La Séptima Puerta (8 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: La Séptima Puerta
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—Es suficiente, señor —lo interrumpió el caballero en tono severo.

—¿A qué se refiere? —Preguntó Marit—. ¿Qué dice de Haplo?

—No se refiere a nada —aseguró el caballero de negro—. ¿Verdad, señor?

—¿Hum? No. Eso es: nada.
Nothing
. Punto. —Zifnab empezó a jugar nerviosamente con la barba.

—Os hemos oído hablar de acudir a la Última Puerta —continuó el caballero de negro— y creo que yo y mis hermanos podemos ayudaros a ello. Nosotros también nos dirigimos allí.

Con estas palabras, levantó la vista hacia el cielo. Marit lo imitó, siguiendo su mirada con desconfianza. Una sombra se deslizó sobre ella, seguida de otra y de otra más. Asombrada y desconcertada, vio pasar cientos de dragones, verdeazulados como el cielo de Pryan y con las escamas deslumbrantes como los cuatro soles de Pryan.

De pronto, delante de ella se alzó un dragón enorme cuya mole gigantesca ocultó el grisáceo sol del Laberinto y cuyas escamas verdeazuladas refulgían. El caballero de negro había desaparecido.

Marit se echó a temblar de miedo. Pero no temía por su propia seguridad. Tenía miedo porque, de pronto, su mundo había sido desgarrado y hecho añicos igual que su Señor había desbaratado el signo mágico grabado en su frente. Y a través de las grietas, de las resquebrajaduras de su mundo, captó un fugaz destello de luz radiante, engullido al momento por una oscuridad terrible. Vio el plomizo cielo del Laberinto, el Nexo en llamas y a su pueblo —criaturas pequeñas y frágiles atrapadas entre la oscuridad y la luz— librar una última batalla desesperada. Blandió la espada sin saber qué estaba atacando o por qué; estaba consternada.

—¡Espera! —Alfred la cogió del brazo—. ¡Guarda el arma! —añadió. Se volvió hacia el dragón y le dijo—: Tú eres de Pryan, ¿no? Los dragones están aquí para ayudarnos, Marit. Para ayudar a tu pueblo. Estas criaturas son los enemigos de las serpientes, ¿verdad?

—La Onda actúa para autocorregirse —declaró el dragón de Pryan—. Así ha sucedido desde el principio de los tiempos. Podemos llevaros hasta la Última Puerta, como a los demás.

Marit advirtió que, a lomos de los dragones, viajaban los patryn, hombres y mujeres, empuñando sus armas. Reconoció al dirigente Vasu en la vanguardia y comprendió qué había sucedido. Su pueblo había abandonado la seguridad de su ciudad amurallada para acudir a la Última Puerta a librar combate con el enemigo.

Hugh
la Mano
ya había montado en el ancho lomo del dragón y ahora ayudaba a Alfred a acomodarse detrás de él.

Marit titubeó, pues habría preferido fiarse de su propia magia, pero se dio cuenta de que no podía. Estaba muy cansada, y necesitaría todas sus fuerzas cuando llegara ante la Última Puerta.

Finalmente, se encaramó al dragón, se instaló en el largo y ancho lomo de la criatura, entre los omóplatos de los que surgían las alas, enormes y poderosas.
{2}
Las alas empezaron a batir el aire.

Zifnab, que se había dedicado a dirigir las operaciones —completamente insensible al hecho de que nadie le hacía el menor caso—, emitió de pronto un grito sofocado.

—¡Espera! ¿Dónde voy a sentarme yo?

—Vos no venís, señor —anunció el dragón—. Correríais peligro.

—¡Pero ya he llegado hasta aquí! —tronó Zifnab.

—Y habéis causado más perjuicio del que yo habría creído posible en tan corto espacio de tiempo —añadió el dragón con aire pesaroso—. Además, está ese otro asuntillo del que hablamos en Chelestra. Supongo que podréis encargaros de eso sin incidencias...

—James Bond podría —replicó Zifnab, ladino.

—¡Ni hablar de eso! —El dragón agitó la cola con irritación.

Zifnab se encogió de hombros y empezó a jugar con el sombrero.

—Claro que también podría ser Dorothy... —Juntó los pies, hizo entrechocar los talones y se puso a cantar—: «No hay lugar como el hogar. No hay lugar..».

—¡Oh, está bien...! —Exclamó el dragón—. Ya que no hay modo de convenceros... Pero esta vez intentad no fastidiarlo todo, ¿querréis?

—Te doy mi palabra —declaró Zifnab con una solemne reverencia—, como miembro del Servicio Secreto de Su Majestad.

