La sombra de Ender (29 page)

Read La sombra de Ender Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La sombra de Ender
10.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

No. No podría dilucidar sus motivos. De todas formas, eran demasiado complejos. Eran listos, con buenas evaluaciones… buenos según la valoración de Bean, no necesariamente la de los profesores. Eso era todo lo que necesitaba saber. Si le daba a Wiggin una escuadra sin un solo niño con los que hubiera trabajado en las prácticas, entonces todos los miembros de la escuadra serían iguales a sus ojos. Lo que significaba que Bean tendría la misma posibilidad que cualquiera de llamar la atención de Wiggin y tal vez el mando de un batallón. Si no podían competir con Bean por ese puesto, entonces peor para ellos.

Pero eso le dejaba con treinta y siete nombres en la lista. Tres huecos más que llenar.

Volvió atrás e incluyó a un par más. En el último momento, decidió incluir a Crazy Tom, un veterano que tenía el envidiable récord de ser el soldado más trasladado de la historia al que no habían enviado a casa. Hasta ahora. La cosa era que Crazy Tom era realmente bueno. Era muy perspicaz. Pero no podía soportar que alguien por encima de é1 fuera estúpido e injusto. Y cuando se disgustaba, realmente se dejaba llevar. Gritaba, arrojaba objetos; una vez hasta arrancó las sábanas de todas las camas de su barracón, y en otra ocasión escribió un mensaje diciendo lo idiota que era su comandante y lo envió a todos los estudiantes de la escuela. Unos cuantos lo pillaron antes de que los profesores lo interceptaran, y dijeron que era la barbaridad más fuerte que habían leído en la vida. Crazy Tom. Podía ser un agitador, pero tal vez esperaba al comandante adecuado. Ya estaba anotado.

Luego estaba una chica, Wu. Era brillante en sus estudios, sin duda genial en los videojuegos, pero rechazó la oferta de ser jefe de batallón en cuanto sus comandantes se lo pidieron, solicitó constar en la lista de traslados y se negó a luchar hasta que se salió con la suya. Una chica extraña. Bean no tenía ni idea de por qué actuó de esa forma: los profesores se quedaron también anonadados. No había nada en sus pruebas que indicara por qué. Qué demonios, pensó Bean. Y la apuntó.

Le faltaba sólo un nombre.

Tecleó el nombre de Nikolai.

¿Le estaba haciendo un favor? No era malo, sólo un poco más lento que esos niños, un poco menos agresivo. Sería duro para él. Y si lo dejaban fuera, no le importaría. Lo haría lo mejor que supiera en cualquier escuadra a donde lo mandaran.

Sin embargo… la Escuadra Dragón iba a ser una leyenda. No sólo allí en la Escuela de Batalla. Esos niños iban a ser líderes en la Flota Internacional. O en alguna parte, al menos. Y contarían historias de cuando estaban en la Escuadra Dragón con el gran Ender Wiggin. Y si incluía a Nikolai, aunque no fuera el mejor de los soldados, aunque de hecho fuera el más lento, seguiría estando ahí, seguiría pudiendo contar esas historias algún día. Y no era malo. No se pondría en ridículo. No le restaría mérito a la escuadra. Lo haría bien. ¿Por qué no?

Y lo quiero conmigo. Es el único con el que he hablado. Sobre cosas personales. El único que conoce el nombre de Poke. Lo quiero. Y sobra un hueco en la lista.

Bean repasó la lista una vez más. Entonces distribuyó los nombres por orden alfabético y se la envió a Dimak.

A la mañana siguiente, Bean, Nikolai y otros tres niños de su grupo de novatos fueron asignados a la Escuadra Dragón. Meses antes de lo debido. Los niños que no habían sido elegidos estaban nerviosos, heridos, furiosos. Sobre todo cuando advirtieron que Bean era uno de los elegidos.

—¿Diseñan uniformes refulgentes de esta talla?

