La sociedad de consumo (18 page)

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Authors: Jean Baudrillard

BOOK: La sociedad de consumo
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Volveremos a examinar las diferencias entre estos diversos tipos de «lenguaje» que tienen que ver esencialmente con el modo de producción de los valores intercambiados y con el tipo de división del trabajo correspondiente. Los bienes son evidentemente productos —cosa que no son las mujeres— y lo son de un modo diferente de las palabras. Pero hay que agregar que, en el nivel de la distribución, los bienes y los objetos, como las palabras y antes las mujeres, constituyen un sistema global, arbitrario, coherente, de signos, un sistema
cultural
que sustituye el mundo contingente de las necesidades y los goces, el orden natural y biológico, por un orden social de valores y de ordenamiento.

Con esto no estamos diciendo que no haya necesidades, ni utilidad natural, etc., se trata de ver que el consumo, como concepto específico de la sociedad contemporánea, no se sitúa en ese plano. Pues esto es válido en todas las sociedades. Lo que es sociológicamente significativo para nosotros y que marca nuestra época bajo el signo del consumo es precisamente la reorganización generalizada de ese nivel primario en un sistema de signos que se revela como uno de los modos específicos y tal vez
el modo
específico de paso de la naturaleza a la cultura de nuestra época.

La circulación, la compra, la venta, la apropiación de bienes y de objetos/signos diferenciados constituyen hoy nuestro lenguaje, nuestro código, aquello mediante lo cual la sociedad entera
se comunica
y se habla. Tal es la estructura del consumo, su
lengua
en cuya perspectiva las necesidades y los goces individuales son sólo
efectos de palabra.

EL
FUN-SYSTEM
O LA OBLIGACION DEL GOCE

Una de las mejores pruebas de que el principio y la finalidad del consumo no son el goce es que hoy el goce es obligado y está institucionalizado, no como derecho o como placer, sino como
deber
del ciudadano.

El puritano se consideraba, consideraba a su propia persona como una empresa que debía hacer fructificar para mayor gloria de Dios. Sus cualidades «personales», su «carácter», a cuya producción dedicaba la vida, era para él un capital que debía invertir oportunamente, administrar sin especulación ni despilfarro. A la inversa, pero de la misma manera, el hombre consumidor se considera
obligado a gozar
, como una
empresa de goce y satisfacción.
Se considera obligado a ser feliz, a estar enamorado, a ser adulado/adulador, seductor/seducido, participante, eufórico y dinámico. Es el principio de maximización de la existencia mediante la multiplicación de los contactos, de las relaciones, mediante el empleo intensivo de signos, de objetos, mediante la explotación sistemática de todas las posibilidades del goce.

El consumidor, el ciudadano moderno, no tiene posibilidad de sustraerse a esta obligación de felicidad y de goce, que es el equivalente, en la nueva ética, de la obligación tradicional de trabajar y producir. El hombre moderno pasa cada vez menos parte de su vida en la producción del trabajo y cada vez más en la
producción
e innovación continua de sus propias necesidades y de su bienestar. Debe ocuparse de movilizar constantemente todas sus posibilidades, todas sus capacidades consumidoras. Si lo olvida, se le recordará amable e instantáneamente que no tiene derecho a no ser feliz. Por lo tanto, no es verdad que sea pasivo: por el contrario, despliega y debe desplegar una actividad continua. Si no correría el riesgo de contentarse con lo que tiene y volverse asocial.

De ahí la reviviscencia de una
curiosidad universal
(concepto por indagar) en materia de cocina, de cultura, de ciencia, de religión, de sexualidad, etc. «Try jesus!» dice un eslogan estadounidense. «¡Prueba con Jesús!». Hay que probarlo
todo
, pues el hombre del consumo está atormentado por el temor de «perderse» algo, un goce, el que sea. Uno nunca sabe si tal o cual contacto, tal o cual experiencia (Navidad en las islas Canarias, la anguila al
whisky
, el museo del Prado, el LSD, el amor a la japonesa) no le provocará una «sensación» especial. Lo que está en juego ya no es el deseo, ni siquiera el «gusto» o la inclinación específica, sino una curiosidad generalizada, movida por una obsesión difusa. Esto es la
fun-morality
o el imperativo de divertirse, de explotar a fondo todas las posibilidades de vibrar, de gozar o gratificarse.

EL CONSUMO COMO EMERGENCIA Y CONTROL DE NUEVAS FUERZAS PRODUCTIVAS

El consumo no es pues más que un sector
aparentemente
anémico, pues en realidad no está gobernado, según la definición durkheimiana, por reglas formales y parece librado a la desmesura y a la contingencia individual de las necesidades. De ninguna manera es, como suele imaginarse (y es por ello que la «ciencia» económica, en el fondo, rehúsa a hablar de él), un sector marginal de indeterminación en el que el individuo —por lo demás, compelido permanentemente por las reglas sociales— recobraría finalmente, en la esfera «privada», librado a sí mismo, un margen de libertad y de juego personal. El consumo es, por el contrario, una conducta activa y colectiva, es una obligación, es una moral, es una institución. Es todo un sistema de valores, con lo que esa expresión implica como función de integración del grupo y de control social.

