Authors: Nicholas Wilcox
—Señor Draco, hace tiempo que deseaba realizar esta entrevista y lamento que ahora tengamos que celebrarla un tanto atropelladamente debido a los graves acontecimientos que, como usted no ignorará, me reclaman en Roma. Así pues, me permitirá que vaya directamente al grano: usted tiene las piedras templarias o, al menos, conoce su paradero. Estoy dispuesto a hacerle una oferta por ellas, o por su colaboración para que demos con ellas, una oferta que ningún otro coleccionista de objetos antiguos podrá igualar.
—¿Cómo está tan seguro?
—Diga usted mismo la cifra y en qué moneda la quiere.
—No, me refiero a cómo está tan seguro de que yo tenga las piedras o de que quiera venderlas.
Leoni sonrió heladamente.
—Señor Draco, entienda que ésta es una entrevista cordial. Sé que en el pasado han ocurrido cosas desagradables que lo han afectado terriblemente. Yo soy el primero en deplorar esos asesinatos que se perpetraron sin mi permiso. Pero el pasado es inamovible. Pensemos en el futuro: usted me facilita las piedras y yo lo hago rico para indemnizarlo debidamente por el dolor y las molestias que le hemos causado.
—¿Cómo sabré que después de entregar las piedras no van a asesinarme?
—Piense usted mismo en cómo podemos realizar la transacción, a su completa comodidad, donde quiera y como quiera. Puedo ofrecerle todas las garantías que pida. Usted mismo fija los términos.
Draco reflexionó mientras bebía el café. Era excelente.
—Tengo que consultarlo con el amigo que las tiene en depósito.
—No hay inconveniente, señor Draco. Ahí tiene usted un teléfono.
—Prefiero hacerlo desde un teléfono público. Ésa es una de mis condiciones.
—Mis hombres lo acompañarán a la calle si lo desea.
—No iré con sus hombres a ninguna parte. Ellos se quedan aquí. Yo salgo, hago la llamada y regreso con la propuesta.
Leoni elevó los brazos en un gesto resignado y bondadoso.
—Está bien, si así lo desea —suspiró—, pero comprenda que el tiempo apremia. Debo regresar a Roma esta tarde para la procesión funeraria de mañana.
—No tardaré más de media hora.
Draco se levantó y se dirigió a la puerta. Los rusos descruzaron los brazos dispuestos a detenerlo pero un gesto de Leoni los contuvo.
Ahora estaba seguro. Leoni tendría otros esbirros en el vestíbulo del hotel que evitarían que huyera. El cardenal estaba dispuesto a conseguir las piedras templarias por cualquier medio y luego, en cualquier caso, lo asesinaría para mantener en secreto la clonación de Jesucristo.
Detuvo el ascensor en el cuarto piso y bajó por las escaleras hasta el tercero, donde volvió a tomar otro ascensor hasta el sótano. El automóvil de Petisú estaba en el aparcamiento de la víspera, tiró del sedal y rescató la tarjeta de plástico dejando la bomba armada y dispuesta para estallar. Subió a la planta baja del hotel y salió a la calle. En la acera opuesta había tres cabinas telefónicas. Entró en una, descolgó el teléfono, insertó varias monedas e hizo una llamada al restaurante Cagney’s de Londres.
Poco después reconoció la voz de su amigo Tonino, el propietario y cocinero del local, a cinco mil kilómetros de distancia.
—¿Qué tenemos hoy para almorzar?
—¡Simón! ¿Dónde demonios te metes? Han venido preguntando por ti, tipos con mala pinta, rusos creo. ¿En qué lío andas metido? Te he llamado varias veces, pero no cogías el teléfono. Ana le pone todos los días velas a sus santos para que te protejan.
—Es que paro poco en casa últimamente. ¿Qué tenéis por fin para almorzar?
—Lo de casi siempre, pastel de hígado y riñones, y pizzas variadas.
