La sangre de Dios (22 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: La sangre de Dios
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—¡Ahora lo veo claro! —dijo Foscolo con sincera admiración, los ojos arrasados de lágrimas—. Su eminencia preparará la segunda venida de Cristo. ¡Su eminencia es
De gloriae olivae,
el último papa! Después Cristo reinará sobre la Iglesia.

—Con nuestro consejo y con nuestra ayuda, ese niño que ha nacido de la sangre del Crucificado reinará algo más que sobre la Iglesia —dijo Leoni. Nuevamente Foscolo puso cara de no entender—. ¿Ha oído hablar del Exilarca?

—No, eminencia.

—Era un rey de los judíos en el exilio después de la destrucción del Segundo Templo. Gobernaba a los judíos durante la cautividad de Babilonia, era el garante de la continuidad de la monarquía de Israel, cuando los enemigos borraron del mapa a Israel. Con los
geonim
de las academias mosaicas conservó la sabiduría secreta de Salomón, el Nombre del Poder, el
Shem Shemaforash.
El exilarca de Babilonia, o sea de Bagdad, Makhir Natronai, príncipe y heredero de la casa de David, se estableció en 768 en Francia y se casó con Auda Martel, hermana del rey de los francos Pipino el Breve, padre de Carlomagno. Makhir reinó sobre el principado judío de Septimania, con capital en Narbona, y después de él su hijo Guillermo de David-Toulouse, hacia 822. Makhir-Teodoric, anterior exilarca de los judíos en Bagdad, erudito y príncipe de la casa real de David, se convirtió en caudillo de la Septimania-Toulouse, como marca de contención de los árabes. Su hijo Guillermo de David-Toulouse, también conocido como Isaac, fue embajador de Carlomagno ante el califa de Bagdad Harun al-Rashid en 797. Ese niño nacido de la sangre de Jesucristo heredará los derechos dinásticos de Europa como jefe de la casa de David emparentada con Carlomagno. Bajo su mano, Europa volverá a iluminar y a gobernar el mundo y a la cristiandad. Y nosotros lo educaremos para su alta misión: escalar el poder absoluto, un poder material y espiritual como nunca controló hombre alguno.

—El nuevo Cristo lo controlará todo y nosotros controlaremos al nuevo Cristo —dijo Foscolo contemplando con admiración al cardenal Leoni.

El cardenal Leoni, un poco contrariado por haber llegado tan lejos en sus confidencias, cambió de conversación.

42

—Todas las pistas conducen a la misma conclusión —dijo Perceval—. Están fabricando un Cristo nuevo a partir de un grumo de sangre seca conservado en el fondo del Sanguino. Estos locos han conseguido definir la secuencia de los tres mil millones de pares de bases que componen la información genética de los cromosomas humanos y están clonando a Jesucristo. Han debido de encontrar algún camino más corto y se lo han ocultado a la humanidad.

Estaban en el apartamento de Perceval, en el ático de la Uraniastrasse número 466 con vistas al lago. Las heladas aguas reflejaban las distantes luces de los palacetes y quintas de los banqueros y millonarios de la orilla opuesta.

Perceval bebía jarabe de glucosa, como los deportistas de élite, aunque él no hacía ejercicio físico alguno, aparte de teclear el ordenador catorce horas diarias.

—La ciencia ha viajado a mayor velocidad que la imaginación —dijo Perceval—. Estos últimos días, desde que se me ocurrió esa posibilidad, me he informado del asunto. No ha sido difícil encontrar a gente que sabe del tema. Todo está en Internet. Primero he estado revisando la prensa especializada de febrero de 1997.

—¿Por qué esa fecha?

—Porque se dio a conocer lo de la oveja
Dolly,
¿recuerdas?, y cundió el optimismo y la fe en los milagros de la biotecnología. Muchos laboratorios y muchos científicos, que ordinariamente permanecen en la sombra, salieron a la luz para disputarse unas migajas de popularidad.

—Ya veo.

—También entré en los dominios de los raelianos, un movimiento religioso científico que ofrece en la red la posibilidad de clonar personas. ¿Sabías que ya existen laboratorios que clonan células de bebés congeladas antes de la muerte? Unos caminos llevan a otros; finalmente he localizado algunas compañías que ofrecen donantes de óvulos y madres anfitrionas para la clonación. Todo está en la red.

—¿Madres anfitrionas? —preguntó Draco.

—Así las llaman. Mira esto.

Le tendió un informe del Instituto Tecnológico de Massachusetts capturado en Internet.

—En 1953, los científicos Watson y Crick desentrañaron la estructura del ADN, el soporte de los genes, la naturaleza física del material hereditario presente en todas las células del cuerpo vivo. Fue un hallazgo de una estupenda simpleza: el ADN se duplica abriéndose por el centro como una cremallera que se descorre, y luego cada parte se vuelve a unir con la otra. Este hallazgo permitió avanzar en el conocimiento de las estructuras de la vida. En los años setenta se investigaron técnicas de manipulación del ADN. En 1972 se consiguió insertar genes de una especie en otra.

