La seducción de Marco Antonio (12 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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Me apetecía ver a Antonio. También me alegraría de ver a Lépido. En cuanto a Octavio… ya había visto todo lo que necesitaba ver de Octavio.
Durante dos noches dormí muy bien en la cama empotrada que me habían construido en el camarote, el cual disponía de unos estantes con redes para mis objetos personales y unos arcenes fijados al suelo para guardar todo lo demás. Estaba todo tan bien clavado y asegurado que nada crujió ni se soltó cuando la tercera noche empezó a soplar un fuerte viento que muy pronto se convirtió en un rugiente monstruo.
Yo estaba durmiendo y no me enteré hasta que el barco sufrió una sacudida. Me incorporé, agarrándome a las barandillas de la cama. El suelo vibró y una cascada de agua penetró en el camarote a través de la ventana cerrada, dejándome empapada. Me levanté, agarrándome a los muebles para no perder el equilibrio. Cogí una gruesa capa impermeable y avancé a tientas por el pasillo hasta la cubierta, subiendo a gatas por los peldaños.
Ahora lo podía ver todo muy bien. Una tormenta nos estaba golpeando con toda su furia y las olas rompían una tras otra en la cubierta como si se tratara de una playa. Los marineros intentaban arriar las velas y el capitán gritaba unas órdenes que apenas se oían sobre el trasfondo del vendaval. Lo agarré por los hombros y él se volvió como pudo.
- Se ha abatido sobre nosotros tan repentinamente como un león -me dijo a gritos-. El viento ha cambiado al noroeste; nos está empujando de nuevo hacia la costa.
- ¡No, no, tenemos que seguir navegando! -le contesté.
¿A qué distancia nos encontrábamos de la costa? La habíamos visto al ponerse el sol, pero ahora no había manera de saber lo que había sucedido durante las horas transcurridas desde entonces.
- Haremos todo lo que podamos -me contestó-, pero nuestros barcos son como unos juguetes contra la fuerza del viento y de las olas.
Echó a correr por la cubierta para asegurar un cabo que parecía un látigo y que estaba derribando a los marineros. Mientras yo miraba, un golpe de mar arrojó a un hombre por la borda. Me acerqué a gatas al mástil y me agarré a él. Tenía la ropa empapada y me pesaba como si fuera de metal. Miré hacia la orilla, o mejor estaría decir en dirección contraria a la del viento. Vi una levísima luz, que posiblemente sería uno de los faros de señales. El hecho de que pudiera verlo no presagiaba nada bueno; significaba que estábamos cerca de la costa.
El capitán regresó al mástil.
- ¡Hemos echado el ancla y estamos intentando capear el temporal! -me dijo a gritos-. Los remeros remarán contra el viento para que podamos mantenernos en nuestro sitio, aunque me temo que de todos modos el ancla se desprenderá.
El implacable viento nos empujaría entonces hacia la orilla y allí nos rompería en pedazos. La luna apareció fugazmente entre retazos de negras nubes e iluminó un oscuro y arrugado mar en el que sobresalían unas enormes olas que semejaban unas altas y escarpadas montañas. Me pareció que el corazón se me detenía en el pecho cuando las vi. Eran más altas que el mástil del barco. ¿Cómo se podía luchar contra ellas? El barco era como una hoja empujada por el viento hacia los senos de las olas. Los impotentes remos eran empujados fuera del agua y giraban en el aire mientras el cabo del ancla se tensaba en medio de fuertes chirridos hasta que finalmente se rompió.
Todo el barco se estremeció y sufrió una sacudida cuando, súbitamente liberado del peso del ancla, empezó a dar vueltas como una peonza, azotado por todos lados. Después la inexorable corriente empujada por el viento nos fue lanzando hacia la orilla.
La luna volvió a salir y, en todas las aguas circundantes, vi las siluetas de la flota subiendo y bajando sobre las olas. Ninguno de los barcos podía escapar; navegábamos tan juntos que la tormenta nos había alcanzado a rodos.
El barco se escoró hacia sotavento casi de lado. El agua penetró a través de las portillas de los remos. Nuestra única esperanza de supervivencia sería alcanzar la orilla antes de hundirnos. De repente la orilla que antes parecía tan cercana nos pareció tremendamente distante. El barco sufrió otra fuerte sacudida cuando la bodega se llenó de agua. Los remeros salieron tosiendo y jadeando y empezaron a moverse por la cubierta medio aturdidos.
Agarrada al mástil, tuve que trepar por él cuando la cubierta se inclinó y lo abrazó como si fuera un tronco. Oí un impresionante estruendo y comprendí que dos barcos habían chocado y se habían partido. El crujido de la madera y los angustiados gritos de los marineros se elevaron en el aire. Trozos de mástiles y de remos flotaban sobre la superficie del agua, desaparecían en medio de la espuma y volvían a aflorar. A veces algún hombre se agarraba a uno de ellos y lo utilizaba como una balsa.