—Estupendo. ¿Es que no pensáis renovaros nunca?
—Si vienes, te haré un filete bien gordo.
—Me temo que no podré hoy. Estoy más allá de los mares.
—¿Dónde?
—En Egipto, ¿qué te parece?
Tonino silbó admirativamente al otro lado del hilo.
—¡Qué vida, chico! ¿Te has ligado a alguna bailarina del vientre?
—Nada de eso. Mis intereses son culturales: piedras y más piedras. Bueno, ahora tengo que dejarte. Sólo quería saber que estáis bien. Adiós.
Mientras hablaba, Draco había localizado a un sicario ruso que fingía leer el periódico en la acera. Desde la suite Verdi, con ayuda de unos prismáticos, el cardenal Leoni también lo había estado observando. Abandonó la cabina y volvió a cruzar la calle como si se dirigiera al hotel. El hombre que lo vigilaba se quedó en la acera opuesta, esperando a que el vertiginoso tráfico le permitiera cruzar. Draco aprovechó la ocasión y se metió en uno de los taxis que estaban en la puerta del Nile Hilton.
Le entregó al taxista veinte dólares.
—Esto es para que despiste a unos hermanos de mi amante que me siguen. Lléveme a donde le parezca, pero rápido, y le daré otro tanto.
—¡Eso está hecho, mister! —respondió el conductor estimulado por la mágica visión del billete, equivalente a sus ganancias de un mes.
El coche se sumó bruscamente al río de automóviles provocando una ola de bocinazos que alcanzó el alto mirador de Leoni.
—¡Ese canalla se nos va de las manos! —protestó el cardenal—. ¿Tenéis gente en la calle?
—No hay cuidado, eminencia —dijo Petisú—. Tenemos un coche con dos hombres de confianza que lo seguirá.
—Traédmelo vivo. Es el único que conoce el paradero de las piedras templarias.
El taxista conducía hábilmente dispuesto a ganarse los otros veinte dólares. Recorrieron la avenida Abd el Aziz y antes de desembocar en la de el-Qala, en la que un embotellamiento hubiera podido atraparlos, realizó un peligroso viraje y se metió por un callejón de servicio en el que apenas cabía el coche. Tras chocar con un par de contenedores de basura, que le añadieron algún ligero desperfecto a los muchos que ya tenía la carrocería, desembocaron en la avenida Sami el-Barudi, mucho más tranquila.
Draco vigilaba a través del cristal retrovisor. No parecía que lo siguieran. Finalmente llegaron a la plaza Midan el-Gumhuriya, en el barrio Abdin, y el conductor entró por un portalón y detuvo su vehículo en el apeadero que atravesaba un antiguo edificio colonial.
Dos hombres abrieron simultáneamente las portezuelas laterales del Mercedes y encañonaron al pasajero con sendas Berettas.
Draco reconoció las facciones familiares de Jack y Ari.
—Buenas tardes, Simón.
Era Lola, hermosa y sonriente, que venía a su encuentro.
El cardenal Leoni no podía dominar la ira.
—Sus hombres son unos perfectos ineptos —tronó contra el agente de la mafia rusa que había organizado la operación—. ¡Lo han dejado escapar delante de sus narices!
—Ha sido una desventurada acumulación de adversidades —se excusaba el antiguo agente del KGB soviético—. En cuanto me comunicó su decisión de telefonear desde la calle aposté a tres hombres junto a las cabinas, pero es imposible detener a un hombre en medio de una multitud si no se le dispara y usted se empeña en que no lo matemos.
—Porque no me sirve muerto. Tiene que confesar el paradero de unos objetos que me pertenecen.
Petisú contemplaba la escena desde su puesto junto a la ventana. No le gustaban los métodos demasiado expeditivos y la arrogancia de los rusos. Por otra parte, cuanto más se prolongara la cacería, más beneficio obtendría del asunto. No tenía ninguna prisa por capturar al británico.
