«Todos oímos sus gritos, unos alaridos terribles que se prolongaron durante dos días. Entonces, el dirigente decidió atacar al dragón para rescatar a los suyos... o, al menos, para poner fin a sus sufrimientos. Haplo estaba conmigo —continuó, sin abandonar el tono susurrante—. Nosotros conocíamos mejor a los dragones rojos y le dijimos al dirigente que cometía una estupidez, pero no quiso hacernos caso. Provistos de armas potenciadas con la magia, los guerreros emprendieron la marcha hacia la guarida de la fiera.
»E1 dragón salió de la cueva llevando los cuerpos aún vivos de sus víctimas, uno en cada zarpa. Los guerreros dispararon sus flechas contra el dragón. Unas flechas, dirigidas por las runas, que no podían fallar su blanco. Pero el dragón perturbó las runas con su propia magia; ésta no detuvo las flechas, sino que se limitó a aminorar su velocidad. Luego, atrapó los dardos... utilizando a los dos prisioneros como acericos.
»Una vez muertos, el dragón arrojó los cuerpos a sus compañeros. Para entonces, algunas de las flechas habían alcanzado su objetivo. El dragón herido se incomodó y lanzó un latigazo con la cola, tan veloz que los guerreros no tuvieron ocasión de escapar. Picó a uno aquí, otro allá, otro más acullá, moviéndose aquí y allá entre las filas de los patryn. Cada vez que tocaba a alguien, provocaba alaridos de terrible dolor. El desgraciado empezaba a convulsionarse hasta caer al suelo, agarrotado e incapacitado.
»E1 dragón cogió a sus nuevas víctimas y las arrojó al interior de su cueva. Más diversión para él. Todos los escogidos eran jóvenes y fuertes. El dirigente se vio obligado a retirar sus fuerzas; en su intento de salvar a los dos primeros, había perdido más de veinte de sus guerreros. Haplo le recomendó que desmontara el asentamiento y llevara lejos a su gente, pero el dirigente casi había perdido por completo el juicio y prometió rescatar a los que el dragón había capturado en su anterior intento.
Marit interrumpió bruscamente la narración para ordenar:
—Vuélvete. Te embadurnaré la espalda.
Hugh obedeció y permitió a Marit esparcirle el barro pestilente por la espalda y los hombros.
—¿Qué sucedió entonces? —inquirió
la Mano
con voz áspera.
La patryn se encogió de hombros.
—Haplo y yo decidimos que era hora de irse. Más tarde, encontramos a uno de los residentes del asentamiento, uno de los escasos supervivientes; nos contó que el dragón había prolongado el juego durante una semana, saliendo de la cueva para luchar, capturar nuevas víctimas y pasarse las noches torturándolos hasta la muerte. Por último, cuando no quedó nadie salvo los demasiado enfermos o demasiado pequeños como para proporcionarle entretenimiento, la bestia había arrasado el lugar.
Supongo que ahora lo comprendes, ¿no? Un ejército entero de guerreros patryn no podría derrotar a uno solo de esos dragones. ¿Te das cuenta de a qué nos enfrentamos?
Hugh no respondió de inmediato. Continuó aplicándose fango a brazos y manos y, cuando hubo terminado, preguntó:
—¿Qué plan tienes, pues?
—El dragón tiene que comer, lo cual significa que tendrá que salir a cazar...
—A menos que decida zamparse a Alfred.
Marit movió la cabeza enérgicamente.
—Los dragones rojos no se comen a sus víctimas. Sería desperdiciar una buena diversión. Además, éste está tratando de averiguar qué es Alfred. El dragón no ha visto nunca a un sartán. No; me temo que mantendrá a Alfred con vida... más tiempo, probablemente, del que a éste le gustaría. Cuando la bestia abandone la cueva para alimentarse, nos colaremos en ella y rescataremos a Alfred.
—Si queda algo por rescatar —murmuró Hugh.
Marit no replicó.
Continuaron adelante, siguiendo el rastro del dragón, que los condujo a través del bosque alejándolos de la ciudad en dirección a la siguiente puerta. El terreno empezó a empinarse cuando llegaron a las estribaciones de las montañas. Llevaban viajando todo el día, sin detenerse más que a comer lo imprescindible para mantener las fuerzas y a beber un poco cuando encontraban un regato de agua clara.
La luz grisácea del día estaba menguando. Las nubes llenaron el cielo y descargaron una lluvia que Hugh consideró una bendición, pues así podría librarse del fango.
La lluvia también fue una bendición en otro sentido. Habían dejado atrás el bosque tupido y en aquel momento ascendían una ladera pelada, salpicada de rocas y peñascos, que no les permitía ocultarse; la cortina de lluvia les proporcionaba, por tanto, la protección que les faltaba.
