Entonces se puso a leer en voz alta cada pregunta y todas las respuestas posibles. Sólo entonces los otros niños pudieron marcar la que les parecía correcta.
Después de eso, sor Carlotta no dijo nada que llamara la atención de Bean, pero el daño estaba hecho. En cuanto terminó la escuela, Sargento se acercó a Bean.
—Así que sabes leer —dijo.
Bean se encogió de hombros.
—Nos has estado engañando —dijo Sargento.
—Nunca dije que no supiera.
—Nos has engañado a todos. ¿Por qué no nos enseñaste?
Porque trataba de sobrevivir, dijo Bean para sí. Porque no quería recordarle a Aquiles que yo fui el listo a quien se le ocurrió el plan original, el plan que le proporcionó su familia. Si recuerda eso, también recordará que fui yo quien le dijo a Poke que lo matara.
La única respuesta que llegó a dar fue encogerse de hombros. — No me gusta que nadie nos engañe.
Sargento le soltó una patada.
A Bean no había que darle las cosas mascadas. Se levantó y se apartó del grupo. La escuela se había acabado para él. Tal vez el desayuno también. Tendría que esperar hasta el día siguiente para averiguarlo.
Se pasó la tarde solo en las calles. Tenía que andar con cuidado. Al ser el miembro más pequeño y menos importante de la familia de Aquiles, podrían no haber reparado en él. Pero lo más probable era que aquellos que odiaban a Aquiles ya consideraran a Bean uno de los miembros más distinguidos de su banda. Podría incluso habérseles metido en la cabeza que matar a Bean o molerlo a palos y dejarlo por ahí tirado sería una buena advertencia para transmitirle a Aquiles que lo odiaban todavía, aunque la vida fuera mejor para todo el mundo.
Bean sabía que había un montón de matones que pensaban así. Sobre todo los que no podían mantener a una familia, porque seguían siendo demasiado duros con los niños pequeños. Los pequeños aprendían rápidamente que cuando un papá se volvía demasiado desagradable, podían castigarlo dejándolo solo en los desayunos y uniéndose a otra familia. Comían ante él. Tendrían la protección de otro. Él comería el último. Si se quedaban sin comida, no se llevaría nada, y a Helga ni siquiera le importaría, porque él no era un papá, él no cuidaba de los pequeños. Así que aquellos matones, los marginados, odiaban la forma en que funcionaba el mundo hoy en día, y no olvidaban que fue Aquiles quien lo había cambiado todo. Tampoco podían ir a cualquier otro comedor: había corrido la voz entre los adultos que daban comida, y ahora todos los comedores tenían como norma que los primeros de la cola debían ser los grupos con niños más pequeños. Si no podías mantener a una familia, pasabas bastante hambre. Y nadie te hacía caso.
De todas formas, Bean no pudo resistir a la tentación de acercarse a alguna de las otras familias para oírlos charlar. Para descubrir cómo funcionaban los otros grupos.
No le resultó difícil descubrirlo: no funcionaban tan bien. Aquiles era un buen líder, en efecto. El acto de compartir el pan… Ninguno de los otros grupos lo hacía. Pero había muchos castigos; así, por ejemplo el matón golpeaba a los niños que no hacían lo que él quería. Les quitaba el pan porque no hacían algo, o no lo hacían lo bastante rápido.
Poke había elegido bien, después de todo. Por pura suerte, o tal vez no era tan estúpida. Porque había elegido no sólo al matón más débil, el más fácil de derrotar, sino también al más listo, el que comprendía cómo ganarse la lealtad de los demás y conservarla. Todo lo que necesitaba Aquiles era una oportunidad.
Pero Aquiles no compartía el pan de Poke, y ahora ella empezaba a darse cuenta de que eso era malo, nada bueno. Bean podía advertirlo en su rostro cuando observaba a los demás compartiéndolo con Aquiles. Como ahora tomaba sopa (Helga se la llevaba a la puerta), tomaba trozos mucho más pequeños, y en vez de morderlos los agarraba con las manos y se los comía con una sonrisa. A Poke nunca le había dedicado una sonrisa. Aquiles no iba a perdonarla nunca, y Bean podía ver que ella empezaba a resentirse de la situación. Pues ahora Poke amaba a Aquiles, como lo hacían todos los demás niños, y la forma en que él la marginaba era como una crueldad.
Tal vez eso le basta, pensó Bean. Tal vez en eso consiste su venganza.
Bean estaba acurrucado tras un quiosco cuando varios matones iniciaron una conversación cerca de él.
—No deja de alardear cómo Aquiles va a pagar lo que le hizo.
—Oh, ya, Ulises lo va a castigar, seguro.
—Bueno, tal vez no directamente.
—Aquiles y su estúpida familia lo harán pedazos. Y esta vez no apuntarán al pecho. Es lo que dijo, ¿no? Le abrirá la cabeza y esparcerá sus sesos por la calle, eso es lo que hará Aquiles.
—Es sólo un lisiado.
—Aquiles es un triunfador nato. Olvídalo.
—Espero que Ulises lo consiga. Que lo mate, del tirón. Y entonces ninguno de nosotros aceptará a sus hijos de puta. ¿Entendéis? Que se mueran todos. Que los tiren al río.
