La sonrisa etrusca (26 page)

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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

BOOK: La sonrisa etrusca
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—¿Verdad? —exclama el viejo, encantado.

«Mira por donde —piensa— esta larguirucha, a pesar de sus pocas, tetas, entiende del asunto más que ellos.»

—Además —continúa—, no veo clara la cosa. Si el dios tomaba el cuerpo del marido, el gusto sería para ese cuerpo, digo yo. Entonces, ¿quién gozaba? ¿El dios metido dentro o la carne del marido, que hacía la cosa? El dios ni se enteraría, seguro.

La doctora suelta una carcajada aprobatoria, mientras los demás se miran con sorpresa. «De modo que a esos sabios ni siquiera se les había ocurrido pensar en quién se llevaba el gusto… ¡Pero si es lo principal del asunto!»

El viejo vuelve a mirar a la doctora, captando su divertida y cómplice mirada. Aprecia entonces que pecho no tendrá mucho, pero sí unas piernas largas y bonitas, ¡caramba!, y bien firmes de muslos según los dibuja la falda, atirantada por la postura.

La discusión se desvía hacia otro tema cercano al que estos días obsesiona al viejo: eso de la madera y la flor, de si también los hombres florecen.

—¿Tienen ustedes historias de sirenas? —pregunta el profesor—. Ya sabe, mujeres con cabeza de pájaro o mitad pez… Cosas así.

—Si son de pez andarán por la mar y los pescadores sabrán de ellas. En la montaña no hay… ¡Ah!, pero tenemos al hombre-cabra, el
capruomo
.

—¡Ah!, y ¿cómo eran? ¿De dónde salían?

—Ser, eran hombres de la cintura para arriba y cabras para abajo, que los he visto hasta en estampas. Y salir, salir…, ¡je!…

Se interrumpe, ¡qué pregunta! Cualquiera diría que esos profesores, con todo su leer, no saben que los cabritillos salen de donde los niños. Pues se lo explicará: la doctora ya le ha dado licencia. Además se la ve satisfecha; no para de tomar notas.

—¡Pues salen de donde todos! De la madre cabra. Si un hombre jode a una cabra, con perdón, y ésta pare, pues lo natural: mitad hombre y mitad cabra. Pero pienso que esas cabras ahora malparen siempre o no se preñan, porque hay muy pocos
capruomos
, no es como en lo antiguo… ¡Claro que si ahora parieran bien —concluye jocoso— la montaña estaría llena de
capruomos
!

—¿De veras? —se le escapa a un estudiante estupefacto.

El viejo le mira desdeñoso. Lo de siempre: no saben de la vida.

—Los zagales, más o menos, lo hacen todos. Así se van entrenando.

El viejo percibe varios rostros incrédulos. «¡También es grande que para una vez que no invento, me miren como embustero!»

—Lo creerá usted o no —replica al preguntón—, pero yo me zumbé mi primera cabra a los doce años. Y si no lo cree…

—¿Cabra u oveja? —pretende puntualizar el profesor. Se oyen unas risitas. El viejo se amosca.

—¡Cabra! Son mejores, porque tienen los huesos de las ancas más salientes, ¿no se han fijado? A las ovejas se las agarra peor.

La mirada retadora del viejo impone silencio. Empiezan a discutir el hecho a su manera, hablando de sátiros, silenos, egipanes y otros casos de los libros. Mencionan otro caso semejante a Prometeo: el del gigante Ticio. Al rato plantean otro tema mucho más interesante para el viejo: el de un hombre-mujer, un tal Tiresias.

—¿Hombre-mujer? ¿Y cuál de los dos era de cintura para abajo?

La doctora, muy sabida en esas historias, explica que no era por mitad del cuerpo, sino alternando. Tiresias fue siete años mujer y luego volvió a ser hombre. Llegó a ser un adivino muy famoso, muy sabio.

—¡A ver! ¡Se las sabría todas!… Pero eso no es ser doble.

«Un doble —piensa sugestionado—,podría ser a la vez abuelo y abuela». La doctora, deseosa de ayudarle al verle caviloso, le explica que también los hubo con dos sexos a un tiempo, no por mitades.