La sociedad de consumo es también la sociedad de aprendizaje del consumo, de adiestramiento social del consumo, es decir, un modo nuevo y específico de
socialización
relacionado con la aparición de nuevas fuerzas productivas y con la reestructuración monopolista de un sistema económico de alta productividad.

El crédito cumple aquí una parte determinante, aun cuando influya sólo parcialmente en los presupuestos de gastos. Su concepción es ejemplar porque, presentado como gratificación, como facilidad de acceso a la abundancia, como mentalidad hedonista y «liberado de los viejos tabúes del ahorro», etc., el crédito es, en realidad, un adiestramiento socioeconómico sistemático para el ahorro forzado y para el cálculo económico de generaciones de consumidores que, de otro modo, habrían escapado, a lo largo de su subsistencia, a la planificación de la demanda y habrían sido inexplotables como fuerza consumidora. El crédito es un proceso disciplinario de extorsión del ahorro y de regulación de la demanda, de la misma manera que el trabajo asalariado fue un proceso racional de extorsión de la fuerza de trabajo y de multiplicación de la productividad. El ejemplo citado por Galbraith de los portorriqueños, convertidos, mediante una fuerte motivación a consumir, de los sujetos pasivos y apáticos que eran en una tuerza de trabajo moderna, es una prueba llamativa del valor táctico del consumo reglado, forzado, instruido, estimulado, en el orden socioeconómico moderno. Y esto, como lo muestra Marc Alexandre en
La Nef
(«La sociedad de consumo»), se consigue adiestrando
mentalmente
a las masas, a través del crédito (la disciplina y las restricciones del presupuesto que impone), a hacer cálculos previsores, a invertir y a tener un comportamiento capitalista «de base». La ética racional y disciplinaria que, según Weber, fue el origen del productivismo capitalista moderno, logró imponerse así en toda una esfera que hasta entonces escapaba a su influencia.

Creo que no se advierte suficientemente en qué medida el adiestramiento actual para el consumo sistemático y organizado es
el equivalente y la prolongación en el siglo XX del gran adiestramiento a que fueron sometidas las poblaciones rurales a lo largo de todo el siglo XIX para adaptarse al trabajo industrial
. El mismo proceso de racionalización de las fuerzas productivas que tuvo lugar en el siglo XIX en el sector de la
producción
se consuma en el siglo XX en el sector del
consumo
.
El sistema industrial, una vez que hubo socializado a las masas como fuerza de trabajo, debía avanzar aún más para consumarse y socializarlas (es decir, controlarlas) como fuerzas de consumo. Los pequeños ahorristas o consumidores anárquicos de la preguerra, Ubres de consumir o no, ya no tenían nada que hacer en este sistema.

Toda ideología del consumo quiere hacernos creer que hemos entrado en una era nueva, que una Revolución humana decisiva separa la edad dolorosa y heroica de la producción de la edad eufórica del consumo, en la cual finalmente se reconoce el derecho del Hombre y de sus deseos. Pero nada de esto es verdad. La producción y el consumo constituyen
un único y gran proceso lógico de reproducción ampliada de las fuerzas productivas y de su control
. Este imperativo, que es el del sistema, se presenta en la mentalidad, en la ética y en la ideología cotidianas de manera
inversa
: con la forma de liberación de las necesidades, de florecimiento del individuo, de goce, de abundancia, etc. Las incitaciones a gastar, a gozar, a no hacer cálculos («Llévelo ahora, pague después») reemplazaron las incitaciones «puritanas» a ahorrar, a trabajar, a crear el propio patrimonio. Pero ésta es sólo en apariencia una revolución humana; en realidad no es más que la sustitución para uso interno, de un sistema de valores que se volvió (relativamente) ineficaz, por otro, en el marco de un proceso general y de un sistema que no se ha modificado. Lo que podía ser una nueva finalidad, vaciado de su contenido real, se convirtió en una mediación forzada de la reproducción del sistema.

Hoy, las necesidades y las satisfacciones de los consumidores son fuerzas productivas, obligatorias y racionalizadas como las anteriores (fuerza de trabajo, etc.). En todos los aspectos en que lo hemos (apenas) explorado, el consumo se nos presenta pues, a diferencia de lo que proclama la ideología, como una dimensión de imposición:

1. Dominada por la
obligación de significación
, en el nivel del análisis estructural.

2. Dominada por la
obligación de producción
y del ciclo de producción en el análisis estratégico (socioeconómico-político).