La charla continuó hasta que los niños se apartaron del quiosco.
Entonces Bean se levantó y fue a buscar a Aquiles.
—Creo que tengo a alguien para ustedes.
—Eso ha creído antes.
—Es un líder nato. Pero no encaja en sus parámetros físicos.
—Entonces me disculpará si no perdemos el tiempo con él.
—Si aprueba sus requerimientos intelectuales y de personalidad, es bastante probable que por una insignificante fracción del presupuesto destinado al papel higiénico o a los distintivos metálicos de la F.I., puedan corregirse sus limitaciones físicas.
—No creía que las monjas pudieran ser sarcásticas.
—No puedo golpearle con una regla. El sarcasmo es mi último recurso.
—Déjeme ver las pruebas.
—Les dejaré ver al niño. Y ya que estamos en ello, les dejaré ver a otro.
—¿También con limitaciones físicas?
—Es pequeño. Joven. Pero también lo era el niño Wiggin, según he oído. Y éste… de algún modo, aprendió a leer solo en las calles.
—Ah, sor Carlotta, usted me ayuda a llenar las horas vacías de mi vida.
—Mantenerlo apartado del mal es mi modo de servir a Dios.
Al oír eso, Bean acudió directamente a Aquiles. Era demasiado peligroso que Ulises saliera del hospital y se corriera la voz de que quería desquitarse de su humillación.
—Creía que todo eso ya formaba parte del pasado —dijo Poke con tristeza—. Las peleas, quiero decir.
—Ulises ha estado en cama todo este tiempo —contestó Aquiles—.
Aunque esté enterado de los cambios, no ha tenido tiempo de ver cómo funciona todavía.
—Nos mantendremos unidos —dijo Sargento—. Te salvaremos.
—Lo más seguro para todos es que yo desaparezca durante unos cuantos días —aseveró Aquiles—. Para manteneros a salvo a vosotros,
—Entonces, ¿cómo entraremos en el comedor? —preguntó uno de los más pequeños—. Nunca nos dejarán entrar sin ti.
—Seguid a Poke. En la puerta, Helga os dejará entrar igual.
—¿Y si Ulises sale? — preguntó uno de los pequeños. Se secó las lágrimas de los ojos, para no pasar vergüenza.
—Entonces yo moriré —contestó Aquiles—. No creo que se contente con enviarme al hospital.
El niño rompió a llorar, lo que provocó que otro empezara a gemir, y pronto hubo un coro cíe sollozos, mientras Aquiles sacudía la cabeza y se echaba a reír.
—No voy a morir. Estaréis seguros si yo me quito de en medio, y vendré cuando Ulises ya haya tenido tiempo de enfriarse y acostumbrarse al sistema.
Bean observaba y escuchaba en silencio. No creía que Aquiles estuviera manejando bien la situación, le había avisado y su propia responsabilidad había llegado a su fin. El hecho de que Aquiles se escondiera sería interpretado como un signo de debilidad, y tendrían problemas.
Aquiles se marchó esa noche sin decirle a nadie adonde, para que a ninguno se le escapara por accidente. Bean jugueteó con la idea de seguirlo para ver qué hacía de verdad, pero advirtió que sería más útil con el grupo principal. Después de todo, Poke sería su líder ahora, y Poke era sólo una jefa del montón. En otras palabras, estúpida. Necesitaba a Bean, aunque no lo supiera.
Esa noche Bean trató de hacer guardia, aunque no sabía exactamente para qué. Por fin se quedó dormido, y soñó con la escuela, sólo que no era la escuela de la acera o el callejón con sor Carlotta, sino una escuela de verdad, con mesas y sillas. Pero en el sueño Bean no conseguía mantenerse sentado en un pupitre, sino que flotaba en el aire, y cuando quería volaba a cualquier lugar de la sala. Hasta el techo. Hasta una grieta en la pared, a un oscuro lugar secreto… Iba ganando altura a medida que aumentaba la sensación de calor.
Despertó en la oscuridad. Se había levantado un aire frío. Necesitaba orinar. También deseaba volar. Ver que el sueño terminaba casi había estado a punto de arrancarle las lágrimas, de puro dolor. Según creía recordar, era la primera vez que soñaba con que podía volar. ¿Por qué tenía que ser pequeño? ¿Por qué necesitaba estas piernas tan cortas para poder ir de un lugar a otro? Cuando estaba volando podía mirar desde arriba a todo el mundo y ver las coronillas ridículas de la gente, podía mearse o cagarse en ellos como si fuera un pájaro. No tenía miedo porque si se molestaban podía escapar volando, y ellos nunca lo alcanzarían.
Por supuesto, si él pudiera volar, toda la gente podría volar también y él seguiría siendo el más pequeño y el más lento, y todos se mearían y se cagarían encima de él igualmente.
No podría volverse a dormir. Bean lo sentía en su interior. Estaba demasiado asustado, y no sabía por qué. Se levantó y se dirigió al callejón para orinar.
Poke estaba allí. Alzó la cabeza y lo vio.
—Déjame sola un momento —exigió.
