—Discúlpame, señor —lo interrumpió el dragón, afortunadamente—, pero no tenemos tiempo para hablar de la señorita Dickinson. Está el asunto de la batalla que se avecina.
—¿Qué? ¡Ah, sí! —Zifnab se dio un tirón de la barba—. No alcanzo a ver cómo vamos a salir de ésta. Ramu es un tipejo testarudo, estúpido e insensible...
—Si me permites decirlo, señor —apuntó el dragón—, fuiste tú quien le dio la falsa información de que...
—Conseguí traerlo aquí, ¿no? —exclamó Zifnab, triunfal—. ¿Crees que habría venido, de lo contrario? ¡Puedes apostar a que no! Aún seguiría en Chelestra, causando infinidad de problemas. Ahora, en cambio, está aquí...
—¡... causando infinidad de problemas! —terminó la frase el dragón con abatimiento.
—Bueno, para ser precisos, las cosas ya no son así —intervino una nueva voz.
El dirigente Vasu apareció en el claro del bosque, acompañado de Balthazar.
Alfred los miró con cierto recelo, no muy complacido de ver juntos a los dos personajes.
—Creo que podemos fiarnos de él —susurró Marit, en referencia al sartán de Abarrach—. Su gente ha tenido su propio Laberinto.
Balthazar acogió sus palabras con una reverencia.
—Espero que tu fe en mí quede justificada, hermana. Traemos buenas noticias. De momento, no habrá batalla. Al menos, no entre nosotros. Ramu ha sido obligado a dimitir de su puesto de consejero y yo he sido nombrado jefe del Consejo. Nuestros pueblos —dirigió una mirada al dirigente Vasu, quien esbozó una sonrisa— forman ahora una alianza. Unidos, debemos ser capaces de hacer retroceder a los ejércitos del mal.
—Una noticia excelente, señor. Mi gente la recibirá con gran satisfacción —declaró el dragón y añadió con tono grave—: Sin duda, los dos comprendéis que esta batalla no será el final. La maldad que habita en el Laberinto seguirá aquí para siempre, aunque sus efectos serán limitados por la profundización de la confianza y de la reconciliación entre vuestros dos pueblos. —El dragón miró a Alfred—: La Onda se corrige a sí misma, señor.
—Sí, ya veo —respondió Alfred, pensativo.
—Y quedan también nuestras primas, las serpientes. Me temo que nunca podrán ser derrotadas, pero sí mantenidas a raya y, me satisface decirlo, la mayoría de ellas están ahora atrapadas en el Laberinto. Quedan muy pocas con vida entre los mensch de los cuatro mundos.
—¿Qué será de los mensch, ahora que la Puerta de la Muerte ha quedado cerrada? —Preguntó Alfred con añoranza—. ¿Todos sus logros habrán sido en vano? ¿Quedarán completamente aislados unos de otros?
—La Puerta está cerrada, pero los conductos permanecen abiertos. La gran Tumpa-chumpa continúa trabajando. Su energía se transmite a través de los conductos hasta las ciudadelas de Pryan. Las ciudadelas amplifican esa energía y la envían a Chelestra y a Abarrach. El sol de Chelestra empieza a estabilizarse, lo cual significa que las lunas marinas volverán a despertar. Y la vida florecerá en ellas.
—¿Y Abarrach?
—¡Ah! De ese mundo no estamos muy seguros. Los muertos lo han abandonado, por supuesto. Las ciudadelas calentarán los conductos y esto tendrá el efecto de licuar la capa de hielo que lo recubre. Muchas regiones, hoy dominadas por el frío, volverían a ser habitables.
—Pero ¿quién acudirá a repoblarlas? —Preguntó Alfred con tristeza—. La Puerta de la Muerte está cerrada. Los mensch no podrán viajar a través de ella.
—No —respondió el dragón—, pero un mensch que vive actualmente en Pryan, un elfo llamado Paithan Quindiniar, está trabajando en unos experimentos que inició su padre. Experimentos relacionados con proyectiles y propulsores. Los mensch podrían alcanzar Abarrach antes de lo que crees.
—Por lo que respecta a nosotros, la vida no será fácil para nuestros pueblos —dijo Vasu—. Pero, si trabajamos juntos, podemos mantener a raya el mal y aportar una dosis de paz y de estabilidad... incluso al Laberinto.
—Reconstruiremos el Nexo —afirmó Balthazar—. Derribaremos el muro y la Última Puerta. Algún día, quizá nuestros dos pueblos serán capaces de convivir allí en armonía.
—Me siento profundamente satisfecho. Sinceramente complacido. —Alfred se enjugó las lágrimas con la raída puntilla del cuello de la blusa.
—Yo también —dijo Haplo. El patryn rodeó con su brazo los hombros de Marit y la atrajo hacia sí—. Lo único que nos queda por hacer es encontrar a nuestra hija...
