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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (9 page)

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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Sin embargo no estaba sola. Sólo nos separaba una delgadísima barrera invisible aunque fuertemente vigilada: el tiempo y la muerte. Ya no me sentía burlada ni desposeída de lo que era mío sino extrañamente consolada. La ceremonia perduraba a través de la barrera y nos seguía manteniendo unidos.
Salí fuera y esperé a Tolomeo bajo la luz del sol. Las suaves caricias del agua en las orillas de la isla tranquilizaban y serenaban mi desbocado corazón. Recordé que allí también había un nilómetro en forma de gradas que bajaban directamente al agua. Al descender me di cuenta de que había tenido que bajar muchas para alcanzar el nivel del agua. La señal de la crecida mínima se encontraba todavía a cinco gradas del nivel del agua. Sentí que se me aceleraban los latidos del corazón.
Era evidente que se había producido una cierta crecida. ¿Acaso no habíamos navegado por la Catarata? Pero la crecida aún era muy escasa. Busqué un relieve que había en uno de los muros, en el que se representaba a Hapi, el dios del Nilo, en su gruta de las Cataratas. ¿Qué nos estaba haciendo Hapi? Le dirigí varias oraciones.
No supe cuánto rato permanecí allí, pero cuando levanté los ojos vi que Tolomeo salía del templo tosiendo, apoyado en dos sacerdotes.
- El encuentro con la diosa le ha afectado profundamente -explicó uno de los sacerdotes, dándole aire con un abanico.
Tolomeo seguía tosiendo. Pensé que no había sido la presencia de la diosa lo que le había afectado sino el humo del incienso. Estaba segura de que Olimpo se mostraría de acuerdo; a su juicio, el incienso era un veneno para los pulmones.
- Deseamos dejarlo bajo vuestra custodia en el santuario de la curación -dije-. ¿No tenéis una casa donde los sacerdotes y las sacerdotisas atienden a los enfermos que acuden a Isis?
- Sí, pero su capacidad es limitada. Es decir, no está abierto a todos los peregrinos porque en tal caso tendría que ser enorme. Es una pequeña casa, donde los pacientes viven de una manera saludable -me aseguró el sacerdote.
Me gustó lo que vi. El patio embaldosado estaba inmaculadamente limpio, con flores alrededor de un pozo central, y no había gatos ni perros merodeando por el lugar. Unas amables mujeres, que servían a Isis en su función de sanadoras como Asclepio, atendían a los inválidos, paseándolos bajo el sol, leyéndoles y sirviéndoles la comida. Pensé que en aquel lugar Tolomeo recibiría los mejores cuidados posibles.
Al ver que Tolomeo no protestaba de que lo dejaran allí, empecé a alarmarme. Eso significaba que había perdido la fuerza de luchar.
Mientras lo acostaban, le acaricié la frente y le dije:
- La diosa te curará. El año que viene por estas fechas estarás de vuelta en Alejandría, y eso no será más que un recuerdo.
Asintió dócilmente con la cabeza y me apretó la mano.
Decidí quedarme unos cuantos días allí pero a él no se lo dije por temor a que cambiara de parecer y se empeñara en regresar conmigo. Le pedí al sacerdote que me informara sobre su estado cada mañana y cada noche.
Todos los informes de los primeros cuatro días fueron muy favorables. Tolomeo dormía muy bien; su color estaba mejorando e incluso tomaba sopa y pan. Al quinto día, el sacerdote acudió a verme a toda prisa poco antes de la puesta del sol.
- Gran Reina, el Rey ha… se ha atragantado con la comida, le ha dado un acceso de tos y se ha desmayado. Lo hemos recostado sobre unos almohadones en la cama y ha empezado a escupir sangre.
- Será mejor que te acompañe.
Salimos corriendo y entramos en la casa de los enfermos.
Encontré a Tolomeo inerte sobre los almohadones y con los brazos colgando como ramas de sauce cortadas. Su rostro mostraba una mortal palidez y sus mejillas estaban punteadas de manchas rojas. Su aspecto era completamente distinto del que tenía la última vez que le había visto.
- ¡Tolomeo! -le dije en un susurro, arrodillándome a su lado.
Abrió los ojos con gran esfuerzo y los clavó en mí.
- Ah… pensaba que te habías ido.
- No, estaré aquí mientras tú me necesites.
Alargó una débil mano, buscando a tientas la mía.
Al tomarla la encontré seca y ardiente, como los élitros de una langosta bajo el sol.
Lanzó un profundo suspiro, llenándose los pulmones de aire. Al exhalarlo le salió una espuma roja por las ventanas de la nariz.
Cerró los ojos y ya no los volvió a abrir. Sentí que su ardiente manita se contraía levemente y después se aflojaba. Murió serenamente y sin esfuerzo, suspirando por todo lo que tenía que abandonar.
Retuve su pobre manita en la mía sin decir nada. Ya tendría ocasión de hablar cuando regresara el sacerdote.
