—Así serás su abuela y le seguirás enseñando después —continúa—. El niño te necesita.
—¿Y tú, no me necesitas? —replica ella, fingiendo enfado.
—¿Es que no lo sabes? —responde arrebatado.
—¡Claro que lo sé, tonto, pero quiero que lo digas!
—Pues ya está dicho.
Hortensia vuelve a su rezo, tras paladear las palabras del viejo:
«Nos casaremos aquí». Sí, ya está dicho. Ella no necesitaba la boda, siendo ya lo que son. ¿Qué añade la ceremonia? Pero ¡a él le ilusiona tanto!
En cuanto vuelven al piso —¡qué alegre la salita en este claro día! —se meten en la cocina a preparar una buena pasta al estilo de allá. ¿A la amalfitana o a la calabresa?
Discuten bromeando, por si ese vino es el más propio, por si baja él a comprar un postre, por si ella llevará o no en su boda el
concertu
: el aderezo roccaserano de desposada, con su anillo con
brilloccu
, pendientes, collar y pulsera… En el tejado de enfrente picotean vivaces unos gorriones y ella les arroja unas migas.
En el comedor, vacíos ya los platos, el hombre mira en torno. La vista de Amalfi, la mandolina, las lozanas plantas en sus limpias macetas… ¡Qué sosiego! Como el primer día.
«Pero ¿dónde está el retrato de Tomasso?… Desapareció, como Dunka… Esta mujer piensa en todo… Sí, como Dunka; pasó a la historia», se repite el viejo. Una tibia emoción le recorre, le levanta de su silla y le acerca a la mujer que está recogiendo la mesa.
—Pero, Bruno, ¿qué haces? —exclama, al sentir ceñida su cintura.
Los otros labios la besan y ahora es ella quien siente retornar antiguas emociones. Ríe feliz, zafándose.
—¡Qué loco eres!… Anda, anda; a tu siestecita, que estás muy guerristón y te conviene descansar.
Sí, guerristón; hacía tiempo que un beso no era tan beso. «¡Mira que si se hubiera rendido también al otro enemigo, la
Rusca
!… Ilusiones. Sus mordiscos últimos ya no tienen remedio.»
—Bueno, pero te acuestas tú también.
Hortensia se alarma y se entristece ante esa mirada viril todavía: «¡Si ya no valgo nada!», se lamenta pensando en su cuerpo. El viejo no admite reticencias.
—No te niegues. ¡No es la primera vez!
—Yo estaba enferma aquel día.
—¿Es que no te fías de mí?
Ha experimentado por eso un fugitivo instante de alborozo. Y continúa:
—Mujer, que ya no somos jóvenes. No te hagas ilusiones, ya te lo he dicho… Y la cama es el mejor sitio para estar juntos un hombre y una mujer.
Palabras y silencios en la penumbra primaveral de la alcoba, cernida por las cretonas estampadas. Tendidos uno junto a otro bajo la sábana y la colcha, desvestidos a medias, las palabras son estrellas en el crepúsculo de cada día, rojas brasas en un fuego tranquilo, misterios compartidos. Y los silencios lo cantan todo, son la vida entera de cada uno resucitando, reconstruyéndose y requiriendo a la otra para completarse; son las existencias de ambos abrazándose en un trenzado de anhelos y esperanzas. Por eso tras de cada silencio fluyen revelaciones:
—Tuve celos de Dunka hasta la otra tarde —confiesa susurrante Hortensia— y todavía…
El hombre tiene un ataque de jactancia:
—¿Y de las otras no?
—Ya sé que tuviste a muchas, pero Dunka te tuvo a ti… Al menos hasta donde tú te dejabas.
—Tú me tienes del todo, rendido del todo, sin condiciones… Aquí, fíjate, y ya no me avergüenzo de tener mujer en la cama y no catarla. ¡Mira si me has cambiado!… Con ella fue al contrario: ¡la gocé y ni pensé que había más!
