Authors: Nicholas Wilcox
Per la quiete di tutti siete pregati
di utilizare toni di voce adequati.
Draco volvió al hotel, se tendió en la cama, con los postigos de la ventana cerrados, en penumbra, y estuvo largo rato contemplando las imágenes de la cámara oscura que el tráfico de la calle dibujaba en el techo. Los sicilianos tenían su propia manera de hacer las cosas, más lenta y personal. Probablemente Sebastiani le había encomendado al padre Amaro que lo sondeara antes de recibirlo. Por la tarde sabría si don Antonio aceptaba entrevistarse con él o no. Prefería no pensar que había hecho el viaje en balde.
Lola.
Por primera vez desde que se separó de ella se sentía solo. Una soledad parecida a la provocada por la ausencia de Joyce, hecha a partes iguales de deseo de compañía y de simple apetencia de mujer. «Habrá vuelto con Ari, a su rutina. Habrá ganado una medalla en Narcóticos y se habrá olvidado de su aventura brasileña.»
Para alejar estos pensamientos encendió la televisión. Estaban entrevistando a un grupo de mujeres cooperantes de una ONG que acababa de regresar de Kenia. Una de ellas, una soltera angulosa de aspecto monjil, narraba el peligro que habían pasado en la selva, donde, al caer la noche, el cocinero se marchaba a su casa por miedo a los leones y las dejaba durmiendo en tiendas de campaña. La cooperante había observado de lejos a seis leonas que acorralaban y cazaban a una cebra mientras el león descansaba a la sombra de un baobab, sin inmutarse. Las leonas aguardaban a que el macho se hartara de carne para comerse las sobras. «Los leones no cazan —proseguía ya embalada—, pero son muy cumplidores y pueden copular cien veces diarias.»
Imaginó al rubicundo y fornido Ari copulando con Lola. ¿Por qué aquel episodio transitorio de su vida lo angustiaba? Probablemente porque había perdido a Joyce y se sentía solo. Eso era todo.
A las cinco menos diez, Draco bajó de un taxi en la iglesia de los capuchinos. Le sorprendió encontrar al padre Amaro en un enorme Mercedes de los años cincuenta. También estaban pasadas de moda las ropas seglares que vestía.
—El
signore
Antonio Sebastiani lo recibirá ahora —dijo con su sonrisa helada—. Suba —añadió mientras abría la puerta contigua.
Salieron de Palermo por la carretera de Trappani, llena de autobuses de turistas que iban y venían de ver los mosaicos de la catedral de Monreale, y se internaron por una carretera sinuosa que escalaba los cerros cubiertos de olivos y vides. El padre Amaro no hablaba, quizá porque iba sumido en sus pensamientos, o porque era un conductor inseguro que debía concentrarse. Después de un largo silencio, Draco preguntó:
—¿Vamos muy lejos?
—No mucho. Sólo unos pocos kilómetros más.
Fueron unos cuarenta kilómetros más antes de que torciera por un viejo arco de piedra y ladrillo con un azulejo descascarillado en la clave con el nombre «Villa Reale».
Al fondo de un largo sendero de tierra rojiza, encajado entre dos filas de palmeras, había un palacete rodeado de cuidados jardines y profusamente decorado con azulejos que representaban mártires y escenas heroicas. El padre Amaro aparcó a la sombra de un corpudo castaño.
Dos hombres jóvenes, uno de ellos con una escopeta al hombro, salieron de la sombra del porche y cachearon al visitante sin decir palabra. Draco se alegró de haber dejado la Glock dentro de la almohada.
El de la escopeta dijo algo en dialecto siciliano.
—El don nos está esperando —tradujo el padre Amaro.
Rodearon la casa y entraron por la puerta principal abierta a una moderna piscina. Desde el amplio porche de ladrillo, flanqueado por dos cipreses, se divisaba un panorama de campos aterrazados y montañas azules. Dentro olía a barniz viejo y a jabón de suelos. Una gastada escalera de mármol ascendía al primer piso. Los muebles eran oscuros y macizos, de madera tallada. Por las blanqueadas paredes había retratos familiares y estampas de santos. Sobre una consola rococó dos velas encendidas flanqueaban un gran retrato del padre Pío, el de las llagas.
Don Antonio era un anciano de ochenta años que iba en una silla de ruedas empujada por un jovenzuelo de chándal. Del respaldo de la silla salía un tubo de oxígeno conectado a una mascarilla. Al enfermo, el pijama y la bata de seda le dejaban al descubierto un pecho pálido con vello canoso. Las zapatillas, también de seda, rodeaban unos tobillos hinchados y deformes. La cabeza maciza, la enorme nariz, el mentón prominente y los labios finamente dibujados le daban al don un aire de senador romano, similar al de aquellos bustos antiguos encontrados al arar los olivares y los viñedos de sus fincas, que decoraban la balaustrada de la piscina.
—Soy Simón Draco —se presentó deteniéndose a respetuosa distancia—. Le agradezco que haya accedido a recibirme, don Antonio.