Leoni consultó el reloj. Faltaban dos horas para que el próximo vuelo de Alitalia lo trasladara de regreso a Roma. No podía perder un minuto más. Con Draco suelto e incontrolado, el niño clónico corría peligro. Lo recogería personalmente de la familia de humildes campesinos que lo estaban criando y lo pondría al cuidado de la comunidad de religiosas teresas de Ghelai. Más adelante, cuando fuera papa, podría buscarle un hogar discreto que solamente él conociera.
—No tenemos tiempo que perder —dijo dirigiéndose a Petisú—. Ahora debes llevarme a cierto lugar. En cuanto a vosotros —les dijo a los mafiosos—, espero que no cejéis hasta dar con el británico.
Leoni y Petisú descendieron hasta el garaje en el ascensor y tomaron el Mercedes del chileno. El coche rodó normalmente por el suelo de cemento del garaje hasta la rampa de salida, donde un pequeño badén impedía que el agua de la lluvia penetrara en el recinto. Al salvar el badén, el automóvil se recalcó lo suficiente para que los dos trozos de sierra de acero del conmutador entraran en contacto y cerraran el circuito. La explosión sacudió todo el edificio. Los restos del vehículo y de sus pasajeros llegaron hasta el jardincillo de salida del aparcamiento. Una densa columna de humo negro ascendió hacia el cielo rojizo del atardecer.
—Dejadnos solos —ordenó Lola.
Los dos hombres se retiraron, Ari con una mirada de despecho. Lola y Draco se quedaron solos. La exigua habitación estaba atestada de sacos de café y té. Olía intensamente.
—¿Te dedicas a la importación de estimulantes autorizados? —bromeó.
—¿Cómo estás? —preguntó Lola. Había una sombra de ternura en su voz.
—Bastante sorprendido. Te hacía en Nueva York.
—Casi lo estaba. Te lo explicaré en pocas palabras: somos agentes del Mossad, aunque a veces trabajamos bajo la cobertura de la agencia americana de narcóticos. Sabemos que intentas matar a Leoni y estamos aquí para impedirlo.
Draco contempló a Lola mientras digería la noticia. Comprendió ciertos detalles que en Sâo Paulo le habían llamado la atención.
—¿Qué interés tiene Israel en proteger a Leoni?
—Leoni será papa dentro de unos días.
—¿Cómo puede saberse eso? —replicó Draco.
—Ellos saben a quién elegirá el Espíritu Santo —dijo Lola—. Debido a las reformas de procedimiento electoral introducidas por Juan Pablo II, Leoni sólo necesitará la mayoría de dos tercios. Si no los consigue pasados los primeros diez días del escrutinio, sólo necesitará mayoría absoluta. Su victoria está cantada. Antes se requerían 81 votos para elegir papa; ahora, sólo 61, pan comido para la mayoría conservadora que anhela un hombre capaz de proseguir la obra de Wojtyla, o sea a Leoni.
—Sigo sin entender el interés de Israel —dijo Draco.
—Uno de los objetivos diplomáticos de Israel, desde su fundación, ha sido el reconocimiento del Vaticano y su distanciamiento de los árabes. En este sentido, la diplomacia israelí ha cosechado repetidos fracasos hasta que, por fin, después del atentado de Alí Ajka, logramos demostrarle al papa que el complot era obra de los servicios secretos del Irán de Jomeini y los fundamentalistas. No fue fácil probarlo, porque la CIA había convencido al papa de que los culpables eran los rusos, sirviéndose de agentes búlgaros. Entonces el papa visitó a Alí Ajka en su prisión y el terrorista le confirmó la versión israelí: que había sido un instrumento de los fundamentalistas. Desde entonces, el papa ha modificado su política. Ahora, después del fracaso mundial del comunismo, cree que el mayor peligro para la paz mundial reside en el fundamentalismo islámico. Además se ha establecido una fluida relación con Israel en el intercambio de material secreto. Israel se propone continuar esa política con el nuevo papa y tú no puedes asesinarlo simplemente para cumplir una venganza personal.
