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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

La sonrisa etrusca (28 page)

BOOK: La sonrisa etrusca
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—Seguro, Andrea, pero ¿quieres decirme de una vez lo que pasó con Dallanotte? ¿Por qué dijiste que mi padre fue intratable?

—¡Porque es verdad! Figúrate, Dallanotte atentísimo, explicándole la operación, animándole… «Muy sencilla, amigo Roncone; sólo coserle un poco por dentro para evitar más hemorragias —le dijo—. Algo más adelante, claro, cuando se haya repuesto de ésta…» En fin, un médico sabiendo tratar a los enfermos. Pues bueno, tu padre estuvo casi, casi desdeñoso… ¿Te lo explicas? ¡Yo estaba violentísima!

—En fin, si todo fue eso…

—Espera, espera. A la salida, todavía en el ascensor, ¿sabes lo que hizo tu padre? ¡Un corte de mangas! ¡Un corte de mangas a lo bestia!… ¿No te das cuenta?… ¡Por Dios, Renato, no te rías!

Renato no ha podido remediarlo.

—Y luego empezó a decir cosas raras: que si Dallanotte es un traidor, que si a él no le engañan para secuestrarle en el hospital…, ¡desvaríos!… Ni le escuché, porque me puse, ¡ya puedes imaginarte! Todo el trayecto hasta aquí traté de convencerle. Pero no dejaba de repetir lo mismo: «Ese zurcido por dentro que se lo haga el médico en su propia tripa…». ¡Qué salvaje!… Perdona; todavía me sofoco al recordarlo… Mira, te lo confieso, se me pasó toda la compasión que me inspiraba tu padre.

—No le interesa la compasión —murmura Renato.

—Me quedé indignada. ¡Pobre hombre, qué ignorancia más cerril! Te lo tengo dicho, Renato: mientras no eduquemos al Mezzogiorno Italia no levantará cabeza.

Renato calla. Andrea se va calmando y, claro, vuelve a sentirse compasiva. Su mano se hace más tierna sobre los cabellos del marido. Sí, se enternece. Acerca su boca al oído del hombre:

—Renato, dime la verdad: ¿soy mala?

Los brazos que a ella le gustan contestan de sobra al oprimirla tiernamente.

—¿Lo hago mal, Renato? —continúa la voz mimosa—. Dime, ¿por qué no me quiere tu padre?

—Sí te quiere, mujer… Basta con que seas la madre de Brunettino para que te quiera.

—Eso espero yo… Cierto, al niño lo adora; yo no tenía idea de lo que es un abuelo… ¡Y el niño le adora a él; no hay más que verles jugar!

Ahora es ella la que se refugia en el hombre, buscando consuelo.

—Yo quiero a tu padre, te lo juro. Sí, aunque sólo fuera por lo mucho que quiere a nuestro hijo, aparte de ser tu padre. Le atiendo, procuro complacerle, pero él me lo pone muy difícil, reconócelo… Ya ves, ese vinazo que esconde y que le perjudica; pues me callo y lo aguanto.

—Nada le perjudica ya —replica el hombre, apenado—. Nada puede hacerle más daño que la
Rusca
, como él dice.

—Por eso lo tolero… Y lo más penoso, Renato, no pienses que no lo sé, lo que más me cuesta es que maleduque al niño… Sí, no me interrumpas: eso de meterse todas las noches en su cuarto, impidiendo que se acostumbre a dormir solo… No lo niegues; hasta tú has estado allí y le has visto… ¿O te crees que soy tonta?… No deberíamos consentírselo, pero pienso en su poca vida ya, y los dolores y paso por todo… ¡Sólo que podía plantearnos menos dificultades, también él!

Renato se vuelve hasta conseguir abrazarla, hacerla pequeñita en sus brazos, donde ella se acurruca. Y con llanto en la voz, aunque sin lágrimas, exclama conmovido:

—¡Andrea, Andrea mía!

Se abrazan fuerte porque la muerte está ahí, al otro extremo del pasillo, a la vuelta de las esquinas de la vida. Se abrazan fuerte, unidos hoy por la compasión como otras noches por la carne.