Nuestra embarcación navegó Nilo abajo convertida ahora en una barca funeraria. Los sacerdotes de File habían preparado a Tolomeo para su viaje a la eternidad. Durante el tiempo que invirtieron en ello se construyó un féretro para el transporte. Esperé, suspendida entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
Día tras día contemplé los débiles e infructuosos esfuerzos del Nilo por crecer. Me estaban cayendo encima toda suerte de infortunios. ¿Tendría que enfrentarme ahora con una carestía de alimentos en la tierra, después de la pérdida de mi esposo, de mi hijo no nacido y de mi hermano?
«¿Tan fuerte me crees? -le pregunté a Isis en tono suplicante-. ¡Ya no puedo más!»
«Sí puedes y podrás», pareció responderme el agua con un indiferente murmullo.
La embarcación llevaba colgaduras de duelo y los remeros vestían ropa de luto. La gente se congregó en las orillas todo lo cerca que le permitía la presencia de los cocodrilos y contempló nuestro paso en silencio. La travesía se hizo interminable. Cuando pasamos por Kom Ombo, recordé la fascinación de Tolomeo por el dios cocodrilo y me eché a llorar. Le gustaban tantas cosas… El mundo sería un lugar más gris sin su risa y su infantil curiosidad.
37
Un sol claro e implacable caía sobre el cortejo fúnebre como el agua de una jarra. El carro que llevaba el sarcófago de Tolomeo se abrió paso por las calles de Alejandría, siguiendo el camino de todos los cortejos oficiales, antes de terminar su recorrido en el Soma, el mausoleo real situado en el lugar donde se cruzaban las dos avenidas principales. Todos mis antepasados descansaban allí, en unas complicadas cámaras, en el interior de unos ornamentados sarcófagos de piedra. Pasear por delante de ellos era hacer un recorrido por las distintas modas funerarias, desde el sencillo y cuadrado sarcófago de Tolomeo I hasta el recargado de Tolomeo VIII, adornado con tanta vegetación labrada que más parecía un emparrado. Era el siniestro desfile de los muertos. Me estremecí al pasar por delante de la tumba de mi padre y de la sin decorar -pues había sido castigado en la muerte- de mi otro hermano Tolomeo, el traidor. El Tolomeo que acababa de morir descansaría en un sólido sarcófago de granito rosa labrado con embarcaciones y caballos. Había procurado recordar las cosas que más le gustaban y que él hubiera querido tener consigo, pero eran tantas…
Unas antorchas encendidas iluminaban el pasadizo subterráneo con tanta claridad como si se encontrara al aire libre. Pero todo terminó enseguida, las puertas se cerraron bajo llave y salimos de nuevo a la verdadera luz del día.
Dos funerales, ambos horribles cada uno a su manera: César incinerado hasta quedar reducido a cenizas y sus huesos recogidos posteriormente para ser enterrados en el sepulcro de su familia. Tolomeo conservado gracias a la habilidad de un embalsamador y depositado rígido y frío en una oscura caja. La muerte era grotesca.
Toda Alejandría tuvo que observar los siete días de luto oficial. Se interrumpieron todos los negocios, los embajadores tuvieron que esperar, los barcos permanecieron anclados con sus cargas y las facturas no se pagaron.
Ahora ya estábamos en el mes de octubre y el Nilo nos había fallado. El nivel del agua apenas alcanzaba la línea de los «codos de la muerte» en todos los nilómetros. El agua se había extendido allí y en el Bajo Egipto formando unos pequeños charcos y llenando a duras penas las represas. Ahora ya se estaba retirando con un mes de adelanto.
Habría carestía de alimentos.
Por lo menos, el bajo nivel del agua causaría sufrimiento a los cocodrilos. Incapaces de encontrar suficiente alimento, muchos de ellos desaparecían bajo el barro, donde dormirían a la espera de tiempos mejores. Algunos subían a tierra y se quedaban varados o a merced de los aldeanos, que los acorralaban y alanceaban. Otros se retiraron a las aguas de más allá de la catarata.
Sobek me había obedecido, o más bien había obedecido a la Isis que yo llevaba dentro.
Cuando terminó el luto oficial, consulté a Mardo y Epafrodito sobre la prevista crisis de las cosechas.
- Sí, habrá carestía -dijo Mardo-. Ya me han hecho los cálculos.
- ¿Y será muy grave la carestía? -pregunté.
- Tan grave como otras que ha habido -me contestó, sacudiendo la cabeza-. Es una suerte que los dos últimos años hayan sido buenos.
«Cuando yo no estaba -pensé-. ¡A lo mejor, sería bueno para Egipto que yo me fuera a vivir a otro sitio!»
Así lo dije.
Mardo enarcó las cejas.
- Pero ¿dónde te gustaría vivir? ¿Qué otro lugar se puede comparar con Alejandría?
- Tal vez Éfeso o Atenas.
Sentía curiosidad por conocer aquellas ciudades y sus dos grandes maravillas: el gran templo de Artemisa y el Partenón.
- ¡Bah, hay demasiados griegos! -dijo Epafrodito-. ¿A quién le interesa vivir con los griegos?
