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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (8 page)

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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Mi padre había construido una parte de aquel templo y estaba muy orgulloso de haberlo hecho. En los templos del Alto Egipto había sido -al menos en piedra- el rey guerrero que jamás llegó a ser en carne y hueso. Recordé mi emoción cuando él me llevó allí de pequeña para mostrarme el nuevo pilón y las columnas del templo. Me obligó a permanecer despierta hasta muy entrada la noche para hablarme de las rutas comerciales entre Kom Ombo y el mar Rojo, a través de las cuales los elefantes africanos eran trasladados antaño al norte, donde eran adiestrados para el ejército egipcio. Entonces me pareció un lugar mágico, y esta mañana seguía experimentando todavía los efectos de su hechizo. Un movimiento entre las cañas de la orilla anunció el comienzo de la jornada de los cocodrilos. Ya era hora también de que nosotros iniciáramos la nuestra. Tendieron una larga plancha sobre los bancos de arena, con una red protectora a cada lado, y la cruzamos, poniendo en estado de alerta a los cocodrilos que aún estaban muy perezosos a aquella hora de la mañana. Subimos rápidamente la cuesta de la colina donde se levantaba el templo, por encima de un recodo del Nilo, de cara a la campiña. Nos saludaron las columnas doradas en las que figuraban labradas distintas escenas de todos los gobernantes que habían contribuido a la construcción del templo. Había una en la que figuraba mi padre, ritualmente purificado por Horus y Sobek, pues aquel templo estaba dedicado al dios halcón y al dios cocodrilo. Sobek, el dios cocodrilo, era más alto que un hombre, tenía cuerpo de hombre, hombros muy anchos y cabeza de cocodrilo, y llevaba una faldita, un tocado y una corona. Su sagrario y su sala se encontraban a la derecha, y hacia allá nos dirigimos, cruzando un vestíbulo donde pasamos de la dorada y melosa luz del exterior a una creciente penumbra hasta llegar a la oscuridad del sagrario interior de Sobek.
Encendimos unas velas y nos acercamos al sagrario, que contenía la estatua del dios labrada en oscuro granito, y cuyos ojos redondos y blancos nos miraban furiosos. Las escamas muy bien reproducidas de su largo hocico le conferían una apariencia increíblemente natural.
En mi calidad de reina y encarnación terrenal de Isis, le hablé cara a cara.
- Altísimo Sobek, ¿por qué perturbas mi tierra? ¿Por qué nos has enviado legiones de cocodrilos que están infestando las aguas río abajo desde la Primera Catarata? ¿Acaso te falta algo? Permíteme que yo te lo ofrezca para que así tú puedas volver a llamar a tus criaturas a su hogar.
El ídolo me miró con expresión inflexible. La alargada llama de la vela jugaba sobre sus imperturbables facciones.
- Te daré lo que necesites, pero debo pedirte que desistas de atacar mi tierra.
A mi lado, Tolomeo tiró de mi túnica.
- No le hables en este tono tan autoritario -me dijo en un susurro-. No tendrías que hablarle así.
No, mi tono era el más apropiado. Yo era una reina en cuyo espíritu moraba Isis, y él -hablemos con franqueza- era un simple dios menor cuya influencia estaba limitada a aquella pequeña región. Otros dioses lo habían derrotado mucho tiempo atrás, y Horus se había apoderado incluso de la mitad de su templo.
- Deposito aquí mis ofrendas, Sobek, oh, gran dios de los cocodrilos, pero en nombre de Isis y del pueblo de Egipto del que yo soy responsable, insisto en que saques a tus criaturas de aquí.
De lo contrario, Olimpo y yo nos tendríamos que inventar alguna manera de envenenar las aguas y matar a los cocodrilos.
Tolomeo y yo entonamos juntos un himno de alabanza a Sobek y depositamos nuestras ofrendas de flores, vino y valiosos ungüentos delante de su embarcación sagrada. Después permanecimos en silencio unos minutos y nos retiramos.
El sol ya estaba muy alto en el cielo y sus rayos calentaban el patio del templo. A un lado se extendía la necrópolis de los cocodrilos momificados, y al otro un gran pozo redondo en cuyo interior había un «nilómetro». Me acerqué y miré por encima del borde.
Me sorprendió que el nivel del agua aún no hubiera subido demasiado. Alrededor del muro del nilómetro figuraba claramente marcada la línea de los «codos de la muerte», por debajo de la cual se produciría la carestía de alimentos. El Nilo aún se encontraba muy por debajo de aquella línea, a pesar de que la estación de la crecida ya tendría que estar muy adelantada. Sentí una punzada de inquietud.
Regresamos a toda prisa a la embarcación, subiendo por la plancha que nos servía de puente por encima de los cocodrilos, que ahora aguardaban ansiosamente su ración de comida. En cuanto nuestras sombras parpadearon ante sus ojos se pusieron en guardia; un ejemplar especialmente grande abrió las fauces y dejó al descubierto una hilera de dientes y una lengua gruesa y saludable, sonrosada como una flor. Estaba claro que Sobek cuidaba muy bien de los suyos.