Impulsiva, Hortensia se incorpora, el codo sobre la almohada, poniendo en sus ojos toda su convicción:
—¡No te duela! ¡Le diste justo lo que ella quería! El «magnífico animal», como dijiste. Lo que ella no había conocido jamás.
Deja que sus palabras penetren en el hombre y continúa:
—Olvida: fue como había de ser. Para ternezas ya estaba David y ella las rechazó… Sí, diste todo lo que eras. Sólo ahora es cuando sabes que eres más.
«Sólo ahora —rumia el hombre—. Y ¿qué ha pasado ahora? Pues Milán. Es decir, el niño y ella: no hay nada más en Milán.»
—Sí, ahora lo sé. Gracias a ti.
—Gracias a Brunettino.
—Mis dos amores.
—Uno. Tú eres los dos amores. Tú, que los das.
Otro vasto silencio.
«Yo, que me doy», piensa el hombre: algo completamente nuevo en su mente, algo recién nacido en estas semanas.
Se recrea en ser mirado desde arriba como ahora, lo que no le gustó nunca. Saborea ese rostro sobre el suyo, ese torso dominándole, por cuyo escote abierto asoma la curva de un pecho grávido, venciéndose hacia él.
Lo contempla fascinado. Y esto sí que lo habla pensado siempre: «¿Qué poder tiene la carne de mujer? Redonda y blanca como la luna, que dicen que levanta el mar».
—¿Qué poder tiene la carne de mujer? —han sonado esas palabras. Las ha pronunciado en voz alta sin darse cuenta.
—El mismo que la de hombre —susurra ella, encendida, sintiendo la mano que moldea suavemente su pecho y oyendo el suspiro profundísimo.
Silencio de nuevo, sí, pero ¡cómo habla el tacto!
Y una lamentación. La misma, la única:
—¿No te da pena tener en tu cama sólo una carne ya muerta?
—¿Muerta? —protesta esa ternura absoluta—. ¡Vive! ¿Es que esa carne no está sintiendo mi caricia?… ¡Qué vello el de tu pecho, qué rizos ásperos, cómo se enredan y se demoran mis dedos!… Y debajo tu corazón, tu corazón que habla, que me grita: ¡Estoy vivo!
Un silencio aún mayor, más alto, envolviendo los ecos de las voces, las delicadas presiones, los amorosos reconocimientos. En la cúspide, una dolorida queja viril:
—¡Cuánto daría por que supieras cómo fui yo en estos lances! ¡Si pudiera…!
La mano femenina deja ese pecho rizoso y un dedo firme sella los labios demasiado exigentes.
—Calla. No pidas más a la vida.
Y repite, ocultando su repentina angustia:
—No pidas más… ¡Que no se rompa!
Cierto, dejarlo así, saber gozar así. Ella sigue reclinada sobre el codo. «La dama etrusca», recuerda el hombre. Pero no sobre un sarcófago. La cama es un océano tranquilo donde se vive la pleamar de los amantes. ¡Alta libertad de entregarse! Al hombre ya no le encadena la sombra de Dunka, ni siquiera —gracias a Hortensia —el dolor de lo perdido en las últimas dentelladas de
Rusca
. Sereno ante la puerta que pronto traspasará, porque ya sabe vencer al destino. Atrincherándose en lo indestructible: el momento presente.
Viviendo el ahora en todo su abismo.
Ella, mientras tanto, sabiendo lo que sabe, siente derramársele hacia dentro, anegándole el pecho, unas lágrimas por él, por ella misma. Le gustaría cogerle otra vez en brazos, ser aquella Pietà en la luna del espejo —¡pesa ya tan poco su Brunettino!—… Pero él sospecharía.
Se reprime y se refugia también en el puro instante. «¡Que no se rompa!», reza.
Mediante un hábil recorte, el cochecito esquiva el golpe de un camión que tenía la obligación de cederle el paso.
—¡Cómo conduces, Andrea!
La interpelada vuelve un momento su mirada y su sonrisa hacia Hortensia.
—Y tú, ¡cómo compras!
