Authors: Nicholas Wilcox
El Boeing aterrizó en Atenas a las dos y media, hora local. Los dos viajeros interesados por Meteora sólo llevaban equipaje de mano. Atravesaron sin dificultad la aduana comunitaria, Draco siempre delante, sin advertir que lo seguían, y tomaron sendos taxis.
—Al Divani Palace Acrópolis —indicó Draco al conductor.
—Siga aquel coche, sin acercarse demasiado ni perderlo de vista —le ordenó Petisú al suyo, dejándole un billete de diez dólares en el asiento contiguo.
El taxista lo siguió encantado hasta el hotel, en la calle Parthenonos número 19, al pie de la Acrópolis. Petisú pagó la tarifa, entró en el hotel y fingió telefonear desde el fondo del vestíbulo. Draco se inscribió en recepción, recogió su llave y subió a la habitación. Petisú compró un mapa de carreteras en el quiosco de prensa se acomodó en uno de los sillones del vestíbulo y calculó el itinerario más probable para Meteora, sin perder ojo a los ascensores.
La autovía E-92 cubría gran parte del trayecto hacia Meteora. Luego había que seguir dos carreteras de segunda categoría. Los otros posibles itinerarios implicaban penosos caminos apenas asfaltados. Simón Draco tardaría cinco horas en llegar a Meteora. Petisú decidió interceptarlo entre Metalion y Brisses, donde el relieve era especialmente intrincado y seguramente resultaría más fácil fingir un accidente.
No tuvo que aguardar mucho. A los veinte minutos vio a Draco salir del ascensor y dirigirse al servicio de alquiler de automóviles que había en el vestíbulo. La dependienta le mostró el catálogo, escogió el vehículo, rellenó el impreso, pagó la tarifa y recibió las llaves.
—Nuestro amigo quiere salir muy temprano —dedujo Petisú.
Cuando Draco salió del hotel, el chileno se acercó al mostrador de la agencia de alquiler.
—Dígame, joven, simple curiosidad: ¿qué coche ha alquilado el extranjero ese que acaba de salir? Tiene pinta de persona de buen gusto.
—Un Volkswagen Polo de cinco puertas.
—Esto me confirma lo que pienso: los americanos cuando vienen a Europa prefieren coches europeos.
—Se equivoca en una cosa: ese señor no es americano, es inglés.
—¡Ah! Hubiera jurado que era americano.
Después salió a la calle y tomó un taxi hasta el centro de la ciudad, donde entró en una agencia de alquiler de vehículos y solicitó un todoterreno.
—¿Alguna marca en especial? —dijo la chica que atendía el mostrador.
—¿Puedo verlos?
Se dio una vuelta por el aparcamiento y escogió el que le pareció más idóneo, un Toyota Land Cruiser 100 con un robusto parachoques, más de dos mil kilos de compacto vehículo, ideal para embestir a otro coche y sacarlo de la carretera.
Draco, después de callejear un buen rato por el antiguo barrio de la Plaka, al pie de la Acrópolis, con sus parterres de flores y sus gatos callejeros rondando los cubos de basura de los restaurantes típicos, buscó una taberna pequeña y cenó una excelente
moussaka,
ese plato con capas sucesivas de finas rodajas de berenjena alternando con otras de queso, de carne picada, cebolla rallada, tomate, perejil y especias. El ambiente cálido y la mesa con mantelito de cuadros y una vela en el centro parecía adecuado para compartirlo con una mujer. Pensó en Joyce, cuya sombra se iba alejando a medida que pasaban los días. Después en Lola, que estaría persiguiendo narcotraficantes, quién sabe dónde, con su maromo pelirrojo.
Regresó al hotel y durmió profundamente. Una hora antes del amanecer se levantó, se duchó, pagó la cuenta y subió al Volkswagen.
Petisú lo esperaba en el extremo opuesto del aparcamiento, al volante del todoterreno. Tomó nota de la matrícula del Volkswagen y lo siguió a prudente distancia por las avenidas casi desiertas de la ciudad. Ya tendría tiempo de alcanzarlo en la autovía E-92.
Empezaba a amanecer cuando Draco dejó atrás los barrios residenciales de Kiphissia y torciendo a la izquierda se adentró en las montañas boscosas del parque nacional Parnes, con sus olivares, sus bosquecillos de cipreses, sus pintorescas aldeas blancas y azules y sus altarcitos populares en las curvas peligrosas donde alguien había perdido la vida. La radiante mañana y el verde paisaje le abrieron el apetito. Se detuvo a desayunar en una cafetería de Thivai y prosiguió su camino dejando a la derecha los lagos de Karditsa. A medida que avanzaba hacia el norte, los cerros grises pelados sucedieron a los bosques y a las pintorescas aldeas y luego las montañas pedregosas con inverosímiles rebaños de cabras, devorando todo lo verde que crecía en las grietas de las rocas, guardados por pastores tan ensimismados e impasibles como el resto del paisaje.
Draco dejó a la derecha el desfiladero de las Termópilas, donde el famoso puñado de griegos sucumbió ante el ejército persa en los tiempos heroicos, y prosiguió hasta Lamia, donde abandonó la autovía y tomó la carretera 3, dirección a Larissa.