—Eso que llaman ingeniería genética.

—Exactamente: consiguieron ratones transgénicos, ¿te das cuenta? La vida contiene las fórmulas esenciales que se perpetúan incluso en la materia muerta. Cuando en 1975 se fundó Genentech, la primera empresa de bioingeniería, inmediatamente la Traber Inc. despertó de su largo letargo y se incorporó a la carrera de la ciencia de la vida.

—Ya es casualidad —murmuró Draco.

—Y a juzgar por los resultados nació sin titubeo. Poco después patentó una hormona del crecimiento para evitar el enanismo y otra que aumenta la producción de carne y leche en animales. Más adelante, vacunas contra la hepatitis, anticuerpos que aumentan las defensas contra el cáncer, microorganismos devoradores de petróleo, cultivos resistentes a la sequía... Aquí tienes a nuestro querido doctor Hartling recibiendo un premio de la UNESCO por aliviar los males del mundo.

Draco contempló la fotografía de un hombre de mediana edad, delgado, con el pelo rubio escaso y claro, guapo como un actor antiguo.

—Finalmente —prosiguió Perceval—, el proceso culminó en 1990 con el Proyecto Genoma Humano, más importante y más caro que el programa espacial Apolo: trataba de identificar cada uno de los cien mil genes que forman el programa completo de un ser humano descifrando los tres mil millones de letras del programa genético que hay en el ADN de la humanidad. Miles de investigadores de una veintena de países trabajaron a marchas forzadas para cartografiar los aproximadamente cien mil genes humanos. El proyecto se terminó hace unos meses.

—Recuerdo el revuelo que se armó.

—Echaron las campanas al vuelo porque servirá para desarrollar terapias de reemplazo, incluso se podrá diagnosticar si un embrión está predispuesto a alguna enfermedad hereditaria.

—O sea que pueden estar resucitando a Jesucristo.

—Clonándolo, para ser más exactos, es decir, fabricando una copia con su código genético, la misma persona dos mil años después. Después de todo se cumplirá la profecía de la resurrección de la carne. El mecanismo de la clonación no es difícil. Encontré el dato en una conferencia de Gregory Stock, director del programa de Medicina, Tecnología y Sociedad de la Facultad de Medicina de la Universidad de Los Ángeles: clonar un ser humano es fácil si se dispone de madres fisiológicas y un gran número de óvulos. He accedido a los informes de la Organización Mundial de la Salud firmados por Brent Cohen, director de medicina reproductiva en el St. Barnabas Medical Centre de Livingstone, Nueva Jersey. Hay al menos seis laboratorios en el mundo que están trabajando en la clonación. En Occidente somos más pudorosos por eso de la bioética, pero en Oriente no tienen tantos escrúpulos. Los surcoreanos, los indios y los pakistaníes tienen equipos de científicos empeñados en el asunto. Supuse que tendría más facilidades introduciéndome en sus redes, así que empecé por los surcoreanos del hospital universitario de Kyunghee en Seúl. Han creado un embrión utilizando el núcleo de una mujer de treinta años.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que el asunto de la clonación está más avanzado de lo que nos hacen creer en Occidente. Como hipótesis de trabajo supuse que la Traber era, en realidad, una pantalla para ocultar una de las compañías francesas que investigan oficialmente la clonación. Son solamente dos: la Clonaid y Be Air Liquide. Me colé en el ordenador personal de Claude Bosser, científica directora de la Clonaid, una mujer muy atractiva, por cierto, y la encontré limpia de vínculos con Traber. Luego hice lo propio con Be Air Liquide y el resultado fue igualmente desalentador. Eso significa que Traber trabaja sola, o bien que lo encarga a una compañía extranjera. Entonces intenté hablar con Craig Vernt, de Celera Genomics, el famoso mercader de genes, pero andaba por esos mundos en su velero. Probé por otro lado y di con los registros de la Sociedad para la Clonación Humana de la Universidad de Alabama y, a través de ellos, con las tres compañías francesas con las que han mantenido intercambio científico.

—Creo que va siendo hora de visitar al doctor Hartling —concluyó Draco—. Él nos sacará de dudas.

Perceval se quedó un momento pensativo. Luego dijo:

—Sí, pero esta vez creo que debo acompañarte. En el laboratorio habrá registros informáticos. Quizá encontremos en ellos la clave de todo el asunto.

43

Draco había alquilado un Peugeot 607 presentando una documentación falsa a nombre de Peter Carpenter. Madrugaron lo suficiente para evitar el embotellamiento de la aduana suiza y tomaron la autopista de Lyon para enlazar con la A-7, que desciende hasta Aviñón.

Se detuvieron a almorzar en el área de descanso de Belbudoir, ya en la A-9, cerca de Nimes, en la que, por sugerencia de Perceval, tomaron una típica
bouillabaise
de restaurante de carretera, pasada de hervor y sin emulsionar debidamente el aceite de oliva y el caldo de las cabezas de los pescados y mariscos. Mientras les servían, Perceval echó un vistazo a un ejemplar del periódico
Le Provençal
que un cliente anterior había abandonado en la mesa contigua. En primera página venían las noticias de la enfermedad del papa: las facciones vaticanas estaban situando a sus candidatos en primera línea de salida. Sin descomponer la sonrisa pastoral, sus eminencias reverendísimas sacaban a relucir las navajas y las dagas florentinas bajo las púrpuras cardenalicias.