Mientras hubiera suficiente luz para iluminar el terreno, no tendrían problemas para seguir el rastro del dragón, cuyas patas se clavaban en la pendiente arrancando de ella grandes masas de tierra y roca. Pero estaba cayendo la noche.
¿Qué haría el dragón? ¿Buscar cobijo para pasar la noche, quizás en una cueva de las montañas? ¿O continuar la marcha hasta alcanzar su cubil? Y ellos ¿debían continuar la marcha una vez oscurecido?
Discutieron el asunto.
—Si nos detenemos y el dragón no lo hace —argumentó Hugh—, por la mañana nos llevará una ventaja tremenda.
—Lo sé —asintió Marit, dubitativa, con aire meditabundo.
Hugh
la Mano
esperó a que añadiera algo. Cuando quedó claro que no iba a hacerlo, se encogió de hombros y continuó hablando.
—Yo renuncio a seguir la pista. Ya he estado en situaciones como ésta otras veces; normalmente, me baso en lo que conozco de la persona a la que sigo, intento ponerme en su lugar e imaginar qué haría. Pero estoy acostumbrado a seguir a personas, no bestias. Ésas te las dejo a ti, señora mía.
—Continuaremos —decidió ella—. Seguiremos el rastro con la luz de mis runas. —El resplandor mortecino de los signos mágicos de su piel iluminó levemente el suelo—. Pero tenemos que avanzar despacio. Debemos andar con cuidado, no vayamos a tropezar sin querer con su guarida, en la oscuridad. Si el dragón nos oye llegar... —sacudió la cabeza—. Recuerdo que, una vez, Haplo y yo...
No continuó. ¿Por qué mencionaba a Haplo continuamente? El dolor que le producía aquel nombre era como una zarpa de dragón en el corazón.
Hugh se sentó a descansar y a mascar unas tiras de carne seca. Marit mordisqueó las suyas sin apetito. Cuando se dio cuenta de que no podría tragar la masa pastosa e insulsa, la escupió. No debía pensar más en Haplo; no debía pronunciar su nombre. Era como las runas: al invocar el nombre, evocaba una imagen que la distraía en un momento en que necesitaba concentrar todas sus facultades en el problema más inmediato.
Cuando Xar se lo había llevado, Haplo agonizaba. Marit cerró los ojos y vio de nuevo la herida letal, la runa del corazón desgarrada, rota. Xar podía salvarlo. ¡Sí, seguro que Xar lo salvaría! Xar no lo dejaría morir...
Marit se llevó la mano a la frente, al signo mágico desbaratado que tenía en ella. La patryn sabía muy bien de qué era capaz el Señor del Nexo. Era inútil engañarse. Recordó la cara de Haplo, su perplejidad y el dolor de su expresión cuando había sabido que ella y Xar estaban aliados. En aquel momento, Haplo se había entregado. Sus heridas eran demasiado profundas como para permitirle sobrevivir. Y la había dejado a ella al cuidado de todo cuanto tenía: su pueblo.
Una mano se cerró sobre las suyas.
—Haplo se pondrá bien, señora mía. —Hugh, poco acostumbrado a ofrecer consuelo, se esforzó torpemente en hacerlo—. Es un tipo duro.
Marit contuvo las lágrimas con un pestañeo. La irritaba que el mensch la hubiera sorprendido en aquel momento de debilidad.
—Tenemos que continuar —respondió fríamente. Se puso en pie y reanudó la marcha, dando por supuesto que él la seguiría.
La lluvia había cesado momentáneamente, pero las nubes bajas que ocultaban a la vista las cimas de las montañas eran anuncio de nuevos chaparrones, y una lluvia fuerte podía borrar por completo las huellas del dragón.
Marit se encaramó a un peñasco y escrutó la ladera con la esperanza de distinguir al dragón antes de que cayera la noche. Sin embargo, el apagado resplandor rojizo que iluminaba el perfil del horizonte captó su atención de nuevo, y la patryn volvió la vista hacia allí con profunda fascinación.
¿Qué era aquel resplandor? ¿Era un gran incendio provocado por las serpientes dragón con la intención de que sirviese de faro para atraer a la batalla a todas las criaturas maléficas? ¿Estaría en llamas la propia ciudad del Nexo? ¿O tal vez se trataba de algún tipo de defensa mágica establecida por los patryn, algún círculo de fuego para protegerse de sus enemigos?
Si la Última Puerta caía, quedarían atrapados. Atrapados en el Laberinto con unas criaturas peores que los dragones rojos, unas criaturas cuyo malévolo poder se haría más y más fuerte.
Haplo agonizaba creyendo que ella no lo amaba.
—Marit.
Sobresaltada, la patryn se volvió demasiado deprisa y estuvo a punto de caer del peñasco.
Hugh la ayudó a sostenerse y señaló hacia arriba:
—¡Mira! —Ella obedeció, pero no observó nada—. Espera. Deja que pasen las nubes. ¡Ahí está! ¿Lo ves?
