Authors: Nicholas Wilcox
La levantaron todos. Burton comprendió que después de aquella desobediencia no convenía prolongar la estancia porque tendrían que enfrentarse a las tropas del gobierno, a las de la ONU y a las katangueñas. «Regresamos a casa», dijo el Coronel. Ninguno tenía casa a la que regresar, algunos tendrían que enfrentarse a procesos civiles en cuanto volvieran a sus respectivos países. No obstante, estuvieron de acuerdo. Robaron un tren, cargaron los equipajes y las armas y se abrieron paso hasta Angola. Desde allí se dispersaron para regresar a Europa, cada uno por sus medios.
Lola y Draco tomaron otra ronda de caipiriña en el bar antes de subir a la habitación. Estaba caliente, con la calefacción al máximo. Mientras Draco corría las cortinas, Lola se dio una ducha. Cuando salió, en pijama, Draco estaba en la cama con un brazo desnudo debajo de la nuca y esa expresión melancólica y ausente que a ella le resultaba atractiva. Se preguntó si estaría completamente desnudo. Él se levantó en calzoncillos a lavarse los dientes. Era un hombre hermoso, un cuerpo fuerte y compacto, en el que los músculos no habían perdido elasticidad, a pesar de que sobrepasaba los cincuenta años.
Continuaron conversando en la cama, sin tocarse, a la luz del televisor que emitía imágenes sin sonido. Lola le acarició una blanca cicatriz redonda que tenía en el pecho, encima de la tetilla derecha. El dedo avanzó hasta el hombro donde descubrió otra cicatriz, mayor aún, a la altura del omóplato.
—¿Una bala?
—Una lanza. Las guerras africanas eran así de primitivas.
Se demoró en la caricia hasta que él la atrajo lentamente. Se miraron a los ojos. Él pudo contemplar de cerca las irisaciones concéntricas de las pupilas de Lola, una mirada en la que descubrió ternura y deseo. Al primer beso, breve e introductorio, le siguió inmediatamente otro más prolongado y lingual. Después la mujer se abandonó a las caricias del hombre. La mano ágil y experta se deslizó bajo el pijama para explorarle los pechos con delicada impaciencia, pellizcándole ligeramente los pezones hasta que se le endurecieron. Ella murmuró algunas protestas poco convincentes, algo de su complejo de pechos demasiado grandes. Draco acabó de subirle la camisa y besó alternativamente los pezones, demorándose mientras su rodilla ascendía por la entrepierna, forzándola a una postura de entrega. Entre jadeos, terminó de desnudarla y exploró con la lengua el pubis femenino. Lola gemía de placer y se dejaba hacer mientras acariciaba con dedos nerviosos la cabeza masculina. De repente, la primera explosión de placer la estremeció. Draco la montó y la penetró hasta el fondo con deliberada lentitud, con la maestría del amante que economiza sus fuerzas, que las administra, que sabe dar placer, lo más inteligente, dar más que recibir. Logró conducirla al clímax dos veces antes de concedérselo él. Finalmente, después del orgasmo devastador, se dejó caer a su lado, con la cabeza femenina sobre su brazo.
Ella lo miró con ternura, arrebolada, el cabello revuelto pegado al cráneo sudoroso.
—¿Feliz?
—Mucho.
—Te echaré de menos.
—Seguro.
Lo besó suavemente en los labios mientras con la mano tibia comprobaba la derrota complacida del sexo masculino.
—Seguro —le repitió al oído.
Apagó la luz y se quedó dormida inmediatamente, con la cabeza apoyada sobre el hombro de Simón.
Él tardó más en dormirse.
Desayunaron en silencio, en la cama, después de amarse por segunda vez. Por la ventana entraba la luz de una mañana despejada, con pájaros sobrevolando el cielo azul.
—¿Qué programa tenemos hoy? —preguntó Draco.
—El hombre que tiene que conducirnos al objetivo nos abordará en las cataratas, no sé en cuál de ellas. Iremos primero a la Bosetti, y luego a la Mbigua. Nos reconocerá por mi bolso y tu sombrero de paja, el que compramos ayer en el aeropuerto.
—Puede haber docenas de sombreros iguales —objetó Draco.
—Sí, pero la cinta del tuyo es la mitad de ancha que la usual.
Draco descubrió que Lola había reducido la cinta mientras él dormía. Era una mujer muy eficiente.
Un autobús del hotel los llevó al centro de recepción del parque, cerca de la catarata. Tomaron un puñado de folletos, como dos turistas cualesquiera, y se internaron por un sendero que discurría a la sombra de los enormes árboles guatambúes y palos rosas. Confundidos entre docenas de visitantes, casi todos parejas, o familias con niños alborotadores, llegaron a la catarata Iguazú, «agua grande» en guaraní.
—Estas cataratas fueron descubiertas por el conquistador español don Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que las bautizó como aguas de Santa María —explicaba un guía indio, tocado con un sombrero de colores.