El dragón emitió un suspiro, agitó una zarpa, y Zifnab desapareció. Cuando batió las alas, levantó nubes de polvo que impidieron la visión a Marit. La patryn se agarró con fuerza a las escamas relucientes, duras como el metal. La criatura se elevó en el aire, las copas de los árboles se alejaron bajo los pies de la patryn y una luz cálida y brillante como un faro le bañó el rostro.

—¿Qué es esa luz? —exclamó, temerosa.

—El sol —respondió Alfred, asombrado.

Marit miró a su alrededor y preguntó:

—¿De dónde procede?

—De las ciudadelas —explicó el sartán, en cuyos ojos brillaban unas lágrimas—. Son los rayos de luz de las ciudadelas de Pryan. Aún hay esperanzas, Marit. ¡Aún hay esperanzas!

—Guardadlas en vuestro corazón, entonces —proclamó el dragón con tono severo y tétrico—. Porque, si toda esperanza muere, nosotros desapareceremos.

Apartando sus ojos de la luz, los dragones verdeazulados continuaron volando hacia la oscuridad teñida de rojo.

CAPÍTULO 6

EL CÁLIZ

CHELESTRA

El mundo de Chelestra es un globo de
agua
, suspendido en la fría negrura del espacio. Su corteza exterior es hielo; el interior—calentado por el sol que flota libremente en ella— es agua tibia, respirable como el aire y destructora de la magia de los sartán y de los patryn. Los mensch de Chelestra, llevados allí por los sartán, habitan las lunas marinas, criaturas vivientes que vagan a la deriva en el agua, siguiendo al errático sol. Las lunas marinas fabrican su propia atmósfera y se rodean de una burbuja de aire. En ellas, los mensch construyen ciudades y cultivan tierras y, con sus sumergibles mágicos, se desplazan de una a otra.

En Chelestra, a diferencia de los mundos de Ariano y de Pryan, los mensch conviven pacíficamente. Su mundo y sus vidas han permanecido intactos durante siglos, hasta la llegada de Alfred a través de la Puerta de la Muerte.
{3}

De forma accidental, Alfred había despertado de su sueño letárgico a un grupo de sartán —los mismos que habían provocado la Separación de los mundos— que se hallaba en un estado de animación suspendida. Y estos sartán, en un tiempo tomados por semidioses por los mensch, pretendieron gobernar de nuevo a quienes ellos consideraban inferiores.

Conducidos por Samah, presidente del Consejo que había ordenado la Separación, los sartán descubrieron con asombro e irritación que los mensch no sólo se negaban a someterse y adorarlos, sino que tenían la osadía de desafiar a los presuntos dioses y sitiarlos en su propia ciudad, manteniéndolos prisioneros al inundarla con el agua marina destructora de la magia.

También vivía en Chelestra la manifestación del mal en los mundos. Estas criaturas, con la forma de enormes serpientes —las pérfidas serpientes dragón, según las llamaban los enanos—, llevaban mucho tiempo buscando el modo de abandonar Chelestra y penetrar en los otros tres mundos. Sin darse cuenta de lo que hacía, Samah se lo proporcionó. Furioso con los mensch, temeroso e incapaz de seguir controlando hombres y hechos, Samah fue víctima inconsciente de las serpientes dragón. Pese a todas las advertencias de que no lo hiciera, el sartán abrió la Puerta de la Muerte.
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De este modo, las malvadas criaturas pudieron colarse en los otros mundos, donde se esforzaron en fomentar el caos y la discordia que son su alimento y su bebida.

Secretamente abrumado por lo que había hecho, Samah abandonó Chelestra con la intención de viajar a Abarrach. Allí, según había sabido gracias a Alfred, los sartán se dedicaban a la práctica del antiguo y prohibido arte de la nigromancia.

Samah pensó que, si era capaz de devolver la vida a los muertos, podría organizar una fuerza lo bastante poderosa como para derrotar a las serpientes dragón y, así, volver a gobernar los cuatro mundos.

Pero Samah no vivió lo suficiente como para aprender el arte de resucitar a los muertos. Junto con un extraño sartán, un viejo que se hacía llamar Zifnab, fue capturado por sus enemigos ancestrales, los patryn, que habían acompañado a Abarrach a su señor, Xar. El Señor del Nexo, que también había acudido allí para aprender el arte de la nigromancia, ordenó ejecutar al sartán y luego intentó resucitar el cuerpo de Samah por medios mágicos.

Pero las intenciones de Xar se vieron frustradas, pues el alma de Samah fue liberada por un lázaro —un muerto viviente— sartán, llamado Jonathon, de quien dice la profecía: «Traerá vida a los muertos y esperanza a los vivos. Y la Puerta se abrirá para él».

Desde la partida de Samah de Chelestra, los demás sartán que quedaban en el Cáliz —la única extensión de tierra estable en un mundo acuático— habían estado esperando su regreso con impaciencia y con creciente inquietud.