En la autovía E-92, rebasados los barrios dormitorio de Atenas, Petisú avistó el Volkswagen y se le aproximó lo suficiente para comprobar la matrícula. Luego redujo la velocidad, lo dejó alejarse y permitió que un par de automóviles se interpusieran. Cuando Draco se detuvo a repostar y desayunar, Petisú aparcó al otro lado de la estación de servicio, junto al surtidor de aire, y comprobó la presión de los neumáticos. Mientras el empleado le llenaba el depósito, Draco entró en la cafetería.
Petisú se acercó al Volkswagen, fingió que se ataba un zapato y le colocó un dispositivo de seguimiento por satélite con imanes de sujeción. Luego fue al restaurante y solicitó una tarrina de
cheta,
un excelente queso de cabra, otra de
chachiki,
un yogur de pepino y ajo, y un gran vaso de zumo de naranja recién exprimido, con toda su vitamina C.
El resto del viaje fue mucho más descansado. El receptor le indicaba a Petisú la distancia y la dirección de su objetivo. Se mantuvo constante, a menos de un kilómetro, sin dejarse ver. Coser y cantar, como solía decir cuando era más entusiasta y más joven, en los buenos tiempos de Chile.
Draco se detuvo a almorzar en Metalion. Ocupó una mesa junto a la ventana en un coqueto restaurante de la plaza del pueblo. Mientras tanto, Petisú aparcó en una de las calles adyacentes, compró un tarro de
cheta
en una frutería y se lo comió al lado de su todo terreno sin dejar de vigilar la pantalla del localizador. Media hora después, la lucecita parpadeó y se puso nuevamente en movimiento cuando el Volkswagen pasó por su lado buscando la carretera. Aguardó a que Draco se alejara un par de kilómetros antes de poner el motor en marcha.
Al llegar a las montañas de Othris, donde los mapas acusaban un relieve más arriscado, Petisú acortó distancias hasta que avistó el Volkswagen. La carretera era ancha, con el piso irregular, producto de sucesivas ampliaciones con fondos comunitarios, pero ascendía por la ladera de la montaña describiendo curvas abiertas sobre despeñaderos precariamente defendidos con barreras metálicas o más antiguas, de cemento.
Petisú se mantuvo detrás del Volkswagen, como si pretendiera adelantarlo, hasta que llegó a una curva doble especialmente cerrada. A la derecha descendía un pequeño barranco recorrido por un arroyo, un lugar idílico para convencer a Draco de que revelara el paradero de las piedras templarias y también para romperle el cuello con todas las apariencias de un desgraciado accidente. Accionó el piloto de la izquierda, indicando su intención de adelantar, y apretó a fondo el acelerador. El motor respondió con un rugido poderoso. Vio que el inglés lo observaba algo alarmado. «¿Adónde va ese loco?», creyó leer en sus ojos a través del retrovisor, pero, en realidad, lo que Draco se estaba preguntando era: «¿Dónde he visto yo antes a ese tipo?» En una décima de segundo, la respuesta se abrió paso, fulminante. Primero en el avión, luego en el aeropuerto, luego en el restaurante de la carretera. Cuando Petisú inició la maniobra de adelantamiento casi rozando al Volkswagen, Draco había advertido cabalmente la situación y las intenciones del hombre del todoterreno: golpearlo lateralmente y sacarlo de la carretera. Por eso, apenas había aminorado la velocidad para facilitarle la maniobra, pisó a fondo el acelerador y el Volkswagen salió disparado hacia adelante como un pura sangre al picarle la espuela, esquivando la embestida del mastodonte. El todoterreno, arrastrado por el propio impulso de sus casi tres toneladas, rodó sobre el estrecho arcén, derrapó en la grava y se precipitó por el barranco. Desde la curva siguiente, Draco echó una ojeada: el vehículo había dado una vuelta de campana y se había quedado boca abajo en medio del arroyo, el agua le entraba por el parabrisas roto. No quiso meterse en más averiguaciones y siguió su camino.
—Ese hombre venía a por mí —murmuró—. Y me venía siguiendo desde Suiza.
Recorrió varios kilómetros para poner tierra por medio y se detuvo en un ensanchamiento para telefonear a Perceval.
—Soy Draco. Un hombre me ha seguido desde Suiza y ha intentado embestirme con su coche. Por ahora me lo he quitado de encima. Lo que me preocupa es la posibilidad de que anden también detrás de ti. Procura protegerte. Ahora es mejor que cortemos, no sea que intercepten esta conversación. Yo sigo a lo mío. Nos veremos pronto. Adiós.