¡Quiera Isis ser tan benévola con nosotros como lo es Sobek con sus criaturas!, recé. Visitaríamos File, expondríamos nuestros temores a la gran diosa y pondríamos a Tolomeo bajo su protección.
Hizo falta otro día de navegación por las aguas del Nilo cada vez más crecidas para llegar a las inmediaciones de la Primera Catarata. El habitual rugido de la catarata sonaba amortiguado pues el agua había crecido lo bastante como para que muchas de las afiladas rocas estuvieran sumergidas, por lo que pudimos navegar -con muchas precauciones, desde luego- a través de aquel tramo del río habitualmente tan peligroso. Cuando al anochecer echamos el ancla a la vista de File, el color del cielo se reflejaba en la vasta extensión de las aguas luminosamente nacaradas.
La pequeña isla resplandecía bajo la moribunda luz del ocaso con los centenares de velas votivas depositadas por los peregrinos. Aunque los muros del gran templo de Isis eran de piedra arenisca, aquella noche parecían de blanco y finísimo alabastro translúcido.
Había jurado no regresar jamás allí tras haber participado con César en la extraña ceremonia que más tarde se me había antojado una burla. Ahora ya no estaba tan segura. A lo mejor las ceremonias -incluso las que se recitan en lenguas desconocidas- tienen en sí mismas un poder especial. Quizá César se sintió de alguna manera obligado por ella.
Las luces se fueron apagando una a una por efecto del viento, y la silueta del templo se desvaneció en la oscuridad, iluminada tan sólo por la media luna aparentemente empalada en las cañas que crecían por doquier.
Me tendí en mi lecho bajo la caricia del cálido viento y me sentí protegida por Isis, cuya presencia se cernía sobre su sagrada isla.
Bajamos a tierra al rayar el alba antes de que empezaran a llegar las hordas de peregrinos. Queríamos permanecer solos en presencia de la diosa. Tolomeo se mostraba especialmente apático y tuvo que hacer un gran esfuerzo para cubrir la breve distancia que separaba el embarcadero de la entrada del templo.
- ¡Mira! -le dije, señalándole el primer pilón, donde nuestro padre, envuelto en una resplandeciente armadura, aparecía representado en toda su gloria, castigando a sus enemigos.
- Sí, sí, ya lo veo -contestó en tono cansado.
Nos recibió un sacerdote vestido de blanco, que hizo una profunda reverencia.
- Majestades -dijo con suave y melodiosa voz-, en nombre de Isis os recibimos en el santuario.
- Venimos a pedirle salud a la diosa -le expliqué.
- Ah, sí -dijo, señalando con la cabeza todas las ofrendas depositadas en el patio-. Centenares de personas acuden aquí… tribus de nublos del sur, griegos, árabes e incluso romanos. Es el principal santuario de curaciones porque su manantial está muy cerca de las fuentes del Nilo. Y también del sepulcro de Osiris. Es realmente un territorio sagrado. -Miró con afecto a Tolomeo y hubiera deseado alargar la mano para tocarlo, pero estaba prohibido.
Rodeé con mi brazo los hombros de Tolomeo.
- ¿Podemos acercarnos al sagrario? -pregunté-. Nos siguen los portadores de las ofrendas.
Señalé a los cuatro servidores, vestidos con las obligatorias túnicas nuevas de lino no blanqueado, portando unos cofres de oro con mirra, oro, canela y sagrado vino blanco de Mareotis.
Con pasos lentos y solemnes propios de las ceremonias, el sacerdote nos acompañó a través de los pórticos del primer pilón a un patio más pequeño, donde cruzamos una segunda puerta que daba acceso al oscuro interior en el que unas sagradas hornacinas flanqueaban el recóndito sagrario.
La luz natural no llegaba hasta allí; las piedras estaban tan apretadas que no había la menor rendija a través de la cual pudiera penetrar algún entrometido rayo de sol. En la hornacina de la izquierda, unos complicados candelabros con velas encendidas flanqueaban una estatua de oro de Isis de tamaño natural, colocada sobre un pedestal, iluminándola con una suave luz amarillenta.
Era hermosa, serena, compasiva y sabia. Al contemplarla experimenté una serenidad y una paz que pocas veces experimentaba, y siempre con carácter fugaz.
«¡Oh, gran diosa! -murmuré para mis adentros-. ¿Cómo podría olvidar tu rostro?»
Incliné la cabeza y me sentí profundamente dichosa, a la vez que profundamente humilde por haber sido elegida, de entre todas las mujeres de la tierra, su representante mortal.
El sacerdote echó incienso en el turíbulo que había a los pies de la diosa, y el aire se llenó inmediatamente de perfume.
Me adelanté para depositar mis ofrendas y dije:
- Hija de Ra, yo, Cleopatra, comparezco ante tu presencia, oh Isis, dadora de vida, para contemplar tu hermoso semblante; dame para siempre la obediencia de todas las tierras.