50

Mientras ellos se abrazan y consuelan, el viejo acuna en sus brazos a Brunettino muy lejos del dormitorio conyugal, en la posición fortificada de los dos partisanos, montaña arriba. Allí le habla bajito (esta noche no solamente lo piensa) para que sus palabras calen mejor en el niño. No le impulsa la niebla de las cavilaciones, sino el resplandor de la acción.

—¡Esto se pone al rojo, compañero! Me hirieron y perdí sangre; te habrás enterado, pero ya estoy bien. He vuelto a la base, decidido a resistir. No te asustes, las he pasado peores.

Ya falta poco, están perdiendo terreno. Triunfaremos, reconquistaremos Roccasera, entraremos allí antes del verano, que va a ser el más grande. Ya verás, en cuanto les tomemos el castañar ya se domina el pueblo y es cosa hecha. Ellos también lo saben y han pedido refuerzos… No les valdrán, ni siquiera la traición, que es lo peor. La de ese médico; por eso me trató tan bien. Me quiso engatusar con la amistad suya con Zambrini. ¡Mentira, es un traidor! Un nieto de pastor que resulta señorito. Fascista como todos. Ahora quiere alejarme con engaños, ¡como no puede conmigo! Sí, niño mío, intentan evacuarme a un hospital. ¡Están listos si creen que voy a dejarme! Veo claro: en cuanto me sacaran en camilla caías tú en sus manos. Tomaban esta posición y volvían a encerrarte con esa maldita puerta. Estarías preso, compañero, y ya sabes lo que era la tortura en la Gestapo. Acuérdate de cómo salió sin uñas el pobre Luciano, y peor los que no salieron, ¡pobrecillos! El Petrone, callando por salvarme a mí y a la partida, asesinado en la celda junto a la mía. Nunca olvidaré sus gritos, ni los tuyos aquella primera noche de la puerta. Eran iguales; cien años que viva me dolerá su agonía… Pero no me engañarán, no me rindo. No te dejo solo ni abandono esta posición, te lo he jurado. ¡Y el Bruno cumple, lo sabes de sobra, ángel mío, ya no dudas de mí!

Lo susurros le agotan el aliento. Se recobra:

—¡Lástima perderme el hospital, no creas! Una operación decente ya me la he ganado y ese médico es el mejor. ¡Figúrate que llevo cuarenta años pagando el seguro sin hacerles gasto! Dinero perdido, para engordar a los comesopas del Gobierno. En tanto tiempo nunca enfermo; nada, ni una muela en el dentista, ni una aspirina. Solamente el balazo de los Cantanotte, pero ése no es del seguro, sino de la justicia. Ahora podría disfrutar del hospital. Tener los médicos al retortero y las enfermeras pendientes de mí… ¡Las enfermeras, compañero, tan limpias y con medias blancas! ¡De primera comunión, pero buenas carnes! Siempre que visité a un herido tenía unas enfermeras ¡cosa fina! Y se le volcaban sobre la cama, le abrazaban para levantarle, se ponían a mano, ya te digo…

Lástima perdérmelo, sí, pero la guerra es la guerra. A lo que estamos es a resistir. Si han pedido refuerzos que vengan, pero a mí no me evacuan con mentiras. Ya veremos qué consiguen, esta posición puede mejorarse y hasta preparar una retirada, como hizo Ambrosio en la cueva de Mandrane. Basta una escala por esa ventana y salimos abajo fácilmente. A mí no me marean las alturas, harto estoy de recoger cabritillos despeñados.

Ya te digo, no me evacua ni el médico ni Dios.

La voz se afirma, tras ese reto definitivo:

—Lo digo por si acaso, para que estés tranquilo. Tengo aún muchas cartas en la manga.

