La sal de la vida (9 page)

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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Novela

BOOK: La sal de la vida
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¿Durante cuánto tiempo más tendríamos la energía de escapar así del día a día para saltar la verja del colegio? ¿Cuántas vacaciones nos daría aún la vida? ¿Cuántas burlas nos haría todavía? ¿Cuántos poquitos más de cosas buenas nos tenía reservados todavía? ¿Cuándo íbamos a perdernos y cómo se iría difuminando lo que aún nos unía?

¿Cuántos años nos quedaban todavía antes de hacernos viejos?

Y sé que éramos todos conscientes. Los conozco bien.

El pudor nos impedía hablar de ello pero, en ese momento preciso de nuestros caminos, lo sabíamos.

Sabíamos que, al pie de ese castillo en ruinas, estábamos viviendo el final de una época y que se acercaba el momento del cambio. Que había que zafarse de esa complicidad, esa ternura, ese amor algo rugoso. Había que desprenderse de todo eso. Abrir la palma de la mano y crecer por fin.

También los Dalton tenían que marcharse cada uno por su lado al atardecer...

Y como soy tonta de remate, casi había conseguido hacerme llorar yo sola, pero entonces vi algo a lo lejos, en el camino...

Pero ¿qué era eso?

Me levanté, entornando los párpados. Un animal, sí, un animalillo avanzaba con dificultad hacia mí.

¿Estaba herido? ¿Qué era? ¿Un zorro?

¿Un zorro que nos hubiera mandado Carine, con su tubito de orina en la pata? ¿Un conejo?

Se trataba de un perro.

Era increíble.

Era el perro que había visto el día anterior por la ventanilla del coche y que se había disuelto en el parabrisas trasero...

Era el perro con cuya mirada me había cruzado a cien kilómetros de allí.

No. No podía ser el mismo... Pero sí, sí que era...

¡Madre mía, me iban a hacer presidenta honorífica de la sociedad protectora de animales!

Me agaché, tendiéndole la mano. El pobre ni siquiera tenía fuerzas para menear la cola. Dio tres pasos más y se desplomó entre mis piernas.

Me quedé inmóvil unos segundos. Estaba muy asustada.

Un perro había venido a morir a mis pies.

Pero no, al final gimió lastimeramente, tratando de lamerse una pata. Sangraba.

En ese momento llegó Lola y dijo:

—Pero ¿de dónde ha salido este perro?

Levanté la cabeza para mirarla y contesté con voz trémula:

—Yo alucino.

Enseguida los cuatro nos deshicimos en mimos y atenciones. Vincent fue a traerle un poco de agua. Lola se puso a prepararle algo rico de comer y Simon mangó un cojín del saloncito amarillo.

El animalito bebió como un descosido y se desplomó otra vez sobre el polvo del camino. Lo llevamos a la sombra.

Era una historia increíble.

Nos preparamos algo de picar y bajamos al río.

Tenía un nudo en la garganta al pensar que lo más probable era que el perro la hubiera palmado para cuando volviéramos. Pero bueno, al menos... había elegido un lugar bonito... y unas plañideras estupendas...

Los chicos colocaron las botellas entre unas piedras a la orilla del río mientras nosotras extendíamos una manta en el suelo. Nos sentamos, y entonces Vincent dijo:

—Anda, mira, aquí está otra vez...

El perro había vuelto a arrastrarse hasta mí. Se tumbó hecho un ovillo contra mi muslo y se quedó roque al instante.

—Me parece que intenta decirte algo —declaró Simon.

Los tres se reían, burlándose de mí:

—¡Venga, Garance, tía, no pongas esa cara! Te quiere, nada más. Venga... anímate... Que no pasa nada.

—¡¿Pero qué queréis que haga yo con un chucho?! ¿Me veis con un perro en mi minúsculo estudio, en un sexto sin ascensor?

—No puedes hacer nada —dijo Lola—, acuérdate de tu horóscopo... Estás dominada por Venus en Leo, tienes que aceptarlo. Éste es el gran encuentro para el que tenías que prepararte. Mira que te avisé...

Se partían de risa, cada vez más.

—Tienes que verlo como una señal del destino —terció Simon—, este perro llega para salvarte...

—... para que lleves una vida más sana, más equilibrada —añadió Lola.

—... para que madrugues por las mañanas para llevarlo a hacer pis —dijo Simon—, para que te compres un chándal y tomes un poco el aire todos los fines de semana.

—Para que tengas horarios, para que te sientas responsable —prosiguió Vincent, sumándose a los otros dos.

Yo estaba hecha polvo.

—Un chándal, no, cualquier cosa menos un chándal...

Descorchando una botella, Vincent concluyó:

—Además es un perro bien bonito...

Por desgracia, estaba de acuerdo con él. Un perro medio pelado, comido por las pulgas, cochambroso, mugriento, un chucho harapiento pero... bonito.

—Con todo lo que ha hecho para encontrarte, no tendrás el valor de abandonarlo, espero...

Me incliné para mirarlo. Era bonito, pero muy bien no olía que digamos...

—¿Lo vas a llevar a una perrera?