—La buscaremos —declaró Marit—. Juntos.
—Pero... —A Alfred lo había asaltado de pronto un pensamiento—. Por el Laberinto, ¿qué fue lo que le sucedió a Ramu para que aceptara la renuncia al cargo?
—Un curioso incidente —explicó Balthazar con seriedad—. Me temo que resultó herido. En un punto muy sensible. Y lo verdaderamente extraño es que parece incapaz de curarse.
—¿Qué le causó la herida? ¿Una serpiente dragón?
—No. —Balthazar dirigió una mirada perspicaz a Haplo y amagó una sonrisa—. Parece que al pobre Ramu lo mordió un perro.
La extraña tormenta que había barrido Ariano amainó con la misma rapidez con que se había formado. Jamás había habido otra igual, ni siquiera en el continente de Drevlin, que estaba —o había estado— sometida a fuertes tormentas casi de hora en hora. Algunos de los espantados pobladores de los continentes flotantes temían que el mundo estaba llegando a un final, aunque los más pragmáticos —entre ellos, Limbeck Aprietatuercas— sabían que no era así.
—Se trata de un flujo ambiental —le explicó el enano a Jarre; o, mejor dicho, a lo que suponía que era Jarre aunque, en realidad, era una escoba. A Limbeck se le habían roto las gafas durante la tormenta. Jarre, acostumbrada a ello, apartó la escoba y ocupó su lugar sin que el miope enano advirtiera la diferencia—. Un flujo ambiental, causado sin duda por el aumento de actividad de la Tumpa-chumpa, que ha producido un calentamiento de la atmósfera. Voy a llamarlo «efecto Tumpa-chumpa».
Así lo hizo, y aquella misma noche pronunció un discurso relativo al hecho, que nadie escuchó debido a que todo el mundo andaba recogiendo el agua del chaparrón que anegaba muchas zonas.
Los feroces vientos de la tormenta amenazaron con causar considerables daños en las ciudades del Reino Medio y, de forma muy especial, en las ciudades elfas, grandes y densamente pobladas. Pero, en el punto álgido de la tempestad, en su momento de máxima furia, se presentaron los misteriarcas humanos —grandes hechiceros de la Séptima Casa— y, con sus facultades mágicas para ejercer control sobre los elementos naturales, hicieron mucho para proteger a los elfos. Los daños fueron mínimos y sólo hubo algunas lesiones leves. Lo más importante de todo fue que aquella ayuda, no pedida e inesperada, contribuyó en gran medida a suavizar las tensiones entre pueblos que, hasta aquel momento, habían sido acérrimos enemigos.
El único edificio que sufrió daños importantes a causa de la tormenta fue la Catedral del Albedo, el receptáculo de las almas de los muertos. Los elfos kenkari habían construido la Catedral con cristal, piedra y magia. Su cúpula de paneles de cristal protegía un exótico jardín de plantas hermosas y poco frecuentes, algunas de las cuales se decía que procedían de tiempos anteriores a la Separación: unas plantas traídas de un mundo cuya propia existencia casi había caído ya en un completo olvido. Dentro de aquel jardín, las almas de los elfos de estirpe real revoloteaban entre las hojas y entre las rosas fragantes.
Antes de morir, todo elfo entregaba el alma a los kenkari, la dejaba al cuidado de los elfos encargados de ello, que recibían el nombre de geir. El geir llevaba el alma, encerrada en una cajita ornamentada, a la Catedral, donde los kenkari la dejaban entre las otras almas encerradas en el jardín. Entre los elfos existía la creencia de que aquellas almas de los muertos proporcionaban a los vivos los beneficios de la fuerza y de la sabiduría que habían adquirido en vida.
La antigua costumbre había sido iniciada por Krenka-Anris, la santa elfa, el alma de cuyos hijos muertos había regresado para salvar a su madre de un dragón.
Los elfos kenkari vivían en la Catedral al cuidado de las almas, encargados de aceptar y liberar en el jardín las que les iban llegando. Por lo menos, eso era lo que habían hecho en el pasado. Pero, cuando habían tenido constancia clara de que Agah'ran, el emperador elfo, ordenaba dar muerte a jóvenes elfos para obligar a sus almas a ayudarlo en su corrupto mandato, los kenkari habían cerrado la Catedral y habían prohibido la aceptación de una sola alma más.
Agah'ran fue destronado por su hijo, el príncipe Reesh'ahn, con la ayuda de los gobernantes humanos, Stephen y Ana. El emperador huyó y desapareció. Elfos y humanos formaron una alianza. Había sido una paz inquieta; sus supervisores habían tenido trabajo para mantenerla, obligados constantemente a apagar fuegos, calmar enfrentamientos y contener a los seguidores más testarudos. Con todo, de momento la situación se sostenía.