—He sido vendedora… Pero estas chicas de ahora en la Rinascenza no conocen el oficio. No hacen más que llevarte a la caja a pagar. En cambio, ¡da gusto ponerse a elegir en manos de una buena profesional! O al revés, ofrecer los géneros a una compradora entendida. Mucho disfrutaba yo con eso en mis tiempos.
Sin duda, pues en esta tarde de compras Andrea ha gozado con el buen gusto natural de Hortensia y con su habilidad para obtener buenas calidades al mejor precio. En las «oportunidades» su mano se zambulle en el montón de prendas como la gaviota en el mar y emerge con la auténtica ganga.
Mientras sigue atenta al tráfico, Andrea se pregunta cómo puede enamorar su suegro a esa mujer tan sensata y, en cierto sentido, tan refinada, dentro de su sencillez. No le niega cualidades al viejo, pero ¡es tan perturbador! ¿Cómo ha logrado inspirar tanto cariño? Pues por dinero no es, reconoce Andrea al recordar que cuando, por primera vez, hablaron ambas de la boda, Hortensia aseguró tajantemente que no aceptaría la herencia.
—Ni una lira —afirmó—. Sólo quiero sus cosas personales, las que le he visto usar: la manta, la navaja…
Hortensia no pudo continuar porque un sollozo le cortó la voz.
No, no es el dinero, se repite Andrea. En cambio la hija está fastidiada porque ya contaba con la herencia. ¡Qué muchacha tan vulgar! No ha salido a la madre.
—Seré la madrina, ya que se empeñan —declaró desdeñosamente a Andrea en un aparte—,pero mi madre tiene que estar loca para ir ahora a enterrarse con un viejo en un poblacho de mala muerte sin compensación ninguna.
Andrea comprende la decepción de esa chica. También ella perdería si Hortensia se quedase con la herencia. En todo caso, como lo de «poblacho» coincide con sus recuerdos, Andrea no deja de interrogarse acerca de los atractivos del viejo. Habrá sido un buen mozo, sin duda, pero eso ya pasó, y no es culto, ni refinado, ni… ¡Como no sea su vitalidad! Eso sí; estos días les tiene asombrados a todos, callejeando sin tregua con las gestiones y el papeleo. Ambrosio, recién llegado del Sur para ser padrino, se confiesa cansado y ensalza la energía del viejo cuando discute con los funcionarios, sobre todo en las oficinas del Arzobispado. El curita de la ventanilla le teme.
Dallanotte también se mostró sorprendido cuando Andrea fue sola a consultarle acerca de la proyectada boda.
A estas alturas de su enfermedad cualquier otro se encontraría postrado en cama, pero su fibra, o su espíritu si usted prefiere, o lo que sea, resulta más fuerte y le sostiene…
Déjele, déjele que se case: la ilusión le empuja. Después… seguramente todo será más rápido, pero mejor para él. Sí, mucho mejor.
Andrea todavía recuerda cuánto le sorprendió la voz del médico al concluir aquella frase en tono súbitamente melancólico, dolorido, nada profesional. Como si le afectara, ¿por qué?
Camino de viale Piave el cochecito entra por la calle della Spiga y, ante la esquina con Borgospesso, Hortensia interrumpe sus cavilaciones acerca de los grandes cambios en los sistemas de venta desde aquellos tiempos.
«Más he cambiado yo —se dice al pasar bajo su balcón—. Me veía ya definitivamente sola en ese pisito y ahora voy a cerrarlo y marcharme al Sur, y además con un hombre, un nieto, otra familia… ¡Qué sorpresas, la vida! Hace unas semanas yo no conocía a esta mujer que me lleva en su coche, ni había visto nunca a Renato… Renato, ¡si Dios me hubiese dado un hijo como él! ¡Cómo nos comprendemos, cómo se me confía! Me parece haber conocido a su madre; de tanto oírle filialmente casi me siento hermana de ella… ¡Ay, Bruno, cuánto poder tienes! ¡Cómo nos estás enlazando a todos! ¡Y no hay quien discuta contigo, cabezota mío! No queda otro remedio que seguirte, ¡nos arrebatas!… Tú y tu Brunettino, nuestro Brunettino… Tiene tu mismo carácter, ya tan suyo. ¡Pues cuando crezca…!»