Las nubes se levantaron unos instantes y Marit vio al dragón, que avanzaba por la ladera en dirección a una gran abertura oscura en un farallón rocoso de la montaña.
Y al momento cayó de nuevo la niebla y ocultó al dragón. Cuando despejó otra vez, la bestia había desaparecido.
Habían encontrado la guarida del dragón rojo.
EL LABERINTO
Pasaron la noche escalando la ladera, sin dejar de oír los alaridos de Alfred.
Los gritos no habían sido constantes. Al parecer, el dragón concedía a su víctima ratos para descansar y recuperarse. Durante estas pausas se dejaba oír la voz del dragón desde la caverna, tronando palabras sólo inteligibles en parte. Estaba describiendo a su víctima, con todo detalle, el tormento concreto que se proponía infligirle a continuación. Peor aún, la bestia estaba destruyendo la esperanza de Alfred, lo estaba privando de su voluntad de supervivencia.
—Abri... escombros —eran algunas de las palabras del dragón—. Su gente... muerta... lobunos y hombres tigres al asalto...
—No —musitó Marit—. Lo que dice es falso, Alfred. No creas a esa bestia. Resiste..., resiste.
En cierto momento, el silencio de Alfred se prolongó más de lo habitual. El dragón parecía irritado, como quien intentara despertar a alguien profundamente dormido.
—Ha muerto... —susurró Hugh.
Marit no dijo nada y continuó la ascensión. Y, cuando el silencio de Alfred ya se había prolongado lo suficiente como para casi convencerla de que
la Mano
estaba en lo cierto, captó un gemido grave y suplicante —la súplica de piedad de la víctima— que subió de tono hasta convertirse en un agudo chillido de tormento, un grito acompañado de la voz cruel y triunfal del dragón. Al escuchar de nuevo los alaridos de Alfred, los dos continuaron la marcha.
Un estrecho sendero serpenteaba a lo largo de la ladera en dirección a la cueva, la cual, sin duda, había sido utilizada como refugio por buena parte de la población del Laberinto a lo largo de los años... hasta que el dragón se había instalado en ella. El sendero no era difícil, ni siquiera bajo el chaparrón, por lo que el temor de Marit de que la oscuridad le hiciese perder el rastro del dragón había sido infundado. En su impaciencia por llegar a su cubil, el dragón herido había apartado de su camino peñas y árboles ralos. Las gigantescas patas de la bestia abrían profundos surcos en el suelo, que formaban unos toscos escalones.
A Marit no le gustaba demasiado toda aquella «ayuda». Tenía la clara impresión de que el dragón sabía que lo seguían y estaba encantado de hacer lo posible por atraer nuevas víctimas a las que dar tormento.
Pero a la patryn no le quedaba más remedio que continuar. Y, si en algún momento desesperó, si pensó en darse por vencida y volverse por donde había venido, el resplandor rojizo del horizonte, siempre entrevisto por el rabillo del ojo, la impulsó a seguir adelante.
Hacia medianoche, hicieron un alto. Estaban todo lo cerca de la cueva que Marit estimó seguro. Buscó alguna depresión poco profunda del terreno que al menos les ofreciera cierto abrigo de la lluvia, gateó hasta el hueco e indicó por señas a Hugh que la siguiera.
El mensch no lo hizo. Permaneció agachado junto al estrecho saliente que conducía montaña arriba hasta la oscura boca de la guarida del dragón. Al fulgor mortecino de las runas de su piel, Marit observó su rostro contraído por el odio y la ferocidad. Acababa de caer uno de aquellos silencios ominosos y terribles, tras una sesión de tortura especialmente larga.
—¡Hugh! ¡No podemos seguir! —susurró—. Es demasiado peligroso. ¡Tenemos que esperar a que salga el dragón!
Un buen plan, si no fuera porque los gritos de Alfred se hacían cada vez más débiles.
La Mano
no la escuchaba. Alzó la vista al farallón rocoso y entrecerró los ojos y en un cuchicheo apasionado, reverente, masculló:
—¡Aceptaría llevar esta malhadada existencia para siempre si pudiera, sólo por esta vez, tener la capacidad de matar!
Odio. Marit conocía bien aquel sentimiento y sabía lo peligroso que podía resultar. Alargó el brazo, asió al mensch y lo atrajo con energía al hueco donde estaba agazapada.
—¡Escúchame, mensch! —susurró, dirigiéndose tanto a ella misma como a él—. ¡Eso es precisamente lo que el dragón quiere que sientas! ¿No recuerdas lo que te he dicho? La bestia hace esto a propósito; pretende torturarnos a nosotros tanto como a Alfred. Quiere que irrumpamos en la cueva y ataquemos de frente. Por eso no vamos a hacerlo. Vamos a esperar aquí hasta que salga o hasta que se nos ocurra otra cosa.