Pero los kenkari no tenían idea de qué hacer. Las últimas instrucciones que les había dado el Guardián de las Almas, a quien se las había revelado Krenka-Anris, era que mantuvieran cerrada la Catedral. Y así lo habían hecho. Cada día, los tres guardianes —Alma, Libro y Puerta— se acercaban al altar y solicitaban consejo.
Y recibían la consigna de esperar.
Entonces, se había presentado la tormenta.
El viento empezó a arreciar inesperadamente hacia mediodía. Nubes oscuras de aspecto amenazador se formaron en los cielos por encima y por debajo del Reino Medio hasta oscurecer por completo la luz de Solaris. El día se convirtió en noche en un abrir y cerrar de ojos. La actividad comercial se paralizó en toda la ciudad; la gente salió a las calles y miró al cielo con inquietud. Las naves que surcaban el aire entre isla e isla buscaron refugio lo antes posible, poniendo proa al puerto más cercano, lo cual significó que embarcaciones elfos amarraran en puertos humanos mientras transportes humanos lo hacían en ciudades elfas.
Los vientos continuaron arreciando. Los frágiles árboles hargast se quebraron y quedaron hechos añicos. Los edificios poco sólidos fueron aplastados como si los golpeara un puño de gigante. Las recias fortalezas de los humanos se estremecieron hasta los cimientos. Se dijo que incluso los monjes de la muerte, los kir, que tan poca atención prestaban a lo que sucedía en el mundo de los vivos, terminaron por salir de sus monasterios, levantar los ojos al cielo y mover la cabeza con gesto tenebroso, presagiando el final de los tiempos.
En la Catedral, los tres guardianes —Libro, Puerta y Alma— se reunieron a rezar ante el altar de Krenka-Anris.
Entonces empezó la lluvia, derramándose de las nubes oscuras como espadas arrojadas por un ejército temible. Granizo del tamaño de la cabeza de una maza de combate golpeó con fuerza la cúpula de cristal de la Catedral del Albedo.
—Krenka-Anris —suplicó Alma—, escucha nuestra...
Un crujido sonoro y violento, como el estallido de un artefacto pirotécnico, hendió el aire. Puerta lanzó una exclamación. Libro se encogió. El Guardián de las Almas, aturdido, se detuvo a media plegaria.
—Las almas del jardín están muy agitadas —murmuró.
Aunque las almas no eran visibles, las hojas de las plantas vibraban y se movían. Las sacudidas desprendían pétalos de los capullos.
Sonó otro crujido, seco y amenazador.
—¿Un trueno? —aventuró el Guardián de la Puerta, a quien el miedo hizo olvidar que no debía hablar a menos que se dirigiesen a él.
El Guardián de las Almas se incorporó y contempló el jardín a través de la ventana de cristal. Con un grito inconexo, retrocedió tambaleándose hasta asirse al altar para sostenerse. Sus dos compañeros se apresuraron a llegar junto a él.
—¿Qué sucede? —preguntó la Guardiana del Libro con un hilo de voz.
—¡El techo! —exclamó Alma, señalándolo—. ¡Empieza a romperse!
Todos podían apreciar claramente la grieta, una línea quebrada como un relámpago que recorría toda la cúpula de cristal. Ante su mirada, la grieta se hizo más larga y más amplia. Un fragmento de cristal se desprendió y cayó al jardín con estrépito.
—¡Krenka-Anris, sálvanos! —musitó Libro.
—No creo que sea a nosotros a quienes salve —reflexionó el Guardián de las Almas. De repente, mostraba una serenidad extraordinaria—. Vamos. Debemos marcharnos y buscar refugio en las estancias subterráneas. Deprisa.
Alma se retiró del altar y se encaminó a la puerta. Libro y Puerta se apresuraron a seguirlo, pisándole los talones prácticamente.
A su espalda escucharon el estallido de nuevos fragmentos de cristal desprendidos y el crujido de los grandes árboles abrigados bajo la cúpula.
El guardián tañó la campana que convocaba a los kenkari a la oración. Pero esta vez los llamaba a unirse en la acción.
—La gran cúpula se está rompiendo —anunció a sus aturdidos seguidores—. No se puede hacer nada por salvarla. Es la voluntad de Krenka-Anris. Se nos ha ordenado que busquemos refugio. El asunto está fuera de nuestras manos. Hemos hecho lo posible por contribuir. Ahora debemos rezar.
—¿Qué hemos hecho por contribuir? —le cuchicheó el Guardián de la Puerta a la Guardiana del Libro mientras apretaban el paso tras Alma por la escalera que conducía a las cámaras subterráneas.
El Guardián de las Almas escuchó el comentario y se volvió con una sonrisa.
—Hemos ayudado a un hombre perdido a encontrar un perro.
La tormenta cobró más y más intensidad, hasta llegar a un punto en que todos se convencieron de que Ariano estaba condenado.