- Tiene razón -dijo Mardo-. Discuten demasiado, casi tanto como los judíos. Por eso hay tantos alborotos y tantas disputas en Alejandría… Los judíos y los griegos se la tienen jurada y andan siempre a la greña.
- A diferencia de vosotros, los tranquilos egipcios -replicó Epafrodito-. Creo que os moriríais de aburrimiento.
- Vamos, amigos míos -dije yo-, no empecemos a pelearnos aquí. Mis ministros tienen que estar por encima de las características nacionales -dije medio en broma-. Si tuviéramos que tomar medidas para paliar los efectos de la carestía, ¿cómo se encuentran las arcas del Tesoro? ¿Podemos permitirnos el lujo de empezar a reconstruir mi flota?
Mardo me miró alarmado.
- ¡Señora, esto costaría una fortuna!
- Una fortuna para salvar una fortuna -dije yo-. Sé que los ojos de Roma volverán a posarse en Oriente. La última disputa entre César y Pompeyo se resolvió en Grecia. Los asesinos vendrán a Oriente, lo sé. Lo presiento. Y cuando vengan, tenemos que estar preparados para defendernos o para prestar ayuda al bando de César.
Mardo cruzó y descruzó las piernas como acostumbraba a hacer cuando reflexionaba.
- ¿Y las cuatro legiones que ya tenemos aquí? -preguntó finalmente.
- Deben lealtad a Roma -contesté-. Necesitamos unas fuerzas que defiendan nuestros intereses, unas fuerzas navales.
La debilidad naval de Roma era un hecho universalmente conocido. Sus legiones eran invencibles en tierra, pero su flota ponía muy escaso ardor en las batallas.
- Sí, estoy de acuerdo -dijo Epafrodito-. Y creo que el Tesoro lo podrá resistir, aunque habrá que gastar casi todo lo que hay. Nos quedaremos sin reservas.
No importaba. Las arcas se habían vuelto a llenar con gran rapidez, y la flota nos era muy necesaria.
- Creo que necesitaremos por lo menos doscientos barcos -dije yo. Los dos hombres me miraron sorprendidos-. Un número inferior no sería una flota -añadí-. Las medidas a medias sólo sirven para malgastar el dinero.
- Sí, Majestad -dijo Epafrodito-. ¿Debo encargarme de conseguir la madera y los carpinteros de ribera? ¿Qué tipo de barcos quieres que integren esta flota? ¿Embarcaciones de guerra, cuatrirremes y otros de más órdenes de remos, o embarcaciones más ligeras de tipo liburno? Hay que saberlo para poder encargar la madera del tamaño adecuado.
- Yo haría mitad y mitad -contesté. Había leído muchas cosas sobre la guerra naval y me parecía oportuno que estuviéramos protegidos en dos frentes. Se habían perdido muchas batallas por haber confiado exclusivamente en un tipo de embarcación-. Y quiero aprender a capitanear un barco -añadí.
Los dos hombres me miraron escandalizados.
- Majestad -dijo Epafrodito-, creo que podrás confiar en los capitanes de la flota.
- Habrá capitanes -le aseguré-, pero no quiero permanecer al margen de la acción.
Mardo puso los ojos en blanco.
- Oh, no -dijo, lanzando un suspiro-. Lo que faltaba.
No le hice caso.
- Cuando la carestía de alimentos se deje sentir con más fuerza hacia marzo o abril, tendremos que abrir al pueblo los graneros de Alejandría. Ahora mismo lo anunciaremos.
Los cereales de Egipto -el trigo y la cebada- se almacenaban en los enormes graneros de Alejandría para su envío por barco o su distribución. Había que establecer una vigilancia, y decidí colocar un doble destacamento de soldados a su alrededor.
- ¿Ahora? -preguntó Mardo, frunciendo el ceño-. Si lo haces, vendrán a pedirlos antes de lo necesario.
- Tal vez, pero así podremos evitar preocupaciones y levantamientos.
Mardo lanzó un nuevo suspiro. Prefería esperar a que surgieran las dificultades en lugar de salirles al encuentro a medio camino.
La flota empezó a tomar cuerpo gracias a los astilleros del Delta y de Alejandría, que trabajaban a un ritmo endiablado. Los sirios, que eran audaces navegantes (razón por la cual eran muy bien pagados y estaban dispuestos a correr cualquier riesgo), transportaron por mar el suficiente número de maderos lo bastante largos como para construir los esqueletos de las embarcaciones de guerra y ponerlos a secar. Los accesorios de los barcos -los remos, las velas, los timones, los cabos y los arietes- se construyeron por separado con gran presteza. Yo había decidido dividir la flota y estacionar la mitad con mi gobernador de Chipre para facilitar el despliegue. Mientras estudiaba todos los detalles de los diseños de los barcos, pedí a un carpintero de ribera de Alejandría que construyera el trirreme en miniatura que le había prometido a Cesarión. El niño tenía ahora tres años y medio y el trirreme le encantó. Bajamos muchas veces las gradas del palacio que conducían al puerto real para que lo viera. Debería tener unos veinte palmos de longitud, suficiente para que dos remeros adultos lo impulsaran; los demás remos estarían clavados y sólo serían de adorno.
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