—Eh... ¿por qué yo, vamos a ver? ¡Lo hemos encontrado juntos, por si no os acordáis!

—¡Mira! —exclamó Lola—, ¡te está sonriendo!

Fuck
. Era verdad. Se había vuelto para mirarme y agitaba débilmente el rabo, dirigiendo los ojos hacia mí.

Oh... ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Y cabría en la cesta de mi bici? Y mi portera, que ya tenía tantos motivos para estar cabreada conmigo...

¿Y qué comen los perros?

¿Y cuántos años viven?

¿Y la bolsita esa para recoger las cacas? ¿La correa que se autobloquea, las conversaciones estúpidas con todos los vecinos que bajan a levantar la pata después de la película y las albóndigas esas que salen en los anuncios de comida para perros?

Ay, Señor.

El vinito de Bourgueil estaba fresquito. Mordisqueamos torreznos, nos zampamos gruesas rebanadas de paté, saboreamos tomates tibios y dulces, pirámides de queso de cabra y peras de la huerta.

Estábamos a gusto. Se oía el gluglú del agua, el ruido del viento en los árboles y la cháchara de los pájaros. El sol jugueteaba con el río, crepitando por aquí, escabulléndose por allá, torpedeando las nubes y correteando por la orilla. Mi perro soñaba con el asfalto de París gruñendo de felicidad, y las moscas venían a incordiarnos.

Charlamos de las mismas cosas que cuando teníamos diez, quince y veinte años, es decir de los libros que habíamos leído, de las películas que habíamos visto, de la música que habíamos escuchado y de las páginas web que habíamos descubierto. De Gallica, de todos esos nuevos tesoros que estaban ahora disponibles en Internet, de los músicos que nos impresionaban, de esos billetes de tren, esas entradas de concierto que soñábamos con poder comprar, de esas exposiciones que nos íbamos a perder sin remedio, de nuestros amigos, de los amigos de nuestros amigos y de las historias de amor que habíamos vivido —o no. La mayoría de las veces, no, y en eso no había quién nos ganara. A la hora de contarlas, me refiero. Tumbados en la hierba, asaltados a picotazos por toda clase de bichos, nos burlábamos de nosotros mismos a golpe de insolación y de risa floja.

Y después hablamos también de nuestros padres. Como siempre. De Mamá y de Pop. De sus nuevas vidas. De sus amores y de nuestro futuro. En dos palabras, de esas cosillas y esas personas que llenaban nuestras vidas.

No eran ni muchas cosas ni mucha gente, y sin embargo... era infinito.

Simon y Lola nos hablaron de sus hijos. De sus progresos, sus travesuras y las frases que deberían haber apuntado en algún sitio antes de olvidarlas. Vincent nos habló largo rato de su música, ¿debía seguir? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Con quién? ¿Y qué esperanzas se podía permitir tener? Y yo les hablé de un nuevo compañero de piso que, esta vez, sí tenía papeles, de mi trabajo, de cómo me costaba verme como una buena jueza. Tantos años de estudios para tener al final tan poca confianza en mí misma. .. Era desconcertante.

¿En algún momento de mi vida me había perdido un cambio de agujas importante? ¿En qué la había pifiado? ¿Y me esperaba alguien en algún lugar? Los otros tres me animaron, me cantaron un poco las cuarenta, y yo fingí darles la razón y agradecer sus buenas intenciones.

De hecho nos cantamos todos las cuarenta y todos fingimos darnos la razón.

Porque la vida, al fin y al cabo, consistía un poco en ir de farol, ¿no?

Ese tapete demasiado corto y esas fichas que faltan. Esas manos demasiado flojas que nunca nos dejan ganar la partida... En eso estábamos igual los cuatro, con nuestros grandes sueños y el alquiler por pagar el día 5 de cada mes.

¡Entonces abrimos otra botella para darnos ánimos!

Vincent nos hizo reír contándonos sus últimos desengaños amorosos:

—¡A ver, echadme una mano, que no me aclaro! ¡Hace dos meses que persigo a esta chica, la he esperado seis horas en la puerta de su facultad, la he llevado tres veces a cenar a un sitio claro, la habré acompañado veinte veces hasta su residencia, que está en el quinto pino, dicho sea de paso, y la he invitado a la ópera, que me costaron las entradas ciento diez euros cada una! ¡Joder!

—¿Y todavía no ha pasado nada entre vosotros?

—Nada. Nada de nada de mil novecientos nada. ¡Joder, es que tiene narices! ¡Doscientos veinte euros! ¿Os imagináis la cantidad de discos que me habría podido comprar con eso?

—Mira, Vincent, un tío que hace esa clase de cálculos tan mezquinos... Yo a esta chica la comprendo, qué quieres que te diga... —se burló Lola.

—Pero... ¿has... intentado besarla? —pregunté yo, ingenua.

—No. No me he atrevido. Sí, ya sé, es como para darme de tortas...

Nos burlamos a lo grande.

—Ya lo sé. Soy tímido, es una chorrada, pero qué le voy a hacer...

—¿Cómo se llama?

—Eva.