—No —respondió él.
—No me des la lata, mequetrefe.
—Sé que te agachas para mear —dijo él—, y no voy a mirar a otro lado.
Apretando los dientes, ella esperó a que el niño le diera la espalda para orinar contra la pared.
—Supongo que si fueras a decírselo a alguien, ya lo habrías hecho —dijo.
—Todos saben que eres una chica, Poke. Cuanto no estás delante, papá Aquiles siempre habla de «ella» cuando se refiere a ti.
—No es mi padre.
—Eso suponía —dijo Bean. Esperó, de cara a la pared.
—Ya puedes darte la vuelta.
La chica estaba de pie, abrochándose de nuevo los pantalones.
—Tengo miedo de algo, Poke —confesó Bean.
—¿De qué?
—No lo sé.
—¿No sabes de qué tienes miedo?
—Por eso me da tanto miedo.
Ella dejó escapar una risotada suave y brusca a la vez.
—Bean, lo único que significa eso es que tienes cuatro años. Los niños chicos ven formas en la noche. O no ven formas. De todas maneras, sienten miedo.
—Yo no —aclaró Bean—. Cuando tengo miedo, es porque algo va mal.
—Ulises quiere hacerle daño a Aquiles, es eso.
—A ti te da igual, ¿verdad?
Ella se le quedó mirando.
—Ahora comemos mejor que nunca. Todo el mundo es feliz. Fue tu plan. Y a mí no me gustaba ser el jefe.
—Pero lo odias.
Ella vaciló.
—Es que parece que siempre se está riendo de mí.
—¿Cómo sabes de qué tienen miedo los niños chicos?
—Porque yo fui una de ellos —respondió Poke—. Y me acuerdo.
—Ulises no va a hacerle daño a Aquiles.
—Lo sé.
—Porque tú estás planeando buscar a Aquiles y protegerlo.
—Planeo quedarme aquí y vigilar a los niños.
—O tal vez estás planeando buscar primero a Ulises y matarlo.
—¿Cómo? Es más grande que yo. Con diferencia.
—No has venido aquí a mear —dijo Bean—. Si no, es que tienes la vejiga del tamaño de una bolita de goma.
—¿Me has oído?
Bean se encogió de hombros.
—No me dejaste mirar.
—Piensas demasiado, pero no sabes lo suficiente para entender lo que ocurre.
—Creo que Aquiles nos mintió respecto a lo que iba a hacer —manifestó Bean—, y creo que tú me estás mintiendo ahora.
—Acostúmbrate. El mundo está lleno de mentirosos.
—A Ulises no le importa a quién vaya a matar —dijo Bean—. Se quedará tan contento si te mata a ti o a Aquiles.
Poke sacudió la cabeza, impaciente.
—Ulises no es nada. No va a hacerle daño a nadie. Es sólo un bocazas.
—¿Por qué estás despierta?
Poke se encogió de hombros.
—Vas a tratar de matar a Aquiles, ¿verdad? — dijo Bean—. Y hacer que parezca que lo hizo Ulises.
Ella puso los ojos en blanco.
—Oye, ¿acaso te entrenas para ser tan estúpido, o qué?
—¡Soy lo bastante listo para saber que estás mintiendo!
—Vuélvete a dormir —dijo ella—. Vuelve con los otros niños.
Él la observó durante un instante, y entonces obedeció.
O más bien, fingió obedecer. Volvió al lugar donde dormía, pero de inmediato salió arrastrándose por detrás y se subió a cajas, comedores, muretes, y finalmente se encaramó a un techo bajo. Llegó al borde justo a tiempo de ver a Poke salir a la calle desde el callejón. Se dirigía a alguna parte. Iba a reunirse con alguien.
Bean se deslizó por una tubería hasta un tonel, y corrió tras ella por Korte Hoog Straat. Trató de no hacer ruido, pero ella no, y muchos otros ruidos inundaban la ciudad, así que Poke nunca llegó a oír sus pasos. Se mantuvo aferrado a las sombras de las paredes, pero no se retrasó demasiado. La seguía sin más preámbulos; ella sólo se volvió una vez. Se encaminaba hacia el río. Para reunirse con alguien.
Bean apostaba por dos candidatos. Ulises o Aquiles. ¿A quién más conocía ella que no estuviera ya dormido en el nido? Pero ¿para qué iba a reunirse con ellos? ¿Para suplicarle a Ulises por la vida de Aquiles? ¿Para presentarse como una heroína en su lugar? ¿O para tratar de persuadir a Aquiles de que regresara y se enfrentara a Ulises en vez de ocultarse? No, Bean podría haber pensado en todos eso, pero Poke no era tan previsora.
Poke se detuvo en mitad de una zona despejada, situada en el muelle de Scheepmakershaven, y miró alrededor. Entonces advirtió lo que andaba buscando. Bean aguzó la vista. Alguien esperaba en las sombras. Bean se encaramó a una caja enorme, buscando una mayor visibilidad. Oyó las dos voces (ambos eran niños), pero no logró entender lo que decían. Fuera quien fuese, era más alto que Poke. Pero podría tratarse entonces de Aquiles o de Ulises.