El anciano miró a la enfermera, que acudió solícita a colocarle la mascarilla. Aspiró profundamente el oxígeno y observó nuevamente al visitante.
—¿Es usted americano?
—Inglés, don Antonio.
El anciano asintió en silencio.
—
I speak some English
—articuló con fatigosa pronunciación.
—
I see
—dijo Draco.
—Sin embargo, prefiero que hablemos en italiano. Estuve varios años en Estados Unidos... cuestiones de negocios, pero el idioma no se me daba muy bien. Mi sobrino Lucca traducirá.
El muchacho del chándal saludó levemente.
—El médico me ha aconsejado que todas las tardes dé un paseo por el jardín. Allí podremos hablar tranquilamente, señor Draco.
A una señal del anciano, los dos guardaespaldas tomaron la silla en volandas y lo trasladaron al otro lado del jardín, a la sombra de una pérgola arrasada desde la que se divisaba un panorama de castaños y encinas y, más abajo, de olivos, vides y naranjos. Los hombres se sentaron en un banco de piedra a unos metros de distancia y se pusieron a charlar en voz baja sin dejar de vigilar al visitante.
Don Antonio despidió a la enfermera e invitó a Draco a sentarse a su lado, en el banco circular del cenador. Inhaló una larga bocanada de oxígeno y dijo:
—El padre Amaro me ha contado que usted es investigador privado y que unos clientes le han encargado encontrar el Sanguino. ¿Quiénes son esos clientes?
Draco se traía su historia aprendida. Había calculado que una cierta dosis de verdad podía ser su mejor baza.
—No hay tales clientes, don Antonio —confesó—. Estoy trabajando por iniciativa propia. Hace un mes mi don me envió a Alemania para comprar unas reliquias, unas piedras templarias que un antiguo cabo del ejército alemán, un tal Kolb, había puesto a la venta. Lo encontré muerto y al regresar a Londres también habían asesinado a mi don. Después mataron a mi mujer porque creían que yo tenía las piedras.
—¿Y las tenía?
Draco negó con la cabeza.
—¡Claro que no! —replicó—. Joyce valía más que unas malditas piedras.
Don Antonio aspiró nuevamente oxígeno antes de preguntar.
—¿Qué relación tienen las piedras con el Sanguino?
—No lo sé. Lo único que sé es que los que mataron a Joyce y a mi don van tras las piedras templarias y el Sanguino. Intento saber quiénes son.
Don Antonio miró los olivos cenicientos y las vides sarmentosas y pensó que muy pronto no los vería más. Un rebaño de ovejas distante pacía en un cerrete redondo. Don Antonio se estaba muriendo. Se demoró contemplando el cerrete, pensando que nunca volvería a pisarlo. Había una cabaña en ruinas y un pozo que excavaron los moros mil años atrás. Cuando era joven y vigoroso solía hacer excursiones hasta allí con su mujer. A veces se llevaban la merienda. Extendían el mantel a la sombra de un frondoso olmo y eran felices haciendo proyectos. El olmo se había secado y todo aquello había pasado. Ella había muerto hacía nueve años, después de hacerlo muy feliz durante cincuenta y tres y de haberle dado nueve hijos. Miró a Simón Draco. ¿Cómo hubiera reaccionado él si un enemigo le hubiese matado a su Ana? Lo hubiera buscado, sin duda alguna, aunque hubiera tenido que desempedrar el mundo hasta encontrarlo, y lo habría matado. Aquel inglés era un hombre de honor. No merecía morir simplemente porque un cardenal de la curia papal, un mal cristiano con las manos manchadas de sangre, hubiera decretado su muerte.
Volvió a mirar a su visitante con nuevos ojos.
—¿Sabe usted qué es el Sanguino?
—No. No lo sé. Supongo que una reliquia.
Don Antonio asintió.
—El Sanguino es un relicario que contiene la sangre de Cristo, recogida por uno de sus discípulos, quizá José de Arimatea, al pie de la cruz. —Se santiguó devotamente.
—¿El Santo Grial? —murmuró Draco.
—También han llamado así a una serie de copas que supuestamente contuvieron la sangre de Cristo, pero todas ellas son réplicas del Sanguino. Antiguamente era normal que se hicieran copias de reliquias. Con el tiempo ocurre que cada diócesis cree que la suya es la verdadera. —Levantó la mano para que su sobrino le diera oxígeno, respiró dos o tres veces profundamente y prosiguió—: En 1924, el príncipe etíope Shervington Micheline, hijo del príncipe de Kenia y nieto del rey Menelik de Etiopía, huyó de Etiopía, donde las luchas familiares estaban exterminando a su estirpe, y se alistó en la Legión Española como acemilero. Era un muchacho vivaz, de lengua suelta, que sólo hablaba de sus planes para recuperar el trono de Abisinia con la ayuda de España y Francia. España entonces mantenía una guerra con los rebeldes de su colonia de Marruecos. El príncipe etíope recibió un balazo y tuvo que pasar un par de meses convaleciente en un hospital de Melilla. Allí se hizo amigo del capitán médico que lo atendía y al término de su convalecencia le regaló a la esposa del capitán lo único que se había traído de Etiopía: un estuche de madera oscura que su padre tenía en gran estima.
