La sangre de Dios (25 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: La sangre de Dios
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¿En Egipto?

Hartling había confesado que el niño clon de Jesucristo se estaba criando en la aldea egipcia de Dashur. Solamente él y Leoni lo sabían.

Draco comprendió.

—Leoni se dispone a trasladar al niño clónico a un lugar más seguro —murmuró.

Reflexionó un momento antes de descolgar el auricular y telefonear a la oficina de información de British Airways.

—¿Cuándo sale el próximo vuelo a Egipto?

—A las cuatro treinta, desde Heathrow.

Faltaban tres horas. Draco calculó que estaba a hora y media del aeropuerto.

—¿Quedan plazas libres?

—Sí, señor. En esta época del año no hay problema.

Pagó el hotel y condujo hasta Hamstead Place. La casa del Coronel permanecía cerrada. El aspa de cinta adhesiva de la policía judicial, cruzada sobre la entrada principal del inmueble, había empezado a despegarse a causa del sol y la lluvia. Miró a un lado y a otro y, cuando se cercioró de que nadie lo veía, saltó el breve seto y se internó en el jardín. En la caseta faltaban muchas herramientas que los vecinos habían ido sustrayendo, pero el escondite detrás de la estantería había pasado desapercibido. Draco apartó el panel corredizo. El pequeño arsenal de su antiguo jefe permanecía intacto. Cogió una caja de balas e iba a reponer el panel en su lugar cuando tuvo una idea: había varias pastillas de Semtex, el potente explosivo plástico checo, perfectamente empaquetadas en sus envoltorios de hule marrón, con sellos y números de serie de la fábrica. Tomó cuatro pastillas con sus detonadores y las guardó en su bolsa de mano. Después abandonó la casa, se dirigió al aeropuerto, aparcó en la terminal de vuelos internos y utilizó los pasillos interiores deslizantes para llegar a la terminal internacional.

50

El cabaret La Cave des Rois, en la calle Mohamed Sakeb, número 10, estaba atestado de chilabas y trajes europeos. Sobre el alto escenario, iluminado con una fila de focos que apenas lograban taladrar con su luz la espesa humareda del local, un citarista disfrazado de músico ciego de
Las mil y una noches
tañía su instrumento; después la famosa cantante Saira Felanta comenzó a cantar
Tú me embriagas con la miel de tu boca,
la canción de moda que tarareaban todos los taxistas de El Cairo y que continuamente radiaban todas las emisoras desde Marruecos a Afganistán. Los parroquianos, de ordinario vociferantes, guardaron silencio y atendieron a la bella Saira, que acompañaba el canto con movimientos sensuales de sus caderas opulentas. Monseñor Leoni, elegantemente vestido a la europea, disfrutaba del espectáculo desde su reservado del piso superior mientras fumaba un Montecristo y bebía sorbitos de Dom Perignon.

El teléfono móvil le vibró en el pecho. Lo activó y la cifra de la línea secreta parpadeó un instante.

—El inglés acaba de tomar un avión para El Cairo —dijo la voz distorsionada del arzobispo Foscolo.

—Bien —respondió Leoni—, ya sabemos adónde se dirige y lo que busca. Esta vez resolveremos el problema.

—¿No viene su eminencia a Roma en estos momentos tan delicados?

—¿Para qué? Los cardenales electores tardarán un par de días en llegar; prefiero regresar entre ellos como uno más, así verán que la muerte del pontífice me sorprendió en visita pastoral, trabajando lejos de la pompa de Roma, en un país hostil y polvoriento. Mientras tanto, ocúpese usted de los asuntos menudos.

—Así lo haré, eminencia.

El cardenal le envió su bendición apostólica y colgó.

Bebió un largo trago y aspiró una sabrosa bocanada del habano. Su eminencia tenía algunos problemas, entre ellos el incordio del antiguo mercenario congoleño obstinado en perseguir fantasmas, pero en términos generales se sentía todo lo satisfecho que se puede sentir un hombre al que, a pesar de todo, le sonríe la vida y las cosas le salen bien.

51

—¿Señor Draco? ¡Qué afortunada coincidencia! Permítame que me presente. Soy Adolfo Morel Kurtz.

—Sé quién es usted —le respondió heladamente Draco—. Raramente olvido a alguien que ha intentado matarme un par de veces.

Petisú sonrió e hizo un gesto de disculpa.

—Compréndalo, señor Draco, no es nada personal. Usted es un profesional y lo entiende. Mi mera presencia aquí, esperándolo, es una muestra de buena voluntad.

—¿Qué busca?

—No, yo no busco nada, más bien vengo a ofrecerle. A ofrecerle un trato justo. Mi patrón quiere que olviden las diferencias y lleguen a un acuerdo. Está dispuesto a ser generoso.

—¿Cómo de generoso?

—Tanto que ya no tendrá que preocuparse de oler braguetas en una agencia de detectives de Londres. Lo hará rico para el resto de sus días.

—Suena muy atractivo, pero seguramente querrá algo a cambio.

—Eso tendrá que discutirlo con él. Yo soy meramente un correo.