Después incliné la cabeza.
La diosa guardó silencio. Ahora entonaría el himno que más me gustaba, aquél tan gozoso que no había vuelto a cantar desde la ceremonia de mi boda con César.
Oh, Isis la Grande, Madre de Dios, Señora de File,
Esposa de Dios, Adoradora de Dios y Mano de Dios,
Madre de Dios y Gran Esposa Real,
Adorno y Señora de todos los Ornamentos del Palacio.
Señora y deseo de los verdes campos,
criatura que llena el palacio con su belleza,
perfume del palacio, señora de la alegría
que completa su curso en el Divino Lugar.
Nube de lluvia que tiñe de verde los campos,
doncella, golosina del amor. Señora del Alto y el Bajo Egipto
que imparte órdenes entre las Nueve Divinidades
bajo cuyo mando todo se gobierna.
Princesa, grande en alabanzas, señora del hechizo
cuyo rostro se deleita con el goteo de la mirra fresca.
Desde detrás de la estatua de la diosa, un sacerdote contestó en su nombre con voz sonora:
- Qué hermoso es lo que acabas de hacer por mí, hija mía, Isis, mi amada, señora de las diademas, Cleopatra; te he dado esta tierra, alegría de tu espíritu para siempre. -Se oyó el seco y metálico matraqueo de un sistro, e inmediatamente la incorpórea voz añadió-: Yo infundo el temor de ti en toda la tierra; te he dado todas las tierras en paz; yo infundo el temor de ti en los países extranjeros.
«El temor de ti en los países extranjeros…» ¿A qué destino me estaba llamando? Los Lágidas llevaban muchas generaciones sin ningún dominio extranjero, y ahora era Roma la que infundía temor en los países extranjeros.
Incliné la cabeza para demostrar que aceptaba sus favores y sus dones.
Tolomeo permanecía de pie a mi lado más tieso que un palo, temblando de pies a cabeza.
- Ahora eres tú el que tiene que hablarle -le dije-. Lo está esperando.
Me miró en silencio, como si temiera proferir el más mínimo sonido.
- Te dejaré a solas con ella -le dije.
Tal vez fuera lo mejor.
Al salir del oscuro sagrario lleno de humo a la diáfana luz del sol matinal me sentí mareada. El patio aún estaba desierto, y los guardias no permitirían entrar a la gente hasta que nosotros nos hubiéramos retirado. Me quedé allí con la sola compañía de un par de sacerdotes que paseaban a la sombra de la columnata, entonando oraciones.
A un lado se encontraba la casa del nacimiento, una representación simbólica del nacimiento de Horus, hijo de Isis y Osiris. Allí se escenificaba y celebraba la leyenda de Isis y de su esposo en sus múltiples versiones. ¿Hay algún niño que no la conozca? Osiris, asesinado por su perverso hermano Seth, fue buscado y encontrado por la doliente y fiel Isis, la cual concibió milagrosamente del difunto Osiris a su hijo Horus, y lo alumbró en unos pantanos de papiros del Alto Egipto. Entonces el malvado Seth volvió a matar a Osiris, y esparció sus miembros por todo Egipto. Una vez más la fiel esposa recogió los miembros y los volvió a juntar, devolviendo la vida a Osiris en el Ultratumba, donde éste reina como Rey de los Muertos, y «es eternamente feliz». Entretanto Horus, que había crecido, mató a su tío Seth para vengar a su padre. Osiris, Isis y Horus viven juntos y constituyen una sagrada y bendita tríada. La casa del nacimiento conmemoraba el prodigioso nacimiento del niño. Frente a File, en la cercana isla de Biggeh, estaban enterradas algunas partes de Osiris, y una estatua dorada de Isis se trasladaba cada diez días en una barca sagrada a visitar a su divino esposo, escenificando de este modo el antiguo relato. Contemplé la rocosa orilla a través de una de las aberturas de la columnata.
Era algo tan parecido a la realidad de mi vida que me estremecí al pensarlo. Yo era Isis, César era Osiris, Cesarión era Horus. César, asesinado por hombres malvados, se había convertido ahora en un dios. Yo me había quedado sola para llorarle, vengar su muerte y criar a su hijo, para que pudiera llevar su nombre y recibir su herencia. Al igual que Isis, me sentía muy sola vagando por toda la tierra en busca de sus restos.
Movida por una repentina determinación, me dirigí a la pequeña sala donde tiempo atrás ambos habíamos pronunciado aquellos misteriosos juramentos. Restos de César… allí había uno.
Entré en la pequeña sala cuadrada en cuyos bajorrelieves se representaba a los faraones haciendo ofrendas a Isis bajo el buitre alado del Alto Egipto. Allí habíamos estado los dos. Contemplé las baldosas del suelo sobre las cuales se habían apoyado las sandalias de sus pies, y los lugares que había rozado la orla de su capa. Coloqué los pies en el lugar donde él los había colocado entonces y alargué la mano para tocar… el aire vacío.
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