—¿El Grial?
Don Antonio negó con la cabeza.
—No, no era el Grial. Era solamente un estuche vacío. Su contenido había volado. Shervington Micheline pensaba que debía de ser algo muy importante, puesto que su padre lo había guardado celosamente, pero murió mudo e inmovilizado y sólo pudo señalarle el estuche con los ojos. Era un recuerdo sentimental y el príncipe se desprendió de él por devoción al médico que le había salvado la vida.
El anciano respiró oxígeno un par de veces antes de proseguir.
—El capitán médico volvió a España y al poco tiempo murió. Su viuda, que era una mujer joven y atractiva llamada Adela, se quedó en una mala situación económica. Vino la guerra civil y mi hermano Salvatore, un bala perdida que se había hecho fascista con gran disgusto de mi padre, se alistó en el cuerpo expedicionario que Mussolini le envió a Franco. Lo hicieron
capitano.
Salvatore era un gran consolador de viudas y huérfanas; en realidad se iba detrás de todo buen culo que se le pusiera delante. Adela fue su amante y le regaló el estuche del etíope con un pañuelo bordado por ella, muy primoroso, con sus iniciales, cuando regresó a Sicilia. Él le regaló un broche de oro.
»En 1946, mi madre le buscó a Salvatore una buena novia y lo casó. Él y su mujer murieron dos años después en un accidente, pero nos dejaron el consuelo de un sobrino que ahora es ingeniero naval en Estados Unidos. Bueno, la cajita que perteneció al príncipe etíope fue la que llevó las arras el día de su boda. Estábamos firmando las actas en la sacristía cuando se cayó al suelo y se rompió dejando al descubierto un doble fondo en el que apareció un papelito, un trozo de papiro escrito en un idioma extraño que no conseguimos descifrar. Al principio pensamos que hablaría de un tesoro, aunque si el tesoro estaba en Etiopía no iba a ser nada fácil buscarlo. La familia estaba, y está, en muy buenos términos con el Vaticano porque los Sebastiani hemos sido
oumini de fidenza
desde los tiempos de mi tatarabuelo. En fin, el obispo le escribió a un amigo de la curia y Salvatore lo acompañó en un viaje a Roma donde un profesor de la Universidad Pontificia descifró el papel. Estaba escrito en la lengua ceremonial de Etiopía y hablaba del Sanguino, el cáliz con la sangre de Cristo, la reliquia más sagrada de los cristianos coptos que había ido a parar a un monasterio griego. Una parte del mensaje estaba cifrado y no hubo manera de leerlo. Al principio no le dimos mucha importancia, pero hace diez años me lo pidió el obispo de Palermo y naturalmente se lo entregué, con caja y todo, y le prometí no hablar del asunto con nadie, aunque a esas alturas lo sabía media Sicilia.
—¿Sabe cómo se llamaba ese monasterio griego?
—Sí: Meteora. La reliquia estaba en el centro del monasterio, debajo de una losa marcada con una cruz, pero al parecer el papiro era imprescindible para encontrar el lugar exacto.
El sol caía sobre el horizonte y una brisa procedente del mar comenzaba a refrescar el ambiente. Regresaron a la casa. Antes de despedirlo, don Antonio lo invitó a una taza de café con leche con un bollo dulce.
El padre Amaro apareció de nuevo y habló brevemente con el don. Cuando regresó junto a Simón Draco parecía sorprendido.
—Ha impresionado usted al don, que no se impresiona fácilmente —comentó cuando abandonaron la finca y enfilaron el camino de regreso.
El padre Amaro detuvo el vehículo en la plaza de los Caídos, junto al hotel Ponte.
—Bueno, señor Draco, espero que su estancia en Sicilia haya sido satisfactoria. ¿Quiere que lo lleve mañana al aeropuerto?
—No será necesario. Muchas gracias.
Al estrecharle la mano al padre Amaro, Draco vio asomar la culata de una pistola bajo la chaqueta. Quizá no era tan fraile como parecía.
Draco cenó en la cercana pizzería La Massaría, instalada en un antiguo molino de aceite, y se acostó pronto. El recepcionista siniestro se mostró servicial con el inglés al que don Antonio Sebastiani había recibido, y le concertó el traslado al aeropuerto, a la mañana siguiente, en un autobús de turistas españoles para que se ahorrara el taxi.
Camino del aeropuerto, las turistas, casi todas mujeres solteras, viudas o separadas, charlaban animadamente de los lugares exóticos a los que habían ido en anteriores viajes. En la expedición había también un salchichero gordo cuyo tema de conversación eran las chacinas que se comen en cada lugar, mientras que su señora, rubia teñida, aún de buen ver, enumeraba las joyas, piedras preciosas y semipreciosas que adquiría en cada viaje. Mientras, Draco pensaba en su siguiente movimiento. El monasterio griego de Meteora, quizá.