocado delante de la panadería Pidoune.
Nos parecía todo muy pintoresco.
No. Mejor que eso y menos condescendiente: delicioso.
Guy Macroux se daba un aire al cantante Darío Moreno.
Bigotito teñido, chaleco brillantoso, muy enjoyado y voz de terciopelo.
Tras los primeros compases de acordeón, todo el mundo estaba en la pista.
«Lo que le va, es un chachachá
—¡Ah!
Lo que baila con garbo es un paso de mambo
—¡Oh!»
—¡Venga! ¡Todos juntos!
La la la la... La la la la...
—¡No oigo nada!
LA LA LA LA...LA LA LA LA...
—¡Y allá al fondo! ¡Esas abuelitas! ¡Vamos, chicas, a cantar con nosotros! ¡Chiquichiquichí!
Lola y yo bailábamos como descosidas, y me tuve que subir la falda para no perder el compás.
Los chicos, como de costumbre, no bailaban. Vincent trataba de camelarse a una señorita de escote lechoso, y Simon escuchaba las batallitas de un viejo viñador que rememoraba la época del mildiu.
Después vino lo de ¡la liga, la liga, la liga!, con los excesos y la vulgaridad de siempre. Llevaron en volandas a la novia hasta una mesa de ping-pong y... en fin... mejor no contarlo. O quizá es que yo soy demasiado fina.
Salí del local. Empezaba a echar de menos París.
Lola se reunió conmigo
for the moonlight
pitillo.
La seguía un tipo un pelín pesado (es decir, grande, gordo y bastante peludo) empeñado en volver a sacarla a bailar.
Vestía camisa hawaiana de manga corta, pantalón de viscosa, calcetines blancos de tenis, con la rayita arriba y todo, y mocasines de rejilla.
Vamos, un primor.
Y, y, y... casi se me olvida: ¡el famoso chaleco de cuero lleno de bolsillos! Tres a la izquierda y dos a la derecha. Y el cuchillo de monte en el cinturón. Y el móvil en su funda enganchado a la cintura. Y un pendiente. Y gafas de sol molonas. Y una cadena para engancharse la cartera. Sólo le faltaba el látigo.
Indiana Jones en persona.
—¿No nos presentas?
—Esto... sí, claro... A ver... esto... Mi hermana Garance y... esto...
—¿Ya no te acuerdas de mi nombre?
—Esto... ¿Jean-Pierre?
—Michel.
—¡Ah, sí, Michel! Michel, Garance; Garance, Michel...
—Hola —dije, intentando por todos los medios contener la risa.
—Jean-Michel, Jean-Michel, así me llamo O bueno, mejor dicho, así me llaman... Michel como el monte Saint-Michel... ¿Así que sois hermanas? Qué curioso, pues no os parecéis nada... ¿Estáis seguras de que una de las dos no es del repartidor del butano?
Jua jua jua.
Cuando se alejó, Lola sacudió la cabeza:
—No puedo más. Me ha tocado el peor de toda la región. Y no te cuento el sentido del humor tan fino que tiene... Qué tipejo más horroroso...
—Calla, calla, aquí viene otra vez.
—¡Eh! ¿Te sabes el chiste del tío que tenía cinco pollas?
—Pues... no, no tengo esa suerte.
—Pues esto es un tío que tenía cinco pollas.
Silencio.
—¿Y? —pregunto.
—¡Pues nada, que los gayumbos le iban como un guante!
Socorro.
—¿Y te sabes el de la puta que no la quería chupar?
—¿Perdón, cómo has dicho?
—¿Sabes cómo llaman a una puta que pasa de chuparla?
Lo que más gracia me hacía era la cara de mi hermana. Mi hermana, siempre tan elegante con sus vestidos vintage de Yves Saint-Laurent, el porte que le había quedado de sus años de ballet y su sortija con pedrusco... Lola, que se sulfura en cuanto se trata de comer en un restaurante de manteles de papel... Verla ahí, con su aire patidifuso y sus ojazos abiertos como platos de porcelana de Sèvres, era grandioso.
—Venga, di, ¿lo sabes?
—Pues mira, no, es que a mí (también) me ha comido la lengua el gato...
(Elegante y divertida. La adoro.)
—¡No la llama ni Dios! ¡Jajajá!
Ya no había quien lo parara... Se volvió hacia mí, con los pulgares metidos en los bolsillos de su chaleco:
—¿Y tú? ¿Te sabes el del tío que envuelve a su hámster en cinta aislante?
—No. Pero paso de que me lo cuentes porque seguro que es un asco.
—Ah... Pero entonces ¿te lo sabes?
—Oye, mira, Jean-Mont-Saint-Michel, ¿te importa?, es que me gustaría hablar un poco con mi hermana...
—Vale, vale, ya me abro. Hala, ¡hasta luego, chochitos!
—¿Qué, ya se ha ido?