—Está bien. Dígame dónde está.

—Está consagrando una nueva capilla en el colegio de las misioneras irlandesas, ya sabe usted, buena política ahora que se avecinan tantos cambios en el Vaticano, pero le ha reservado habitación en el Nile Hilton. Su eminencia desea que sea su invitado mientras permanezca en Egipto. Si acepta, yo mismo lo llevaré al hotel. Tengo el coche ahí fuera.

Draco dudó un momento, considerando la posibilidad de que se tratara de una trampa. No, probablemente querían negociar hasta conseguir las piedras templarias. La trampa vendría después.

—Está bien. Vamos allá.

Salieron al desolado aparcamiento del aeropuerto. El coche de Petisú era un Mercedes verde oliva último modelo que olía a ambientador caro con notas de desinfectante.

—Quizá le interese saber que su buen amigo el doctor Hartling murió ayer.

—De muerte natural, supongo —comentó Draco, sin mirar al chileno.

—¡Los británicos siempre de broma, cómo los admiro! —comentó el chileno—. Pues no, esta vez se equivoca. No murió de muerte natural. Al parecer se suicidó colgándose de un gancho en el aparcamiento de los laboratorios. Una lamentable pérdida.

—Ya me imagino que usted lo ayudaría a decidirse.

Petisú se limitó a sonreír.

El camino hacia el hotel, en la Corrniche Nil, plaza Tahrir, discurría a lo largo de un muro infinito por encima del cual asomaban las copas de árboles variados.

—El cementerio de El Khalifa —explicó Petisú amablemente—. El mayor cementerio del mundo. Toda esa gente que sale y entra por las puertas vive ahí. Son los guardianes de las tumbas y sus familias, en total más de doscientas mil personas.

Pararon a repostar en una gasolinera y Petisú aprovechó para telefonear. A su regreso dijo:

—Acabo de hablar con monseñor. La entrevista será mañana a las doce en punto, en la suite Verdi, en la novena planta del hotel.

52

Draco tenía el explosivo, pero carecía del instrumental necesario para convertirlo en una bomba. Decidió salir a buscarlo. Después de ducharse, abandonó el hotel y anduvo dos manzanas paseando tranquilamente y mirando los escaparates de las tiendas, como si no tuviera otra cosa que hacer. Cuando estuvo razonablemente seguro de que nadie lo seguía, tomó un taxi e indicó al conductor que lo llevara al Museo Egipcio. Repantigado en el asiento trasero del automóvil, contempló las bulliciosas avenidas del centro de El Cairo, con su aire entre colonial y europeo. Media hora después, mientras el taxi avanzaba penosamente por el gigantesco embotellamiento de la avenida de Ramsés, distinguió al otro lado de la acera unos alicates que ocupaban una fachada de cinco pisos anunciando la mayor ferretería de África.

—Parece que llegaré antes si me apeo —dijo, aplacando al taxista con un billete de diez dólares—. Quédese con el cambio.

La ferretería estaba bien surtida. Compró un soldador, una varilla de estaño, un rollo de cinta adhesiva negra, un metro de alambre, unos alicates, una hoja de sierra, un carrete de sedal de pescar y un tubo de pegamento. Después continuó su paseo avenida de Ramsés abajo hasta que encontró una tienda de artículos eléctricos, en la que adquirió una pila de transistor de nueve voltios, una bombillita de dos centímetros y medio de diámetro y dos trozos de cable eléctrico de cinco amperios, forrados, respectivamente, de plástico rojo y azul. Continuó paseando por la avenida comercial. En una papelería compró cinco gomas de borrar; en una farmacia, una caja de preservativos; en una tienda de deportes, un horrible chándal gris y, por último, una lata grande y de poco fondo de galletas danesas.

Cuando reunió todo el material necesario decidió que, después de todo, no precisaba ver las momias del Museo Egipcio, cuando en el centro de Londres tenía todas las que guarda el Museo Británico. Tomó otro taxi y regresó al hotel. Una vez en su habitación, se quitó la chaqueta, acercó una mesa a la ventana y se puso a trabajar. Primero vació la lata y le practicó un agujero, después cortó un buen trozo de cable rojo que soldó por un extremo al terminal positivo de la batería. A continuación cortó un trozo de cable azul y lo soldó al terminal negativo. El extremo libre del cable azul lo enrolló en la punta de contacto del detonador y finalmente conectó a la misma punta otro trozo de cable rojo. Colocó la pila eléctrica y los cables en la base de la lata, clavó profundamente el detonador en el explosivo plástico y extendió el plástico por la lata, cubriendo la pila.

Se levantó y contempló satisfecho su obra. Más allá de la ventana caía la tarde por encima de los tejados y los minaretes, sobre el horizonte de humos, vapores, bocinas y muecines convocando a la oración. Draco pensó en su soledad y en Lola.

Antes de regresar a la mesa de trabajo se miró en el espejo.

—¿Qué va a ser de ti?