Draco tomó de la mano a Lola. Se acercaron a la balconada de madera donde terminaba la terraza arbolada. La catarata era una herradura de dos kilómetros de largo, un piélago desplomándose en el fondo de un abismo del que ascendían nubes blancas de agua en partículas microscópicas.
Una mulata se echó a llorar de emoción y le dijo a su marido: «¿Viste como Dios es grande?»
Nadie se les acercó en la catarata brasileña. Para llegar a la catarata argentina había que atravesar la frontera. Tomaron un autobús y aguardaron veinte minutos en el control de pasaportes, vigilado por reclutas de ademanes arrogantes que se pavoneaban ante las turistas atractivas con sus fusiles de asalto y sus botas relucientes. Un gigantesco letrero ocupaba toda la fachada del destartalado edificio: «Centinelas de la Patria.»
El autobús los condujo al edificio del parque nacional argentino. Pagaron unos peajes y compraron varias postales antes de encaminarse, por un sendero abierto en el bosque espeso, al balcón-mirador Isla San Martín. Un aviso les salió al paso: «Dificultad alta. Múltiples tramos de escaleras.»
—Yo ya voy estando algo mayor para esto —gimió Draco.
Lola le apretó la mano y lo besó en la mejilla. Se sentía feliz a su lado. Pero estaban allí por otro motivo. No dejaba de observar a los viandantes mientras se aseguraba de que el bolso rosa con un pañuelo azul de cocodrilos en el asa, que llevaba colgado y que de vez en cuando cambiaba de brazo, no pasara desapercibido.
En la Isla San Martín había una especie de malecón que se adelantaba hacia la catarata más próxima. Un enjambre de japoneses con impermeables de usar y tirar se arremolinaba en la parte seca fotografiando a sus conciudadanos más osados que se aventuraban hasta el extremo salpicado por el agua para posar, empapados, en fotos memorables.
—Soy Escarlata —dijo una voz varonil detrás de ellos—. No me hablen. Dentro de un minuto me alejaré de aquí. Limítense a seguirme a distancia.
Escarlata era un hombre alto que calzaba botas altas, vestía tejanos anchos, camisa de cuadros y un chaleco ajado, y se tocaba con un sombrero raído.
Lo siguieron hasta el edificio del control de acceso y atravesaron el aparcamiento para internarse por el sendero Macuco. Tras un kilómetro de marcha forzada, los aguardó en un claro del bosque y se presentó, estrechándoles las manos.
—Todavía tenemos que caminar un buen trecho, señorita. El coche está lejos.
—No hay problema.
—¿Trajeron repelente?
—Sí.
—Pues les aconsejo que se lo unten ya, porque vamos a pasar entre nubes de mosquitos chupasangres.
Veinte minutos más tarde llegaron a una estrecha senda asfaltada. Subieron a un coche que estaba oculto entre los árboles. Escarlata, atento a la conducción, no hablaba. Vieron una señal que indicaba: «Frontera del Paraguay.» Los postes de hierro oxidados marcaban la antigua frontera, pero el alambre de espino había desaparecido. Atravesaron la línea internándose por la selva, por pistas de tierra, casi borradas por la vegetación invasora. Veían volar pájaros sobre las copas altas, algunos con vistosos plumajes, o manadas de monos que chillaban al aproximarse el vehículo y huían despavoridos saltando de rama en rama.
—No teman a los monos caí —advirtió Escarlata—: parecen peligrosos, pero son inofensivos. El macho, que es muy fanfarrón, se ve en la necesidad, de vez en cuando, de exhibir su fuerza ante las hembras, por lo que es posible que alguno se acerque a enseñarnos los colmillos.
Una hora después llegaron a una vieja cabaña cauchera, donde los esperaban otros dos hombres de aspecto indiano que Escarlata presentó como Jacinto y José. Ellos se quitaron los sombreros e hicieron sendas reverencias, sin pronunciar palabra.
Les ofrecieron una taza de buen café y se sentaron en torno a una mesa. Escarlata desplegó un mapa de la región.
—Estamos aquí —señaló—, a doce kilómetros de la estancia de Casa Grande, la hacienda del doctor Benz. Jacinto y José los llevarán allá en cuanto descansen. Tendrán que andar por la selva, pero el sendero no está demasiado mal. Llegarán antes de que anochezca. Dormirán en un refugio de fortuna y por la mañana al amanecer podrán entrar en la hacienda.
—Muy bien —dijo Lola.
—¿Trajeron el transmisor? —preguntó Escarlata.
Lola dio unos golpecitos en su bolso.
—Los llevarán hasta el límite de la alambrada de Casa Grande. Ya han abierto un hueco por el que podrán pasar, junto a un árbol grande, para que se orienten a la vuelta. Allá dentro tendrán que valerse solos. La caja fuerte está en el despacho del doctor, la segunda puerta de la derecha subiendo las escaleras del vestíbulo. La caja está oculta detrás de un cuadro de Hitler. No tiene pérdida.
—¿Cómo saben eso? —preguntó Lola.
—Porque interrogamos a una criadita que expulsaron hace un mes.