Salen de la calle della Spiga por Porta Venezia y luego Andrea acorta hacia su casa por la via Salvini. Pasando ante la portada de los ultramarinos, Hortensia recuerda el primer día que acompañó allí a su hombre. ¡Qué taladradora mirada recibió de aquella rozagante cuarentona, la señora Maddalena! Una mirada que se enteró de todo. Hortensia no reaccionó risueña, sabiendo como sabía las historias de la frutera, porque advirtió en los otros ojos la envidia y la pena de no tener a un Bruno.
Pero ya no piensa en eso cuando llegan a la casa. Entra en ella con la sonrisa provocada por otra visión: un futuro muchacho como Renato, pero con el ímpetu vital, la gracia viril del abuelo joven.
Al abrir Andrea la puerta del piso ese futuro muchacho corre hacia ella llenando de chillidos el pasillo y tiende los bracitos a Hortensia.
—Te quiere más que a mí —comenta Andrea, encantada sin embargo con ese cariño, porque espera mucha ayuda de Hortensia para criarlo.
—No digas eso; no es cierto —replica Hortensia alzando del suelo a Brunettino y sentándole en su antebrazo—. Yo soy la novedad. Si tuviera que elegir, siempre serás la madre, bien lo sabes.
—No, no lo sé —responde gravemente Andrea—. La mía murió antes de cumplir yo los tres años.
Hortensia la mira y comprende muchas cosas.
Con el brazo libre enlaza a Andrea por la cintura, mientras siente enredarse los bracitos del niño en torno a su cuello.
«Mi hombre es mi Brunettino —piensa Hortensia conmovida—, y en cambio tú, niño mío, angelote mío, eres ya mi Bruno abrazándome… Te quiero por él como a él le quiero por ti. ¡Ojalá te llegue a ver como él fue y luego me cierres tú los ojos!»
Zambrini se encuentra unos días en Milán para asuntos del partido y, gracias a Dallanotte, ha podido concertar con el viejo un almuerzo en una trattoria de las que gustan al senador, siempre enemigo de los grandes hoteles donde ahora inevitablemente le alojan. Les acompaña Ambrosio, que llegó con su verde ramita en la boca, y los tres antiguos partisanos recuerdan los buenos tiempos paladeando el café de la sobremesa.
Evocan trances difíciles, y también golpes de suerte con momentos triunfales. Discuten amistosamente el comunismo de Zambrini, pero coinciden en apreciar la degeneración del país y de la juventud, por contraste con el entusiasmo popular en el cuarenta y cinco.
Al final, claro está, acaban hablando de la próxima boda y Zambrini lamenta no poder asistir.
—Algo fantástico —remata Ambrosio—. Lo que nadie se esperaba allí para rematar el triunfo. En el pueblo están con la boca abierta. Entre eso y sus propias peleas por las tierras, los Cantanotte se han quedado sin amigos. ¡Tienes a la gente en el bolsillo, Bruno; ni te imaginas! ¡Incluso las beatas empiezan a pensar que por fin vas a convertirte a una vida cristiana! ¡Hasta rezan por ti, seguro! ¡Sobre todo alguna que te llevaste al huerto cuando era moza!
Ríen.
—¿Sabes lo único que les cabrea? —añade—. Que no te cases en Roccasera. ¡Menuda boda se pierden!
—Para casarse en otra diócesis me pedirían aún más papeles —se disculpa el viejo. Luego contraataca—. Además, ¡no me da la gana de que me eche la bendición el curilla de Roccasera ¿o es que a ti te cae bien ese meapilas?
Por supuesto, a Ambrosio tampoco le gusta.
—Cásate como prefieras, hombre —interviene Zambrini—. Tu boda es tu boda… Eso sí, prepárate a la cencerrada…