Era una buena pregunta. Y la respuesta era que no. Los colores de la Escuadra Dragón eran gris naranja gris. Como los soldados eran mucho mayores que Bean cuando llegaron, tuvieron que fabricar un traje especial para Bean, y no lo hicieron demasiado bien. Los trajes refulgentes no se fabricaban en el espacio, y nadie tenía las herramientas necesarias para realizar una alteración de primera fila.

Cuando finalmente consiguió que el traje se le adaptara, lo llevó al barracón de la Escuadra Dragón. Como habían tardado tanto en ajustárselo, fue el último en llegar. Wiggin llegó a la puerta justo cuando Bean entraba.

—Adelante —dijo Wiggin.

Era la primera vez que Wiggin le hablaba. Por lo que sabía Bean, era la primera vez que Wiggin reparaba en su existencia. Había ocultado tan a conciencia su fascinación por Wiggin que se había vuelto invisible.

Wiggin lo siguió a la habitación. Bean empezó a recorrer el pasillo entre camastros, en dirección al fondo, donde siempre dormían los soldados más jóvenes. Miró a los otros niños, que lo observaban con una mezcla de horror y diversión. ¿En qué clase de escuadra les habían metido, si ese enano formaba parte de ella?

Tras él, Wiggin iniciaba su primer discurso. Voz segura, lo suficientemente fuerte pero sin gritar, nada de nervios.

—Soy Ender Wiggin. Soy vuestro comandante. Los camastros se distribuirán según la veteranía.

Algunos de los novatos gruñeron.

—Los veteranos al fondo de la habitación, los soldados más nuevos delante.

Los gruñidos cesaron. Era todo lo contrario a lo que estaban acostumbrados. Wiggin ya había empezado a imponer sus leyes. Cada vez que entrara en el barracón, los niños que estarían más cerca de él serían los nuevos. En vez de perderse en el montón, tendrían siempre su atención.

Bean se dio la vuelta y se dirigió a la parte delantera de la sala. Seguía siendo el niño más joven de la Escuela de Batalla, pero cinco de los soldados pertenecían a los grupos de novatos recién llegados, así que ocuparon los puestos más cercanos a la puerta. Bean ocupó un camastro superior justo enfrente de Nikolai, que tenía la misma veteranía, al pertenecer a su mismo grupo de reclutas.

Bean se encaramó a su cama, molesto con su traje refulgente, y colocó la palma sobre la taquilla. No sucedió nada.

—Los que estáis en una escuadra por primera vez —dijo Wiggin—, abrid la taquilla a mano. No hay cerrojos. No hay intimidad.

Con dificultad, Bean se quitó su traje refulgente para guardarlo en la taquilla.

Wiggin caminó entre los camastros, asegurándose de que respetaban la veteranía. Entonces corrió al frente de la habitación.

—Muy bien, todo el mundo. Poneos los trajes y vamos a hacer prácticas.

Bean lo miró, exasperado por completo. Wiggin lo había estado mirando directamente cuando empezó a quitarse el traje. ¿Por qué no le sugirió que no se quitara el maldito uniforme?

—Estamos en el horario de la mañana —continuó Wiggin—. Derecho a las prácticas después de desayunar. Según el reglamento, tenéis una hora libre entre el desayuno y las prácticas. Veremos qué sucede en cuanto haya averiguado lo buenos que sois.

La verdad era que Bean se sentía como un idiota. Claro que Wiggin se dirigiría a las prácticas de inmediato. No tendría que haberle advertido que no se quitara el traje. Bean tendría que haberlo sabido.

Lanzó al suelo las piezas del traje y se deslizó por el armazón del camastro. Un montón de niños charlaban, tirándose ropas unos a otros, jugando con sus armas, Bean trató de ajustarse el traje, pero no pudo deducir cómo encajaban algunos cierres. Tuvo que quitarse varias piezas y examinarlas para ver cómo encajaban, y finalmente se rindió, se lo quitó todo, y empezó a montarlo en el suelo.

