Authors: Nicholas Wilcox
Vaticano
El arquiatra, o médico oficial del papa, informó a la curia de que el deterioro de la salud del pontífice era ya irreversible. Los cardenales reunidos bajo los frescos de Miguel Ángel rezaron unas rutinarias preces por la salud del pontífice y se retiraron cada cual a sus asuntos, todos especialmente urgentes si el papa estaba a punto de morir y nadie sabía a ciencia cierta de qué cuerda sería el sucesor elegido por el Espíritu Santo para timonear la nave de la Iglesia, dado que sus designios son inescrutables. Media hora después, el cardenal Gian Carlo Leoni recibió al arzobispo Sebastiano Foscolo en su oficina del Collegio Cardinalizio.
—Hemos estado analizando el asunto del mercenario —dijo Foscolo—. Draco parece conocer todos nuestros movimientos en el pasado y en el presente y a eso se debe que sigue pistas que creíamos borradas desde el comienzo de la operación Mercur. La única explicación racional es que cuenta con una infraestructura de investigación muy avanzada, una persona o un equipo que rastrea información por Internet.
—¿Internet? Eso es como buscar una aguja en un pajar.
—En efecto, eminencia. Dificilísimo para un profano, pero no tan difícil para el que domina el espacio de la red. Después de analizar los datos exhaustivamente hemos llegado a la conclusión de que Draco carece del conocimiento necesario para navegar por la red a ese nivel. Eso indica que le está ayudando alguien, probablemente un
hacker,
un pirata informático. Por su modo de operar es posible incluso que sea el legendario
Snake.
—
Snake
—dijo Leoni—. ¿De qué me suena?
—Es una leyenda en el mundo de los
hackers.
Hace unos diez años se coló en los sistemas de la reserva federal del tesoro americano y se dedicó a transferir grandes cantidades de dinero a ONG y a organizaciones de ayuda al Tercer Mundo.
—¿Es posible?
—También se coló en el centro de mando del misil estratégico ruso y los dejó plagados de falsas puertas, detrás de las cuales se ocultaba el Pato Donald. Todo un sistema que a los rusos les había costado ímprobos esfuerzos construir con su tecnología insuficiente.
—O sea, que nuestro amigo es proamericano.
—No estoy tan seguro. Por aquel tiempo también visitó la dirección de satélites del Pentágono y docenas de ellos abandonaron sus labores de vigilancia estratégica y se pusieron a observar las focas del polo en la época de apareamiento. Fue un ridículo tan sonado que no trascendió del nivel diplomático. Después de aquello,
Snake
desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra y no se volvió a saber de él. Seguramente sentó cabeza y se convirtió en un ciudadano responsable. Ahora es una leyenda en la cofradía de los
hackers.
—Creía que teníamos un sistema seguro —dijo Leoni.
—Y lo tenemos. El mejor que existe, el URSUS, que es prácticamente inexpugnable.
—Bien, entonces ¿dónde está el problema?
—El URSUS está equipado con una trampa ingeniosa que atrapa al
hacker
y no lo deja salir, pero el muy taimado ha tenido la precaución de descoser los puntos de programación que el diseñador utilizó para proteger su base de datos. Sólo sabemos que trabaja con un potente ordenador de doscientos terahercios y sale del sistema metódicamente sin dejar rastro. Seguramente, su sistema está equipado con un protector Cerbero de diseño avanzado que le lanza un mensaje de advertencia, un punto que parpadea en rojo en medio de la pantalla y le avisa, que quedan tres segundos para que la puerta de la trampa se cierre tras él.
—¿Cómo es posible, entonces, que no lo atrapemos?
—Desgraciadamente sólo necesita dos segundos para saltar treinta o cuarenta veces de satélite en satélite y dejarnos atrás mientras intentamos descifrar el origen del pirateo.
—O sea, que no hay nada que hacer —concluyó Leoni con un suspiro.
—Me temo que por los procedimientos informáticos comunes no, pero tenemos a varias agencias investigando en el mundo de los
hackers.
No creo que haya más de una docena de ellos capaces de hacer lo que
Snake
ha hecho. Por otra parte he recurrido al arzobispo de Chicago, que tiene mucha influencia en ciertos medios del gobierno americano y se ha ofrecido a ayudar.
—¿De qué modo?
—La CIA dispone de un sistema de seguridad denominado Echelon, una red electrónica global de proporciones asombrosas, capaz de interferir las comunicaciones por satélite y conectarlas con una serie de ordenadores paralelos de alta velocidad que desde un centro de comunicaciones de Fort Meade, en Maryland, interceptan y decodifican cualquier comunicación en tiempo real.
—¿Y cómo pueden detectar al
Serpiente
entre los millones de comunicaciones que constantemente surcan el aire?
—La máquina selecciona aquellas que siguen una pauta especialmente compleja diseñada para borrar pistas, lo que las reduce a unas pocas docenas y dentro de eso, si lo reducimos por zonas, conociendo el paradero de Draco, se reducirá a dos o tres casos como mucho. Es fácil investigar a dos o tres emisores.