Meteora
La explanada al pie del Gran Meteora estaba repleta de coches y autobuses turísticos. Draco se situó en la cola del quiosco oficial, donde un monje joven vendía los tickets de entrada al monasterio, además de miel, mermeladas y hortalizas cultivadas por sus correligionarios, amén de iconos, tarjetas postales, rosarios y recordatorios con la bendición del patriarca de la Iglesia bizantina. Draco pagó los quinientos dracmas de la entrada, rechazó con gesto amable la guía que el monje le ofrecía por otros quinientos y acometió el ascenso de los cuatrocientos y pico escalones de piedra confundido entre los turistas que subían o bajaban. Los más gordos hacían estación en los bancos de madera de los descansillos, piafando como caballos y abanicándose con los prospectos, o fingían contemplar, mientras recuperaban el resuello, los iconos adornados con polvorientas flores de plástico de las hornacinas talladas en la roca madre y blanqueadas alrededor. Los iconos eran, en realidad, simples copias fotográficas, descoloridas y abarquilladas, de originales trasladados a lugares más seguros o perdidos largo tiempo atrás.
El último tramo de escalera se embutía en un túnel horadado en la piedra que desembocaba en el patio superior, con los distintos edificios monasteriales alrededor. Un nutrido grupo de turistas de diversas nacionalidades se agrupaba en torno a un guía que les iba diciendo:
—Bienvenidos al bosque de piedra. En este desolado lugar, hace seiscientos años, hombres de fe hastiados del mundanal ruido se retrajeron a la soledad del desierto para unirse a Dios abrazando el ideal ascético, para abatir sus pasiones, con la ayuda de este duro paisaje. Piensen ustedes en el monasterio cuando todavía no existía esa cómoda escalera por la que han subido, piensen en el monasterio unido al mundo solamente por la cesta ascensor. Una cesta que no sólo te aparta del suelo hacia la cumbre, sino que te acerca al cielo.
Una turista de mediana edad, rubia y atractiva, cruzó su mirada con Draco y le sonrió.
«Quizá en otras circunstancias», se dijo Draco, y desviando la mirada de la rubia continuó escuchando las palabras del guía.
—El monasterio Gran Meteora, en realidad se llama de la Transfiguración. San Anastasio el Meteorita lo fundó, a mediados del siglo XIV, en el lugar que le indicó el Espíritu Santo tras huir del monasterio del monte Athos, amenazado por los turcos.
»Catorce monjes formaron la comunidad inicial. Primero construyeron el Theometor, la iglesia dedicada a la Virgen, después otra en honor de la Transfiguración de Cristo.
Draco miró el lugar que el guía señalaba. El templo era un edificio de piedra sin aberturas exteriores, excepto una serie de estrechas ventanas de cristales circulares.
En aquel momento, un monje barbudo salió de las cocinas y cruzó el patio.
—Padre —lo interceptó Draco—. Quisiera ver al abad.
—¿Para qué? —respondió el religioso secamente.
—Para hacerle una consulta. Lo llamé hace dos días desde Suiza. Me llamo Simón Draco.
El monje lo miró con recelo.
—Aguarde aquí. Avisaré al fámulo del abad.
Mientras esperaba, fueron saliendo los turistas hasta que se quedó solo. Se asomó al osario de los monjes y contempló varias docenas de calaveras alineadas en polvorientos anaqueles de madera, cada una con su nombre inscrito en la frente. Se apartó con asco de la reja que protegía el macabro almacén y cruzó el patio hasta un jardincillo abierto al paisaje. Las moles redondeadas de los montes, las rocas suavizadas por milenios de paciente erosión, un paisaje alucinante y al mismo tiempo apacible, en el que el ser humano se empequeñecía.
Se oía un ruido sordo y repetitivo como un tambor destemplado. Al cabo de unos minutos compareció el fámulo, un atractivo efebo todavía barbilampiño.
—¿Mister Draco?
—Soy yo.
—Tenga la bondad de seguirme.
El monje echó a andar, pero a los pocos pasos se volvió con una sonrisa y explicó:
—Ese sonido rítmico que oye es el
simandro,
un tablón golpeado con mazo que llama a los monjes a la oración. Es el equivalente oriental de la campana. Ahora la comunidad se retira a orar durante veinte minutos antes de la cena. El abad lo recibirá después de la oración. Le ha concedido diez minutos. Lamentablemente no podemos invitarlo a cenar.
—¿Diez minutos solamente?
—El abad dice que serán suficientes.
El monje dejó al visitante en una sala desnuda, dos sillas y una mesita con algunas revistas religiosas.
—Tenga la bondad de esperar aquí.
Reapareció a la media hora.
—El abad lo recibirá ahora, tenga la bondad de seguirme.
Al final de una escalera angosta y pina, de gastados peldaños de mármol, el monje abrió una puertecilla y cedió el paso al visitante. Después atravesaron un corredor ancho, con el techo alto, decorado con frescos de vivos colores que representaban a santos antiguos. Desembocaron en otro patinillo cuajado de plantas, donde el monje abrió una nueva puerta tras llamar tres veces con los nudillos.
El estudio del abad era una estancia amplia con el techo bajo de madera, tres paredes cubiertas de libros antiguos, casi todos con tejuelos de pergamino, y la otra desnuda y blanca con un escueto crucifijo en el centro. Sentado tras su sencilla mesa de despacho estaba el abad, un hombre de unos cincuenta años, con la barba hasta la mitad del pecho, dividida en dos crenchas tan oscuras que azuleaban. Se levantó y estrechó la mano de Draco con más fuerza de la que cabía esperar de un hombre de Dios.