Delante de nosotros parpadeaba una luz. Alcanzaríamos la orilla, pero… ¿nos hundiríamos primero? Si el hundimiento se produjera cuando pudiéramos alcanzar a nado la orilla… Pero eso hubiera significado estar muy cerca, porque era imposible nadar con normalidad en aquellas embravecidas aguas.
Otra sacudida gigantesca. El barco había chocado contra algo. Después se soltó… o mejor dicho, lo soltaron las olas, lo levantaron y lo obligaron a escorarse una vez más. La fuerza del violento golpe arrancó el mástil de su amarradero y yo me vi lanzada sobre la inclinada cubierta hasta alcanzar la barandilla. Allí me quedé casi en el agua. Mi rostro se hundió en las frías olas y levanté la cabeza, tosiendo y jadeando pues me había penetrado un poco de agua en los pulmones.
Otra sacudida. El barco había chocado contra un banco de arena. Oí un espantoso ruido y lo reconocí… sólo los dioses saben por qué, pues yo jamás lo había oído con anterioridad, aunque era el inconfundible sonido de la rotura del barco. Se partió limpiamente por la mitad y nos lanzó a las agitadas y frías aguas, las cuales me golpearon con tal fuerza que me quedé temblando y sin respiración. Sin embargo, la cabeza me dijo que allí las aguas debían de ser muy someras, pues de lo contrario el barco no hubiera chocado ni se hubiera roto. Nadé en dirección al faro, empujada por las olas. Cuando éstas se retiraron, noté que mis pies rozaban el fondo; un poco más y podría alcanzar la orilla.
Otra enorme ola me envolvió y levantó, pero al retirarse sentí una vez más la firmeza de la playa y aproveché aquellos pocos segundos para acercarme un poco más a la orilla. La siguiente ola me volvió a derribar, pero cuando llegó otra nueva, el agua me llegaba a la cintura; avancé con gran esfuerzo hacia la orilla y me desplomé agotada en la playa.
Allí me quedé tendida entre jadeos mientras otros se acercaban, empujados por los trozos de madera y las piezas de la destrozada flota. Uno tras otro fueron llegando a la orilla y cayendo exhaustos sobre la arena. Allí esperamos la aparición de la luz para poder confirmar la terrible certeza de lo que había ocurrido en la oscuridad.
El sol asomó por el horizonte en la dirección de Alejandría. Me había pasado varias horas temblando bajo mi gruesa capa empapada de agua en medio de los gemidos de los que me rodeaban. El alba nos mostró unas aguas llenas de restos de barcos, trozos de cascos que seguían flotando sobre la superficie y otros barcos encallados que no parecían haber sufrido el menor daño. Centenares de marineros con los hombros encorvados se paseaban arriba y abajo en la playa, temblando de frío.
Me alegré de estar viva y de que tantos hombres hubieran sobrevivido. A primera vista incluso me pareció que algunos de los barcos se podrían arreglar, pero las pérdidas habían sido muy elevadas y yo no podría ayudar a los triunviros en su campaña. Mi preciosa flota no había conseguido llegar muy lejos. No me pareció un mal presagio. Los naufragios eran muy frecuentes, un hecho de la vida. Octavio también había sufrido un naufragio durante su viaje a Hispania; César había perdido dos veces sus barcos en Britania. Lo único que se podía hacer era volver a empezar.
Sin embargo no habría ninguna posibilidad de volver a construir una flota a tiempo para la inminente contienda. Yo no tendría más remedio que ser un testigo pasivo, cosa totalmente contraria a mi naturaleza.
¿Dónde estábamos? Las blancas arenas no mostraban ninguna señal distintiva. ¿Hasta qué extremo nos habíamos adentrado en el oeste?
Vi al capitán arrastrando una pierna. Estaba herido, aunque vivo.
- ¡Fidias! -lo llamé, agitando la mano.
Me levanté y corrí hacia él.
- ¡Estás a salvo! -exclamó-. ¡Gracias sean dadas a todos los dioses! -añadió, dando unas nerviosas palmadas al puñal que llevaba en el cinto.
- Confío en que no te habrías comportado como un romano -le dije-, si me hubiera ocurrido cualquier cosa.
La expresión de su rostro me hizo comprender que eso era precisamente lo que había estado pensando. Un capitán al que se le hubiera ahogado su soberana perdía su honor y tenía que matarse. Pero era un griego con el suficiente sentido común como para cerciorarse primero de lo que había ocurrido antes de llegar a conclusiones precipitadas.
- La flota se ha perdido -dijo-. He hecho todo lo que me ha sido posible.
- Lo sé. No puedes controlar los cielos. Pero se han salvado tantos hombres que parece un milagro.
- ¡La flota… nuestra espléndida flota… toda destruida!
Sacudí la cabeza.
- Construiremos otra.
Estaba triste por mi flota, mi orgullo y mis esperanzas perdidas. Y lamentaba haber dejado a Antonio en la estacada y no haber podido cumplir mi palabra, a pesar de que eran los dioses los que me lo habían impedido, no los hombres. Antonio había cruzado los Alpes en invierno, y yo no había conseguido escapar de Egipto.