Le dice incluso cómo los llamaban, pero ahora, ya en casa y acostado, no se acuerda.

El nombre es lo de menos; lo indudable es que los tiempos antiguos fueron mucho mejores, con sus dioses y con aquellos machi-hembras a la vez. «Así, aunque se hicieran viejos, podían seguir gozando, que a las mujeres no le importan los años; con espatarrarse, ¡listas!, ¡y si encima ya no se quedan preñadas…! La verdad es que tienen suerte, las condenadas», piensa el viejo mientras nota, aunque no muy violenta, otra acometida de la
Rusca
.

«Pero no somos nadie, con este dios de ahora —se le ocurre ya en la confusa orilla del sueño—. No nos da más que una vida, no acertó a darnos tetas a los hombres… Porque abajo bien provistos y arriba con tetas… ¡Los niños serían felices!»

46

En su dormitorio, los hijos hablan del abuelo.

—Seguro que volvía de la Universidad, es su hora —afirma Andrea, ya acostada.

—Pues otros días parece más satisfecho —responde Renato, que viene de echar una mirada al niño, metiéndose en la cama.

—Quizás hoy no se le ha dado bien… ¡Ya es mucho, que hable en la cátedra de Buoncontoni! ¿Te das cuenta, Renato? No salgo de mi asombro desde que me lo dijo aquel muchacho. Por cierto, hijo del
comendatore
Ferlini, Domenico Ferlini.

—Por lo menos, así sabemos a dónde va.

—No del todo. ¿Y esas comidas fuera? ¿De qué me sirve cuidarle la dieta —por cierto, cada día está todo más caro— si luego él come porquerías por ahí?… En fin, tu padre en la Universidad, ¡quién lo hubiera dicho!

—¿Por qué no? Sabe mucho de campo, incluso de costumbres ya desaparecidas.

—Pero ¿no sabes que discuten hasta de mitología clásica? ¿No le estarán tomando el pelo?… Eso lo explicaría.

—A mi padre nadie le toma el pelo… En todo caso —añade entristecido—, él disfruta y ¡le queda tan poco tiempo…!

Andrea comparte esa tristeza. Precisamente por ese poco tiempo no le ha dicho al marido que por las noches el viejo se mete en la alcobita. ¡Hay que resignarse, aunque perturbe la educación del niño! No durará mucho; el profesor Dallanotte no tiene dudas.

«De todos modos, ¿por qué no se volverá a Roccasera, ahora que ha muerto el otro?», piensa Andrea, antes de contestar:

—Demasiado resiste.

—Es que ha sido mucho hombre. Tú sólo le has conocido en su final, pero ¡si supieras! ¡Cómo llegó a ser el más importante del pueblo donde nació sin padre! Sobre todo, se reveló en la guerra. Un patriota, tres veces herido. Su amigo Ambrosio me contó verdaderas hazañas. Liberó al pueblo con sólo un puñado de ingleses y gracias a él los alemanes no mataron rehenes ni destrozaron nada en su retirada. Y luego fue el mejor alcalde que se recuerda, favoreciendo al pueblo con la Reforma, aunque los Cantanotte se resistían: sobornaban funcionarios y hasta le prepararon dos emboscadas, pero él se cargó a los asesinos… Y ahora, ¡pobre padre mío! A veces, te lo juro, me remuerde la conciencia por no haberme quedado allí junto a él.

Renato, apenado, refugia la cabeza sobre el pecho femenino, sentido a través de la prenda transparente como si estuviese desnudo. Ella le acaricia el crespo pelo, igual que el del viejo, pero aún muy negro. Y rizado, como el del estudiante de cabeza romana que vino a buscar al viejo la otra tarde.

—Pero si me hubiese quedado allí —se justifica— no hubiera pasado de ser el hijo del Salvatore… ¡Tenía que marcharme!, ¿comprendes?