La abundancia y el consumo no son pues la utopía realizada. Son una nueva situación objetiva, regida por los mismos procesos fundamentales, pero sobredeterminada por una nueva moral, situación en la que el conjunto corresponde a una
nueva
esfera de las fuerzas productivas en vías de reintegración controlada dentro del
mismo
sistema ampliado. En este sentido, no hay ningún «progreso» objetivo (ni
a fortiori
, ninguna «revolución»): es sencillamente lo mismo y algo diferente. Lo cual da por resultado una
ambigüedad
total —por otra parte, perceptible en el nivel mismo de la cotidianidad— de la abundancia y el consumo que se viven como
mito
(de asunción de la felicidad, más allá de la historia y de la moral) y, a la vez, se
toleran como un proceso objetivo de adaptación
a un nuevo tipo de conductas colectivas.

Sobre el consumo como coacción cívica, Eisenhower (1958): «En una sociedad libre, el gobierno promueve mejor el crecimiento económico cuando alienta el
esfuerzo
de los individuos y de los grupos privados. El Estado nunca gastará tan útilmente el dinero como lo haría el contribuyente, liberado de la carga de los impuestos.» Todo se presenta como si el consumo, sin ser una imposición directa, pudiese suceder eficazmente al impuesto como prestación social. «Con sus mil millones bonificados por el fisco, agrega la revista
Time
, los consumidores salieron a buscar la prosperidad en 2 millones de comercios minoristas… Han comprendido que estaba en sus manos hacer crecer la economía reemplazando el ventilador por un acondicionador de aire. Han
asegurado el boom
de 1954 adquiriendo 5 millones de mini televisores, 1,5 millones de cuchillos eléctricos para cortar carne, etc.». En suma, cumplieron su deber cívico. «Thrift is unamerican», decía Whyte: «La frugalidad es antinorteamericana.»

Sobre las necesidades como fuerzas productivas, equivalentes de los «yacimientos de mano de obra» de la época heroica. La publicidad a favor del cine publicitario: «El cine, gracias a sus pantallas gigantes, le permite a usted presentar su producto en situación: colores, formas, condiciones de uso. En las 2.500 salas con dirección publicitaria, 3.500.000 espectadores por semana, de los cuales el 65% tiene más de 15 años y menos de 35. Éstos son
consumidores a pleno de sus necesidades
que quieren y pueden comprar…» Exactamente: son seres en plena fuerza (de trabajo).

LA FUNCIÓN LOGÍSTICA DEL INDIVIDUO

«El individuo sirve al sistema industrial, no aportándole sus economías ni proveyéndolo de su capital, sino consumiendo sus productos. Por otra parte, no hay ninguna otra actividad religiosa, política o moral para la cual se lo prepare de una manera tan completa, tan hábil y tan costosa» (Galbraith).

El sistema tiene necesidad de los individuos, en su condición de trabajadores (trabajo asalariado), en su condición de ahorristas (impuestos, préstamos, etc.), pero cada vez más en su carácter de
consumidores
. La productividad del trabajo se destina cada vez más a la tecnología y a la organización, y la inversión, cada vez más, a las empresas mismas (véase el artículo de Paul Fabra, aparecido en
Le Monde
el 26 de junio de 1969: «Los superbeneficios y la monopolización del ahorro por parte de las grandes empresas»).
El aspecto en el cual el individuo es hoy necesario y prácticamente irremplazable es su condición de consumidor
. Por consiguiente, es posible predecir un mañana venturoso y un futuro apogeo del sistema de valores individualistas, cuyo centro de gravedad se desplaza del empresario y el ahorrista individual, figuras señeras del capitalismo competitivo, al consumidor individual y, simultáneamente, se amplía a la totalidad de los individuos, ampliación que coincide con la extensión de las estructuras tecnoburocráticas.

En su estadio competitivo, el capitalismo se apoyaba aún, mal que bien, en un sistema de valores individualistas teñido de espurio altruismo. La ficción de una moral social altruista (heredera de toda la espiritualidad tradicional) servía para «absorber» el antagonismo de las relaciones sociales. La «ley moral» resultaba de los antagonismos individuales, como la «ley del mercado» surgía de los procesos competitivos: preservaba la ficción de un equilibrio. La salvación individual en la comunidad de todos los cristianos y el derecho individual limitado por el derecho de los demás fueron premisas en las que se creyó durante mucho tiempo. Hoy es imposible. Así como el «libre mercado» ha virtualmente desaparecido a favor del control monopolista, estatal y burocrático, la ideología altruista ya no basta para instaurar un mínimo de integración social. Y ninguna otra ideología colectiva tomó la posta de sus valores. Lo único que puede sofrenar la exacerbación de los individualismos es la coacción colectiva del Estado. De ahí la profunda contradicción de la sociedad civil y política de la «sociedad de consumo»: el sistema necesita producir cada vez más individualismo consumidor, al tiempo que está obligado a reprimirlo cada vez más duramente. Esto sólo puede resolverse con un aumento de la ideología altruista (también burocratizada: «lubricación social» a través de la solicitud, la redistribución, la donación, la gratuidad, toda la propaganda caritativa y de las relaciones humanas)
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. Pero, como todo esto forma parte del sistema del consumo, nunca podría bastar para equilibrarlo.

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