Draco iba a replicar pero Jack lo interrumpió al irrumpir en la trastienda con una noticia:
—Lola, la radio acaba de anunciar que han asesinado al cardenal Leoni con un coche bomba.
La muchacha se incorporó del asiento, lívida. Miró a Draco llameante de ira.
—¿Has sido tú?
Draco interpretó a la perfección su papel.
—No puedo decir que lo lamente —confesó—, pero me temo que otros se me han adelantado. Quizá los agentes de la mafia rusa. El hotel estaba lleno de ellos, con sus chaquetas cruzadas y sus zapatones, o quizá han sido los fundamentalistas islámicos. No es la primera vez que asesinan a un pacífico turista.
Lola se desplomó sobre el asiento, la cabeza hundida entre los hombros.
—Ya no tiene mucho sentido que te retengamos.
—¿Era eso todo lo que queríais de mí? —preguntó Draco.
—Eso era todo. No te queríamos hacer daño. Sólo evitar que tú se lo hicieras al cardenal.
—Entonces me retiro —dijo Draco incorporándose.
Ari se interpuso con gesto hostil.
—Déjalo marchar —dijo Lola hastiadamente, y antes de que cerrara la puerta le preguntó:
—¿No tienes nada que decirme, nada personal quiero decir?
Draco le dirigió una mirada a Ari, que lo observaba con una expresión de concentrado rencor.
—Gracias por todo.
Salió al apeadero y se dirigió a la calle, pero antes de que la alcanzara, Lola lo detuvo.
—¿Te vas así? ¿No significo nada para ti?
—Me has estado engañando, te has servido de mí, tus hombres me han secuestrado a punta de pistola, ¿quieres saber, a pesar de todo, lo que significas para mí?
Ella asintió con los ojos arrasados de lágrimas. Draco sentía deseos de besarla allí mismo, pero Ari lo observaba desde la puerta con el gesto hostil de siempre.
—Creo que estoy enamorado de ti —dijo evitando mirarla a los ojos—, pero eso no cambia nada.
—Eso lo cambia todo.
Draco asintió silenciosamente.
—Creo que debo irme ya —dijo—. Te llamaré cuando pase un tiempo y hablaremos.
Pasaba un taxi frente a la puerta del edificio. Draco lo detuvo y le indicó que lo llevara al Nile Hilton. El taxista era un cristiano maronita, con el gorro de encaje negro peculiar y el espejo retrovisor adornado con cruces y estampas de iconos.
—¿Sabe usted que han puesto una bomba esta tarde y que han matado al papa y a dos escoltas? —le preguntó al pasajero, por iniciar una buena charla.
—Eso tengo entendido —respondió Draco reprimiendo un bostezo—. En los tiempos que corren, ni los hombres de Dios están seguros.
Simón Draco condujo por las calles polvorientas de Dashur hasta una casa que tenía una higuera junto a la entrada. Aparcó a la sombra del viejo muro de adobe. Hacía calor y las moscas zumbaban alrededor.
—Aquí es.
Sir Patrick O'Neill se apeó con dificultad apoyando en el suelo el bastón con empuñadura de plata. El dueño de la casa, un hombre moreno y sonriente, que vestía ropas locales, los estaba esperando. Descorrió la cortina, los hizo pasar y les ofreció asiento en un diván. Era una vivienda modesta y limpia, sin televisor ni radio. El mueble principal era un frigorífico, un modelo anticuado que presidía la sala. Por lo demás, la estancia estaba decorada con litografías coloreadas de señoras orondas en jardines irreales, con pavos reales y ciervos saltando manantiales perseguidos por jaurías de perros. Del interior les llegó un agradable aroma a té verde con yerbabuena.