—¿Sabe cómo regresaremos? —preguntó Draco.
—Después de pasar el avión, se liará un bochinche de cuidado. Jacinto los estará esperando junto al árbol grande. Aguardará allí una hora. Si en ese tiempo no han regresado, se volverá. Toda esa zona va a ser muy peligrosa después de lo que va a pasar.
Jacinto los precedía por senderos invisibles, a veces agachándose para pasar por corredores practicados por los animales, otras trepando por troncos muertos que cerraban el paso o abriéndose paso a machetazos por florestas intrincadas. Una algarabía de monos y pájaros de roncas voces los acompañaba.
—¿No nos delatará el ruido? —preguntó Lola.
—No hay cuidado —respondió Jacinto a gritos para demostrarlo—. La selva se escandaliza por cualquier cosa. Nadie le presta la menor atención.
Después de una hora de penoso avance se volvió hacia los extranjeros.
—Desde aquella horquilla se divisa ya la Casa Grande.
La horquilla la formaban dos árboles que crecían abrazados. Las raíces aéreas, perfectamente trabadas, formaban una especie de escalera que permitía ascender unos metros hasta un punto en el que se distanciaban. Era una atalaya natural desde la que se divisaba un gran espectáculo: una inmensa llanura formada por las copas de los árboles y al fondo, a menos de un kilómetro, sobre una colina, una insólita casa de piedra y madera, de estilo tirolés.
—La construyeron para Goering, tengo entendido —dijo Lola.
Continuaron caminando hasta el punto de la alambrada en el que Jacinto había practicado un portillo. Desmontó el alambre que disimulaba el roto y mostró el coladero.
—Por aquí podrán entrar. Tengan mucho ojo porque al caer la tarde liberan a los perros asesinos. Estaré de vuelta en cuanto el avión haya soltado la bomba. Que Dios los bendiga y les dé suerte.
Jacinto se marchó a toda prisa, como si el avión estuviera a punto de llegar.
Se miraron. Lola respiraba profundamente. Draco le apretó cariñosamente un hombro.
—Bien, señora. Yo iré delante.
Gateando por la áspera hierba pasaron al otro lado. Draco repuso el alambre que disimulaba el agujero.
Caminaron por la espesura hasta un extremo de la explanada en la que se asentaba la casa. Las cocinas, las caballerizas y los cobertizos de los aperos estaban en el lado opuesto a las pistas de tenis y a la piscina cubierta. El campo se despejó a la hora del almuerzo. Entonces se acercaron al edificio aprovechando la desenfilada que les suministraba un tentadero equino. En el extremo del jardín principal conversaban y fumaban dos centinelas vestidos de paisano, con sombreros de paja y fusil de asalto al hombro. Draco y Lola se arrastraron por la hierba alta hasta un tractor que había junto a los cobertizos. Aguardaron a que los centinelas les dieran la espalda para atravesar corriendo el espacio abierto que los separaba de los cobertizos. Había varias puertas numeradas en la larga pared de madera. Abrieron una y se metieron en un almacén de aperos que olía a grasa de caballo y a gasóleo. Necesitaban un escondite seguro donde aguardar a que se hiciera de noche. Draco encendió su linterna halógena y acomodó un par de mantas y una montura que sirviese de respaldo. Hacía frío. Lola le apoyó la espalda en el pecho y se dejó abrazar. A media tarde escucharon el rotor del helicóptero.
—El Turco —susurró Draco.
Ella reprimió un escalofrío.
A veces les llegaban retazos de conversaciones de operarios o guardias que pasaban cerca de la puerta.
Cuando anocheció, Draco estuvo atento al reloj. A las doce menos diez anunció:
—Es la hora, dentro de unos minutos soltarán a los perros.
Desde la puerta del cobertizo vigilaron la casa. Había una luz amarillenta en el porche de las cocinas, pero dentro estaba oscuro.
La escotilla de la carbonera estaba abierta, tal como anunciara Escarlata. Se deslizaron por ella hasta una bodega débilmente iluminada por los pilotos rojos de varias cámaras frigoríficas. Al otro lado de unos barrotes se alineaban hileras y más hileras de botellas sobre viejos anaqueles de madera, las reservas de vino de Klaus Benz. Subieron por la amplia escalera hasta las rendijas de luz de la puerta del sótano. Draco la entreabrió y miró el interior de la casa: la luz del vestíbulo permanecía encendida pero no había nadie. Desde el salón, a la derecha, les llegaba el murmullo de una conversación distante. Era el momento. Draco abrió la puerta de par en par, salió, miró a un lado y a otro y le indicó a Lola que lo siguiera. Subieron una escalera de piedra, con balaustrada de mármol rosa. El distribuidor estaba iluminado por una lámpara que sostenía la imponente estatua en bronce de una walkiria con el cabello sobredorado, una notable obra de mal gusto nazi salvada de las ruinas de la Gran Alemania. El dormitorio principal era la segunda puerta a la derecha. Se veía luz por debajo de la puerta.