—Bien —dijo Leoni—. Adelante con el asunto. Quiero resultados y los quiero pronto.
Suiza
Adolfo Morel Kurtz, alias
Petisú,
se empinó sobre el estribo del vagón de primera clase en la estación de Berna y enarcó una ceja con gesto displicente oteando el gentío hasta que divisó a un mozo de estación. Su mano blanca y manicurada que nadie se imaginaría partiendo dos ladrillos en un golpe de kárate lo llamó con un gesto autoritario.
El baúl y las dos maletas del antiguo teniente del ejército chileno lucían los sellos de las aerolíneas de Bolivia, donde ahora era consejero militar. A Petisú no le entusiasmaban los viajes al extranjero. La justicia chilena lo reclamaba por crímenes de guerra durante la dictadura de Pinochet y se veía obligado a circular con pasaporte falso. En esta ocasión se había arriesgado porque no podía negarle el favor a su padrino, don Jorge Herring, que lo había convocado urgentemente en Suiza.
Petisú tomó un taxi, después de rechazar otro porque le pareció que olía a tabaco, y le indicó al conductor que se dirigiera al hotel Excelsior, donde don Jorge le había reservado una suite. Después de instalarse, se dio un baño reparador, con sales y aceite aromático, se puso uno de los cinco trajes que traía, el gris oscuro, que le pareció más adecuado para la ocasión, y volvió a tomar otro taxi que lo dejó frente al palacio federal. Admiró un momento la excesiva fachada del edificio decimonónico antes de dirigirse a la caseta de control, junto a la verja forjada que rodeaba el palacio.
Le entregaron una tarjeta identificativa, que se colocó en la solapa con cierta repugnancia por parecerle que aquel feo aditamento le descomponía la estampa, y penetró en el edificio. En el lujoso vestíbulo, amplio como una cancha de tenis, iluminado por vidrieras multicolores, profusamente decorado por los muros y el techo con la heráldica cantonal y municipal, había una doble escalinata presidida por la Mater Helvetia, una gigantesca estatua femenina vestida a la griega y armada de casco, escudo y lanza. Detrás de la opulenta matrona, algo más pequeñas, estaban las estatuas de los tres próceres que fundaron Suiza en 1291, los tres con los brazos tendidos hacia la dama, motivo por el cual se les conocía como «los tres violadores».
Por la ancha escalinata bajaban y subían legisladores con toga, bedeles de uniforme y una variada gama de civiles de uno y otro sexo que acudían al máximo órgano de gobierno a resolver sus problemas legales o fiscales. Petisú se dirigió al mostrador de información y preguntó por el despacho de Hans Peter Bergestein.
—Segundo piso, puerta 223.
El doctor Hans Peter Bergestein lo estaba esperando. Pulsó un botón del intercomunicador para que no le pasaran llamadas y le ofreció asiento en un cómodo sofá de cuero bruñido por los traseros de varias generaciones de banqueros, traficantes y militares corruptos de todas las nacionalidades, razas y credos. Excepto las paredes, paneladas de rica madera a tres metros de altura, el color dominante en la estancia era el verde dólar.
—¿Quiere un café?
Petisú rehusó. No tomaba ninguna sustancia excitante.
—Bien. Supongo que estará apurado de tiempo —dijo el señor Bergestein, al que en realidad sólo le preocupaba su propio tiempo—, así que será mejor que vaya al grano. Amigos importantes de la organización nos han pedido que les resolvamos un problema. Hay un hombre, un antiguo mercenario inglés, que les está causando muchos trastornos. ¿Se enteró usted de la muerte de Klaus Benz?
Petisú asintió. La voladura de la mansión del nazi con una bomba vietnamita lanzada desde un misterioso avión había aparecido en todos los telediarios de Latinoamérica.
—Al principio sospechamos del Mossad, que desde hacía tiempo andaba tras la pista de Herr Benz. Ahora tenemos razones para sospechar que este sujeto voló la hacienda.
—Un tipo peligroso —comentó fríamente Petisú. Había cruzado las piernas y se había arreglado la raya del pantalón para que su verticalidad fuera perfecta. Bergestein se preguntó si aquel tipo sería la persona adecuada para resolver el problema. Sus referencias eran excelentes, pero su aspecto no parecía el de un asesino a sueldo. En cualquier caso, no era responsabilidad suya. A él sólo le habían encomendado que lo recibiera y le entregara la información.
Sacó de un cajón de la mesa un abultado sobre marrón.
—Aquí tiene un dossier sobre Simón Draco y sus posibles contactos, con algunas fotografías recientes. Y aquí tiene un cheque a cuenta de sus honorarios.
Petisú miró la cifra del cheque, el equivalente al sueldo de dos años de un honrado padre de familia de clase media, y lo guardó en un compartimento ancho de su billetera Cartier.
—Para empezar será suficiente —dijo—. Ahora sólo una pregunta: ¿lo quieren vivo o muerto?
—Nuestros amigos quieren que muera, pero antes debe decir dónde esconde unas piedras templarias.