Nada de retirarse, ni pensarlo. Al revés, resistir y avanzar luego. Aquí aguantamos sin nadie más, ni enfermeras ni siquiera mujeres. Yo también tengo mis armas secretas, ¿sabes? Si tú necesitas abuela lo seré para ti, ya me voy haciendo. Solamente por arriba, ¿eh?, ¡cuidado!, ¡abajo con lo de siempre! Pero por arriba…, ¿no te has dado cuenta? ¿No me notas más blando cuando te cojo en brazos? Un poquito, ¿verdad? Me están creciendo pechos, acabaré teniéndolos para ti, niño mío… Se lo conté al médico, fue lo único que le dije, no fuera a presumir de descubrir eso también. Le fastidió verme tan dispuesto a todo, hasta a tener pechos, ¡quién me lo hubiera dicho! Pero disimuló; claro, es un traidor. «No se preocupe», dijo, y empezó a hablar de hormonas para calmar a la
Rusca
, eso pasa cuando las toman los hombres, pues son medicinas de mujer… ¡Pamplinas!, los pechos me crecen para ti, niño mío, son mi florecer de hombre. Para que tú y yo juntos no necesitemos a nadie. Para que acabemos avanzando, echando abajo todas las puertas del mundo. ¡Todas las que encierran a los niños indefensos y a los pobres explotados!

Nos cargaremos a los espías y traidores y luego entraremos victoriosos en Roccasera. ¡Verás qué hermoso, qué fantástico verano!

51

Hortensia se asoma al balcón. Por fortuna ya no llueve y abril se estrena tibio, con un aire acariciante. La mujer clava su mirada en la esquina de la calle della Spiga por donde vendrá Bruno, acompañándole Simonetta porque es su primera salida. Hortensia tiene ganas de conocer a esa muchacha, aludida siempre por el hombre con muy vivo entusiasmo.

Se impacienta. ¡Cuánto tiempo desde que telefoneó Renato anunciando la salida! Días antes la había llamado invitándola a visitar al viejo en cama, de donde no le dejaban aún levantarse. Pero Bruno la llamó también —supone ella que en ausencia de los hijos —para pedirle que no fuera.

—Ya te explicaré, no quiero hablar. El teléfono puede estar pinchado… Ten paciencia, iré pronto a verte. ¡Tengo unas ganas!

Hortensia recuerda en el balcón, inquieta, esas palabras tan extrañas… ¡Por fin! La pareja dobla la esquina. ¡Qué vuelco en el corazón! ¡Qué pequeñito Bruno desde lo alto! ¡Qué cruel es la vida al presentárselo así, al lado de esa muchacha cuyo ágil caminar pone en evidencia el paso cauteloso del hombre, apenas repuesto!… Pero es él, ¡es él! Hortensia acude a la cocina para abrirles el portal y luego avanza por el pasillo, esperando tras la puerta el ruido del ascensor. ¡Ya!… Al abrir sorprende al viejo con el dedo en el aire hacia el timbre, en una cómica postura de película cortada que les hace reír. Gracias a ello disimula mejor Hortensia su tristeza, porque el viejo ha dado un bajón en esos días. Siguiéndole hacia la salita repara en los hombros caídos y los pantalones fláccidos, vacíos de carnes. Aunque al menos la gallardía se sostiene y la, cabeza erguida no ha claudicado. «¿Y Simonetta?», piensa la mujer… Pero ahora se alegra de que no haya subido: ojos que no ven…

—¡Estupendo, Bruno! Te ha sentado bien el reposo.

—¡Tú sí que estás guapa! —y, para consuelo de Hortensia, chispea de nuevo la vida en la mirada viril—. Yo, bueno, me defiendo. Y la
Rusca
está achantada, ¡como le falló aquel mordisco!… No te preocupes, hoy no pienso desmayarme.

—Mejor —sigue ella la broma—. No me gusta llevar hombretones en brazos.

—Prefieres que los hombres te llevemos a ti, ¿eh? Pues no me provoques…

—¡Ah, Bruno, Bruno! —exclama feliz—. ¡Qué alegría, oírte tan guerristón!

—Ya lo creo. Como que Andrea se empeñaba en que me acompañara Simonetta y la he mandado a paseo. ¡Figúrate! ¿Iba yo a venir a tu casa con niñera?

Hace una pausa, mirándola inquisitivo por si ella sospecha y, ya tranquilizado, continúa:

—Quieren operarme, ¿sabes? Pero no me dejo.

—Pues si lo aconseja el médico… —replica Hortensia sin convicción, pues conoce por Renato la verdad.

El hombre la mira condescendiente. ¡Hasta ella cae en las trampas del enemigo!

—¿No comprendes? ¡El médico se ha vendido, tonta! ¡Me evacuan y encierran otra vez a Brunettino! Pero el Bruno es zorro viejo y no abandona su guardia.