—Claro que sí, amor; no podías hacer otra cosa —aprueba ella mientras piensa que, después de todo, Renato no ha llegado muy lejos en su huida del pueblo. Químico en una fábrica, sin más; ni siquiera jefe del laboratorio. No llegarán nunca a Roma, donde está su futuro, si no tira ella de la casa… Parece que saldrá otra vacante en Bellas Artes, en la Dirección de Excavaciones… ¡Buena oportunidad!, mejor que la de Villa Giulia. Y el director de Excavaciones es compañero de tío Daniele, el que fue subsecretario con De Gasperi y todavía manda mucho… Es preciso ir a mover la cosa en Roma.

La idea la estimula. O quizás es más bien esa respiración viril y ese movimiento de labios que ha enardecido su pezón. Lentamente su mano libre desciende acariciando el torso y el vientre de Renato, que responde al deseo de Andrea como si su carne quisiera librarse así de la sombra de la muerte.

47

A Brunettino le cuesta trabajo dormirse. El viejo le ofrece en sus brazos la mejor cuna y el niño se acomoda en ella, pero de pronto exclama «¡no!» —es su último descubrimiento —y busca otra postura. De vez en cuando abre los párpados y la negrura de sus ojos destaca en la penumbra de los reflejos callejeros.

«Estará malito? —teme el viejo—. Además, con esos chillidos del "no" se van a despertar los padres… Menos mal que no oyen, no son partisanos, niño mío. Duermen como burgueses… De todos modos no alborotes.»

Pues el niño exclama «no» —en realidad, un grito entre «no» y «na» —con explosiva energía. Y al viejo le encanta que ésa sea su primera palabra aprendida, antes incluso que «papá», «mamá» o «abuelo», porque hay que saber negarse. Sí, defenderse es lo primero.

Al fin el niño se duerme, el viejo le acuesta y empieza su guardia sentado de espaldas contra la pared. Caviloso, como todas las noches.

«¿Defenderse es lo primero, dije? Otra de las cosas que ahora no tengo tan claras, niño mío. Como lo de madera y flor, hombres y mujeres. Antes eran los contrarios y ahora aquí me tienes: uno tan hombre como yo, pensando que con tetas sería mejor abuelo…, ¡qué barbaridad!, ¿verdad?, pero así es. Ahora me doy cuenta de que no son los contrarios. Muchos árboles dan flores y muchas flores hacen madera… ¿Que no? ¿De dónde sale un árbol sino de la semilla de su flor? Y, sin esperar tanto, ¡ahí tienes las rosas! Yo corté un rosal viejísimo por su pie y el tallo, de recio como tu muslito, era pura madera. ¡Y qué madera!»

El viejo se deleita en el recuerdo.

«¿Sabes qué rosal era? El del panteón de los Cantanotte, nada menos. Tuvieron la desvergüenza de hacerse uno bien fachendoso, hasta con mármol, y no lo quisieron mayor porque no se enfadaran los marqueses, que tienen otro en el mismo camposanto. ¡Figúrate, mármol, para pudridero de esa mala raza!… Bueno, pues el rosal, de tantísimos años, crecía hasta el arco de la puerta, hecho así en punta como en las iglesias. ¡Presumían de rosal casi más que de panteón! Y como entonces me tenían cabreado, con aquellos matones a cazarme, dije: "pues les dejo sin flores a sus muertos". Una noche corté el rosal de dos hachazos, que era madera muy dura, ya te digo, pura fibra. Por cierto que de noche en los cementerios no salen los muertos ni nada, ¡pamplinas!… Allí estarán los gusanos comiéndose al cabrón con sus gafas. Ya puede llamar ése a la puerta que le han cerrado: no seré yo quien vaya a salvarle…»

Esta última idea le escandaliza. La rechaza en el acto, indignado contra sí mismo.

«Salvarle? ¡Ni pensarlo! ¿Compasión por ese canalla? ¡Bien muerto está y aún ha tardado!… ¿Me estaré volviendo maricón, para ablandarme así? ¡Que grite, que se rompa sus huesos de muerto aporreando esa puerta! ¡Bien cerrada está!… Compasión, ¿cómo se me ocurre? ¿Es que ahora hay otro dentro de mí, como emboscado?… Siempre hay que tener cuidado con ellos, hijito, y con los espías. Se cargan a una partida en cuanto se infiltran, como el de Santinara. Aquí no dejo entrar a ninguno; ni dentro de mí.»