—Sí, pero en su lugar ahora viene Toto.
—¿Quién es Toto?
Nono se había sentado en una silla delante de nosotras.
Nos observaba, rascándose el interior de los bolsillos del pantalón con suma aplicación.
En fin.
Supongo que el traje nuevo debía de producirle una irritación local...
Santa Lola le dedicó una sonrisita para que no se sintiera incómodo.
En plan: hola, Nono. Somos tus nuevos amigos. Bienvenido a nuestro corazón...
—¿Todavía sois vírgenes? —preguntó él.
Decididamente, el tío estaba obsesionado...
Sor Sonrisas hizo como si nada:
—¿De modo que es usted el guardián del castillo?
—Tú, calla. Estoy hablando con la tetona.
Lo sabía, sí, lo sabía. Sabía que después nos reiríamos de esto. Que un día seríamos viejas y que, dado que no nos habríamos tomado en serio lo de la gimnasia del suelo pélvico, nos haríamos pis encima recordando esa noche. Pero en ese momento no me hacía ni pizca de gracia porque... porque al tal Nono se le caía la baba por el lado de la boca en que no tenía la colilla, y era algo de verdad flipante. Ese hilillo de saliva que brillaba a la luz de la luna...
Por suerte justo entonces llegaron Simon y Vincent.
—¿Nos piramos?
—Buena idea.
—Ahora os alcanzo, voy a buscar mi guitarra.
Te quiero tantoooooo... Dubidubidú... Dudú...
La voz de Guy Macroux resonaba en todo el pueblo, y nosotras bailábamos entre los coches.
Estos gritoooooos de alegríiiiia, son para tiiiiiii...
—Bueno, qué, ¿y ahora adónde vamos?
Vincent rodeó el castillo y se adentró por un sendero oscuro.
—A tomar una última copa. A una especie de
after
, por llamarlo de alguna manera... ¿Estáis cansadas, chicas?
—¿Y Nono? ¿No nos habrá seguido?
—Que no, hombre... Anda, olvídate de él... Bueno, qué, ¿venís?
Era un campamento de gitanos. Había unas veinte caravanas a cual más larga, grandes furgonetas blancas, ropa tendida, colchones por el suelo, bicicletas, churumbeles, barreños, neumáticos, antenas parabólicas, televisores, ollas, perros, gallinas y hasta un cerdito negro.
Lola estaba horrorizada:
—Son más de las doce, y los niños todavía por ahí en danza. Pobrecitos...
Vincent se reía.
—¿Te parece que tienen aspecto de ser desgraciados?
Se reían, correteando de un lado a otro, y se precipitaron todos hacia Vincent. Se peleaban por llevarle la guitarra, y las niñas nos cogieron de la mano.
Mis pulseras las tenían fascinadas.
—Van a la romería gitana de Saintes-Maries-de-la-Mer... Espero que se hayan marchado para cuando vuelva la vieja, porque fui yo quien les dijo que podían instalarse aquí...
—Como el capitán Haddock en Las joyas de la Castafiore —se burló Simon.
Un gitano viejo lo abrazó:
—¡Hombre, hijo, aquí estás otra vez!
Anda que no le habían salido familias nuevas a Vincent... No era de extrañar que pasara de la nuestra.
El resto fue como en las pelis de Kusturica antes de que se le subiera el éxito a la cabeza.
Los viejos cantaban unas canciones súper tristes que te partían el alma, los jóvenes daban palmas, y las mujeres bailaban alrededor de la lumbre. La mayoría eran gordas y tenían mal tipo, pero cuando se movían, todo a su alrededor ondulaba.
Los niños seguían correteando de un lado para otro, y las viejitas veían la tele mientras acunaban a los bebés. Casi todos tenían dientes de oro y sonreían de oreja a oreja para enseñárnoslos.
Vincent estaba entre ellos, y todos lo mimaban. Tocaba con los ojos cerrados, apenas un poco más concentrado que de costumbre, para no desafinar ni perder el compás.
Los viejos tenían uñas como garras, y sus guitarras estaban desgastadas allí donde arañaban las cuerdas.
Ran, ran, toc.
Aunque no se entendiera nada, no era difícil adivinar la letra...
Oh, tierra mía, ¿dónde estás? Oh, amor mío, ¿dónde estás?
Oh, amigo mío, ¿dónde estás? Oh, hijo mío, ¿dónde estás?
Y lo que seguía debía de ser algo así:
He perdido mi tierra, sólo me quedan recuerdos. He perdido a mi amor, sólo me quedan penas. He perdido a mi amigo, canto por él.
Una vieja nos servía cervezas sin gas. En cuanto nos las terminábamos, volvía a la carga.
Lola tenía los ojos brillantes, había sentado a dos niñas en su regazo y apoyaba la barbilla sobre sus cabezas. Simon me miraba sonriendo.