Hortensia finge darle la razón, pero cada día le inquietan más esas deformaciones de la realidad. Sobre todo, ese «continuar la guardia»:

—¿Es que has vuelto estas noches con el niño?

—Sin faltar una —canta ufano.

—¡Estás loco! Te mandaron reposo, sin levantarte…

Le asusta otra posible hemorragia, de madrugada, cuando nadie se enteraría.

—Ni loco ni nada. Para eso descansaba de día, como buen partisano que soy.

—¡Un loco, eso es lo que eres! Si yo hubiese ido a verte ya te hubiera convencido.

—¿Ir a verme en mi cama, como un enfermo? ¡Nunca! Por eso te telefoneé.

—¿No me quieres como enfermera?

Al hombre se le alegran los ojos.

—Aquí sí, pero allí, con la Anunziata, la Andrea… Ni hablar. Ahora ya puedes ir, ellos están encantados contigo. Renato te ha cogido cariño. Además, así me ayudarás; contigo se confían y yo necesito conocer sus intenciones: en la guerra siempre hace falta información.

Como el gesto de Hortensia es reticente, añade:

—Allí verías a Brunettino. ¡Brunettino!

El nombre mágico les cambia las ideas y jubilosamente, quitándose uno a otra la palabra, celebran las gracias del niño… Ya no se limita a empujar sillas, cuenta el viejo, las pone cuidadosamente en fila, todas las que pilla, grita «¡Piii!» y juega al tren visto en la televisión… Revoluciona toda la casa, desesperando a Anunziata, pero por desgracia todavía no dice «nonno»… Aunque ¡no falta mucho, cada vez chapurrea más!

Alegrado así el ambiente, el hombre acepta media copita.

—Pero de vino: con la grappa tengo que reservarme, por si vienen tiempos duros… Está bueno —paladea luego—, pero no es el mío de casa, que no tiene química. Solamente lo suyo: uvas, trabajo y tiempo.

Vacila, pero al fin se decide:

—¡Tendrías que probarlo allí, en Roccasera! ¡Qué fuerza da! Sólo con ese vino, queso y olivas se puede vivir… ¿Te gustaría venir?… No te hagas ilusiones. Es un pueblo pequeño, sin tanta fantasía como aquí, pero ¡con cosas tan hermosas!… ¡Se ve más a lo lejos, la vida es más grande, empieza mucho antes todos los días!… ¿Te gustaría? ¡Dime que sí!

—¡Con alma y vida! ¡Cuando quieras!

—¡Bravo!… Verás qué verano, tú y yo con Brunettino… Yo le enseñaré a correr, a tirar cantazos, a no asustarse de un cabritillo topando, a… Bueno, ¡a ser hombre, eso!… Y tú…

—¿Yo qué? —sonríe burlona—. ¿A ser mujer?

—¡Ni lo mientes! No es eso… Yo sé lo que pienso y tú me comprendes…

—Cierto, te comprendo. Yo le enseñaré cómo deseamos al hombre las mujeres —traduce Hortensia.

—¡Eso era! ¿Lo ves? ¡Siempre me aciertas!

—Aunque nunca lo digamos, porque quisiéramos ser adivinadas; pero no sois capaces… Sí, le enseñaré cómo adivinarnos los deseos. Y así será más hombre, mucho más hombre.

—¡Ay, Hortensia, Hortensia! ¿Por qué no tendría yo la suerte de que me enseñaras a mí?

Pero Hortensia se recuerda muy bien a sí misma cuando era joven.

—Entonces yo tampoco sabía… No nos quejemos, Bruno. Si nos hubiésemos encontrado antes no hubiéramos estado maduros el uno para el otro… ¿Te parece poco lo que tenemos? Pues casi nadie lo consigue en esta vida. Ni a nuestros años ni en la juventud…

Casi nadie.

Si acaso le parecía poco, esas palabras dichas con tanta verdad «el uno para el otro» le saben a plenitud, porque también las entiende como «el uno al lado del otro»: no enfrente de la mujer, como él se situó siempre, sino a su lado… «¡La pareja etrusca!», recuerda de golpe, en una explosión interior.

BOOK: La sonrisa etrusca
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