Pero persiste su asombro ante las ideas que le brotan:

«¡Ni hablar de compasión!… Yo no soy malo, Brunettino; es que ese tío fue mi enemigo. Explotaba al pueblo y a mí me quiso matar, ¿comprendes?… ¿Cómo habré podido ahora ponerme a sentir pena?… Pero no, no la he sentido; ya se me pasó… Otra de mis confusiones ahora, pero lo tengo claro. ¡Lo saben hasta los animales, que el más fuerte se lleva la presa! Lo natural: hay que ser duro, hijo; o muerdes o te muerden, recuerda.

Me lo enseñó aquel cabritillo de mis juegos. No era manso como Lambrino; siempre a topetazos. Por eso le dejaron para macho y todavía de viejo andaba entre sus hembras como un rey. Bien lo aprendí; yo no me rendí nunca, ni paré de pelear… ¿Sabes el mejor regalo que me hicieron de niño? Lo recordé el otro día cuando te quitaba el cuchillo la Anunziata: una navaja. Pequeñita, pero navaja; el Morrodentro me la compró, el padre del de ahora. "Se cortará; todavía es un niño", le dijo el rabadán. "Mejor; así aprenderá."

Pero no me corté, ¡qué va!… ¿Sabes cómo la estrené? Pues estaban desollando un cabrito para la calderada, que se había despeñado por un topetazo de otro. Me fui al guisandero y me dejó clavarla entre el tendón y el hueso largo de la pata por donde, se le cuelga para despellejarlo… ¡Al recordarlo me vuelve a la mano la fuerza que da el apretar un navaja! En cambio se me ha olvidado ya lo que hice esta mañana, ¡qué cosas!…

Todavía andará en mi macuto de la guerra aquella navajita, si no la ha tirado el cerdo de mi yerno, con el odio que me tiene… Bueno, odio no; para odiar hay que tener más redaños; sólo tiene mala baba el desgraciado… ¡Cuántos cuchillos tuve luego! El
scerraviglicu
de novio: entonces las mozas lo regalaban todas a su hombre cuando se prometían. El de mi Rosa tiene cachas de madreperla, como cuchillo de mafioso… Pero ninguno como la primera navajita: igual que la primera mujer, ¿comprendes? Bueno, ya comprenderás… ¿Por qué te rebulles? ¿Te hace gracia que la llamen "cortaombligos"?

Nombre bien puesto, que el golpe en el vientre es el más seguro; todo ahí abajo es blando. Mejor el degüello, claro, pero entonces por detrás… ¿O rebulles por estar malito?»

El viejo se acerca a la cuna y toca la frente del niño, pero no está caliente. Entonces oye una pedorreta y sonríe: «¡Ah, tragoncete; eres un buen mamoncillo! Deja, voy a aliviarte».

Se arrodilla junto a la cuna posando su zarpa abierta sobre el vientrecillo. Su difunta le decía que tenía buena mano para curar. Ella tenía frecuentes dolores aunque apenas comía. Sobre todo tras el difícil alumbramiento de Renato.

«Sí, el golpe en la tripa el mejor contra el enemigo. Pero ¿quién es enemigo? ¡Yo tenía bien claro que los tedescos! Pues no: resulta que la hermana de Hortensia está casada con uno, de Munich, y tan feliz, siete hijos nada menos. Un hombre tan buenísimo que lo metieron cuando Hitler en un campo de concentración, ya ves. Y si se me hubiera puesto delante en la montaña con su maldito uniforme, pues me lo hubiese cargado… Otra cosa que yo tenía bien clara: no se puede vivir sin pelear. Pero mira los etruscos; ni eran peleones, de veras. Lo dice Andrea y en eso la creo… ¡Así los conquistaron los romanos!

Ah, pero vivían como reyes. ¡Cada vez que recuerdo aquella pareja, gozándola encima de su ataúd que le decían sarcófago…! ¡Seguro que no sonríe así el Cantanotte!»

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