- Creo que estamos cerca de Paraetonium -dijo el capitán.
La frontera occidental de Egipto, una solitaria avanzada bañada por los ardientes rayos del sol.
- Ya era hora de que la visitara -dije, tratando de tomármelo a broma-. Tengo que conocer mi reino de oeste a este y de norte a sur.
- Aquí no hay gran cosa que ver, a no ser que te gusten los escorpiones -masculló.
El viaje de regreso fue muy triste. Unos barcos mercantes acudieron a recoger a los supervivientes y los restos del naufragio. Algunos de los barcos se podrían reparar y regresarían navegando muy despacio a Alejandría. Pero los supervivientes que desembarcaron en los muelles de la capital estaban muy abatidos.
Con profundo pesar tuve que escribir a Antonio para comunicarle la devastadora noticia, y decirle que no esperara nuestra ayuda.
Llegó el verano, una estación que hubiera tenido que ser pródiga en cultivos, cosechas y embarcaciones de carga surcando los mares. Pero en Alejandría se respiraba una atmósfera de tensa espera. Ahora estábamos indefensos porque nos habíamos quedado sin legiones, y nuestra flota se había perdido. Empecé a reconstruirla con un «ocho» para que por lo menos el navío insignia pudiera mantenerse a flote cuando nos invadieran. Ahora nada se interponía entre Egipto y los asesinos. Hubieran podido atravesar la Judea y cruzar nuestras fronteras. Al mismo tiempo, empecé a reunir mi propio ejército. Había sido una locura confiar en las tropas romanas. Pero crear un ejército también llevaría su tiempo. Los hombres no se convierten en soldados de la noche a la mañana.
La historia se puede contar en pocas palabras. Lépido se quedó con tres legiones para defender Italia, y Antonio y Octavio se llevaron veintiocho legiones para enfrentarse a Casio y Bruto, quienes contaban aproximadamente con el mismo número de legiones. El lugar elegido por el destino para la batalla fue cerca de Filipos, en Grecia. Como de costumbre, Octavio se puso enfermo durante los preparativos y tuvo que quedarse, mientras Antonio avanzaba con las legiones y montaba el campamento. La táctica de los asesinos consistía en esperar y no presentar batalla, sabiendo que las líneas de suministros de los triunviros eran muy débiles y que éstos se quedarían sin víveres en cuanto el tiempo empeorara. Antonio se dio cuenta y los obligó a entrar en combate tal como hubiera hecho César, construyendo un camino elevado sobre unos pantanos para romper sus barreras de defensa. Casio abandonó su campamento para contraatacar, y Antonio aprovechó esta circunstancia para atacar el campamento y saquearlo. Entretanto, las tropas de Bruto habían atacado el campamento de Octavio y lo habían invadido.
Los dioses intervinieron en aquella batalla con tanta certeza como habían intervenido en la guerra de Troya. César visitó ambos campamentos con signos y apariciones espectrales. En el de Octavio, se apareció a éste en sueños y le dijo que se levantara de su lecho de enfermo y no permaneciera en su tienda el día de la batalla. Octavio obedeció y se ocultó en un pantano. La víspera de la batalla definitiva César se apareció a Bruto y le vaticinó su final. Supongo que el César que vio Bruto estaba fuerte y sano y que no era un hombre malherido, lo cual le debió de hacer comprender a Bruto que había fracasado en su propósito: César seguía vivo y era más poderoso que nunca.
Cuando Bruto invadió la tienda de Octavio para capturarlo, el lecho estaba vacío. Entretanto, Casio había sido derrotado por Antonio. Al ver que lo seguían unas tropas de refuerzo de Bruto, Casio las confundió con el enemigo. Los dioses lo cegaron. Y convencido de que Bruto había sido capturado y asesinado, decidió no esperar y se quitó inmediatamente la vida.
Fue toda una victoria para los triunviros, pues Casio era mejor general que Bruto. Los asesinos habían perdido a su mejor hombre.
Bruto se retiró con aire pensativo a su tienda, y Octavio salió del pantano. Bruto hubiera querido esperar a que el invierno le hiciera el trabajo, matando de hambre a sus enemigos, pero no controlaba a sus tropas. Nunca había sabido mandar a los hombres, y ahora los inquietos soldados le obligaron a presentar batalla a la mañana siguiente de la aparición de César. Antonio y Octavio ganaron, gracias en buena parte a la baja moral de los soldados de Casio, que se vinieron abajo debido al suicidio de su comandante. Bruto se mató, y las personalidades de Antonio y Octavio quedaron claramente de manifiesto por la forma en que ambos trataron sus restos. Antonio cubrió reverentemente el cuerpo con su purpúrea capa de general, pero Octavio la arrancó, cortó la cabeza de Bruto y la envió a Roma para que la depositaran a los pies de la estatua de César.

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