Anda que no habíamos recorrido camino desde que salimos de París por la mañana...
Vaya, aquí vuelve la abuela risueña con sus birras calentorras...
Le hice una seña a Vincent para saber si tenía un porrito, pero me indicó con un gesto que me callara, que más tarde. Otra contradicción, mira... Entre esta gente que no lleva a sus niños al colegio, que deja quizá que en ese campamento de mala muerte se pudra un pequeño Mozart y que hace lo que le da la gana con nuestras leyes de sedentarios laboriosos, no se fuma hierba.
Por santa Mercedes Benz, eso ni mentarlo aquí.
—Chicas, vosotras podéis dormir en la cama de Isaura...
—¿Con los estertores que suben desde las mazmorras? No, gracias.
—¡Pero si eso no son más que chorradas!
—¿Y sabiendo que el tarado ese tiene las llaves? Ni hablar. ¡Dormimos con vosotros!
—Vale, vale, Garance, no te cabrees...
—¡No me cabreo! ¡Es sólo que todavía soy virgen, mira tú por dónde!
A pesar del cansancio, había conseguido hacerles reír. Estaba muy orgullosa de mí misma.
Los chicos durmieron en el box de Cara Bonita, y nosotras, en el de Huracán.
Nos despertó Simon, que había ido al pueblo a por croissants.
—¿Son de la panadería Pidoule? —le pregunté en medio de un bostezo.
—Pidoune.
Ese día, Vincent no abrió la verja del castillo. «Cerrado por derrumbamiento», escribió en un trozo de cartón.
Nos llevó a visitar la capilla. Ayudado por Nono, había trasladado el piano del castillo hasta allí y lo había colocado delante del altar, para que todos los ángeles del cielo pudieran bailar al compás de la música.
Nos obsequió con un pequeño concierto.
Tenía gracia encontrarnos ahí un domingo por la mañana, sentados en un reclinatorio, serios y muy quietecitos, bañados por la luz que se colaba por los vitrales, escuchando una nueva versión de
toc, toc, toc on heavens door...
Lola quería visitar el castillo de arriba abajo. Le pedí a Vincent que interpretara su show para nosotros. Nos partíamos de risa.
Nos lo enseñó todo: el lugar donde vivía la dueña del castillo, sus corsés, su silla orinal, sus trampas para roedores, sus recetas de patés, su botella de licor y su anuario de la nobleza de Francia, todo mugriento de haberlo sobado miles de veces. También la bodega, el sótano, las dependencias, el guadarnés, el pabellón de caza y el antiguo camino de ronda.
Simon se maravillaba con el ingenio de los arquitectos y otros expertos en fortificaciones. Mientras, Lola recogía plantas para su herbario.
Yo estaba sentada en un banco de piedra y los observaba a los tres.
Mis hermanos, asomados al foso del castillo... Simon debía de estar pensando con nostalgia en su última maravilla teledirigida... Ah, ojalá estuviera allí Sésil Dóbelyu... Me imagino que Vincent le leería el pensamiento, porque precisó:
—Olvida tus barcos... En esa agua hay carpas monstruosas... Se los zamparían en un santiamén...
—¿En serio?
Silencio pensativo, acariciando el musgo del murete...
—Al contrario —murmuró por fin nuestro capitán Achab—, sería mucho más divertido... Tengo que volver aquí con Léo... Que unos peces bien gordos se zampen esos barcos tan bonitos que nunca le han dejado tocar sería lo mejor que podría pasarnos a los dos...
No oí el resto, pero vi que se chocaban los cinco como si acabaran de cerrar un trato redondo.
Y ahí estaba mi Lola de rodillas, dibujando entre las margaritas y los guisantes de olor... La espalda de mi hermana, su gran sombrero, las mariposas blancas que se atrevían a acercarse, su cabello recogido en un moño sujeto con un pincel, su nuca, sus brazos que un divorcio reciente había descarnado y la parte de abajo de su camiseta, que utilizaba para difuminar los colores. Esa paleta de algodón azul que poco a poco se iba cubriendo de acuarela...
Nunca había lamentado tanto no tener conmigo mi cámara de fotos.
Echémosle la culpa al cansancio, pero el caso es que me sorprendí a mí misma poniéndome de lo más sentimental. Sentí una enorme bocanada de ternura por esos tres y la intuición de que estábamos viviendo nuestras últimas meriendas de infancia...
Hacía casi treinta años que estos tres chicos me alegraban la vida... ¿Qué iba a ser de mí sin ellos? ¿Y cuándo terminaría la vida por separarnos?
Porque así son las cosas. Porque el tiempo separa a los que se quieren, y nada perdura.
Lo que estábamos viviendo, y los cuatro nos dábamos perfecta cuenta de ello, era una pizquita de felicidad robada. Una tregua, un paréntesis, un instante de gracia. Unas pocas horas sisadas a los demás...