Sentado de nuevo a la mesa contempló su obra: uno de los cables iba de la pila al detonador; el otro salía del detonador y dejaba un extremo suelto. Otro cable que salía de la batería quedaba también en el aire. La bomba estaba casi armada. Si por un azar el extremo pelado del cable azul tocara el del rojo, el circuito se cerraría, la carga eléctrica de la pila accionaría el detonador y el detonador accionaría el explosivo plástico produciendo una explosión suficiente para destruir la habitación y las paredañas.

Draco armó entonces el mecanismo disparador. Envolvió la sierra en la toallita del bidé y la dobló hasta que se partió en dos mitades, que ató en paralelo dejando como aislante entre ellas las gomas de borrar. En el centro colocó la bombilla, pegada entre las dos sierras. Encajó la tapa de la lata dejando los dos cables fuera y soldó cada uno de los extremos a un trozo de la sierra. Cuando los dos trozos de la sierra se tocaran, el circuito se cerraría y detonaría el explosivo. Puso una tarjeta de plástico en medio, como seguro, y la ató a un trozo de sedal. Al tirar de él, la tarjeta se desplazaba y la bomba quedaba armada. Una sacudida en un bache pondría en contacto los dos trozos de sierra y el coche saltaría por los aires.

Entonces se enfundó el chándal, bajó al aparcamiento, localizó el Mercedes de Petisú, le instaló la bomba debajo del asiento del copiloto y anudó el extremo del sedal a un tornillo de la rueda delantera.

Regresó a su habitación y se quitó el chándal, que había quedado hecho un asco al arrastrarse bajo el coche. Conectó el canal internacional del televisor y se tendió en la cama para ver cómo iba lo del papa. La suculenta locutora no se cansaba de llenar los vacíos repitiendo cada pocos minutos las mismas observaciones y anécdotas. Las imágenes de archivo de Leoni aparecían con cierta frecuencia. En el impredecible medidor de la popularidad vaticana, su eminencia estaba ganando poder. Quizá fuera el próximo papa. Un papa relativamente joven, con un Cristo resucitado educado a su imagen y semejanza; podría alterar el equilibrio del mundo.

Draco recordó las manos amputadas de Joyce cayendo del sobre ensangrentado sobre la mesa. Apretó los dientes. Él ya había condenado a muerte al cardenal y no estaba dispuesto a apartarse ni un ápice de su veredicto, aunque Leoni fuera el amo del universo.

53

A las diez de la mañana sonó el teléfono.

—¿Simón Draco? —preguntó la voz meliflua de Petisú—. La persona que vas a ver te espera en la suite Verdi, novena planta.

—Bien. Ahora voy.

Simón Draco se metió la pistola en el pantalón, salió del cuarto y tomó un ascensor hasta la décima planta. Prefería bajar un piso para inspeccionar el pasillo por si lo estaban esperando. Petisú estaba al pie de la escalera, sonriente. Como buen profesional, había anticipado su movimiento. ¿Habría descubierto también la bomba bajo su automóvil?

—Su eminencia nos espera —dijo señalando con un gesto elegante la puerta de la suite Verdi.

El vestíbulo estaba amueblado con una lámpara de Murano, una mesa versallesca, una cornucopia y dos sicarios de la mafia rusa anchos como armarios, que lo cachearon sin contemplaciones y le confiscaron la Glock.

Draco sospechó que no se la devolverían. También sospechó que su eminencia no malgastaría su precioso tiempo en regatear sobre el precio de las piedras templarias. Quizá habían previsto una sesión de tortura, una confesión y una muerte rápida, por estrangulamiento o por rotura de cuello, sin mucha sangre, que siempre es escandalosa. Aunque, ¿cómo sabrían que confesaba el verdadero escondite de las piedras templarias? No, no podían eliminarlo tan rápidamente. Su último as era que tendrían que telefonear a Londres para que los rusos comprobaran que las piedras estaban allí, y aun así podrían ser copias falsas; el propio Leoni querría examinarlas antes de deshacerse de su último propietario. No, no podían asesinarlo en seguida. Tendrían que esconderlo en otro lugar y retenerlo unos cuantos días hasta comprobarlo todo. Luego sí, a gozar de la presencia del Altísimo.

Leoni vestía un traje de lana fría de Armani y calzaba zapatos hechos a mano por Bertoldi. Más que un prelado, parecía un modelo especializado en la personificación de ejecutivos atractivos de mediana edad. Tenía el cabello corto y gris, cuidadosamente recortado, y los ojos de un azul magnético, orlados de unas discretas ojeras que denunciaban su afición a la vida nocturna. Lo recibió en una sala amplia, ostentosamente decorada en un estilo híbrido entre arabesco y Luis XIV. Después de estrecharle la mano con un apretón rápido y enérgico, le ofreció asiento en un incómodo sillón forrado de damasco antiguo.

—¿Café?

—Solo, por favor.

Un efebo árabe tocado de fez hizo una reverencia y se dirigió a la diminuta cocina de la suite. Los dos atlantes rusos permanecían atentos e inmóviles, a ambos lados de la puerta, con los musculosos brazos cruzados. Petisú fumaba un cigarrillo rubio, en boquilla de marfil, junto a la ventana y contemplaba la escena.

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