—¿Piedras templarias? —preguntó Petisú—. ¿Qué son?
—Una especie de reliquias. Sospechan que se las ha vendido a alguien. Antes de que muera debe decir a quién —respondió Bergestein—. Después, que desaparezca del mapa y no vuelva a molestarlos.
—No volverá a molestarlos —prometió Petisú.
Se puso de pie, saludó al suizo con una leve inclinación de cabeza y abandonó el despacho.
Al salir del palacio federal, después de devolver la credencial en la caseta de entrada, Petisú aprovechó que lucía un sol espléndido para pasear por la plaza de la República, donde los puestos del mercadillo de frutas y flores contrastaban vivamente con los sólidos edificios bancarios de su entorno: al oeste el Banco Nacional Suizo, al norte la fortaleza de piedra del Crédito Suizo y las Spar und Leihkasse, al este el Banco Nacional Cantonés con la fachada decorada con estatuas de héroes míticos, entre ellos Guillermo Tell, cerca de los sólidos frontones del edificio de la Union de Banque Suisse. Petisú pensó que debajo de aquellos adoquines, bajo las petunias, las margaritas, las cebollas y las frutas del mercado, había un mundo subterráneo de cemento, hierro y apretados anaqueles donde se alineaban las reservas de oro de la Federación Suiza.
El Boeing 737 de la Olympic Airways despegó de Zurich a las doce menos cuarto de la mañana. El pasajero del asiento 12 B, un inglés alto y fornido, que vestía una chaqueta de tweed algo ajada y camisa de cuadros sin corbata, contemplaba distraídamente el ajetreo del aeropuerto, los carretones que llevaban y traían maletas de los aviones. No advirtió que el pasajero del 32 A, un hombre rubio y pálido, lo miró con interés al pasar por su lado. Seguramente no podría imaginar que el único objetivo de su viaje a Grecia era matarlo.
El viaje duraba tres horas y media. Simón Draco había adquirido la costumbre de meditar en los aviones, quizá para conjurar el miedo que en el fondo sentía a volar. Recordó primero, con amargura, sus últimos días con Joyce, la felicidad rutinaria que ella había instalado en su vida. Después rememoró viejas escenas africanas que volvían una y otra vez a su memoria, y tarareó mentalmente el cha-cha-cha
Enfants du Katanga,
bailado en el hangar-discoteca de los mercenarios congoleños. Por su imaginación desfilaron caras desvaídas en el recuerdo, como olvidadas fotos sepia que se encuentran, cada cierto tiempo, en el fondo de un cajón, se contemplan con nostalgia o hastío y se vuelven a sepultar en el olvido, las viejas cicatrices de su alma que no desaparecerían por mucho que las acariciara en los atardeceres lentos de su vida. Las azafatas repartieron los almuerzos. Draco comió con apetito su emparedado de lechuga y jamón cocido, un tomate enano y dos aceitunas negras y brillantes, con una diminuta botella de vino griego espeso y áspero. Unas filas más atrás, Petisú rechazó con asco semejante almuerzo y solicitó un yogur. La azafata le sirvió encantada dos yogures griegos, espesos y ácidos, al educado y guapo caballero del asiento 32 A.
Draco miró por la ventanilla y divisó una costa pespunteada de islitas y arrecifes, ¿Italia, Grecia?, y un mar intensamente azul en el que se divisaban dos o tres diminutas manchas oscuras, cargueros o petroleros, a vista de ángel. Luego se estiró, se arrellanó en el asiento y, medio adormilado, repasó mentalmente su conversación de la víspera con Perceval. Perceval había reunido un informe completo sobre Meteora, el monasterio griego donde estaba aquel misterioso Sanguino. El monasterio de Meteora, al norte de Grecia, entre las montañas del Pindo y de Hassa, en el escarpe de la llanura de Tesalia: hacía seiscientos años, los monjes se habían instalado en la cima de unas enormes rocas de extrañas formas, unos colosales mogotes de piedra labrados por la erosión. Los anacoretas de Meteora habían permanecido incomunicados del mundo durante siglos. Ni siquiera los turcos invasores de Grecia los molestaron. Hay media docena de monasterios, cada uno en su roca, como aves de presa, prendidos literalmente del aire, lo que justifica la denominación Meteora, «aire» en griego.
—Pues, ¿de qué vivían?
—En el valle, al pie de las montañas, tenían campos de cultivo. A los monasterios rupestres se ascendía por frágiles escaleras de madera que podían retirarse en caso de peligro y por rudimentarios ascensores, unas cestas que subían con ayuda de poleas y artilugios de pozo. En aquel remoto lugar, aislado del mundo exterior hasta que se construyó una mediocre carretera en 1929, el tiempo parecía haberse detenido. Hoy es, sin embargo, un centro de peregrinación turística que ofrece el atractivo del paisaje irreal y de los tesoros artísticos acumulados en los monasterios, especialmente pinturas, frescos, iconos y manuscritos. Muchos de estos objetos son donativos de ricos cristianos, algunos llegados de lejanas tierras. Esto puede explicar que la reliquia etíope fuera a parar allí.