—La guerra por la silla de san Pedro ha comenzado —dijo Perceval señalando la noticia—.
Cardinales, amici inutiles, nemici terribiles.
Me parece que esto mantendrá ocupado al cardenal Leoni.

Draco leyó la noticia. La curia romana estaba dividida en tres bandos irreconciliables: los conservadores, liderados por el alemán Ratzinger; los políticos, capitaneados por Angelo Sodano, y los pastoralistas, partidarios de la apertura al mundo y de la socialización de la Iglesia. Según el comentarista, un reputado vaticanólogo, en el fondo todo se reducía a un duelo entre Ratzinger y Sodano. El papable favorito del bando político era precisamente el cardenal Leoni. El periódico incluía una breve biografía ilustrada con una fotografía que representaba a un hombre maduro y atractivo con el pelo corto, atlético dentro de sus sedas cardenalicias cortadas por el famoso sastre Belochi. El cíngulo irisado despedía reflejos incluso en la deficiente cuatricromía del periódico.

Coronaron el almuerzo con una porción de Livarot, fuertemente perfumado, que a Draco le recordó el queso americano, levemente podrido, que comían en el Congo, cuando no había nada que comer.

—Un penique por lo que piensas —ofreció Perceval.

Draco salió de su ensimismamiento.

—No lo vale. Recuerdos de antaño, de cuando tú todavía no habías nacido. Malos recuerdos.

Antes de reanudar la marcha se dirigieron al centro comercial y compraron emparedados y galletas para la cena. Por motivos de seguridad, Draco prefería hacerse lo más invisible posible cerca del objetivo y eso incluía mantenerse alejados de hoteles y restaurantes. Frente al mostrador de la confitería había una chica que, de espaldas, se parecía levemente a Lola.

Lola.

Mientras Perceval hacía las compras, Draco se dirigió a una cabina cercana y marcó el número de Lola. Oyó su voz, levemente suspicaz.

—¿Quién es?

—Simón, Simón Draco, el de Sâo Paulo, ¿me recuerdas?

—¿Cómo no voy a recordarte? ¿Dónde demonios te metes?

La suspicacia había desaparecido.

—Últimamente he estado muy ocupado. Estoy en Francia.

—¿Qué haces en Francia?

—Negocios. Tengo que vivir, ¿recuerdas? Y a ti, ¿te dieron la medalla por haber hecho los deberes?

—Me temo que esos deberes no pueden figurar en la lista de las buenas acciones —rió ella—. La medalla tendrá que esperar.

Se hizo un breve e incómodo silencio.

—Sólo quería decirte que me acuerdo de ti.

—Yo también te recuerdo —la emoción, ¿la emoción?, le enronquecía levemente la voz—. Me gustaría que nos viéramos alguna vez. Quizá pronto tenga unos días de vacaciones. Sólo he estado una vez en Europa, hace tiempo. Me gustaría volver a verte.

—¿De veras?

—Claro, tonto.

—¿Cuándo lo sabrás con certeza?

—No sé, dentro de un par de días.

—Llámame y dime adonde quieres ir. Seré tu anfitrión. Te lo debo.

—De acuerdo.

De regreso a la autopista, Perceval reclinó el asiento y se quedó dormido, mientras Draco conducía como un autómata, pensando en Lola. Rememoró su risa cálida, su voz sensual, sus pechos voluminosos, su piel tersa y levemente viscosa cuando se excitaba, en el sabor salobre de su sexo... Estos recuerdos le provocaron una erección. Para alejarlos pensó en los laboratorios, el doctor Hartling. ¿Cómo iban a acceder al doctor, cómo iban a convencerlo para que colaborara? Circunvalando Narbona se concentró en la conducción hasta que encontró los rótulos señaladores de la A-61, dirección Toulouse. Después se relajó y se permitió nuevamente soñar despierto, anticipando escenas de su futuro encuentro con Lola. La llevaría al mercado de Florencia, a aquel pequeño restaurante llamado Tza-Tzá... Se sintió culpable. Una vez había sido feliz en Italia con Joyce. ¿Tan pronto la había olvidado? Fugazmente lo asaltó la sensación de barro amargo bajo la lengua que sintió cuando descubrió el contenido de aquel sobre acolchado. Otra vez cayeron, como dos peces muertos, las manos de la mujer que lo estaba acercando a la felicidad y el velo rojo de la ira se extendió ante sus ojos. Apretó los dientes. Llevaría la venganza hasta el final y después, si vivía todavía, emergería de ese mar de cieno como los restos de un naufragio. Quizá entonces podría liberar su conciencia y vivir junto a Lola esas horas tranquilas y gozosas que anticipaba soñando despierto.

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