Wiggin, sin preocuparse, miró su reloj. Al parecer disponían de tres minutos.

—¡Muy bien, todo el mundo fuera, ahora! ¡En marcha!

—¡Pero estoy desnudo!— dijo un niño. Anwar, de Ecuador, hijo de emigrantes egipcios. Bean se acordó fugazmente de su dossier.

—Vístete más rápido la próxima vez.

Bean también estaba desnudo. Aún más, Wiggin estaba allí de pie, viéndole batallar con su traje. Podría haberle ayudado. Podría haber esperado. ¿Qué es lo que me espera?

—Tres minutos desde la primera llamada hasta la salida por la puerta… ésa es la norma esta semana —informó Wiggin—. La semana que viene la norma serán dos minutos. ¡Moveos!

En el pasillo, los niños que estaban disfrutando de su tiempo libre o se dirigían a clase se detuvieron a ver pasar el desfile de uniformes desconocidos de la Escuadra Dragón. Y para burlarse de los que aún más raros.

Una cosa estaba clara: Bean iba a tener que practicar para vestirse con su traje si quería evitar correr desnudo por los pasillos. Y si Wiggin no hizo ninguna excepción para él el primer día, cuando acababa de recibir su traje refulgente no reglamentario, desde luego que Bean no iba a pedirle ningún favor especial.

Él había elegido formar parte de esa escuadra, se recordó Bean mientras corría, tratando de impedir que las prendas del uniforme se le escabulleran de las manos.

Cuarta Parte: SOLDADO
13. Escuadrón Dragón

—Necesito tener acceso a la información genética de Bean.

—Eso no es posible —dijo Graff.

—Y yo que pensaba que mi permiso de seguridad me abriría cualquier puerta.

—Inventamos una nueva categoría de seguridad, llamada «No para sor Carlotta». No queremos que comparta la información genética de Bean con nadie más. Y ya planeaba ponerla en otras manos, ¿no?

—Sólo para realizar una prueba. Entonces… tendrán que realizara ustedes por mí. Quiero comparar el ADN de Bean con el de Volescu.

—Creí que me había dicho que Volescu era la fuente del ADN clonado.

—He estado pensando en eso desde que se lo dije, coronel Graff, ¿y sabe una cosa? Bean no se parece a Volescu. Tampoco puedo ver cómo podría crecer para convertirse en él.

—Tal vez la diferencia de crecimiento haga que parezca también distinto.

—Tal vez. Pero también es posible que Volescu esté mintiendo. Es un hombre vanidoso.

—¿Mintiendo en todo?

—No, solo mintiendo en algo. Sobre la paternidad, muy posiblemente. Y si está mintiendo en eso…

—¿Entonces quizás el diagnóstico sobre el futuro de Bean no sea tan negro? ¿Cree que no lo hemos comprobado ya con nuestros especialistas? Volescu no mentía sobre eso, al menos. Es muy probable que la clave de Antón se ajuste a su descripción.

—Por favor. Hagan la prueba y díganme los resultados.

—Porque no quiere usted que Bean sea hijo de Volescu.

—No quiero que Bean sea gemelo de Volescu. Y creo que usted tampoco.

—Buen argumento. De todos modos, ha de saber que el chico es algo vanidoso.

—Cuando se es tan dotado como Bean, la seguridad en uno mismo parece vanidad a los demás.

—Sí, pero no tiene que refregarla por la cara, ¿no?

—Oh, vaya. ¿Ha resultado herido el ego de alguien?

—El mío no. Todavía. Pero uno de sus profesores se siente un poco dolorido.

—Me he dado cuenta de que ya no me dice que falsifiqué sus puntuaciones.

—Sí, sor Carlotta, tuvo usted razón todo el tiempo. Se merece estar aquí. Y aquí está… Bueno, digamos que acertó usted a lotería después de tantos años de búsqueda.

—Es la lotería de la humanidad.

—Dije que mereció la pena traerlo aquí, no que sea el que nos llevará a la victoria. La ruleta sigue girando. Y he apostado mi dinero a otro número.