—Ramu, Samah se retrasa mucho más de lo que él mismo estipuló. No podemos seguir sin un líder. Te instamos a que aceptes el cargo de presidente del Consejo de los Siete.

Ramu miró uno tras otro a los restantes seis miembros.

—¿Es ése vuestro parecer? ¿Compartís todos esta propuesta?

—Sí. —Los consejeros lo dijeron con palabras y con gestos.
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Ramu estaba tallado en granito, la misma piedra que Samah, su padre. Ninguno de los dos se dejaba emocionar fácilmente. Duro e inflexible, Ramu estaba dispuesto a quebrarse antes que ceder. En su visión de las cosas no existía el crepúsculo: sólo había el día o la noche. O el sol brillaba con fuerza, o la oscuridad total engullía su mundo. E, incluso cuando lucía el sol, producía densas sombras.

Ramu era servidor del Consejo, un cargo que debía desempeñarse antes de acceder a miembro de éste. O bien Ramu había sido ascendido a la calidad de miembro de pleno derecho del Consejo durante el período de emergencia, cuando los mensch habían inundado la ciudad, o bien había ocupado el puesto de su exiliada madre.

Pero en el fondo era un hombre bueno, de honor, un padre abnegado y buen amigo y esposo. Y, aunque la preocupación por la desaparición de su padre no se reflejaba en sus duras facciones, no dejaba de quemarlo por dentro.

—Entonces, acepto —se limitó a decir y, tras una nueva mirada al grupo, añadió—: Hasta el momento en que regrese mi padre.

El Consejo en pleno dio su conformidad. Cualquier otra cosa habría sido menospreciar a Samah.

Ramu se puso en pie y se trasladó desde su asiento al fondo de la mesa hasta el escaño de la presidencia, en la cabecera. Al desplazarse, el borde de su túnica blanca rozó con un susurro las losas del suelo; unas losas que aún resultaban frías y húmedas al tacto, pese a que ya hacía tiempo que las aguas del mar de Chelestra se habían retirado.

Los restantes miembros del Consejo se colocaron debidamente, tres a la izquierda de Ramu y tres a su derecha.

—¿Qué asunto se presenta al Consejo, en esta ocasión? —preguntó Ramu.

Uno de los consejeros se incorporó.

—Los mensch han vuelto por tercera vez para negociar la paz, consejero. Han solicitado una reunión con el Consejo.

—No tenemos ninguna necesidad de reunimos con ellos. Si quieren un arreglo pacífico, deben acatar nuestros términos tal como los ha planteado mi padre. Saben cuáles son, ¿verdad?

—Sí, consejero. O los mensch acceden a jurarnos fidelidad y a permitirnos que los gobernemos, o se retiran del Cáliz y abandonan las tierras que nos han usurpado por la fuerza.

—¿Y cuál es su respuesta a estos términos?

—Que no abandonarán las tierras que ocupan, consejero. Para ser justos con ellos, no tienen adonde ir. Sus antiguos hogares, las lunas marinas, están ahora cubiertos por el hielo.

—Pues que suban a esas embarcaciones suyas, pongan rumbo al sol y busquen nuevas patrias.

—Los mensch no ven ninguna necesidad de un trastorno tan traumático en sus vidas, Ramu. Aquí, en el Cáliz, hay tierra suficiente para todos. No entienden por qué no pueden instalarse en ellas.

El tono del consejero sartán daba a entender que él tampoco terminaba de entenderlo. Ramu torció el gesto pero, en aquel momento, otro miembro del Consejo se puso en pie y pidió permiso para hablar.

—Para ser justos con los mensch, presidente Ramu —dijo una voz femenina, obsequiosa—, están avergonzados de sus acciones pasadas y muy dispuestos a pedir nuestro perdón y nuestra amistad. Han hecho progresos con las tierras, han empezado a construir casas y han establecido comercios. Yo misma lo he visto.

—¿De veras, hermana? —A Ramu se le ensombreció la expresión—. ¿Has estado entre ellos?

La consejera se movió, incómoda.

—Sí, Ramu. A invitación suya. No vi inconveniente y los demás miembros del Consejo lo aprobaron. Tú no estabas presente...

Ramu puso fin a la discusión con frialdad.

—Lo hecho, hecho está, hermana. ¿Qué han hecho esos mensch en nuestra tierra?

No se le escapó a nadie el énfasis en el posesivo. La sartán carraspeó, nerviosa.

—Los elfos se han instalado junto a la costa. Sus ciudades van a ser de una belleza extraordinaria, con viviendas de coral. Los humanos se han establecido más tierra adentro, en los bosques, como les gusta hacerlo, pero con acceso al mar garantizado por los elfos. Los enanos han ocupado las cuevas de las montañas del interior. Extraen los minerales y crían cabras y ovejas. Han instalado forjas...

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