—¿Y de dónde es?

—No lo sé. Y eso que me lo dijo, pero no me enteré...

—Ya... Y esto... ¿crees que tienes alguna oportunidad de todas formas?

—Es difícil decirlo... Pero me ha enseñado fotos de su madre...

Ya era demasiado.

Rodábamos por la hierba, descojonados de risa, mientras nuestro Don Juan trataba de hacer saltar piedras sobre el agua y no daba ni una.

—Oh... —supliqué—, ¿me lo das?

Lola arrancó una página de su cuaderno de dibujo y me la tendió.

Lola había sabido ver la gran nobleza de mi heroico chucho tumbado a la bartola al sol. El único macho, ahora que lo pienso, que me ha perseguido con tanta constancia...

El dibujo siguiente era una vista preciosa del castillo.

—Desde el jardín inglés... —precisó Vincent.

—Deberíamos mandárselo a Pop y escribirle unas palabras —propuso sor Lola.

(Nuestro Pop no tenía móvil.) (De hecho, tampoco había tenido nunca teléfono fijo...)

Como todas las suyas y como siempre, era una buena idea, y como siempre y por siempre, seguimos la estela de nuestra hermana mayor.

Aquello parecía los asientos del fondo del autocar al final del campamento de verano. Hoja y bolígrafo pasaron de mano en mano. Pensamientos, saludos, ternura, tonterías, corazoncitos dibujados y muchos besotes.

La pega —pero esto no era culpa de nuestro Pop, sino de Mayo del 68— era que no sabíamos dónde exactamente teníamos que mandar nuestra cartita.

—Creo que está en un astillero en Brighton...

—¡Qué va! —rió Vincent—, ¡allí hace demasiado frío! ¡Que el abuelete ya tiene reúma! Está en Valencia con Richard Lodge.

—¿Estás seguro? —pregunté, extrañada—. La última vez que hablé por teléfono con él se iba a Marsella...

—...

—Bueno —zanjó Lola—, pues por ahora me la guardo en el bolso, y el primero que se entere de algo, que me lo diga.

Silencio.

Pero Vincent tocó unos acordes para que no se oyera.

Guardados en un bolso...

Todos esos besos que no se darían nunca. Todos esos corazones encerrados con llaves y talonarios.

Bajo los adoquines no había playa ni nada de nada.

¡Menos mal que yo tenía a mi perro! Estaba lleno de pulgas y se lamía concienzudamente los atributos.

—¿Por qué sonríes, Garance? —me preguntó Simon para cambiar de tema y no pensar más en cosas tristes.

—Por nada. Porque tengo mucha suerte, nada más...

Mi hermana volvió a sacar sus lápices de colores, los chicos se dieron un chapuzón y yo me puse a contemplar a mi perrito querido, que iba resucitando conforme le daba trocitos de pan con embutido.

Se comía el embutido y escupía el pan, el muy caradura.

—¿Cómo lo vas a llamar?

—No lo sé.

Fue Lola la que decidió que era hora de irse. No quería llegar tarde porque le entregaban a los niños, y ya la notábamos nerviosa. De hecho, más que nerviosa, estaba inquieta, frágil, con una sonrisa como torcida.

Vincent me devolvió el iPod que me había birlado hacía meses:

—Toma, que anda que no hace siglos que te prometí que te haría este popurrí...

—¡Ay, gracias! ¿Has puesto todo lo que me gusta?

—No. Todo no, claro. Pero ya verás cómo te gusta de todas formas...

Nos despedimos con un beso, lanzándonos un montón de pullitas tontas para abreviar, y luego nos metimos en el coche. Simon cruzó el foso y luego aminoró la marcha. Yo me asomé por la ventanilla para gritar:

—¡Eh, Cara Bonita!

—¿Qué?

—¡Yo también tengo un regalo para ti!

—¿El qué?

—Eva.

—¿Qué pasa con ella?

—Llega pasado mañana en el autobús de Tours.

Corrió hacia nosotros.

—¿Qué? ¿Qué chorradas estás diciendo...?

—No es ninguna chorrada. La hemos llamado antes, mientras te estabas bañando.

—Mentirosas... —Estaba muy pálido—. A ver, para empezar, ¿cómo habéis conseguido su teléfono?

—Hemos mirado en la agenda de tu móvil...

—No es verdad.

—Tienes razón. No es verdad. Pero tú ve a la parada del autobús por si acaso.

Estaba rojo como un tomate.

—Pero ¿qué le habéis dicho?

—Que vivías en un gran castillo, que le habías compuesto un solo, y que tenía que oírlo porque se lo ibas a tocar en una capilla y que sería súper romantichno...

—Súper ¿qué?

—Es serbocroata.

—No os creo.

—Pues peor para ti. Ya se ocupará de ella Nono...

—¿Es verdad, Simon?

—No lo sé, pero conociendo a estas dos arpías, todo es posible...

Vincent había recuperado el color.

—¿Va en serio? ¿Llega pasado mañana?

Simon volvió a arrancar el motor.

—¡En el autobús de las siete menos veinte! —precisó Lola.

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