Subir la escalera mientras se sostenía un traje refulgente no era práctico, así que Wiggin hizo que los que ya estaban vestidos corrieran por el pasillo arriba y abajo, calentando, mientras que Bean y los otros niños desnudos o semivestidos acabaran de ponerse la ropa. Nikolai ayudó a Bean a abrochar su traje; a Bean le humillaba necesitar ayuda, pero habría sido peor ser el último en acabar: el mocoso de turno que retrasa a todo el grupo. Gracias a la ayuda de Nikolai, no fue el último.

—Gracias.


Niadequé.

Momentos después, subían la escalera hasta el nivel de la sala de batalla. Wiggin los llevó a todos hasta la puerta superior, la que abría justo en el centro de la pared de la sala. La que se usaba para entrar cuando había una batalla en marcha. Había asideros en los lados, el techo y el suelo, para que de esa forma los estudiantes pudieran revolverse y lanzarse en un entorno de gravedad cero. Se contaba que la gravedad era más baja en la sala de batalla porque estaba más cerca del centro de la estación, pero Bean sabía que era falso. En ese caso habría fuerza centrífuga en las puertas y un pronunciado efecto Coriolis. En cambio, las salas de batalla estaban completamente ingrávidas. Para eso significaba que la F.I. disponía de un aparato que bloqueaba la gravedad o, más probablemente, producía gravedad falsa perfectamente equilibrada para contrarrestar el Coriolis y las fuerzas centrífugas empezando exactamente por la puerta. Era una tecnología sorprendente, y nunca se hablaba de ella dentro de la F.I.; de hecho, no se trataba al menos en la bibliografía disponible para los alumnos de la Escuela de Batalla. Además, fuera se desconocía por completo.

Wiggin los dividió en cuatro filas por el pasillo y les ordenó que saltaran y emplearan los asideros del techo para entrar en la sala.

—Reuníos en la pared del fondo, como si os dirigierais a la puerta del enemigo.

Para los veteranos eso significaba algo. Para los novatos, que nunca habían estado en una batalla ni tampoco habían entrado por la puerta superior, no significaba absolutamente nada.

—Corred hacia arriba y entrad de cuatro en cuatro cuando yo abra la puerta, un grupo por segundo.

Wiggin se dirigió a la parte trasera del grupo y, usando su gancho, un controlador pegado al interior de su muñeca y curvado para encajar en su mano izquierda, hizo que la puerta, que antes parecía bastante sólida, desapareciera.

—¡Vamos!

Los primeros cuatro niños empezaron a correr hacia la puerta.

—¡Vamos!

El siguiente grupo empezó a correr antes de que el primero la alcanzara siquiera. A la mínima vacilación se produciría un choque.

—¡Vamos!

El primer grupo saltó y giró con diversos grados de torpeza y en varias direcciones.

—¡Vamos!

Los grupos posteriores aprendieron, o lo intentaron, a partir de la torpeza que demostraron los primeros.

—¡Vamos!

Bean estaba al final de la fila, en el último grupo. Wiggin le puso una mano en el hombro.

Puedes usar un asidero lateral si quieres.

Qué bien, pensó Bean. Ahora decides tratarme como a un bebé. No porque el maldito traje no me esté bien, sino sólo porque soy pequeño. Ni hablar —replicó Bean.

—¡Vamos!

Bean siguió el ritmo de los otros tres, aunque eso significara mover las piernas el doble de rápido, y cuando se acercó a la puerta dio un salto, tocó el asidero del techo con los dedos al pasar, y se perdió en el interior de la sala sin ningún control, girando en tres mareantes direcciones a la vez.

Other books

Toy's Story by Lee, Brenda Stokes
Fatal Bargain by Caroline B. Cooney
A Sunless Sea by Perry, Anne
The Best Way to Lose by Janet Dailey
Embraced by Faulkner, Carolyn
Hannah's Touch by Laura Langston